domingo, 7 de septiembre de 2014

Un ajuste insoportable

Ya llegamos. Como lo veníamos advirtiendo desde hace tiempo –no sólo nosotros, sino numerosos especialistas que saben más- el rumbo económico asumido por CK conducía inexorablemente a ésto: un gigantesco desajuste estructural, en cuya base estuvo el fogoneo artificial de la demanda y cuyo epifenómeno es la inflación, retroalimentada por un gigantesco déficit público.

Ese desajuste, como todos, condujo al ajuste que el kirchnerismo se resiste a reconocer y que, en consecuencia, la realidad económica impone por su propio peso a través del proceso inflacionario también creciente.

Los datos económicos marcan quienes no pierden con la inflación. El único sector que muestra ganancias extraordinarias es el financiero. En la otra cara, sufren son los salarios, y con ellos la producción industrial que se retrae, arrastrando al comercio y los servicios. Los locales cerrados, la reducción de horas extra, los despidos, la desesperación por defender el valor del salario refugiándose en la divisa, son hechos que ya hemos conocido en el país y que –lamentablemente- sabemos cómo terminan. Todos son el resultado de la irresponsabilidad y de la desconfianza.

La semana pasada hablábamos del horizonte optimista de los próximos años. Ahora, aunque sea menos entusiasmante, enfocamos el horizonte difícil de los próximos meses. En ellos chocarán las recetas del “mejor ajuste”, frente al intento oficial de ocultarlo con medidas policiales cada vez más amplias que profundizarán la tensión económica, social y delictiva.

Cualquier ajuste es antipático, tanto como lo fue la falsa simpatía que llevó al desajuste. Gastar más de lo que se puede conduce, en algún momento, a reducir los gastos para nivelar las cuentas. Lo primero es lindo. Lo segundo es feo, pero es consecuencia de lo primero. Hoy deberíamos poner en reflexión en tono maduro los mejores caminos para evitar innecesarios costos sociales y volver a crecer, luego de doce meses consecutivos de caída en la producción industrial, del comercio, de los salarios y de la recaudación real.

En el centro del desequilibrio está el descomunal déficit público. Los caprichos van desde agregar alegremente erogaciones financiadas por emisión sin respaldo hasta desinteresarse por la calidad de lo gastado. Son injustificados, en esta situación, el subsidio a los que vuelan en avión a través del déficit de Aerolíneas, el dispendio en compromisos innecesarios como el reconocimiento de intereses punitorios en la renegociación con el Club de Paris por la esclerosis ideológica que atrasa medio siglo de negar la intervención del FMI, el subsidio a consumos innecesarios desmotivando la austeridad como lo son las mega-transferencias a la energía, el transporte y demás servicios, y el festival de billetes de $ 100 por el otro capricho, el de no imprimir moneda de $ 1000 y $ 500 –que reduciría el precio de fabricar moneda, porque cada billete cuesta lo mismo, sea de $ 2 o de $ 1000-, los gastos ocultos en la nueva “cadena de la felicidad” para alinear periodistas, artistas, jueces, sindicalistas y legisladores o la vergonzosa actitud de recorrer el mundo pasando el sombrero ante los nuevos “amigos” de costosas contrapartidas.

Este desajuste golpea más cuando la economía retrocede, ante la enorme desconfianza producida por decisiones de escasa legalidad que han llevado a todos a una actitud defensiva, al enfrentarse a los dislates cleptocráticos de la administración.

Ahora hay que ajustar. Ocultarlo es cínico y lleva a no discutir cómo hacerlo. Reconocerlo, sin embargo, obliga a extremar la sensibilidad y el compromiso con la gestión para evitar males mayores.

Desde esta columna y sin compromisos con la política agonal debemos decirlo. Porque una cosa es conducir ese ajuste con racionalidad, y otra es que lo imponga la realidad, como está ocurriendo, castigando inexorablemente a los más débiles. O acercarnos a la hiperinflación…

Al ajustar, se debe optar. No parece justo hacerse eco de quienes alegremente levantan la bandera de los despidos, aun concediendo que el personal del sector público ha crecido sin justificación de eficiencia. Un momento de recesión no es el mejor para corregir esa distorsión. No lo es para la economía, y no lo es para los miles de compatriotas posiblemente afectados.

Sí parece adecuado terminar con los mega-subsidios a los servicios. Reducirlos nos acercaría al comportamiento de un país consciente de lo que cuestan las cosas y permitirá a los ciudadanos diseñar sus estrategias individuales de sobrevivencia. Para cualquier compatriota, no es lo mismo controlar al máximo el gasto en energía en su casa, optimizar el uso del agua potable y cuidar el consumo  de gas, que carecer de ingresos porque se ha interrumpido el aporte mensual del salario. Y los subsidios en este año prácticamente equivalen al déficit fiscal.

No debiera existir ni un peso más de subsidio para Aerolíneas, reducirse sustancialmente los del transporte de larga distancia y rediseñarse las tarifas de transporte de corta distancia con planes eficaces e inteligentes que no golpeen el presupuesto de los que lo utilizan para trabajar o para concurrir a establecimientos educativos o tarifas especiales para situaciones como discapacitados, jubilados y pensionados. Pero deben reflejar el costo real para el resto de los ciudadanos, porque el servicio cuesta y no es que el subsidio vaya en la cuenta de la Divina Providencia, sino de alguien que, en el otro extremo del circuito económico, está pagando por él.

El “Fútbol para Todos” debe financiarse con ingresos privados. Las contrataciones públicas debieran ajustarse en su transparencia. Informaciones que trascienden a través de empresarios y funcionarios de carrera muestran que la opacidad –como el contrato con Chevrón, o varias obras públicas con destino licitatorio “preacordado”- incluyen ingentes sobreprecios que golpean sobre el gasto. No pueden continuar. No deben continuar.

Para amortiguar la transición hacia el rebote de una economía productiva debe recurrirse al crédito externo. Lo hace el 95 % del mundo. No hacerlo agravará duramente esa transición, entre otras cosas porque necesitaríamos entre 15 y 20.000 millones de dólares adicionales por año hasta el 2020 para pagar los vencimientos externos de los canjes de Néstor y Cristina. Sin fondos externos, ellos golpearán fuertemente aún más el salario y la actividad económica.

Para conseguir financiamiento deben normalizarse las cuentas públicas, las relaciones con el sistema financiero nacional e internacional y la seriedad en la ejecución presupuestaria. El Congreso es quien debe decidir sobre el presupuesto, los impuestos, los gastos y la deuda. No el capricho presidencial, la irresponsabilidad adolescente cargada de un ideologismo de otra época o la tentación de convertir en consigna de lucha una obligación judicial como la chantada del “patria o buitres”.

Llegaremos a una Argentina nuevamente en marcha. Hay consenso sobre ésto en la mayoría de los dirigentes, de las diversas fuerzas políticas. No falta mucho, apenas menos de un par de años. Pero hasta ese momento, deberemos atravesar la condena que los propios argentinos nos auto-impusimos.

Atravesar este período debiera convocar desde ya al acuerdo entre los postulantes presidenciales con más chances, que por encima de su divisa partidaria son “com-patriotas” de un mismo país, para atenuar el temor a lo inmediato con la claridad de un puerto de llegada seguro que anuncie el nuevo tiempo. 

Ésto, entre otras cosas, ayudará también a atravesar la última prueba a que nos somete el destino al fin de la administración K: un ajuste insoportable.


Ricardo Lafferriere

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