viernes, 24 de junio de 2016

Brexit: ¿El fin de Camelot?

Las vueltas de la historia son impredecibles cuando se cruzan líneas independientes entre sí, pero coinciden en tiempo y lugar abriendo caminos insospechados.

La ambición de Cameron, cediendo a la presión de un grupo minoritario –pero imprescindible para sus aspiraciones políticas- del partido conservador; la ingenuidad oportunista de un liberal-conservador opositor a Cameron –Boris Johnson-; la persistente prédica filo-fascista del populismo de AKIP y su líder Nikel Farage con banderas chauvinistas similares a las que llevaron a Alemania a la Segunda Guerra Mundial; el banal desinterés de generaciones jóvenes alejadas de “la política” y omitiendo participar; todo eso montado en una crisis global ante la cual las dirigencias políticas no encuentran la forma de frenar al capital financiero desbordado, insistiendo con indiferencia en un burocratismo de las instituciones comunitarias que los ciudadanos ven cada vez más alejadas de sus problemas y necesidades, llevaron a esta situación que no es un salto al futuro, sino una vuelta a lo más peligroso del pasado.

Las causas que llevaron  la mayoría de los votantes del “leave” a su opción de retirarse de la Unión Europea son ciertamente banales. La inmigración –principal de ellas- no requería “irse de Europa” para reglamentarse o hasta impedirse: de hecho, Gran Bretaña no participa del “espacio Schengen” y varios países de la Unión Europea han reglamentado por sí mismos sus criterios con respecto a los migrantes. 

La crisis económica no se revertirá aislándose, sino todo lo contrario: las predicciones más creíbles auguran una larga recesión –o, en el mejor de los casos, de “estanflación”- convirtiendo a Gran Bretaña en un pequeño país decadente luego de su disgregación, con la muy posible separación de Escocia y tal vez la propia Irlanda del Norte, que de ninguna manera aceptarán alejarse de sus principales clientes, donantes de fondos e inversores, la mayoría de los cuales son de fuente comunitaria, ni renunciarán a los beneficios de la ciudadanía comunitaria para sus propios ciudadanos.

Gran Bretaña deberá “empezar de nuevo”. De hecho, lo primero que posiblemente deba enfrentar es su declinación como metrópolis financiera global, lo que golpeará en forma directa la economía londinense. Los principales bancos han anunciado la emigración de sus casas centrales. Lo segundo, la negociación de acuerdos comerciales para vender sus productos a Europa, ahora como “un tercero más”. Si su objetivo es proteger industrias obsoletas –como suele ser obsesión del populismo- sus costos de producción se incrementarán y ello los sacará de mercado, ante la pujanza tecnológica alemana y aún francesa. Y subirá el costo de los productos importados, afectando el poder de compra de los salarios ingleses.

En el plano interno europeo, la preeminencia alemana se remarcará aún más. Ello será especialmente sensible para los países de la antigua “Europa Oriental”, vulnerables al expansionismo ruso –al que temen- frente a un bloque que, aunque mantenga al Reino Unido en la OTAN, acentuará su acercamiento a Rusia por los fuertes lazos energéticos, comerciales y de inversión que la vinculan a Alemania, ampliando tácitamente los márgenes de maniobra tácticos –y aún estratégicos- de Putin.

Con respecto al equilibrio global, la gran perjudicada será la propia Gran Bretaña. Su “autonomía” se traducirá en un menor peso específico en los foros globales, donde dejará de contar con el respaldo descontado de sus ex socios comunitarios y deberá recurrir a la construcción de sus propias alianzas, las que serán un costo extra tanto en términos políticos como comerciales y económicos –como ocurre desde que el mundo es mundo-. La disgregación del gran Imperio con que ingresó al siglo XX habrá llegado a sus propias fronteras primarias, volviendo a los límites del siglo XVIII, antes de la unificación con Escocia.

El Brexit implicará una reformulación del equilibrio de fuerzas comunitario. El predominio alemán será más marcado –al retirarse la que era la segunda potencia económica europea-. El eje franco-alemán será nuevamente el soporte del proyecto de unidad europea, que posiblemente deberá ralentizar su marcha, al menos hasta que logre la superación de la crisis económica, para evitar los coletazos de brotes nacionalistas que ya se ven –y son importantes- en Austria, Holanda y la propia Francia. Este último fenómeno, el de la derecha francesa, debilitará también en ese eje al polo galo, reforzando de hecho al polo alemán. Es previsible el interés alemán de mantener unido el espacio europeo como su propio espacio primario de mercado, pero no debería descartarse incluso la implosión del proyecto común, lo que sacaría definitivamente a Europa del foro de “los grandes”, que quedarán reducidos a USA, China, Rusia, Japón y tal vez India.

Si ello ocurriera, el faro de futuro que significó la construcción europea durante más de medio siglo, alguna vez considerado “el Camelot del siglo XX”, habría llegado a su fin. Obviamente, no significará el fin del mundo. La humanidad seguirá trabajando para enfrentar sus problemas, con una agenda que pasará lista al peligro ambiental, los efectos del acelerado cambio tecnológico, la reformulación de las formas de distribución de la riqueza social ante la presencia creciente de la robotización y la polarización coyuntural de ingresos inherente a todo cambio de paradigma productivo.

La herencia del nuevo Camelot disgregado, de cualquier forma, pasaría a ser patrimonio de la conciencia universal. Derechos humanos, democracia, libertad, equidad, erradicación de las guerras, seguirán siendo utopías de los hombres de buena voluntad. Éste será su legado. Pero la idea de Europa corre el riesgo de convertirse un sepia telón de fondo, ecos de un pasado que parecía promisorio frustrado por la inesperada conjunción de circunstancias que con menos mediocridad política y más visión de estadistas no hubiera sido difícil evitar.


Ricardo Lafferriere

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