lunes, 19 de diciembre de 2016

Drama en Siria

Varias veces destacamos en esta columna la gravedad de la situación en Siria, donde el vacío que deja la secular presencia norteamericana “ordenando” la región es cada vez mayor.

Por supuesto que con esa presencia defendía en última instancia sus intereses vitales, la provisión de crudo, que hoy necesita cada vez menos por la revolución del “fracking” y de las energías renovables que le han permitido un virtual autoabastecimiento.

A pesar de ello, la presencia “imperial” ordenaba siquiera mínimamente la zona con su entramado de alianzas, presencia militar, temor y relaciones económicas.

Ese mundo terminó. Estados Unidos mantiene una presencia residual, con sus alianzas voluntariamente debilitadas y sólo justificando esa presencia en virtud de compromisos ineludibles con algunos de los sectores en conflicto, especialmente los kurdos. Su preocupación es ahora el Pacífico, el Mar de la China, y eventualmente el Atlántico –o sea, sus flancos, desde la perspectiva de la defensa de su territorio y su seguridad-. “Que el mundo se arregle”, podría leerse desmenuzando los pronunciamientos de su nuevo presidente.

La hegemonía en la región está vacante. Rusia, Irán, Turquía, Arabia Saudita, cada uno con sus humores, estilos, aliados, intereses, historias, malas y buenas prácticas, han convertido el escenario en un infierno. Todos despertando odios milenarios y creando nuevos, como viejos relatos actualizados en sus métodos por el aporte tecnológico, las comunicaciones y el combate.

La muerte del embajador ruso en Turquía es un símbolo. Erdogan puede acercarse a Rusia por conveniencia, pero Rusia está masacrando en un nivel genocida a poblaciones civiles –como la de Aleppo- de fuerte impronta turca. Y lo hace para defender a Al Assad, criminal serial que no ha dudado en gasear a su propio pueblo y dar rienda libre a sus soldados para los episodios más crueles de la guerra moderna, desde asesinatos a civiles, violaciones indiscriminadas y la utilización del terror como arma de dominación.

Alepo tenía más de dos millones de habitantes. De ellos, el 80 % profesan la religión mahometana en su versión sunita, lo que la acerca emotivamente a Turquía –de la que formó parte durante el imperio Otomano- y la aleja de Al Assad, chiíta “alauita”, respaldado por Irán, Hezbollah y –ahora- por Rusia.

Sembrando vientos es imposible no cosechar tempestades. No han trascendido datos sobre el estado mental del asesino del embajador Karlov. Sin embargo no es difícil imaginarse en un joven de 22 años el estallido de fanatismo al ver la masacre de sus “co-religionarios” –entre los que tal vez hasta tuviera familiares- mediante misiles mar-tierra disparados desde barcos rusos estratégicamente alejados, en el Mediterráneo, desde donde difícilmente pudieran discriminar blancos civiles o militares al probar sus poderosos explosivos de última generación cayendo sobre la segunda ciudad de Siria.

La “progresía burocrática” del mundo se desvive ahora por encontrar la vuelta para culpar a Estados Unidos de la situación en la zona. Muy pocos juicios de valor se escuchan sobre la actitud de Al Assad con sus gases venenosos, de Putin con sus misiles de largo alcance sobre población civil y de Hezbollah impidiendo que los habitantes civiles de Alepo puedan evacuar la zona.

Lo cierto es que el mundo abandona paulatinamente el estado de derecho internacional para inaugurar una etapa de “bilateralismo múltiple”, donde cada situación se analiza por cada uno por separado y donde las alianzas no responden a principios –aunque sean elementales- fijados como objetivos por Tratados y Organismos sino a los más crudos intereses de los protagonistas.

Este desmantelamiento de la diplomacia multilateral tan banal como rudimentariamente atacada por “costosa”, “lenta” o “ineficaz” por aprendices de políticos que jamás tomaron una decisión pública en su vida pero aprovechan para montarse en la reacción primaria de muchos frente a los problemas complejos del mundo está mostrando su contracara: muerte, destrucción, vigencia del puro poder, ausencia de límites, indiferencia por las consecuencias de los actos que se toman.

Pero lo más grave es que, en última instancia, observamos un retroceso que nunca hubiéramos imaginado del soporte intelectual de toda la organización internacional de la post-segunda guerra mundial, sensibilizada por los genocidios sufridos en la primera mitad del siglo XX: la defensa de los derechos humanos como un compromiso de toda la humanidad, por encima incluso del principio de la soberanía de los Estados.

Quienes nos sentimos cosmopolitas, aspiramos que el mundo se componga de patrias articuladas en una convivencia fraterna y creemos en la unidad esencial del género humano por encima de cualquier construcción chauvinista, raza, religión o ideología no podemos menos que lamentar este tobogán.

Sobre todo, porque intuimos que recién acaba de empezar.

Ricardo Lafferriere



lunes, 12 de diciembre de 2016

Ventana a una reflexión de hace varios años

En el 2007, en ocasión de elaborar un ensayo sobre la historia y perspectivas argentinas que cobró forma de libro bajo el título “Bicentenario, modernidad y posmodernidad” escribía uno de sus capítulos propositivos encabezándolo como sigue –copia textual, con lo que se perdonarán algunas referencias a una coyuntura política diferente-:

“Una política para retomar la marcha

El presente capítulo apunta a reflexionar sobre los caminos políticos para volver a encarrilar el país en la senda que abandonó en 1930. En capítulos anteriores han desfilado los sectores que, a juicio del autor, son los motores económicos y sociales de una Argentina exitosa. En éste exploraremos las formas de articularlos para dar una batalla contra las tendencias expresadas por la corporación de la decadencia, cuyas creencias giran en todos los espacios políticos aunque, como está dicho, tienen su nido principal en el populismo y éste, en el peronismo.

Los interrogantes que los argentinos se hacen al finalizar la primera década del siglo XXI son ¿qué hacer para revertir la decadencia? ¿cómo frenar el deterioro y recomenzar un camino virtuoso de crecimiento con equidad, de “empoderamiento” de los ciudadanos, de modernización e integración al mundo para aprovechar en forma inteligente la potencialidad de la globalización?

Lo único que la Argentina no probó en las casi ocho décadas anteriores se percibe como la respuesta obvia: volver a funcionar como una sociedad con división de poderes, independencia de la justicia, respeto al derecho de propiedad y reverencia a la vigencia de la ley aplicada a todos por igual –pobres y ricos, ricos y pobres-. En síntesis: con instituciones.

Esa plataforma institucional, que no sería otra cosa que avanzar en el programa de la Constitución de 1853, permitiría ingresar en la modernidad del siglo XXI, integrarse al mundo global aprovechando su potencialidad y recrear las condiciones que hicieron grande a la Argentina cuando lo fue.

Esa fue, además, la experiencia probada. La globalización de fines del siglo XIX y comienzos del XX se asentó en un consenso que atravesaba todos los sectores políticos. No significaba la ausencia de debates –que los hubo y fuertes-. Cabe recordar las polémicas entre el industrialismo proteccionista de Pellegrini frente al pensamiento internacionalista de Juan B. Justo que entendía que defendiendo el libre comercio defendía el salario del trabajador; o el pensamiento obrerista de Joaquín V. González frente al nacionalismo chauvinista de Cané. Todos, sin embargo, coincidían en la visión del mundo y en la forma en que la Argentina debía subirse al tren globalizador de la época.

El consenso estratégico asumió entonces que el debate debía procesar la manera de esa articulación, la forma de optimizar las capacidades del país –como el impulso a la educación popular-, de atenuar los perjuicios que trae todo proceso de cambio a los más débiles –como el proyecto del Código de Trabajo de Joaquín V. González- o de proteger a las personas más necesitadas en las relaciones económicas –como las leyes de arrendamientos de la época yrigoyenista-. A nadie se le ocurrió oponerse al tendido de nuevas líneas de ferrocarril porque afectaba el viejo sistema de postas y carretas, o a la extensión de la red de telégrafos porque dejaba sin trabajo a los antiguos chasquis.

La nueva globalización “siglo XXI” requiere más decisiones similares a las de fines del siglo XIX y comienzos del XX, que sumen contenido social a las formas del estado democrático, aunque agregándole su dimensión global. El retorno del “individuo” con las formas tecnológicas y comunicacionales del nuevo individualismo creando nuevas formas de relacionamiento, la globalización de la economía, el debilitamiento de los Estados nacionales soberanos, la aparición de nuevos problemas con dimensiones globales originados en los logros de la modernidad, demandan hoy un abordaje cosmopolita en el que el gran desafío es la construcción de una legalidad global mediante la cual la política recupere su capacidad de arbitraje y de encauzamiento a las fuerzas de la economía, los negocios en el borde de la ilicitud, los comportamientos delictivos y la seguridad.

La modernización es incompatible con los hábitos políticos desarrollados en las décadas siguientes a 1930, que aún subsisten. La ocupación del territorio político-intelectual por parte del ala autoritaria y chauvinista del paradigma “nacional y popular” es una dificultad cierta en el impulso a un cambio que responda al nuevo paradigma de la modernidad, pero que choca con tradiciones fuertemente arraigadas. La dificultad se hace mayor si recordamos la vulnerabilidad del paradigma “nacional y popular” a su cooptación por parte del populismo y de las fuerzas que hemos denominado “retro-progresistas”, adueñadas en el pensamiento dominante de la defensa discursiva de los “intereses populares” –a los que, a la postre, condena a la pobreza y el estancamiento-

El debate se da en el propio seno de las fuerzas políticas. Dentro del radicalismo, partido de la modernidad con sentido popular por antonomasia, el choque entre los “modelos” es permanente. Sus distritos internos con arraigo en las zonas productoras modernas del interior evitan el ideologismo que bordea la afinidad con el populismo, propio del conurbano bonaerense favorecido por el modelo industrialista cerrado impulsado a partir de 1930. El debate, sin embargo, no es nítido sino que está atravesado por diferentes lealtades personales, épicas regionales, relatos ideológicos y preconceptos gestados durante años que conforman una cultura interna compleja, contradictoria y rica en matices con imbricaciones cruzadas.

En el peronismo ocurre un fenómeno similar, expresándose en la tradicional pugna entre “los gobernadores” y los movimientos obrero y piquetero. Los primeros, demandados por sus bases agropecuarias y su necesidad de gestión, deben resistir la presión de sus compañeros sindicalistas y bonaerenses, donde radica la principal base política de esa fuerza política, alimentada por los recursos extraídos del interior, lo que configura un mapa de incesantes conflictos internos.

Ambas fuerzas deben acentuar su búsqueda de síntesis. El desarrollo del país armónico y territorialmente equilibrado es incompatible con la captación permanente de los excedentes agropecuarios para generar clientelismo populista en el conurbano, ya que esa captación les impide el desarrollo industrial y de servicios en las zonas productoras desatando el círculo vicioso de la migración interna y la presión por mayores excedentes para alimentar las ingentes necesidades de una población marginada que puebla el conurbano de la capital y de las principales ciudades del país.

La retroalimentación de un circuito de funcionamiento económico desfasado del desarrollo global encuentra sus límites inexorables en la asfixiada productividad de los sectores dinámicos y modernos de la economía, traduciéndose en la sistemática pérdida de posiciones del país “vis à vis” con el entorno regional y el mundo.

Pero el crecimiento es también incompatible con la indiferencia hacia la situación social de más de un tercio de la población, la mayoría de la cual vive en el conurbano y es la “carne de cañón” del clientelismo, del que son rehenes. Esos compatriotas, excluidos de la sociedad formal, sin servicios ni políticas públicas, sin seguridad, educación, salud ni posibilidades de inserción económica estable, son el resultado del fracaso de ocho décadas de estancamiento y decadencia.

Una propuesta política virtuosa debe romper el círculo vicioso de los últimos 80 años y abarcar las dos demandas: recuperar la capacidad de crecimiento y construir una sociedad social y territorialmente integrada.

Contra lo que pudiera suponerse de una lectura lineal, y a pesar de lo expresado más arriba sobre el populismo, el peronismo no es entonces un “enemigo a vencer” para encarrilar el país. Políticamente, tanto el radicalismo como el peronismo eluden su caracterización como partidos “ideológicos”, sino más bien como valiosos instrumentos de integración social, que es justamente una de las urgencias más fuertes del nuevo ciclo.

El verdadero enemigo de una Argentina exitosa es el populismo, entendido como la reproducción atávica de relaciones de poder clientelizadas, vaciadas de contenido reflexivo, que anulan la potencialidad y la libertad de las personas y para el que la creciente autonomía de los ciudadanos es un peligro vital. La concepción autoritaria del ejercicio del poder y la mediatización de las normas convertidas en simples mecanismos opcionales para el ejercicio del voluntarismo y la discrecionalidad políticas son la herencia colonial y prerevolucionaria, arcaica y premoderna, que se proyecta en el siglo XXI tras los perfiles antidemocráticos de varios matices actuales del nacional - populismo y del retro-progresismo.

Esa clase de relaciones existe en diversos ámbitos de la sociedad y la política alcanza a varios sectores políticos y sociales –gremiales, partidarios e incluso empresariales-, pero es claramente predominante en el peronismo y sus socios “retroprogresistas”. Dependerá del propio peronismo si puede sacárselos de su seno, o si prefiere mantenerlos cercanos a su   esencia abandonando definitivamente el rumbo democrático e institucional.”

Hasta aquí, la copia. El esbozo del reagrupamiento populista de estos días alrededor de los relatos más primitivos del peronismo, que confluyen –como es usual- “arrastrando” a sectores de visiones más arcaicas desprendidos del radicalismo –tanto Máximo Kirchner como Sergio Massa cuentan con sus “ex radicales” con los que pretenden vestir su relato de honestidad democrática- choca claramente con quienes deben responder ante sus bases productivas, que regresarían a la crisis terminal de los últimos años si ese proyecto se impusiera. Urtubey, Schiaretti, Uñiac, Bordet, claramente no están cómodos en esta aventura, como muchos otros peronistas que aspiran a un país en desarrollo.

Enfrente, el surgimiento de Cambiemos incorporando una fuerza moderna, como el PRO, sin ataduras políticas históricas pero claramente ubicada en el amplio campo democrático republicano, el respaldo del “main stream” radical y el necesario recordatorio permanente de la ética como requisito inescidible de la legitimación política que aporta la Coalición Cívica anuncian un debate más claro.

El país del pasado, corporativo, populista, autoritario y chauvinista frente al país moderno, democrático, republicano con impronta cosmopolita. Ese es el alineamiento que se va formando. Y que anuncia un debate formidable para los próximos meses.


Ricardo Lafferriere

lunes, 5 de diciembre de 2016

Impuesto a “la renta financiera” - ¿Ingenuidad o cinismo?

Existe una definición primaria de la actividad financiera: es una intermediación que se realiza sobre activos ajenos.

Los Bancos no prestan dinero propio. Tampoco –obviamente- toman dinero a interés de sí mismos. Trabajan intermediando riquezas de otros.

Con esa actividad ganan dinero. Como cualquier empresa, sobre esa ganancia pagan impuestos, específicamente el Impuesto a las Ganancias. El IVA a créditos no lo pagan ellos sino –nuevamente- los tomadores de créditos. Y el impuesto a los “débitos bancarios”, barbaridad establecida para enfrentar una situación de extrema excepcionalidad, golpea igualmente a la actividad económica fomentando las operaciones en negro o no bancarizadas.

Gravar la renta financiera no “le saca plata a los bancos”, a los que les resulta indiferente. Simplemente crea un nuevo impuesto sobre la actividad económica. Lo pagarán quienes necesiten créditos –para financiar su inversión, o su giro corriente- quienes, a su vez, lo trasladarán a los precios, porque será un costo más.

En suma: lo terminarán pagando los consumidores, con productos más caros. 

Si el impuesto es a los plazos fijos, lo pagará el ahorrista –o sea, el mismo que, en el ejemplo anterior, tiene el papel de consumidor-. El efecto es el mismo: se reducirá su ingreso. Y su capacidad de compra residual será menor. O sea, su efecto final será recesivo.

Cuando necesitamos reforzar el ahorro y la inversión para volver a crecer, se les pretende aplicar un nuevo gravamen. Los argentinos pagan ya los precios y los impuestos más caros del mundo.

Ningún economista desconoce estas verdades elementales. De ahí que cuando un dirigente político –o fuerza política- serios proponen esta medida, saben que su efecto es recesivo, no expansivo. Incrementa los costos de producir en el país, sin agregar nada a la justicia distributiva. En rigor, también la afecta, ya que al existir menos actividad económica existirá menos empleo y menos riqueza a distribuir. Y por último, es hipócrita, porque reclaman airadamente la reactivación, mientras impulsan en los hechos medidas que la impiden.

Sí sirve para embaucar incautos. Aquellos que opinan sobre economía más por reacciones viscerales que por razonamientos sólidos y que les encantaría poder distribuir lo que no existe.

Alguna vez he sostenido que la diferencia entre el populismo y las visiones modernas –liberalismo, socialismo, socialdemocracia- es la forma de tratar a la inversión, base del crecimiento.

El liberalismo y el socialismo, ambos subproductos potentes del pensamiento moderno, coinciden en la ética de la producción y el trabajo. Aunque pongan énfasis diferentes en los mecanismos de distribución de la riqueza generada, no descuidan la generación de esa riqueza, a la que consideran central. Saben que sin inversión no hay crecimiento y que la fuente de la inversión es el ahorro.

El populismo se desinteresa de la inversión y del crecimiento. Es por definición rapaz. Su ética no es ni la de la producción ni la del trabajo, sino la del arrebato de lo que producen otros. Eso sí: escondido en un discurso justiciero, que suele desembocar en situaciones como la de Venezuela.

Este debate refleja, una vez más, la naturaleza del populismo. Si a pesar de su intrínseca absurdidad el impuesto a la “renta financiera” pasa los filtros de un debate parlamentario, será la cabal demostración que lo que falla en el país es su capacidad para enfrentar sus problemas sin recurrir al pensamiento mágico.

Sería una lástima.


Ricardo Lafferriere