martes, 17 de febrero de 2015

No hay espacio para la verdad

Los últimos meses del kirchnerismo difícilmente transcurran con la placidez de quien se prepara para disfrutar del deber cumplido y organizar los faustos de la transferencia del poder a quien los ciudadanos encarguen la nueva etapa.

Los analistas y los ciudadanos esperaban turbulencias. Sin embargo, muy pocos –si alguno- podría haber imaginado un episodio tan conmocionante como el regreso de las muertes políticas al país.

Aunque la reacción polarizante del gobierno no mostró cambios con respecto a su matriz ante hechos similares –borrarse, primero y tratar de forzar una falsa polarización en caso que el olvido no resulte-, la diferencia en este caso no fue cuantitativa, sino cualitativa.

No es lo mismo polarizar ante una determinada política pública, que ante una muerte política. No lo es porque en el primer caso, los debates y las diferencias de opinión, aún deformadas en su presentación, son la esencia de la democracia, de sus polémicas y de su pluralismo.

En el segundo, sin embargo, la diferencia entre la vida y la muerte no es “interna” de la democracia, sino lo que lo separa de la idea del ejercicio del poder como la suma de la decisión de lo público, ante lo cual hasta las vidas de las personas deben ser ofrendadas en la dinámica de la lucha política. Negar la solidaridad frente a una muerte es lo que hizo el país en los años de plomo.

Al leer en estos días la dureza de quienes se sienten afectados puede observarse alguna voz más alta que lo que a algunos gustaría. Sin embargo, como en los velorios, es de personas civilizadas entender los llantos de los deudos, los reclamos de los amigos y disimular las explosiones injustas de temperamentos desbordados.

Advertir, sin embargo, el alineamiento acrítico con las insólitas reacciones del poder por parte de quienes debieran tener un pensamiento señero, prudente y articulado muestra el profundo daño al tejido de la solidaridad nacional que ha provocado el kirchnerismo en esta década de dislates y ficciones.

Curioso escenario el que nos ofrece el tratamiento de la muerte del fiscal. Sus deudos, conteniendo su dolor, dan lecciones de templanza, prudencia y madurez. Sus amigos y quienes sienten que su muerte no puede ser entendida como una casualidad, desde el primer momento resistieron la tentación de imputar crudamente a quienes en su intimidad están convencidos que tienen la mayor cuota de responsabilidad, simplemente porque la justicia aún no ha hablado.

Y, enfrente, quienes debieran quedarse callados frente al irreversible absoluto que la muerte instala en los conflictos, se desbordan en su indignación frente al muerto, como si esta fatalidad hubiera sido diseñada por sus enemigos para agredirlos y no –como muchos piensan- por el exceso de celo, grotesco y ancestral, de quienes posiblemente pensaban que con un crimen lo estaban defendiendo.

Difícilmente esta muerte alguna vez se aclare. Quien esto escribe intuye que es uno de esos hechos que sólo podrían ser desmenuzados por una tarea de inteligencia altísimamente profesional, de esa que evidentemente no está al alcance de la justicia ordinaria que investiga el crimen.

Es posible que en los verdaderos laboratorios de la inteligencia global de los diferentes países con instituciones serias ya se sepa sin dudas quienes están en condiciones, en un escalón globalizado que no cuenta con centenares de miles de personas sino apenas con algunos cientos, de ejecutar una operación como la que terminó con la vida de Alberto Nisman, y de entre ellos a quién puede –o debe- achacársele el hecho. Hasta es posible que en algún tiempo se sepa también en el país, de manera informal, qué es lo que pasó.

Lo que la destrucción institucional que sufre el país hará imposible es que sea el Estado argentino, o lo que queda de él, quien pueda desentrañar la verdad. Como no lo hizo con el atentado a la Embajada, ni a la de la AMIA, o la cadena de suicidios sospechosos y homicidios sin esclarecer que hemos visto en estos años.

La marcha, el reclamo, las dudas, debieran ser por eso un llamado a recrear un Estado que nos sirva a todos, en el que “la política” sea apenas un epifenómeno, pero que tenga su peso específico mayor en sólidas instituciones de funcionalidad absoluta –e implacablemente- neutrales con el objetivo mayor de servir a los ciudadanos y no en una cuenta de Twitter o de Facebook de la presidenta o de alguno de sus funcionarios que vean en el Estado un aparato de poder para la autopreservación o, más grosero aún, la facilitación del patrimonialismo.


Ricardo Lafferriere



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