lunes, 30 de enero de 2017

Más allá de la economía

Estamos a punto de ingresar en una de esas curiosas etapas del mundo en que mientras todo alrededor tambalea, la lejanía geográfica de la Argentina actúa como un amortiguador de las tormentas desatadas para otros.

El Oriente Medio, el Pacífico Sur (Mar de la China), Asia Nororiental (Corea del Norte, amenaza nuclear), el límite entre Europa del Este y Rusia, el África nororiental y ahora el conflictivo momento que choca en el Rio Bravo –límite entre México y Estados Unidos- tiemblan todos a la vez.

La historia, que suele dar vueltas y presenta escenarios similares aunque jamás idénticos, aconseja tomar distancia de los elefantes que se pelean. Así lo hicimos en 1914, con la prudente conducción de Hipólito Yrigoyen, y así lo hicimos también en la segunda gran guerra, determinados por los hechos más que por una conducción prudente.

En ese segundo caso, la vergüenza no nos pasó tan lejos: un país declarándole la guerra a su “amigo” ya vencido ante la fuerza inexorable de los hechos y sobreactuando su alineamiento los vencedores para no quedar fuera del nuevo escenario no fue precisamente una movida acorde con la dignidad y la autoestima nacional. Pero ambos casos son historia.

Hoy parece claro que el escenario se está reordenando nuevamente. Afortunadamente no lo está haciendo –por ahora- con la violencia de los dos grandes cambios anteriores, diciendo esto con la expresa salvedad que no resulta para nada tranquilizador que botones nucleares estén al alcance de una persona que en su propio país suponen que puede carecer de la templaza imprescindible para tomar decisiones en extremo dramáticas. Así, sin embargo, están las cosas.

Un gran saldo del mundo que se está edificando es el cambio de liderazgo hacia Oriente y específicamente hacia China, justo en nuestras antípodas. Otro, el abandono de posiciones estratégicas imperiales por parte de Estados Unidos. Otro, la retracción de los compromisos estratégicos globales de Estados Unidos, retirándose hacia la preservación de sus intereses más directos tal como los entiende el sector político dominante en ese país: defender su territorio, neutralizar el terrorismo que lo afecte y desacoplar su economía. Y por último, el abandono por parte del país del norte de su política, sostenida desde la segunda posguerra por ambos grandes partidos –a pesar de sus matices- de construir un mundo de instituciones multilaterales, cada vez más normado, como garantía de su propia seguridad.

Cierto que en este último propósito los argumentos no eran los mismos, aunque concluyeran en la misma dirección. Para uno de los bloques político-culturales norteamericanos, el mundo multilateral asentado en instituciones y normas era considerado la mejor alternativa para la hegemonía económica y la prosperidad material de EEUU, mientras que para el otro el acento que justificaba esta política estaba puesto más en los ideales fundacionales de derechos humanos, la democracia, la justicia universal y la paz entre las naciones, girando en la convicción de que “las democracias no desatan guerras”.

Trump rompe este consenso. No le interesa el mundo multilateral, no cree que el comercio garantizado por instituciones plurales sea favorable a su país, no le interesa justificar sus decisiones en la defensa de los derechos humanos y la paz y no cree que un planeta organizado respetando el colorido de sus culturas sea mejor para Estados Unidos que la exhibicionista demostración permanente de fuerza y comportamientos de matón de barrio.

El “Gran Garrote” del Roosevelt “malo”, el que inundara de intervenciones militares a países pequeños de Centroamérica, el que motivara los versos de Darío alertando sobre “el futuro invasor" a la "América ingenua que tiene sangre india, que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”…, parece insinuarse nuevamente, con más de cien años de atraso, no ya como herramienta de una potencia en avasallante ascenso, sino de un imperio en decadencia encerrándose en sí mismo, como si estuviera envejeciendo.

Sin embargo, no es el caso de Estados Unidos. En Occidente, es el único país que hace casi una década no para de crecer, de reducir su desocupación a mínimos históricos, de sorprendernos con avances tecnológicos deslumbrantes y de sostener una lucha por principios humanistas y de tolerancia, de protección del ambiente y de avance en el respeto a la ley, que ha llamado la atención de un mundo que, tal vez en forma desmatizada, ha preferido juzgarlo por sus viejos errores más que por sus nuevos –y por supuesto que incompletos- aciertos.

En la película “Nixon”, el protagonista, en un momento de tenso recogimiento, mira un retrato de Kennedy que colgaba de una pared del Despacho Oval y entabla con él un diálogo ficticio: “Cuando ven tu retrato, ven lo que les gustaría ser. Cuando ven el mío, ven lo que son”.

Y en realidad, Estados Unidos no es Trump. De hecho, ni siquiera la mayoría es Trump, que fue superado en voto ciudadano por su contrincante demócrata. Las grandes ciudades de las costas, el Estados Unidos abierto y universalista, es mayoritario y protesta. Hoy mismo llena las calles para defender la tradicional vocación norteamericana por el asilo a los perseguidos, los derechos de las mujeres, la defensa de las comunidades musulmanas, la apertura de sus puertas a los inmigrantes. Los jueces federales norteamericanos se han pronunciado rápidamente bloqueando en numerosos casos la orden de deportación general de los recién llegados, los Fiscales Federales se están organizando para defender los derechos de los ciudadanos y muchos legisladores –entre ellos, varios republicanos importantes- se resisten a esta regresión a lo peor de su pasado.

Hace falta, sin embargo, en Estados Unidos y en el mundo, una nueva construcción intelectual que vuelva a soldar la brecha entre la idea de nación y el mundo globalizado. Las limitaciones y errores de la etapa globalizadora de las últimas décadas no pueden dejar en manos del chauvinismo reduccionista el relevo histórico, que será corto pero puede ser traumático. Es urgente construir un relato nacional –en todos lados- que preserve las identidades en sintonía con la pluralidad de la convivencia global. Patrias para aportar riqueza –de miradas, de inteligencias, de culturas, de valores- imbricándose entre ellas, en lugar de encerrarse, dividirse y luchar unas contra otras.

Ya vimos a dónde llevan al mundo las prédicas chauvinistas. Más de cien millones de muertos nos costaron en el siglo XX, para contar sólo quienes perdieron sus vidas. Aún en el actual maremágnum del terrorismo, sus víctimas en todo el planeta no llegan a unos pocos miles en lo que va del siglo. No erremos entonces en la dimensión de las justas alertas, y tampoco en lo que nos falta. Con todos sus desequilibrios en la distribución del ingreso, en el mundo de hoy el porcentaje de pobres es el menor de toda la historia de la especie humana en su vida civilizada.

Volviendo al comienzo: estamos lejos, pero el mundo es más pequeño. Ergo, estamos más cerca, a pesar de estar lejos. No podemos ignorar esta marcha ni marginarnos de la elaboración de un nuevo relato. Mantenerse lejos de los conflictos no debe significar lejos de la solidaridad con los perseguidos, ni ignorar las consecuencias no buscadas pero existentes de la globalización en muchos seres humanos condenados a vidas poco más que animalizadas, ni dejar de bucear para encontrar la síntesis entre el gigantesco y exponencial desarrollo económico y una convivencia que garantice el piso de dignidad para todos los seres humanos, en todo el planeta.

Nuestros problemas –que existen, y son muchos- no pueden convertirnos en pichones de Trump, indiferentes ante el dolor igual al que hace algunas décadas, ayer nomás, sufrieron nuestros abuelos y bisabuelos, encontrando en un lejano país del sur de América que convocaba “a todos los hombres del mundo” que quisieran habitarlo, una mano tendida, una voz amigable y un lugar en la mesa.


Ricardo Lafferriere

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