lunes, 13 de octubre de 2014

El Islam frente al resto del mundo: ¿se puede convivir en paz?

Entre los varios méritos de la última obra de Henry Kissinger titulada “World Order” debe destacarse, por su rigurosa actualidad, la reflexión sobre la visión  propia de los actores destacados en la turbulenta crisis que agobia al espacio “medio-oriental” y a partir de él, al resto del planeta. 

Aunque son verdades conocidas desde siempre, su puesta en foco actual ayuda a comprender una realidad que tiende a escaparse de la lógica con la que se acostumbra interpretar el mundo.

En efecto: el desarrollo tecnológico, la globalización y las armas de alcance catastrófico convierten en universales conflictos que tal vez en otro momento podrían ser imaginados en el marco localizado del mundo musulmán, en sus luchas internas y en sus cosmovisiones místicas.

El orden global, luego de las dos grandes guerras del siglo XX, se edificó al fin sobre las vigas maestras formuladas en la Paz de Westfalia –en el siglo XVII-. En ella se reconocieron un conjunto de principios sobre los cuales se limitaron los alcances de las guerras interminables por razones religiosas de la baja edad media europea, adoptados luego en forma universal.

Fue a partir de Westfalia que el poder dejó de tener pretensiones totalizadoras y reconoció la autonomía de cada marco estatal. Dentro de cada Estado, regirían sus leyes. Fuera de sus límites, se respetaría el poder del respectivo soberano. El poder no sería ya más un derivado de una fuente superior (Emperador o Papa) sino el resultado del equilibrio de soberanos terrenales, en cuya inteligencia y capacidad de alianzas quedaba la responsabilidad de mantener la paz.

Las guerras, cuando las hubiere, quedarían acotadas a los contendientes y se reducirían a los ejércitos de los respectivos soberanos, sin afectar más de lo imprescindible a sus poblaciones civiles. Fueron pocos principios, esenciales para posibilitar la convivencia internacional. Incluían la igualdad jurídica de los Estados –que se institucionalizaron, abandonando las formas feudales privadas-, se fijaron las normas de la diplomacia y se instauró el respeto al equilibrio.

Entre esos principios se destaca la idea de la “nación-Estado” y de su atributo principal, la “soberanía”. Reconocidos estos conceptos, la religión –que atravesaba hasta entonces geografías y poblaciones, etnias y lenguajes- pudo “ponerse en caja” limitando definitivamente la pretensión de hegemonía con la actualización del viejo precepto cristiano que separaba las competencias del César y de Dios. La organización internacional de la segunda mitad del siglo XX creció sobre estos cimientos enriquecidos por la incorporación de un acuerdo aún más importante: la vigencia universal de los derechos humanos y la democracia como forma legitimante del poder.

Con sus más y sus menos, el mundo convivió con esas normas y así llegó hasta hoy. Sin embargo, esa visión “laica” de la evolución occidental no es la que subyacía en espacios imperiales previos al mundo “westfaliano”. El Imperio Chino, el Imperio Otomano, el Imperio Persa, fueron organizaciones políticas que se consideraban a sí mismas el centro superior del orden global, por diferentes razones. Así se había considerado en su tiempo el Imperio Romano, su sucesor el Sacro Imperio Romano Germánico y, como autoridad delegante en nombre de Dios, el Papa, que coronaba a los sucesivos emperadores y daba legitimidad a los poderes temporales.

La respectiva legimidad religiosa del poder subyacía en todos ellos. El mundo occidental y el cristianismo evolucionaron luego de centurias de luchas sangrientas hasta el descripto acuerdo que llegó con la modernidad y encontró la base ideológica en la naciente ilustración. El resto y especialmente el mundo musulmán siguió –y sigue- entendiendo al mundo como una unidad religiosa, con vocación proselitista y excluyente. Tiene sus visiones diversas en su interior -entre ellas, la que enfrenta sunitas y shiítas es sólo la más importante-, acepta con flexibilidad acuerdos temporales con el mundo occidental y entre sus propias facciones, pero aún hoy –y especialmente hoy- mantiene en importantes actores –tal vez los más dinámicos- una convicción trascendente incompatible en el largo plazo con el mundo westfaliano.

La consecuencia de esa diferente perspectiva dificulta el análisis y el tratamiento de los conflictos en un escenario mundial crecientemente globalizado. Lo que para el razonamiento occidental son acuerdos permanentes de convivencia, para la mirada religiosa musulmana son transacciones circunstanciales dictadas por su debilidad coyuntural, pero que no obligan a sus firmantes ya que su finalidad es sólo ganar tiempo para adquirir fuerzas y retomar la lucha. Ésta finalizará cuando todo el mundo viva en acuerdo con las normas del Corán respetando la palabra de Alah.

Son dos enfoques diferentes, pero el mundo es uno. La economía es crecientemente una, con un paradigma dominante que requiere la necesidad de funcionar sin fronteras infranqueables. La revolución tecnológica supera los límites nacionales con una capacidad destructiva que ha saltado ya el cerco del mundo westfaliano y crece en actores integristas. El planeta es uno, y peligra.

La sensación de poder creciente diluye los límites que la diferencia de poder relativo imponía a la visión integrista con pretensiones de hegemonía, haciéndole accesible el desarrollo de armas cuya proliferación puede poner literalmente en riesgo la vida humana en todo el globo.

La repentina conciencia de ese poder estimula los conflictos internos del espacio musulmán, superponiendo intereses económicos, políticos, ideológicos, religiosos y territoriales difundidos al escenario mundial por los intereses también cruzados de la economía globalizada, un poder político sin centro hegemónico indiscutible e intereses nacionales acostumbrados a razonar en clave westfaliana pero que choca con realidades que ésta ya no abarca.

Para la visión religiosa de la que hablamos, los límites nacionales son una ficción y los Estados son meras creaciones artificiales que no tienen atributos intrínsecos ni derechos inalienables. Se pueden usar, si resultan útiles, o se pueden ignorar si así conviene. 

La declaración de instauración del desafiante “Califato” en territorios de Irak, Siria y el Líbano con pretensión de poder universal es tan demostrativo como Irán negociando un acuerdo con el “Gran Satán” (EEUU) y el grupo “5+1”, mientras su líder espiritual Khamenei declaraba al Consejo de Guardianes de Irán (setiembre de 2013) que “cuando un guerrero está luchando con un oponente y muestra flexibilidad por razones técnicas, no le dejemos olvidar quién es su oponente” Y cuando se firmó el acuerdo para comenzar negociaciones sobre su compromiso de desarme nuclear (enero de 2014) expresó nuevamente que “Irán no violará lo que acuerde. Pero los americanos son enemigos de la Revolución Islámica, ellos son enemigos de la República Islámica, ellos son enemigos de esta bandera que ustedes han enarbolado”.

Frente a estas voces integristas han existido y existen saludables y actualizados dirigentes musulmanes, en los países de la región y en la diáspora. 

Las numerosas voces de condena a los abominables crímenes del ISIS y otras organizaciones terroristas que han realizado comunidades musulmanas de diversas partes del mundo permiten abrir una ventana de esperanza, pero sería necio negar que la desconfianza se ha acrecentado, y que esta desconfianza alimenta a los “halcones” de todos los bandos.

Serán los hechos quienes dirán si logran sobreponerse a los sentimientos e interpretaciones extremistas del Corán que animan a sus Mujaidines de la Jidah, a los terroristas de Al Qaeda y a los infames criminales del ISIS.

Si logran prevalecer con una interpretación de su religión más adecuada a los tiempos que corren en el tercer milenio, ello permitirá al resto del planeta considerar con tranquilidad y confianza a los actores del mundo musulmán en la comunidad internacional con el carácter que habían logrado luego de la Segunda Guerra Mundial: países con los que se podía coincidir o discrepar, acordar o guerrear, pero que aceptaban y se integraban en la comunidad de naciones aceptando los límites que el mundo occidental ya incorporó a su visión de la convivencia desde hace cuatro siglos y han sido adoptados por el resto de la humanidad.

Derechos humanos y democracia. Soberanía propia y ajena. Solidaridad en la preservación de la casa común planetaria. Construcción en armonía de una convivencia basada en la ley acordada entre las partes. Respeto a la libertad de conciencia y a la diversidad de creencias religiosas propias y extrañas. Y búsqueda de la paz y el derecho como forma de solución de conflictos.

No son principios tan extraños. Sin embargo, son los que permitirían comenzar esta nueva etapa de la humanidad –global, planetaria, tecnológica, inundada de riesgos globales cada vez más imbricados- con alguna esperanza de supervivencia. Y convivir en paz, a pesar de las diferencias.


Ricardo Lafferriere

No hay comentarios: