martes, 23 de septiembre de 2008

Burbujas que se derrumban

“Por primera vez en la historia, una crisis no comienza en los países emergentes”.
¿Quién dijo esto?
Quién más: ya se imaginan. La misma persona que dijo que “Mientras el primer mundo se derrumba como una burbuja, la Argentina sigue firme”... con el riesgo país llegando a niveles de default, los más altos del mundo, y los inversores haciendo cola para desprenderse de bonos del Estado argentino y para comprar bonos del tesoro del “derrumbado” principal país del “primer mundo”.
Digo: ¿por qué no se calla? ¿Tan difícil le resulta no opinar de lo que no sabe?
La primera burbuja estudiada comenzó en Holanda –el país “central” de entonces- y es conocida como la “burbuja de los tulipanes”, en el siglo XVII.
El tulipán era una flor no conocida en Europa, hasta que fue traída del Asia por comerciantes de ultramar. Rápidamente apreciada, su valor comenzó a ascender, hasta que en la década de 1630, todos enloquecieron. Los precios ascendían sin parar. En 1635 cuarenta bulbos costaban 100.000 florines y un bulbo llegaba a venderse a 5500.
El precio subía y parecía que ese ascenso era infinito. La gente comenzó a hacer inversión en tulipanes deshaciéndose de sus bienes básicos y se produjeron hechos tragicómicos, como el de un marinero condenado a prisión por haberse comido un bulbo accidentalmente.
Hasta que en 1637 ocurrió lo inevitable: los especuladores más avispados detectaron signos de agotamiento del mercado (por primera vez una colección exclusiva no encontró comprador) y comenzaron a vender. Fueron inmediatamente seguidos por inversores más “informados”... y por otros, y otros... hasta que el pánico se apoderó del país. Explotó la burbuja, causando quebrantos que empobrecieron a muchos y enriquecieron a otros y luego incluso de que el propio gobierno holandés dictara leyes para atenuar las obligaciones contraídas entre privados, con decisiones tales como que los contratos a futuro se resolverían con el pago del 10 % del valor contratado –lo que por supuesto, no dejó conformes ni a vendedores ni a compradores, unos porque debían resignarse a cobrar apenas el 10 % de lo contratado y otros porque debían pagar la décima parte de lo acordado por algo que ya no valía nada -.
La explosión de la burbuja dejó, como siempre ocurre, vencedores y vencidos. Vencieron aquellos que se vendieron justo antes de la explosión, acumulando grandes beneficios. Perdieron quienes habían liquidado su patrimonio para especular con bulbos y al final se quedaron con tulipanes y sin casa. Y perdió el país, que durante años se vió sumido en una importante depresión económica.
Fue una burbuja también la “Gran depresión” de los años 30, con una mecánica más cercana a la especulación financiera aunque no alejada de decisiones que actuaron como los pases de magia de los “apredices de bujos”, que intentan neutralizar fenómenos no demasiado alejados de las fuerzas de la naturaleza. El resultado fueron diez años (la década del 30) con graves consecuencias en todo el mundo, y la siembra de los desequilibrios que abrieron paso a la Segunda Guerra Mundial.
Más cerca en el tiempo se dio la “burbuja inmobiliaria” de Japón, en 1990. Los argentinos la recordamos porque con la venta de nuestra sede diplomática soñamos alguna vez contruir una nueva capital. Por supuesto, estalló como todas, provocando, entre otras cosas el estancamiento por diez años de la segunda economía del mundo.
Las tres “burbujas” mencionadas, las más grandes y estudiadas de la historia, se originaron, justamente, en países del “centro” económico. Son, además, las paradigmáticas.
Las burbujas son normalmente el resultado de una negociación apoyada sólo en expectativas, sin base en la economía real, que ante la imprevista toma de conciencia por parte de los inversores de su posible estallido (ya que las burbujas no se “derrumban” sino que “estallan”), generan una caída generalizada de los precios hasta su verdadero valor provocando un shock o una depresión.
No es un fenómeno nuevo y no hay acuerdo total en la ciencia económica sobre sus causas últimas, aunque sí en su naturaleza: es la negociación de altos volúmenes a precios que difieren sustancialmente de sus valores intrínsecos. ¿Cuáles son éstos? Pues los “fundamentales”, es decir los que reflejan la real oferta y demanda del mercado.
La actual no escapa a esa definción y hay consenso en que su naturaleza es la generación desmadrada de valores financieros virtuales sin relación con su respaldo en la economía real, fenómeno que se incrementó de manera exponencial luego de la “desregulación” del sector financiero producido durante el gobierno de Clinton. Esa desregulación, unida a la globalización sin reglas apropiadas, dejó a la naturaleza económica funcionar libremente, sin la presencia de un adecuado marco normativo global. Se produjo entonces, en pleno siglo XXI, lo que ocurriría en cualquier orden si desaparecieran las normas y la realidad quedara librada a los puros impulsos y lucha por la vida: la ley de la selva. Por ejemplo: si se derogaran las normas civiles y penales, no existieran más los homicidios y los robos como delitos, las viviendas no estuvieran protegidas por el derecho de propiedad y su ocupación –o despojo- sólo respondiera a quien fuera más fuerte.
El saldo de esta conmoción financiera no debería llevarnos a regodearnos porque les tocó primero a otros, sino a comprender la interrelación de los mercados globales frente a la insuficiencia de la normativa económica planetaria. Una reflexión de estadista, pasada la crisis –ya que durante ella es necesario actuar como Cincinato, enfocando los esfuerzos para sortear sus consecuencias más dramáticas y limitar sus daños y así lo están haciendo los países centrales liderados por Estados Unidos- seguramente concluiría en la urgencia de normatizar más el mundo. Esas normas protegerían más a todos y especialmente a los más chicos. Una visión improvisada y corta, con la información y el rigor de una sobremesa familiar, seguramente diría lo contrario –aunque impostando la voz y alzando el dedito-: aislarse del escenario global. “Irse a la estancia”, como el viejo chiste de la viuda rica consultada sobre su actitud ante la eventualidad de que “llegue el comunismo”.



Ricardo Lafferriere

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