domingo, 4 de enero de 2015

Unidad o división

Una vez más, la prestigiosa intelectual Beatríz Sarlo ha insistido en su tesis de dividir a la oposición con el mismo argumento que ya utilizara en el 2011: no hay tropas extranjeras en el territorio que ameriten una alternativa unida de fuerzas diferentes.

Una vez más, como en el 2011, discrepamos.

El kirchnerismo no es una opción política más, sino una alternativa  medularmente destructora del país moderno y de la estructura institucional que nos costó dos siglos lograr. No es de “izquierda” ni de “derecha”. Es la negación de la vida institucional, el regreso al país sin normas.

No puede levantarse frente a esa opción el alegre jubileo de propuestas “finalistas”, sino que se debe ofrecer una sólida alternativa democrática-republicana que implique una especie de nuevo pacto constituyente abarcador de las diferentes miradas que conviven en la Argentina actual.

No seguir ese camino en el 2011 habilitó la continuación del ciclo populista por cuatro años y provocó lo que está a la vista: la colonización de la justicia, la reducción de la riqueza del debate democrático al tosco maniqueísmo sobre cuya manipulación se ocultó el mayor proceso de desfalco a la riqueza pública de la historia argentina, la fuerte ofensiva sobre la prensa tendiendo a hacerla funcional con la estrategia divisionista, el retraso a niveles grotescos en el nivel educativo, en la racionalidad económica y en la calidad institucional.

Por último, llevó al alineamiento del país con lo más retrógrado del planeta, el aislamiento de las corrientes globales de tecnologías, inversiones, comercio y financiamiento que están configurando el mundo global y la reducción del prestigio nacional al punto de convertir a la Argentina en un país paria, hazmerreír del mundo. Los “nuevos amigos” son países sin democracia, violadores de derechos humanos, gestores de un neocolonialismo que atenaza con créditos atados, cesión de soberanía para oscuros proyectos tecnológicos y corrupción en grandes obras de infraestructura.

Frente a estos “logros”, insistir en las visiones “finalistas” de las diferentes fuerzas políticas resulta un arcaísmo infundado. Alguna vez sostuvimos que sería como si en las jornadas de la revolución de Mayo, Mariano Moreno hubiera afirmado “Mi límite es Saavedra”, oponiéndose a conformar con él la Primera Junta –de la que, al final, uno fue Presidente y el otro Secretario-. O como si luego de Caseros, Urquiza hubiera seguido su lucha contra los gobernadores que habían formado parte del entramado de poder del derrotado Juan Manuel de Rosas, en lugar de sumarlos para incluirlos en la institucionalidad plural de la Constitución de 1853.

Podría contestarse que luego de votar, el gobierno podría conformarse de manera plural. Sin embargo, esa no es una alternativa eficaz, habida cuenta que el sistema electoral argentino exige una mayoría absoluta al ganador, favoreciendo a la primera minoría si ésta obtiene una mayoría relativa (40 %) con una diferencia de diez puntos o más con respecto a la fuerza que la sigue.

La tesis de Sarlo permite –casi garantiza- un nuevo ciclo populista, que históricamente no ha bajado nunca al 40 % del apoyo electoral. Si la oposición democrática-republicana mantiene sus divisiones, enfrentando fragmentadas al torrente populista, el resultado está cantado.

Obsérvese que no proponemos la dilusión de las diferentes miradas en un partido político nuevo, sino reclamamos madurez para saber diferenciar lo que es una etapa del proceso político de lo que es un diseño finalista. Un acuerdo político no debe significar otra cosa que un acuerdo para una etapa, la que en nuestro caso debe estar dirigida a la reconstrucción del edificio institucional derrumbado por el kirchnerismo populista.

Para gestar ese acuerdo, cada fuerza debe conservar su identidad, valores y objetivos. Y su independencia. Como lo hacen hoy mismo en Alemania los socialdemócratas y demócratas cristianos de la Gran Coalición, sin exigir que antes haya “tropas extranjeras” en territorio alemán. Pudieron hacerlo luego de las elecciones, porque es un sistema parlamentario. No es nuestro caso.

Como cualquier acuerdo, requiere un programa absolutamente claro, que permita gobernar y que permita también ganar las elecciones. De nada sirve un “pacto de gobernabilidad” simbólico si no se asienta en una estrategia de poder, tanto como sería inútil una estrategia de poder sin un pacto de gobierno asentado en un acuerdo claro y transparente, elaborado de cara a la sociedad.

La democracia exige pluralidad, pero también madurez. La intolerancia de los “demócratas”, claramente inmadura, nos ha llevado a esta situación límite, en que gran parte del capital histórico  argentino ha sido y está siendo dilapidado, simplemente por no aceptar acuerdos.

Éstos no se reducen, por último, a los acuerdos electorales. Requieren la reconstrucción de los partidos, sin los cuales es imposible gestar acuerdos de largo plazo, la otra gran falencia de la democracia argentina.

Días atrás trascendió que nuestro vecino Uruguay ha logrado obtener prácticamente la totalidad de su abastecimiento eléctrico de fuentes renovables. Este logro se asentó en un acuerdo estratégico de todas sus fuerzas políticas, de proyección decenal. ¿Quiénes deberían participar en un acuerdo similar en la Argentina, con liderazgos efímeros y partidos desteñidos?

Tal vez este ejemplo aislado pueda testimoniar de manera patética el resultado fatal de la destrucción partidaria, de la que son –o somos- responsables los argentinos, no sólo los dirigentes. El vaciamiento institucional, la banalización del debate político, el raquitismo comunicacional y la dilusión del compromiso ciudadano han logrado el sueño de tantas fuerzas reaccionarias a través de la historia patria: un país sin política, abandonando el espacio público a las meras estrategias personales.

Nos definimos entonces por la necesidad de un gran acuerdo neoconstituyente democrático y republicano, realizado por los partidos políticos sobre la base de un programa transparente, que mantenga la individualidad de todos y el pluralismo parlamentario. Y sostemos que ese acuerdo debe ser también electoral, como exigencia de su eficacia.

Afirmamos que allí no debe terminarse la historia, sino comenzar, asumiendo la obligación de la reconstrucción de partidos políticos cuya función no sea sólo actuar de contenedores de aspiraciones electorales personales, sino de verdaderas usinas de reflexión y debate sobre los problemas que ofrece y las políticas que necesita el país ante la agenda del momento y del mundo.

Si hubiera tropas extranjeras…otro sería el problema. Seguramente entonces el marco del acuerdo necesario incluiría al propio populismo, hasta el kirchnerismo y la propia presidenta. Pero no es el caso, ya que afortunadamente aún no hemos llegado a ese extremo. Por ahora, el objetivo primario es recuperar la democracia.

El rival no es un “ejército de ocupación”, sino el populismo. Frente a él es necesario alinear todas las fuerzas disponibles, a fin de retomar la construcción de un país “representativo, republicano y federal”, contenedor de las diferencias y con marcos de reflexión, debate y decisión capaz de incluir en él a las visiones diferentes.

Para ello se precisa la disposición a gestar acuerdos y no sólo a gritarnos las diferencias en la cara.

Ricardo Lafferriere


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