lunes, 15 de agosto de 2016

Todo empieza con la violencia verbal

 Suele decirse que la violencia explotó en nuestro país en los años setenta.

Sin embargo, fue más precisamente un par de años después del golpe de 1966 que el relato guerrillero comenzó a instalarse en el debate político.

Quienes fuimos jóvenes en esos tiempos recordamos las interminables discusiones con los grupos “ultras”, que con diversos matices se desarrollaron principalmente en las Universidades.

Las causas fueron diversas y concatenadas. No hubo sólo una. La interrupción constitucional de 1966 fue, sin dudas, un hito decisivo, que dejó varios saldos. El primero fue la sensación de que un proceso democrático era endeble si no se encontraba sostenido por una fuerte base que superara las tradicionales divisiones agonales de la política argentina.

Era imposible sostener un sistema democrático si un sector importante de la política conspiraba contra él. En ese caso, fue gran parte del peronismo, con las burocracias gremiales y el propio jefe del movimiento peronista sumado a la conspiración. Tal vez era explicable: discusiones al margen sobre la situación de la democracia republicana en 1955, lo cierto es que la oposición en bloque –radicales, socialistas, comunistas, conservadores, Iglesia- se había sumado a la Revolución Libertadora que terminó con el gobierno peronista y las heridas estaban aún abiertas.

Luego de esos años de fuerte inestabilidad que transcurrieron de 1955 a 1966, quedó claro que el resentimiento y la división, fuere o no justificada, no era funcional a la reconstrucción democrática en el país. Y comenzó a gestarse en las universidades y en las calles una gran confluencia sostenida por los estudiantes reformistas en el primer caso, y por la “CGT de los argentinos” en el segundo, hasta que logró llegar a las conducciones en 1970 y desembocar en la conformación de “La Hora del Pueblo”, que juntó por primera vez en quince años a los derrocados en 1955, los derrocados en 1962 y los derrocados en 1966 en una confluencia democrática que posibilitó la salida constitucional de 1973.

El período peronista fue, sin embargo, teñido de aquellas semillas que se habían sembrado en los años anteriores. El relato violento, acicateado por el fuerte ideologismo reflejo del mundo bipolar, se instaló con fuerza agrediendo al propio gobierno democrático de Perón y su muerte precipitó la crisis.

La lucha por el poder se hizo sangrienta. La sociedad quedó en el medio de un fuego cruzado que enfrentó a la “Triple A” y el gobierno de Isabel Perón con la insurgencia armada expresada por las formaciones guerrilleras.

Todo, sin embargo, había empezado con el relato violento de años anteriores. Es que esa prédica de la muerte como consigna se instala muy fácil cuando la democracia está ausente y con más razón lo hizo al ser acicateada por fuerzas que tenían al mundo entero como teatro de batalla.

Así llegó 1976, donde todas las barreras éticas se rompieron y el país vivió la orgía de sangre cuyos coletazos aún hoy sentimos.

Muchos, en esos tiempos, nos negamos a sumarnos al jolgorio de la muerte. Seguimos levantando las banderas democráticas sin rendirnos, sufriendo el fuego cruzado junto a la mayoría de nuestro pueblo. A la dictadura le reclamábamos elecciones, y resistíamos a los grupos insurgentes en los espacios militantes en los que era posible, con diferente suerte. Es que el populismo violento es seductor, pero a la postre es impotente. Así lo demostraron los hechos.

Esa militancia fue la base que permitió a Raúl Alfonsín liderar un gigantesco proceso movilizador que expulsó a la Dictadura y aisló a la guerrilla. Fue la reacción de un pueblo en marcha, despreciando los caminos sin salida que le ofrecían los “combatientes” cuyo mensaje sólo conducía a un enfrentamiento eterno y sangriento.

El recuerdo hoy no es casual. Está renaciendo en la sociedad, alimentada por quienes pretenden utilizar el escudo protector de la ideología para defenderse de delitos vergonzosos, una prédica violenta que ya ni siquiera se esconde.

Es minoritaria, pero tiene su objetivo claro –como en los años 70-: mimetizarse con sectores del peronismo, que mayoritariamente está sumado al escenario democrático y quiere respaldarlo para disputar en su momento el gobierno, porque se siente y es un partido de poder. Como cualquier partido de poder, no le interesa que las cosas marchen mal sino lo mejor posible, para eventualmente tener una herencia positiva sobre la que continuar la marcha. Una profundización de la crisis afectaría, además, a los numerosos espacios de gestión que conserva, que la sufrirían como todo el país.

No es ese, sin embargo, el propósito del relato violento: desea acentuar la tensión, impedir el dialogo, sabotear cualquier camino superador de los lascerantes problemas que dejaron y hundir al país en una etapa de odio, enfrentamiento y, si fuera posible, nuevamente sangre en la calle.

El gobierno conforma una coalición amplia, tolerante y plural. Sin embargo, aislar a la violencia no es una tarea que pueda ni deba emprender solo. Es el peronismo maduro, el del Perón de su último tiempo, el de La Hora del Pueblo, el gran jugador de este proceso. En su seno se está instalando una tensión: la de la mirada chiquita y la acción oportunista, que confunde la lucha política con el sabotaje al gobierno para que fracase, y la de la mirada estratégica, patriótica y superior, de convertirse en el otro gran soporte –junto a Cambiemos, su “rival” pero también su “socio”- en la reconstrucción de la convivencia madura de un país lanzado, con alternancia democrática, a conquistar su futuro en paz y convivencia fructífera.

El gobierno y la oposición madura tal vez debieran profundizar sus espacios de dialogo. El mundo no es el de hace cuatro décadas, no hay más guerra fría ni escenario bipolar, ni “Tricontinental de La Habana” ni “Plan Cóndor”. Tenemos una democracia vibrante y libre, con justicia independiente, parlamento plural y una sociedad civil cada vez más sofisticada. 

Pero el mundo está muy inestable, la violencia se está extendiendo como mancha de aceite en forma anárquica –como lo vemos en el Oriente Medio, en Europa, en México, en los propios Estados Unidos- y daríamos una ingenua ventaja si dejamos espacio para que los violentos de estos pagos puedan terminar abriendo sucursales del populismo terrorista, como lo hicieron antes, abriendo una brecha de intolerancia en nuestra sana convivencia.

Afortunadamente, no tenemos aún por acá a los Trump, los “ISIS”, los Erdogan o los Maduro. No les dejemos espacios para que se acerquen.


Ricardo Lafferriere

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