jueves, 27 de febrero de 2020

De cabeza al totalitarismo bolivariano

Nadie con buena intención puede defender el funcionamiento del Poder Judicial en nuestro país. Vergonzosas impunidades, complacencias y latrocinios han tomado estado público en los últimos años y han evidenciado un estado de putrefacción casi generalizada en donde, si bien las honrosísimas excepciones existen, los groseros ejemplos de vinculación con el poder y subordinación selectiva a la política han repugnado a las conciencias democráticas nacionales.

Sin embargo, con todo, es el único poder que expresaba siquiera un mínimo de garantías para los derechos personales. Fallos históricos abrieron jurisprudencias avanzadas y mantenían una llama de esperanza en la recuperación ética argentina.

El autoritarismo K, en su ruta hacia el totalitarismo bolivariano sin ambajes, ha aprovechado una vez más la indignación que una herencia de los tiempos de privilegios subsistente en momentos de crisis -donde éstos se hacen más evidentes- para dar un empujón que abre el camino para la ocupación facciosa del último Poder institucional al que no podían manejar directamente por teléfono.

Eso deja en manos de la banda gobernante la virtual suma del poder público. Quienes acreditamos la experiencia de haber vivido desde sus inicios la reconstrucción de la democracia argentina sufrimos, como gobierno u oposición, las infelices decisiones judiciales y todo el espacio democrático y republicano argentino, a pesar de ello, las acató.

Con todos sus defectos, había que terminar con los ciclos de avasallamiento institucional “in totum”, y ninguno de los gobiernos de este gran espacio modernizador argentino -Alfonsín, de la Rúa y Mauricio Macri- buscaron atajos. Su subordinación a la ley fue total, y los dos últimos nombrados sufrieron con estoicismo el ataque politizado que intentó manchar sus personas con imputaciones falsarias.

Alfonsín había ido aún más lejos, en los albores de la democracia. No sólo mantuvo una distancia absoluta y respetuosa con la Corte, sino que hasta ofreció al candidato peronista que había derrotado en los comicios del 30 de octubre de 1983 la nominación para Presidente de la Corte Suprema de Justicia, que éste declinó. Entre los miembros de la Corte que designó, no había ninguno que lo hubiera sido por su alineamiento partidario y, en todo caso, uno sólo de sus miembros podría haber sido señalado como lejano simpatizante del partido del gobierno, aunque curiosamente en una concepción diferente a la del propio presidente. Esto terminó apenas se fue Alfonsín.

A partir de 1990, todo cambió y la ley que se impulsa con el argumento de “terminar con los privilegios” culminará con una añeja distorsión, propia de los años de excedencia, pero al precio de abrir el camino de la definitiva impunidad para el período mega-delictual de 2003 a 2015.

Si ésto ya de por sí será nefasto por los antecedentes y contraejemplo ético para la credibilidad política argentina -hacia adentro y hacia afuera-, la escasa predisposición al dialogo de la fuerza política gobernante adelanta que los nuevos designados luego del desmantelamiento seguirán la mima línea que en otros países “bolivarianos”. Un poder judicial cooptado, definitivamente manejado por teléfono, que no ponga traba alguna a la gestión autoritaria y para el que los derechos de los ciudadanos estén subordinados a la voluntad política del Poder Ejecutivo.

Ya no cabrá para calificar a esta experiencia la benigna definición de “populismo democrático”. Habrá girado definitivamente al autoritarismo populista, lanzando a la Argentina de cabeza al totalitarismo bolivariano.

Una lástima.

Ricardo Lafferriere


sábado, 15 de febrero de 2020

Sin plan y sin proyecto, pero con objetivos

Hablar de “modelos” está “démodé”. No lo está tanto, sin embargo, hablar de valores y de formas de convivencia en la sociedad. Y no está mal tampoco dibujar en forma simplificada las “caricaturas” de esas formas, buscadas por los protagonistas del espacio público y que identifican unas u otras posiciones.

La región nos ofrece dos caminos principales, que conllevan interpretaciones diferentes y hasta opuestas y que jerarquizan unos u otros valores al momento de definir sus posiciones, que convierten en “creencias”.

Una de ellas es la democracia pluralista. Su supuesto es la libertad de las personas. Su herramienta organizativa es el estado de derecho, que dibuja las facultades y límites del poder al que le reconocen potestad de limitar la libertad personal sólo en la medida en que se ha acordado en las normas fundamentales, la Constitución y las leyes, custodiadas por un Poder Judicial autónomo. 

La democracia pluralista es compatible con la libertad económica, en la medida en que se garantiza por el orden jurídico y es incompatible con la concentración total del poder en la economía. Su organización también es compatible con sistemas que otorgan mayor o menor capacidad al Estado, el que sin embargo debe ser democrático y funcionar de acuerdo con los mecanismos legales que establece la Constitución. Ese Estado moderno es una organización compleja que a sus tradicionales obligaciones de seguridad, justicia y defensa le agrega respuestas a demandas sociales mediante la construcción de un “piso de ciudadanía” y la organización de sistemas educativos, sanitarios y previsionales basados en la ley, cuya sanción deriva de un procedimiento también complejo en el que se garantiza la pluralidad del debate y la vigencia de las normas fundamentales.

La otra es la visión totalitaria. Su supuesto es que existen valores superiores a las personas, a las que éstas deben subordinar totalmente sus intereses y deseos. Puede ser la Nación, el Estado, la religión, una clase social o un partido y se encarnan en un “líder”. A éste se le reconocen facultades de limitar la libertad y los derechos de las personas en la medida que lo requiera, porque esos derechos y esa libertad se entienden como una delegación del poder superior y no el fundamento último de la sociedad. El Estado es tambien el organizador total de la economía, otorgando sin ninguna limitación los espacios de acción a empresas, sindicatos y personas que desee.

Es el debate político clásico del mundo occidental. En 1931 dos gigantes del derecho lo personificaron: la primera posición fue defendida -y argumentada- por Hans Kelsen, socialdemócrata, quien pasó a la historia por su genial obra “La Teoría Pura del Derecho”. La segunda fue elaborada y sostenida por Karl Schmidtt, nazi, recordado especialmente por su obra maestra “El concepto de lo político”, convertida en un clásico de las visiones totalitarias.

En términos políticos prácticos, el primero sostiene la necesidada de perfeccionar los sistemas de representación plural y la jerarquización de la búsqueda de acuerdos entre las distintas posiciones, y la existencia de leyes inviolables de nivel constitucional cuya vigencia debe estar garantizada por un organismo judicial totalmente apolítico. No admite la existencia de “enemigos” sino de diferentes visiones que deben debatir para encontrar síntesis que posibiliten la convivencia. El segundo, sostiene la necesidad de concentrar la totalidad del poder en una persona, el Jefe, resultado de la aclamación plebiscitaria, que no puede ser limitado por razón alguna en su plenipotencia y que puede utilizar los medios que desee y crea útiles para luchar contra el imprescindible “enemigo” o quien él declare como tal, en ejercicio de su representación sin límites. A ese enemigo, “ni justicia”.

Agua pasó bajo el puente. En el mundo los extremos autoritarios fueron derrotados en 1945 y en 1989. Sin embargo, no desaparecieron. De la mano de inteligentes analistas dieron origen a las escuelas “neopopulistas”, que asentadas en las necesidades siempre acuciantes de los sectores más pobres, retomaron la lucha contra el estado de derecho y la democracia plural. El “pobrismo” de visiones religiosas ultramontanas, también necesitadas de pobres para administrar, se sumó de inmediato.

Su modelo es una sociedad dual, alejada del pluralismo económico, social y cultural de las sociedades libres. Muchos pobres, dependientes del Estado cuyos límites frente a los derechos ciudadanos van siendo diluidos con argumentaciones rudimentarias pero también de gran llegada a personas que se sienten desamparadas y necesitan proyectarse en algún colectivo que les abra una puerta de esperanza a su desesperación. En el escalón superior, decide un estamento depositario del poder social y concentrador de la fuerza y el manejo de la estructura estatal.

Esa sociedad dual no admite la pluralidad de los sectores medios. Es enemiga de los emprendedores, de los empresarios, de los trabajadores por cuenta propia, de los agricultores, de los profesionales y comerciantes. En su idea -consciente, no involuntaria- esos sectores deben desaparecer. Deben homogeneizarse en la gran masa social dependiente del empleo público, de la asistencia social, de los planes de diverso tipo, de las “ayudas” más diversas, de jubilaciones o retiros cuyos ingresos pueda regular a discreción y de cualquier colectivo que pueda manipularse. 

Sus herramientas para lograrlo son duales: ahogo impositivo, reglamentario, cambiario, financiero, fiscal, normativo, hacia cualquier emprendimiento pequeño y mediano. Y paralelamente, una expansión de la “distribución” creando nuevas categorías -algunas absurdas- de dependencia estatal. Se “achican pirámides”, sin otra justificación que su oculto propósito de una sociedad sin sectores medios, actores fundamentales del pluralismo político y de las sociedades democráticas maduras. Y se diluyen hasta desaparecer los derechos de las personas, que dejan de estar asentadas en la ley para hacerlo en la voluntad del “líder” de turno. Odian la ley, aman el mando.

No suelen tener un proyecto o plan que trascienda el crudo patrimonialismo. Tampoco una ética de la producción -como la tiene el capitalismo y el socialismo clásico, e incluso la tuvo el nazismo- sino que justifica en su relato la anti-ética de la rapiña y el arrebato. Tiene objetivos. Es Venezuela, es Nicaragua, es Cuba. Tienden hacia allí algunas fuerzas políticas populistas en Europa y aprovechan las tensiones cruzadas del reordenamiento geopolítico mundial para tejer lazos con dirigentes que no los toman más en serio que su necesidad de apoyo en algún organismo multilateral, o para su juego geopolítico, pero que jamás aplicarían sus recetas social y nacionalmente suicidas en sus países.

Su base económica es tan vieja como la historia: apropiarse de bienes públicos. Pueden ser mineros, agropecuarios, petroleros o la lisa y llana rapiña estatal, incluidas las asociaciones filomafiosas con grandes capitalistas nacionales o internacionales. Y si esos recursos se acaban, siempre queda la sociedad con el narcotráfico, cuyos actores seculares encuentran en el “neopopulismo” inesperados socios sin escrúpulos con quienes pueden realizar acuerdos de beneficio recíproco.

No existe en el mundo ni un solo país en el que el neopopulismo haya conducido procesos de desarrollo. Los nuevos países en desarrollo, alejados de sus recetas del siglo XX, apuntan con diversos acentos hacia sociedades plurales y enriquecidas. China, luego del XI Congreso del PCC en 1978, comenzó un camino al que no fue ajeno un consejero convocado para diseñar una política económica dinámica, Milton Friedman, demonizado en Occidente por monetarista. La ex URSS, luego de su implosión reducida a la vieja Rusia, sostiene un modelo industrial y modernizador, con el propósito de largo plazo de conformar una Europa unida “desde Lisboa hasta Vladivostok”, en palabras de Putin. No son democracias maduras y muestran grandes deformaciones, pero mucho menos aceptan para sí el pozo ciego del neopopulismo.

El sincretismo del neopopulismo suele descolocar a viejos militantes. La respuesta popular coyuntural que logra con sus mensajes arcaicos o nacionalistas atemoriza o confunde a dirigentes de trayectoria democrática pero escasas convicciones modernizadoras. La tentación de la demagogia es tan vieja que ya la describió Aristóteles hace 2300 años y ha atravesado toda la historia occidental.
No hay frente a ella otra respuesta que la honestidad en el discurso y en el manejo de lo publico, la lucha por la libertad y derechos de las personas como base de todo el orden social y el control del poder por las formas elaboradas en más de dos mil años de historia política. 

El estado de derecho, la democracia representativa, la justicia independiente, la libertad de prensa y palabra, siguen siendo más que nunca las bases para construir una sociedad “más justa, más libre y más igualitaria”. Ahora, con demandas globales que nos alcanzan a todos y que no permiten enemigos, como el deterioro del clima planetario, el narcotráfico, el terrorismo internacional, el lavado de dinero y las consecuencias inequitativas no deseadas de un desarrollo conducido exclusivamente por el gran capital. Demandas en las que nos va la vida a todos pero que, curiosamente, tampoco figuran en la agenda del neopopulismo.

Ricardo Lafferriere