martes, 11 de noviembre de 2008

Recuperar institucionalidad, crear instituciones

El aniversario de los 25 años de la recuperación democrática es oportuno para esbozar un balance de los logros y falencias, orientado a definir metas y orientar esfuerzos hacia los años que vienen.

Ese balance debe atravesar necesariamente los diferentes gobiernos, pero no necesariamente para evaluar sus respectivos desempeños –todos con éxitos y frustraciones, propios de la acción humana- sino preferentemente para observar la evolución de la convivencia y el grado de satisfacción que genera en las personas. Ofece, como gran aproximación, tres grandes áreas de avance y correlativas falencias.

El primer logro ha sido la consolidación de una creencia colectiva en el voto como única herramienta de cambio de gobierno. Episodios traumáticos –como las hiperinflaciones sufridas por la economía en 1989 y 1990, la implosión económica de fines de 2001 y la “pesificación asimétrica” del 2002, incluyendo los intentos oficialistas del corriente año de avanzar sobre la propiedad de los ciudadanos por encima de las normas legales, tanto mediante la Resolución 125 como con la confiscación de ahorros previsionales- no generaron en ningún momento, a pesar de las fuertes visiones encontradas, el reflejo de un atajo institucional que interrumpiera la formalidad democrática.

El segundo logro ha sido el desmantelamiento de las prevenciones bélicas con los vecinos. Poco tiempo antes de la recuperación democrática, la población vivió en vilo por la ausencia de límites del gobierno militar sobre su política de confrontación. La tensión fue una constante tanto con Chile – en que el país se ubicó al borde literal de un conflicto armado- como con Gran Bretaña –en que el conflicto efectivamente se desató- como hasta con el propio Brasil, con el que los recelos por la utilización del potencial hídrico de la Cuenca del Plata marcaba el ritmo de la relación. Hoy sería impensable, aún con un gobierno pleno de dislates y berrinches como el actual, imaginar otra inserción internacional de la Argentina que no se base en la paz.

El tercer logro ha sido la internalización de la vigencia de los derechos humanos y libertades en la conciencia de los ciudadanos. El gigantesco paso dado en 1984 colocando en manos de la justicia –y no de la política, mucho menos del rencor o la venganza- el tratamiento de las violaciones de derechos humanos cometidos tanto por directivas de la cúpula del poder de entonces como por las bandas terroristas avanzó hacia la madurez de la recuperación institucional. La Argentina pasó a ser considerada, internacionalmente, como un país protagonista en el diseño de un mundo más apoyado en normas jurídicas que en el puro poder. El retroceso en este capítulo ha sido grande, pero sus logros han quedado estampados en la memoria colectiva.

La primer gran falencia es la dificultad en la construcción de un funcionamiento institucional que limite la discrecionalidad del poder. Esa construcción tiene un norte y está señalado en la propia Constitución de 1853 con sus reformas, que no tiene vigencia en un aspecto central en cualquier organización política: el origen y distribución de los fondos públicos. Ni la determinación de los impuestos, ni su asignación, ni –lo que es más importante- su distribución por jurisdicciones respeta el diseño “representativo, republicano y federal” definido por el propio artículo 1 de la Carta Magna. En esta falencia gigantesca se asientan gran parte de las deformaciones y tensiones que han atravesado la vida del país neutralizando todos los esfuerzos por sumarse a la marcha del crecimiento mundial en el nuevo paradigma productivo globalizador, pero también impidiendo la recuperación de las regiones postergadas, el estímulo a la actividad emprendedora, la seguridad a la inversión, el respeto a las normas establecidas e incluso el respeto a los Contratos, que según el propio Codigo Civil, son tan obligatorios para las partes “como la ley misma”. El estancamiento económico que atraviesa el siglo XX tiene su última explicación en esta debilidad, cuya superación se ha convertido en el verdadero dilema principal de la convivencia argentina.

La segunda falencia es la dificultad en generar consensos estratégicos, que algunos atribuyen al excesivo presidencialismo, cuyo intento de atenuación con la incorporación de la figura del Jefe de Gabinete terminó actuando en contra de los objetivos buscados. El funcionamiento político basado en la consigna “El presidente se lleva todo”, sólo vigente hoy en la Argentina y en rudimentarios estados autocráticos, concentra la lucha política en la ocupación de ese cargo. Frente a ello, algunos sostienen la necesidad de marchar hacia un sistema parlamentario en el que la figura presidencial tenga origen legislativo, como en las democracias maduras de Europa. Aunque así no fuera, una mirada al entorno regional nos muestra que el presidencialismo norteamericano no es el único exitoso: Brasil, Chile y Uruguay han sabido articular la figura presidencial con la necesaria generación de consensos mayoritarios, la limitación del poder del presidente y la creación de espacios de diálogo tanto para conformar coaliciones de gobierno y de oposición, como para coincidir en visiones referidas a las políticas públicas que requieren un acuerdo de amplia base, especialmente las vinculadas al órden económico-social, el origen y distribución de los fondos públicos y el relacionamiento internacional.

La tercera falencia, relacionada con la anterior, es la tendencia a politizar y antagonizar todos los debates, absorbiendo procesos que una sana organización democrática debe dejar en manos de sus respectivos protagonistas institucionales. Algunos ejemplos son la utilización política de los juicios –que les despoja del contenido de justicia para tranformar periódicamente víctimas con victimarios-, la dispendiosa distribución de recursos públicos para la construcción del poder clientelizado –que vacía a los ciudadanos de su autonomía y vacía a la política de su espacio reflexivo- y la ligera decisión de llevar al Estado al espacio empresarial en las áreas más diversas, muchas de ellas sin ninguna justificación económica ni estratégica, que no tiene mención expresa en la Constitución, distorsionando fuertemente el funcionamiento de la economía y distrayéndolo de sus obligaciones primarias, olvidadas hasta la negación, como la educación, la salud, la seguridad, la infraestructura y la vivienda.

Estas seis grandes aproximaciones desembocan todas en una necesidad: institucionalizar el país. La institucionalización implica en primer término sacralizar la normativa constitucional, cumpliendo tanto su delimitación entre las facultades que los ciudadanos no han delegado en el poder y se han reservado para sí –por lo tanto, inmunes a cualquier pretensión normativa-, como la observancia de las atribuciones, límites y obligaciones que los representantes del pueblo como Constituyentes han otorgado a los diferentes espacios de poder: el gobierno nacional, las provincias, el Congreso, la Justicia, la distribución de facultades impositivas y presupuestarias y en especial, la distribución federal de las rentas.

Pero también implica, en segundo término, respetar y construir instituciones que enmarquen los esfuerzos de los ciudadanos para volcar con seguridad y con los menores riesgos posibles su potencialidad transformadora, productiva, artística, científica, solidaria y, en último término, política. Organizar y reorganizar partidos políticos es la demanda suprema de institucionalidad. Partidos que organicen gobiernos presentes o futuros, reales o potenciales, canalizando en forma tolerante y normatizada la vocación política de los ciudadanos conscientes. Más que la discusión sobre quien es el próximo “líder” que “se lleve todo”, condenando de antemano a –sea quien sea- convertirse en una nueva víctima o un nuevo autócrata, la urgencia es organizar el debate para participar en forma madura en la discusión colectiva en el marco institucional.

Esas instituciones permitirán retomar el rumbo de un país que luego de enorgullecerse del gran salto adelante protagonizado en el medio siglo que fue de 1880 a 1930 aplicando las instituciones constitucionales, pasó a exhibir cuando dejó de hacerlo la peor perfomance del planeta durante el siglo XX, al punto de ingresar en el siglo XXI con el mismo producto por habitante, en valores constantes, que tenía en épocas de Hipólito Yrigoyen, setenta años atrás.

Y serán, además, las que encarrilen nuevamente al país en su proyecto histórico iniciado en 1810, bicentenario que curiosamente se invoca como fecha vaciado de su contenido programático magistralmente sintetizado por el axioma de Echeverría y la Generación del 37: Mayo, Progreso y Democracia. Ese diseño del rumbo matriz de la sociedad republicana surgida de la Revolución, cristalizado en la Constitución y sus reformas y exitoso cuando fue aplicado sigue siendo el elemento convocante cada vez que el país se encontró al límite tolerable de sus frustraciones.

Como, lamentablemente, está ocurriendo una vez más.

Ricardo Lafferriere

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