martes, 2 de junio de 2015

Nuevamente, la "clase media"...

Nuevamente, en La Nación. Ahora, ¡Alejandro Katz!

Esta vez, uno de los filósofos más agudos y respetados del escenario local repite la crítica desmatizada a "las clases medias que se autosatisfacen en el consumo de juguetes tecnológicos -ya obsoletos, por lo demás, cuando acuden a ellos-, algunos viajes en cuotas, autos que no caben en las cocheras de sus modestas viviendas".

Hace pocas semanas, a raíz de una nota de Francisco Jueguen en la Sección Economía, hablamos sobre este "tic" mental, cuya repetición limita la profundidad del análisis, errando por esta causa en el definitivo diagnóstico, a pesar del indiscutible brillo conceptual de otros párrafos de su nota, publicado hoy 2 de junio en la página de opinión del matutino.

Es una lástima, porque esa insuficiencia de análisis es una de las causas del mal que denuncia en su artículo, sintetizado en su título: "Un conformismo populista que ha vaciado la política".

Katz expresa un angustioso reclamo existencial -que compartimos totalmente- por la necesaria reconstrucción de "lo público", sobre la base de recuperar el valor de la palabra y la potencialidad del diálogo. No se equivoca.

Sin embargo, la descalificación tácita o expresa -reproduciendo la caricatura jauretchiana- de uno de los interlocutores sociales, justamente aquel que la historia argentina indica como decisivo a la hora de las grandes construcciones, predispone al mantenimiento de barreras que dificultan la acción para oponer al mal denunciado -el populismo irresponsable- una fuerte confluencia de modernidad democrática y republicana.

Empecemos por el principio, reiterando algunos párrafos de nuestra nota anterior: "… admiramos a los valores de la clase media argentina. Ella nos dio el país empujando a los timoratos y pudientes –en tiempos fundacionales- hacia caminos de mayor audacia. Ella nos hizo un país con una educación ejemplar. Ella nos dio la Universidad para el pueblo. Ella colonizó nuestra pampa húmeda con la ética del trabajo, sobreponiéndose a la explotación de ricos estancieros. Ella habilitó la movilidad social y sembró de valores de honestidad, valoración del trabajo y el esfuerzo, el ahorro y el respeto. 

 Y las cooperativas, los clubes de barrio, las bibliotecas populares, los teatros y cines desparramados en pueblos alejados y las cooperadoras escolares y policiales.

Y ella, ya en tiempos contemporáneos, nos trajo la democracia y la defensa visceral por los derechos humanos, con el liderazgo de otro de sus hombres, Raúl Alfonsín, al frente de millones de argentinos que no se resignaban a la alianza autoritaria que daba sustento al salvajismo del proceso, y que comprendía un arco en el que algunos exponentes de los otros extremos –de arriba y de abajo- delataban, apresaban, torturaban y ejecutaban, sin sentimiento ni vergüenza, a miles de compatriotas."

Las clases medias hicieron nuestro país, sobre los cimientos edificados por las familias patricias criollas y los sectores populares que pelearon las guerras de la independencia. Ellas lo organizaron, ellas lo hicieron producir, ellas lo gobernaron ampliando los derechos políticos y sociales. Acertaron y erraron, pero nada seríamos sin su impronta y su legado.

Pero el país es de todos y necesitamos a todos para su reconstrucción. Esta confluencia poca relación tiene con las contradicciones que nos enseñó Marx, que ya nadie usa como método de análisis y mucho menos en la política. Los conflictos “de clase” explican poco. El nuevo paradigma productivo global impone nuevos cálculos por la fuerte demanda de inversión, que no es posible –como en otros tiempos- considerar en la cuenta de “los empresarios”. Y cuidar el planeta, que antes se consideraba eterno e inagotable.

El propio capitalismo sufre un conflicto desatado entre finanzas descontroladas con superganancias y los generadores de riqueza real, que sufren la crisis tanto en sus empresarios como en sus trabajadores. Los tiempos actuales, por último, escapando a los encierros nacionales, están gestando una sociedad global contradictoria, conflictiva, violenta, pero también clases medias que en todo el planeta se alzan como su contracara en las tareas de construcción.

Fueron ellas las que instalaron la denuncia por las violaciones de los derechos humanos e impulsaron su defensa internacional, elaborando instancias civilizadas como la Corte Penal Internacional. Fueron ellas las que pusieron en la agenda los peligros del cambio climático, a través de la tenaz tarea de científicos independientes y el trabajo sostenido de innumerables ONGs. Son ellas las que sostienen las causas justas más diversas, con trabajo voluntario y aportes personales, hasta poniendo en riesgo su vida en espacios donde se enseñoreó la muerte, como los que lamentamos ver en las noticias del Oriente Medio, de África y algunas regiones de Asia. Son ellas las que están motorizando la gigantesca revolución científica y técnica con el trabajo de investigadores en genética, nanotecnología, robótica, y emprendedores que difunden con sus "apps" una nueva economía de servicios, que mejoran la vida de millones y crean las ocupaciones que predominarán en el mundo que viene.

Y -tal vez ésto sea lo más polémico de mis afirmaciones- son ellas de donde surgieron los nuevos empresarios exitosos como Bill Gates, Steve Jobs, Elon Musk o, entre nosotros, Martín Migoya y sus socios de “Globant” en el campo tecnológico,  Grobocopatel, de “Los Grobo” en la agricultura de punta, Ideas del Sur y Polka en el campo audiovisual y otros lúcidos compatriotas que con audacia e iniciativa se atreven al desafío del mercado global, que es una selva.

¿Qué haremos con ellos, si pretendemos prolongar voluntaristamente la vigencia de las viejas categorías de análisis? ¿Diremos que son "el enemigo burgués? ¿Los declararemos "socios del imperio? ¿Llevaremos a la quiebra sus empresas vaciándolas con exacciones impositivas irracionales que las hagan inviables en el mercado global, donde deben –y debemos- competir? ¿Los declararemos "traidores de clase" por ser exitosos en lo que hacen? ¿Los consideraremos éticamente menos valiosos que los Jaime, los Recalde, los Boudou, Pérez Carmona, los De Vido o Vanderbroele?

¿En serio que valoraremos más a los barras bravas, los constructores de las redes clientelares de los "conurbanos", los enriquecidos mediante la corrupción desenfrenada con fondos y bienes públicos, los "pobres" asesinos de ancianos y jovencitas o a los explotadores de inmigrantes chinos, bolivianos, paraguayos que proliferan por doquier? ¿Despreciaremos a unos pero exculparemos a otros porque unos son "empresarios" y los otros son "funcionarios del ESTADO" –(con mayúsculas, para que imponga respeto -y si no, miedo-) de un gobierno que se dice “progresista”?

Me parece estar escuchando la respuesta, no ya de Katz, sino de antiguos y entrañables (y honestos) cofrades "nacionales y populares": “Pero nosotros somos progresistas”. Y por supuesto que la afirmación es una autoreferencia que convoca a una indagación más profunda. Porque si a quien esto escribe le preguntan si es partidario de una distribución más equitativa del ingreso, de la educación pública al alcance de todos, de una salud de excelencia y gratuita, de un transporte público que respete la dignidad de los usuarios, de un sistema previsional integral, de la defensa del ambiente y los recursos naturales, todo en el marco del estado de derecho, la vigencia de las libertades ciudadanas y la justicia independiente, no tendría ni un segundo de duda en gritar “¡soy progresista!”, aun siendo consciente que muchos que no se definirían así, piensan parecido.

Pero…si el paso siguiente es tener que compartir identidad con los que se apropiaron del Estado para enriquecerse fácil, con los empresarios prebendarios que no tienen empresas sino “contactos” para ser proveedores públicos sin licitaciones, con los bicicleteadores financieros allegados al poder, con burócratas sindicales enriquecidos con las obras sociales lucrando con la deteriorada salud de los trabajadores, con esclerosadas burocracias políticas que ya no recuerdan qué forma tiene un libro ni cómo es la humillación de un clientelizado, entonces… es preferible el prudente paso atrás, por una cuestión de autorespeto y de coherencia intelectual, tomando la indispensable distancia para pasar en limpio las identidades y analizar mejor por dónde pasa, hoy y acá, el verdadero contencioso.

Es más sano en este caso compartir el apotegma de Lamartine citado por Berroetaveña en las exequias de Alem: “¡Feliz el hombre solo! ...” Aunque –justo es decirlo- hace ya tiempo que cada vez menos solo, a juzgar por las reflexiones de quienes se van “dando cuenta” a medida que el populismo muestra sus límites inexorables y degenera en el más crudo y grotesco chauvinismo, así como de políticos que se animan a romper barreras atávicas y unir esfuerzos para retomar el rumbo.

Los prejuicios y preconceptos que aún campean en el ambiente intelectual y político argentino, que asoman desde el pasado como atávicas concesiones a viejas identidades, conducen a conspirar para la preservación, justamente, de lo que Katz denuncia: la persistencia del populismo que ha vaciado la política. Eso ocurre por errar en el diagnóstico del problema principal, que no es ser o no “progresista”, sino reconstruir el estado de derecho y la convivencia civilizada.

Sobre ella, los debates que vienen podrán tener toda la potencia que demande la realidad y las convicciones, porque nadie dejará de tener los valores que siente. Sin ella, seguiremos lamentando la decadencia, a cuya perpetuación habremos contribuido clavando cuñas para convertir en abismales diferencias miradas distintas que caben todas en una convivencia en paz. Y con las que, de cara al mundo que viene –en el que ya estamos- cada vez resulta más difícil encontrar incompatibilidades vitales, como las que sí tenemos con el populismo autoritario, clientelar, mentiroso y cleptómano.


Ricardo Lafferriere