martes, 19 de agosto de 2014

No es bueno forzar posiciones

No es un secreto para nadie que desde esta columna hemos  visto desde hace varios  años como necesario el regreso a la política argentina del amplio espacio político de las clases medias, que en otros tiempos supo expresarse por el radicalismo para luego desgranarse en dirigentes y espacios de variado origen, algunos radicales, otros socialistas, otros liberales.

Tampoco lo es nuestra convicción que en la dinámica del sistema político argentino, ese espacio, que abarca un colorido abanico de identidades culturales, incluye un amplio espectro de posicionamientos “ideológicos” y está unido culturalmente por comunes denominadores que giran alrededor del respeto absoluto al estado de derecho, a los derechos individuales, a las libertades públicas, a la independencia de la justicia, al pluralismo, la libertad de presa y la madura integración con la marcha del mundo. Su síntesis podría ser la Constitución Nacional.

Algunos pensamos que los dos grandes espacios que alimentan la dinámica política argentina hunden sus raíces en las matrices fundacionales del país, encontrando líneas conductoras que llegan hasta el mismo proceso independentista y aún antes, pero es necesario conceder que esta visión tiene tanto pruebas como contrapruebas, por lo que es mejor dejarla a los historiadores.

Lo que sí está claro es que en el escenario argentino de la democracia recuperada los ciudadanos han oscilado entre dos matrices: una “democrática-republicana” y otra “populista-autoritaria”. Los esfuerzos por trasplantar a la realidad argentina las pautas que dinamizan las opciones en Europa en “izquierdas vs. derechas” no han logrado enraizarse entre nosotros.

Hay “progresistas” y “moderados” en ambos espacios, como lo demostró Cristina Fernández, en el 2011, al alinear en una misma opción política a un abanico tan amplio que comprendía desde a D’Elía a Daniel Scioli, desde Carta Abierta hasta Boudou , o desde Pacho O’Donnell a Ricardo Forster. También lo había logrado, en la otra vertiente, Alfonsín en 1983, cuando recibió apoyos desde la “familia militar” de entonces –a pesar de su fuerte cuestionamiento a la matriz represora del “proceso”- hasta los intelectuales progresistas del  Centro de Participación Política, desde los partidos provinciales de raíz conservadora hasta los sectores juveniles de la “Coordinadora” de entonces, identificados con las banderas más progresistas de la época.

El turno del populismo organicista que lleva ya diez años se agotó, y no será superado por ninguna construcción ideológica por la sencilla razón de que el relato ideológico no convoca a los ciudadanos reales, que son los que votan y definen el gobierno. Esto es advertido por los protagonistas de la política y está golpeando en uno de los frentes conformados en  el último año, afectado por las diferentes miradas sobre el papel de la dirigencia.

Lo decía Julio Blanck en su lúcido análisis del domingo 17/8 en Clarín. También lo venimos afirmando desde esta columna desde hace tiempo. Los dirigentes políticos opositores deben definir su papel  y a partir de allí establecer sus estrategias. El fuerte conflicto que ha tomado los titulares estos días entre Solanas y Carrió lo expresa con claridad. Si lo principal es el testimonio del compromiso ideológico, el poder será esquivo. Si lo principal es el acceso al poder para administrar la realidad, el testimonio ideológico puro es un obstáculo insalvable.

Ambas posiciones son válidas, legítimas y respetables. Ambas caben en el juego democrático. Ambas son necesarias para enriquecer el debate y la reflexión nacional. Lo que no se puede es pretender articularlas cuando resultan contradictorias de cara al escenario que en cada momento vive la sociedad.

Pino Solanas, Libres del Sur, el socialismo y un sector del radicalismo prefieren privilegiar su papel testimonial. Definen su identidad y razón de ser como mantener vivo el proyecto “socialdemócrata” y el alineamiento “progresista”, aunque no especifican mucho más en cuanto a las pautas programáticas que los unen. Se motivan, seguramente con honestidad, en su aversión a lo que consideran un proyecto “neoliberal”, o “heredero de los 90”, que en su convicción es característica del PRO, lo que por otra parte tampoco se condice con la experiencia de gobierno de dicha fuerza, ratificada varias veces por el electorado capitalino.

Elisa Carrió, Lousteau, y otro importante sector del radicalismo, privilegian construir una alternativa de poder al peronismo. No creen en la rígida polarización ideológica –a la que sienten como disfuncional con el mundo actual- y asumen que los valores que cada uno ha asumido en sus convicciones serán sin dudas un telón de fondo en las decisiones que deban tomar, pero que su obligación de cara a la sociedad en el momento actual es brindarle una alternativa de gobierno signada por la honestidad y la reconstrucción republicana. Perciben que esa es la exigencia ciudadana. Advierten que para ser exitosos deben incluir necesariamente a todo el electorado de las clases medias democráticas republicanas, tanto a la columna vertebral del radicalismo, al PRO y al socialismo.

Aunque no sea políticamente correcto, tal vez sea el momento de asumir el error que significó comenzar la construcción de un frente electoral sin acordar para qué se hacía. La limitación no es  determinante en una elección de medio término,  ya que puede saldarse en la composición plural de las listas de legisladores, pero se torna en decisiva cuando se debe ofrecer a la sociedad una opción de gobierno. La experiencia UNEN incorporó legisladores que ni siquiera se integraron a un bloque propio. Una vez en las Cámaras, cada uno buscó su identidad.

Seguir en ese camino será tan desgastante como prolongar indefinidamente, por falta de decisión, un divorcio inexorable. Tan inexorable como que lo impondrá la propia realidad. Una fuerza política cuya función en la democracia argentina es construir una opción democrática y republicana ante sus tradicionales rivales  peronistas–a los que no necesita ni debe demonizar porque comparte con ellos la condición de “com-patriotas”- se fragmentará en pedazos si se la pretende encorsetar  en límites que le impiden trabajar para cumplir su papel natural en pueblos, municipios, provincias y aún en la gestión nacional.

Los dirigentes que se sienten intérpretes de ideologías, valores y reclamos a los que gobernar no les interese tanto como testimoniar lo que entienden que es la pureza de sus convicciones, estarán a su vez tensionados a cada paso en que deban decidirse alianzas en la búsqueda de la construcción de opciones de gobierno. Su prevención es respetable y legítima.

Lo que no se entiende es por qué esa diferencia de roles debe convertirse en una batalla pública, impostada por los medios, que perjudica a ambos. Los perjudica, incluso, seguir juntos, porque ambos se sienten limitados en sus convicciones. Los unos, porque arriesgan fuertemente sus posibilidades de acumulación exitosa. Los otros, porque sienten ante cada paso que peligra su ideología, que consideran su justificación política.

Sería infinitamente más maduro que unos y otros sigan su camino, respondan a sus pulsiones más auténticas y sus respectivas construcciones, manteniendo la cordialidad y el respeto recíproco que se deben quienes deciden entregar sus ilusiones, convicciones y trabajo al debate sobre los intereses generales.

La historia del país seguirá marchando, incluye a todos y si hay un común denominador que no es ya sólo partidario sino nacional es la necesidad de mantener puentes tendidos, cordialidad en el trato y disposición a la búsqueda de acuerdos. Eso debe preservarse, se integren como se integren las opciones electorales, porque el país es de todos y la responsabilidad de la política ante los ciudadanos exigirá cada vez más esa madurez.

Ricardo Lafferriere


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