miércoles, 31 de diciembre de 2008

La socialdemocracia y el Falcon

Sugerir la “socialdemocracia” (o su remedo conceptual, la “centro-izquierda”) como modelo social del siglo XXI es como pretender que se adopte el Ford Falcon como el ideal del automóvil del futuro.
Buenos proyectos hasta los años 70, superados por la historia en un mundo con nuevos problemas, alejados de aquellos tiempos en que no había crisis de petróleo, globalización económica y cosmopolitismo global. La “segunda modernidad” ha puesto en escena nuevos actores, nuevos problemas, nuevas relaciones económicas y sociales, nuevas correlaciones de fuerza y nuevos cruces de intereses.
Y una conformación diferente de las sociedades, también crecientemente globales.
Observar un compatriota recogiendo cartones en la basura mientras porta su celular de última generación, quizás su única compra de productos “durables” en el año o en la década, marca la profundidad de ese cambio, por la significación iconográfica de un artefacto cuyo consumo atraviesa todos los sectores sociales del país y del planeta, y es la expresión también de la tecnología, la fabricación, la distribución y el funcionamiento cosmopolita.
La obligación de quienes piensan y actúan la política es tomar conciencia de esos cambios y proyectar en él los valores de siempre, que son los que no cambian. Así como el ideal del Ford Falcon fue un automóvil de llegada masiva y fuerte en su contextura, en todo caso heredero del legendario “Ford T” que llevó el automóvil a las clases populares norteamericanas, la socialdemocracia proyectó en su circunstancia histórica un arsenal axiológico gestado durante siglos -libertad, equidad, justicia, derechos civiles de las personas, derechos políticos, solidaridad, relaciones laborales justas- con modelos de estructuras relativamente exitosas: fue la época de los Estados fuertes, los partidos políticos, los gremios, los ejércitos, los organismos de seguridad social, la salud y la educación estatales, el comercio administrado y las “cuentas nacionales” controladas, organizando “macro-estructuras” gigantes, en ocasiones más costosas que los propios servicios prestados.
Aquellos valores no han cambiado, pero sí lo ha hecho la indagación sobre los caminos para lograrlos, en un mundo que se ha hecho sustancialmente más complicado por la imbricación global de todos sus escenarios: económico, cultural, político, legal, delictivo. Escenarios que han adquirido una conformación y un funcionamiento crecientemente planetario y presentan problemas globales que no son abordables desde los límites del Estado-nación, continente prototípico de la modernidad incluyendo en ella al diseño socialdemócrata y al pensamiento autárquico. No sólo es ingenuo: es tosco, rudimentario e inexperto creer que aquella realidad subsiste y que también lo hacen, sin cambio alguno, las herramientas conceptuales, ideológicas e instrumentales de esa época.
Valga como digresión aclarar que esta afirmación no aborda la reflexión sobre la Nación como categoría histórica y cultural, cuyos límites pueden coincidir con los del “Estado nacional”, pero no con su diseño y estructura. La “nación” tiene otros perfiles y quizás su reconstrucción en el nuevo escenario del siglo XXI sea una de las más apasionantes tareas intelectuales, en un mundo en el que la tolerancia, la pluralidad y la imbricación recíproca enriquece a todos sin perder la identidad, que sin embargo incluye cambios intrínsecos notables.
La Argentina necesita completar etapas inconclusas. La primera de ellas es lograr de una vez por todas la instauración del estado de derecho, democrático y republicano, cumpliendo el programa revolucionario de 1810, la generación del 37 y la Constitución Nacional. Para esa tarea es imprescindible un consenso mayoritario claro y terminante y requiere el consenso de las fuerzas nacionales y provinciales, de la izquierda y la derecha modernas y plurales, y principalmente de los ciudadanos actuando en ejercicio y defensa de sus derechos y su libertad, como lo hicieron durante la movilización del campo. Sobre esa base de solidez renovada, debe retomar su esfuerzo inclusivo que dio forma, sucesivamente, al radicalismo y al peronismo.
A partir de allí, el escenario nacional debe ser observado y analizado con una perspectiva global y cosmopolita a fin de detectar la naturaleza de los problemas actuales y las herramientas posibles para luchar por los valores de siempre. Dicho con el mayor de los respetos –y afectos, porque muchos hemos sostenido objetivos parecidos hace décadas-, en este momento del mundo y del país la “socialdemocracia” no define nada o en todo caso muy poco. Socialdemócrata es Blair, socio de Bush en la aventura iraquí. Socialdemócrata es Lula, en las antípodas de Chavez, también socialdemócrata.
Hasta el propio Kirchner se autodefine como “socialdemócrata” cuando es obvio que sus prácticas políticas son exactamente lo contrario de lo que requiere tanto el programa de la modernidad constitucional, como la fuerte institucionalidad socialdemócrata de mediados de siglo XX, como –por último- la comprensión y acción cosmopolita para el complejo mundo de la segunda modernidad; y “socialdemócrata”, por último, se ha autodefinido Biolcatti, presidente de la Sociedad Rural Argentina, quien mantiene –como sabemos- pocas afinidades con Néstor y Cristina Kirchner...
Insistir en un rótulo con tales debilidades en su definición es caer en el riesgo de no definir nada. Lo que puede ser el objetivo buscado, pero no deja de ser, en tal caso, doblemente peligroso al dejar abierto el camino a la discrecionalidad.
Menos rótulo, más contenidos. La Argentina está para mucho más que el “troncomóvil” que le pide Moreno a las automotrices, en consonancia con el esperpéntico “desarrollo desacoplado con inclusión social” del “socialdemócrata” kirchnerismo. Es el nuestro un país que surgió para grandes cosas y muchas veces lo logró, cuando construyó sus instituciones, respetó los derechos de las personas, entendió al “poder” como un servicio a los ciudadanos con límites claros y se integró al mundo sin temores. La “causa del género humano”, proclamada por San Martín en Lima al definir la Revolución de Mayo, tiene una permanencia axiológica, una significativa actualidad y un valor trascendente que pasa por encima de los sellos de época. Eso es lo que no cambia.
En los albores del segundo centenario sería bueno repensar el país sin pereza intelectual y con mayor solidaridad, nacional y global. Aunque fuera éste el único homenaje que le rindiéramos a quienes, hace casi dos siglos, empezaron la marcha común.


Ricardo Lafferriere

Estatizar el juego de azar

La sucesión de escándalos, en diversas jurisdicciones nacional y provinciales, que han rodeado en los últimos años la expansión significativa del juego han colocado en la agenda pública un tema que, debido a diferentes prioridades, no ha merecido la necesaria reflexión por parte del periodismo, los intelectuales y los políticos.
La actividad lúdica, que en otras épocas estaba monopolizada por las instituciones del Estado –a través de la vieja Lotería Nacional y sus similares provinciales- integró la batería de privatizaciones de los años 90. Hasta ese momento, los perseguidos pero folklóricos “pasadores de quiniela” eran los únicos protagonistas en el márgen gris de un negocio que aunque en ocasiones se descubriera formando redes clandestinas con complicidades públicas y policiales, no generaban daños mayores a la convivencia, la violencia o las adicciones. Los “garitos clandestinos” de otras épocas, mirados a la distancia, parecen juegos de niños frente al desarrollo mafioso de hoy.
La introducción en el país del juego capitalista en gran escala abrió una compuerta que no ha cesado de incrementarse durante todos estos años, generando una imbricada red de complicidades con escalones políticos que resultaron favorecidos por su expansión mediante mecanismos de corrupción que en ocasiones ha superado la tradicional “coima” por las concesiones para incluir a allegados en las propias estructuras empresariales, que a esta altura se mueven por encima de culquier control oficial.
Sin embargo, la filosofía del juego conspira contra la promoción del trabajo, la solidez de la familia, el aliciente al esfuerzo creador, la promoción del facilismo y la imprevisión. Si hay un componente nefasto en la decadencia de las sociedades fracasadas ha sido la generalización del juego de azar, actividad que cuando ha sido permitida en los países exitosos, lo ha sido en forma limitada y excepcional, con fuertes controles estatales con los que –resignados a su inexorabilidad vinculada con aspectos oscuros de la naturaleza humana- los gobiernos han tratado de limitar, volcando sus beneficios a actividades de promoción social.
Los argumentos en defensa del juego giran, en general, alrededor de la dinamización de la actividad económica de las regiones en las que es permitido. Se relaciona con la promoción turística, como una oferta más a las actividades lúdicas de quienes disfrutan del tiempo en blanco de un fin de semana largo o períodos vacacionales. Cabe decir que aunque esto sea así, también lo es que su oferta exagerada desalienta otras actividades culturalmente más estimulantes y económicamente más provechosas, desplazadas por el fuerte atractivo del clima artificial y cosmopolita de las salas con luces de colores, sonidos estandarizados y clima atemporal de los establecimientos de juego.
La expansión del juego en el país ha sido patética. No hay ciudad importante que no cuente con grandes bingos y salas de apuestas, de apuestas de carrera en línea, de maquinitas “tragamonedas” incorporadas a diversos espacios de espera y en general de permanentes estímulos para ceder al impulso ilusorio de la ganancia rápida y las emociones cortas. En estos días hasta se ha producido un hecho criminal a raíz de la disputa por un hipódromo privado, cuyo adecuado control perseguía un Intendente asesinado por el capitalista del juego en el norte santafecino.
La contracara es el desarrollo de un “capitalismo negro” que ha intervenido en las fuerzas políticas distorsionando aún más su funcionamiento, del que se ha reemplazado el sano debate sobre los proyectos a ofrecer, por el nada sano de la búsqueda de financiamiento y riqueza. La vergonzosa frase con que diputado que preside el bloque oficialista respondiera a un periodista sobre el significado ético del blanqueo -“moral o inmoral, necesitamos plata”- es el indicador más claro del deterioro ético del promedio de moralidad con que se mueve –y acepta convivir- la mayoría de la representación política argentina. El decreto del ex presidente Kirchner, a cinco días de finalizar su mandato presidencial, prolongando por un cuarto de siglo sin justificación alguna la concesión del juego en el casino de Palermo a su amigo Cristóbal López, incrementando además en 1500 las máquinas tragomonedas allí instaladas (3000), es otra demostración de esta inmoralidad.
Frente al escenario crecientemente dominado por las mafias, la expansión del narcotráfico, el crimen instalado en la vida cotidiana, la inseguridad con complicidades políticas y globales, el sentido común aconseja la vuelta al monopolio estatal del juego. Ello permitirá sacar del mercado capitalista una actividad que tiene poco de creativa, que aunque se tolere debe ser fuertemente regulada, cuya presencia debe incluir debates públicos participativos sobre cada nueva concesión y cuyas cuentas deben ser totalmente transparentes.
Volver al monopolio estatal de los juegos de azar es más urgente, necesario y fundado que estatizar el correo, las aerolíneas o los ferrocarriles, porque el efecto negativo de la actividad tiene alcances más graves para la convivencia que cualquiera de aquellas áreas. En aquéllas es discutible su mayor o menor conveniencia para el desarrollo. Pero el juego destroza algo más importante: la propia integridad moral de los argentinos.



Ricardo Lafferriere

El eclipse de la ley

La existencia de ese misterioso fenómeno que es el poder se remonta a los orígenes de la condición humana, según acuerdan los historiadores. Más aún: en el propio reino animal pueden observarse comportamientos propios de los que los humanos identificaríamos con relaciones de poder, vinculados al reconocimiento del grupo a la primacía de algún o algunos de sus individuos en algunas funciones sociales de coordinación o liderazgo.
La humanidad nació con el poder, concentrado al comienzo en los más capaces y hábiles en la lucha, en la caza, en la reproducción o en la fortaleza física. La larga marcha civilizatoria fue limitando ese poder en beneficio de quienes no lo tenían, en una dialéctica que acompañaría la evolución de la política hasta nuestros días. Esa limitación surgió con la aparición de las leyes. Las “Tablas” de Moisés avanzaron en ese rumbo, significando el paso trascendente de una ley aplicable a todos.
Desde esta perspectiva, civilización es limitación del poder y ampliación de la libertad. Y la culminación de la historia con la construcción de la democracia, que sólo admite como válidas las leyes surgidas de la voluntad popular por los procedimientos constitucionales –sancionados por un escalón superior de esa voluntad popular que es la “voluntad constituyente”, es decir, la decisión de una comunidad de vivir en común bajo las condiciones pactadas- marca el punto máximo de evolución civilizatoria hasta el presente.
Los cambios de la propia democracia –hacia nuevas formas de participación, nuevas distribuciones de competencias e incluso los esbozos de formas supraestatales y hasta globales de administración y gobierno- profundizan esa línea adaptándola a la creciente complejidad de la vida contemporánea y a las nuevas demandas de la “segunda modernidad” –riesgos globales, ambientales, terrorismo, redes delictivas, etc-.
Pero siempre sobre la base del respeto a la ley. Olvidarlo es abrir las puertas al retroceso, a las aventuras bélicas, al reconocimiento de más poder al más fuerte y en consecuencia, menos poder a los débiles, en síntesis, al reconocimiento de que los seres humanos dejan de ser libres y autónomos frente al poder para volver a ser, como en épocas arcaicas, apenas objetos de administración.
El tema viene a cuento, por supuesto, de la situación argentina. En varios artículos hemos analizado esta curiosa particularidad nacional de una especie de “pre-constitucionalidad” en la que la vigencia de las leyes depende de modas o caprichos, más que de su legitimidad intrínseca. El estado de derecho, cuya esencia es la clara demarcación de los límites del poder (transformados en “competencias” de los diferentes poderes del Estado frente a las facultades intrínsecas de los ciudadanos, no delegadas por el pacto constitucional) se ha transformado en un “Estado del puro poder”, en el que la discrecionalidad pasa por encima de facultades y atribuciones.
No necesariamente las decisiones que se toman son negativas, como sí lo son las confiscaciones, los negociados con fondos públicos o la disolución de los mecanismos de control. Las hay correctas y hasta justas, aún siendo ilegales. No es en su contenido donde se encuentra su disvalor, sino en el acostumbramiento al retroceso que implica reconocer que desde el poder se puede hacer cualquier cosa, como los “machos alfa” de algunas especies de mamímeros superiores, mediante actitudes arcaicas, anteriores incluso a la discrecionalidad de los caciques de las tribus nómades que era muchas veces limitada por Consejos de Ancianos o principales de la tribu.
Hace muy poco, el Congreso estableció el sistema de movilidad jubilatoria, luego de un debate plural y participativo que precedió a la sanción de la correspondiente Ley. El autor de esta nota –se siente obligado a aclararlo- aplaude toda mejora a la situación de los pasivos, sistemáticamente robados por la administración. Cuestiona incluso por insuficiente e incomprensible aquélla decisión parlamentaria, pero se pregunta: ¿quién es la Presidenta para decidir otorgar un pago adicional, así sea de los miserables doscientos pesos, a los cinco millones de compatriotas en esta situación, sin una decisión correspondiente del Parlamento? ¿De dónde sacó su facultad para disponer de recursos de todos –gran parte de ellos, confiscados recientemente a los ahorristas previsionales privados- en forma discrecional?
¿Es el argumento la necesidad de una rápida sanción? Obsérvese sin embargo que se trata de un Congreso cuya mayoría ha aprobado en apenas diez días un procedimiento para “lavar” los fondos originados en delitos –desde evasión fiscal a narcotráfico, desde corrupción con fondos públicos hasta defraudaciones-, que en un plazo similar decidió apropiarse burdamente de los fondos previsionales privados ahorrados por los ciudadanos que trabajan, y hacerse cargo, en nombre del Estado –o sea, de los argentinos que deberán responder con sus impuestos- de una deuda millonaria y un déficit gigantesco de un elefante blanco volador, como Aerolíneas, incumpliendo su propio compromiso apenas a un mes de haberlo firmado y abriendo la puerta a sus legítimos dueños para un reclamo multimillonario que también tendremos que pagar los argentinos. Evidentemente, el argumento no sirve. Es de suponer que si en diez días amnistiaron –y autoamnistiaron- masivamente a miles de delincuentes, en un lapso menor podrían aprobar el aumento previsional.
Es el mismo Congreso que, en otra violación de la ley –que, como resulta simpática al estado actual de la opinión pública, no mereció oposición- decidió anular los beneficios previsionales de funcionarios del último gobierno militar. Recordemos: ese gobierno terminó hace un cuarto de siglo, como se está recordando en estos días. Y el autor de esta nota lo sufrió especialmente, con su detención arbitraria ilegal y luego su declaración como “detenido a disposición del PEN”, por lo que nada tiene que lo vincule a esa gestión salvo la lucha para que se fuera y volviera la democracia. Sin embargo, el fin de la dictadura significó que volviera la ley. Eso creímos. Un cuarto de siglo después, vemos que el Congreso, que debiera legislar sobre la base de las normas constitucionales, no tiene empacho en aprobar una norma abiertamente inconstitucional.
Pero hay más, y más grave. La Cámara de Casación Penal ha dispuesto la libertad de varios imputados por crímenes de lesa humanidad que han pasado siete años detenidos sin juicio. Por supuesto, el “macho alfa”, a través de su señora, ha mostrado su impostada indignación. ¡Cómo se atreve la Justicia a decidir algo no querido por el poder!
Sin embargo, “imputar” no quiere decir otra cosa que someter a una persona a investigación y juicio, y de ninguna manera implica “condenar”. ¿Cómo puede tolerarse, en pleno siglo XXI, que existan personas detenidas sin causa, sometidas al limbo de una justicia inexistente, porque al poder se le ocurra, o porque la “vindicta publica” con repercusión mediática decida que hay que aprisionar a alguien? Ni siquiera la Inquisición se permitía detener a procesados sin plazos ni juicios. Habría que retroceder a los tiempos de los reyezuelos feudales y, en nuestro país, a las oscuras épocas anteriores a la organización nacional, para encontrar antecedentes de discrecionalidad como la que pretende la señora presidenta en su simulada indignación. Juicio y castigo, no sólo está bien sino que lo pedimos todos. Castigo sin juicio, es aberrante y desde la ética de quien esto escribe, despreciable, como los delitos que se imputan pero no se prueban a las personas mencionadas. En todo caso, tan despreciable como muchas de las acciones del régimen que terminó hace un cuarto de siglo, en la mejor prueba de la existencia de los “dos demonios” cuya invocación tanto molesta a algunos.
La ley no tiene prensa. Es más taquillero generar emociones con decisiones discrecionales, con hechos rápidos golpeando a la opinión pública escasamente informada y hasta con la disimulada desviación de la mirada para no “ver” lo que se sabe ilegal, pero cuya denuncia no dejará réditos. Todo eso es cierto. Tanto como que una sociedad que así actúe, con liderazgos de tan bajo nivel intelectual y político, no tiene otro futuro que la decadencia constante. Nadie arriesgará su patrimonio, su trabajo o incluso su vida para asociarse al progreso general con quienes ignoran que el progreso no tiene futuro si no está apoyado en el sólido cimiento del estado de derecho.


Ricardo Lafferriere

martes, 16 de diciembre de 2008

Frente a la tierra arrasada, consenso democrático

Las voces de alerta se reiteran y llegan desde todos los sectores: el proyecto de blanqueo es identificado por la sociedad y por la comunidad internacional como un proyecto de lavado. Si el blanqueo es por esencia inmoral, el lavado es un delito perseguido internacionalmente. Quien quiera usarlo, convocará sobre sí la inmediata sospecha de todos los organismos nacionales e internacionales de persecución del narcotráfico, del terrorismo, de la corrupción política, de los delitos globales.

De cara a la sociedad, la instalación de la violencia cotidiana en el sangriento suceder de episodios en los que ya la presencia de la guerra de bandas de narcotraficantes y cárteles se agrega al tradicional uso de los jóvenes carcomidos por el paco para la distribución minorista, previo su introducción al sistema como adictos, es visualizado por los argentinos simplemente como el último eslabón de complicidades.

Esta cadena hasta ahora tenía como primer eslabón el ingreso al país por fronteras si control, como segundo el transporte a la red de distribución en los centros urbanos masificados –principalmente en el conurbano- y como último a la distribución minorista final. Esta ley agrega el gran eslabón faltante: la facilidad para el lavado del dinero ilegal, cada vez más cercano públicamente al corazón de las redes, como lo demuestran los últimos crímenes e investigaciones judiciales en curso.

De cara al mundo, el desprestigio es ya ilevantable. La obsesiva intención de forzar la designación del ex presidente Kirchner en el UNASUR amenaza con destruir una interesante iniciativa de confluencia sudamericana, cuya virtud mayor es rodear al Brasil, gran protagonista regional del nuevo paradigma mundial, con la constelación de países hispanohablantes destacando la responsabilidad regional de nuestro vecino con la integración y el desarrollo del sub-continente como contrapartida de su creciente prestigio global. La insistencia de poner al UNASUR en manos del bloque de autoexcluidos que integran Chávez, Correa, Morales y los Castro a través de Néstor Kirchner actuará como una carga de dinamita en ese proceso, tal cual lo hicieron con el Mercosur al que han convertido en poco más que una cáscara declamativa abandonando el objetivo diseñado por Alfonsín y Sarney y aún por Menem y Cardoso.

En uno y en otro caso los retrocesos son significativos y aunque en lo interno no agregan mucho a la descalificada gestión kirchnerista, en el plano exterior constituyen un golpe de proporciones a la Nación Argentina y, en consecuencia, nos alcanza a todos. Cualquier esfuerzo para revertir esa imagen será costoso, en esfuerzo y en tiempo.

Tierra arrasada, pareciera ser la consigna de estas últimas escaramuzas del régimen “K”. Tierra arrasada en lo económico, apropiándose de todo lo que tengan a la vista, desde los fondos de la ANSES hasta los ahorros previsionales privados, desde la rentabilidad agropecuaria hasta las reservas del BCRA, desde las concesiones de juegos de azar hasta las concesiones de petróleo, desde la pesca sin control hasta las tierras del Calafate –y haciendo al blanqueo sólo útil para los fondos mal habidos de los cortesanos y testaferros-.

Tierra arrasada en lo político, al arrastrar en el lodo, por una falsa concepción de la lealtad, a dirigentes peronistas y aliados que hasta hace poco respaldaban por disciplina un rumbo que sabían equivocado, pero que ahora no sólo respaldan sino que se convierten en cómplices de delitos no sólo perseguidos por las leyes argentinas sino por la justicia internacional.

Tierra arrasada en lo institucional, donde destrozan lo poco que quedaba de institucionalidad republicana. Tierra arrasada en lo social, con índices lacerantes en crecimiento acelerado como la desocupación, la mortalidad infantil, la educación pública, la salud y el desamparo. La denuncia de Juan Carr, compatriota del que todos somos deudores por su dedicación a las causas que debiera tomar la sociedad a través de su Estado, de ocho chicos por día muertos de hambre en tiempos del “mayor crecimiento acumulado de la historia desde la Revolución de Mayo” echa por tierra con la consigna de la presunta capacidad de gobierno de una administración que llegó peronista, se descubrió “progresista” y termina golpeando fatalmente al peronismo y al propio progresismo a los que termina confundiendo con la corrupción más asqueante, esa sí, de “toda la historia argentina”.

Y tierra arrasada en lo internacional, llevando al país a un grado de intrascendencia y aislamiento que jamás había alcanzado en su historia. El prestigio de la reconstrucción democrática y la reconstrucción del estado de derecho –y aún del Juicio a las Juntas- se ha cambiado por la imagen del que se queda con lo ajeno, vive al ritmo de las frivolidades presidenciales y hace gala de la mala educación y desplantes protocolares, como los adolescentes malcriados.

Cada vez alcanzan menos los sucesivos “planes”, que comenzaron con los 20.000 millones de dólares de inversiones chinas, siguieron con los cientos de miles de viviendas y miles de escuelas, continuaron con el gasoducto continental, y terminan con los hospitales y rutas que vienen anunciándose desde el conflicto del campo hasta ahora, con fondos inexistentes y con un desparpajo sólo compatible con una sociedad de ignorantes –que no lo es- o con un pueblo que, simplemente, cada vez que escucha a su presidenta cambia de canal por desinterés, por hastío o directamente para preservar su salud mental.

El régimen deja tierra arrasada. Nadie le cree lo que dice. Las herramientas económicas no producen efecto alguno en los mercados. La economía sigue refugiándose en las divisas o en valores de más difícil confiscación, sin que nadie se le pase por la cabeza invertir o arriesgar un centavo en inversiones productivas.

Y la pareja dinástica continúa dentro de una burbuja, repitiendo discursos al espejo, que le devuelve –como todos los espejos- la imagen invertida: no es la pista de despegue que ellos ven. Es el tobogán de la decadencia, cada vez más pronunciado.

Una vez más, la confluencia democrática y republicana de amplio espectro es imprescindible para conformar una alternativa que pueda servirle a los argentinos, a los ciudadanos y al país todo, de renovación institucional. El cuarto de siglo de democracia, que el país festejó sin su presidenta –que estaba en Rusia, brindando con Putin- debe recordarnos a todos nuestro compromiso fundacional. Con los derechos de las personas, con la ley, con la modernidad, con las instituciones, con los vecinos. Desde la izquierda hasta la derecha honestas, modernas y plurales tienen una responsabilidad con su conciencia: volver a ubicar a la Argentina en la senda del estado de derecho, el único marco que les permitirá discutir sus diferentes visiones de largo plazo con la racionalidad de la convivencia.

Diálogos sin precondiciones para llegar, por caminos conjuntos o paralelos, al regreso del imperio constitucional. Ese sería el mejor homenaje al cuarto de siglo democrático. Y será, sin lugar a dudas, la puerta de entrada al nuevo ciclo de renacimiento argentino que debe comenzar en el bicentenario.

Ricardo Lafferriere

jueves, 11 de diciembre de 2008

Por Dios, señora, ¿en qué mundo vivía?

... de repente apareció el mundo y nos complicó la vida...

C. Kirchner.

De pronto, desaparecieron de los discursos las citas de Hegel y Kelsen. El barniz de instrucción típico de la manera de ser de muchos compatriotas al que Mallea definiera duramente –hace seis décadas- como el brillo del argentino de la representación, que “siempre aparenta, pero nunca es” dejó de encandilar desde el poder.

Y se instaló allí la realidad, con su insoportable medianía, su repetición de verdades de almacén y su impostación de sabio de café al observar lo que no se comprende, pero se siente obligado a opinar sobre ello. Comenzó con los “piquetes de la abundancia” y desde allí no paró.

El mundo, señora, está y nosotros en él, desde hace mucho tiempo. Fue ese mundo al que la Argentina le vendió el producto de su esfuerzo agropecuario en los últimos años, por un valor que alcanzó a casi Ciento Cincuenta mil millones de dólares adicionales, desde el 2003 hasta la fecha, de los cuales más de Cuarenta Mil millones fueron confiscados por la discrecionalidad del “Estado K”.

Es el mismo mundo que toleró, además, que la Argentina dejara de pagarle, por decisión de su marido, Setenta mil millones de dólares de la deuda que tenía, la mayor parte de los cuales era con ahorristas previsionales argentinos a los que se anatemizó como usureros. Y el mismo mundo que disimulaba cortesmente, en todos estos años, los desplantes protocolares, las groserías, la mala educación y los dislates argumentales de los inquilinos de Olivos. El mismo al que, frente a la gigantesca crisis fiscal que se avecina, su administración le roba una Aerolínea para completar el Holding de petróleo, pesca, casinos, obras públicas y operaciones inmobiliarias de los socios cercanos del poder.

Es más: es el mismo mundo que le volvió a prestar a la fantasiosa administración de su marido hasta volver a tener la misma deuda que provocó el desastre. Porque ese “mundo” también nos suma a nosotros, argentinos, que estamos en él y hemos estado en todos estos años, quienes fuimos saqueados en este tiempo con los préstamos forzados que las administradoras de ahorros previsionales debían hacerle a su corrupta gestión, a tasas licuadas, hasta terminar con el manotazo final de su confiscación directa como el saqueo de los fondos de la ANSES.

Es el mismo mundo.

Salvo para quienes creen vivir en otro planeta.

Ese mundo le permitió alentar todos estos años la fantasía de su pretencioso “modelo”, soñado como invento que habría de ser “pedido por los yanquis” cuando se dieran cuenta de “su error”. Sin la abundancia facil que le permitió ese mundo –y que con desparpajo y complicidades le confiscaron a los dueños verdaderos de la riqueza producida, los hombres de campo- no hubiera podido alinear gobernadores, piqueteros e Intendentes, adueñarse de la estructura del peronismo, subsidiar a empresarios amigos, mantener congeladas las tarifas de servicios decadentes, llenar bolsos y valijas de aviones y Ministerios, ni viajar con todo su séquito todos los fines de semana a Calafate en la flota de aviones presidenciales.

Las ventajas de ese mundo, señora, le permitieron a su régimen en estos años producirle al país más daños “que en toda la historia argentina”, como gusta de decir en sus discursos: la destrucción de sus instituciones y la instalación, por el “contramodelo” presidencial, de la chabacanería y el incumplimiento de las leyes que ha convertido la convivencia en un infierno, no sólo por las calles cortadas y los tolerados “escraches”, por las confiscaciones y actitudes patoteriles de algunos de sus funcionarios, sino por la pavorosa instalación de la violencia y el crimen sangriento gozando de la impunidad –nuevamente- “más grande de toda nuestra historia”.

Ese mundo al que usted alude, señora, es de donde provienen los celulares y electrónicos; la mayoría de las autopartes de los automóviles “fabricados en el país”; el calzado y la ropa deportiva; los “MP3”, “MP4”, “MP5” y adicionales, las redes y tecnología de Internet; la mayoría de los juguetes, y los perfumes y cosméticos que usted tanto aprecia... entre otras cosas. Es el mundo –que está aquí, y nosotros en él- donde se origina la tecnología aplicada a todos los sectores productivos, desde la construcción hasta la electrónica, desde la agropecuaria hasta la biotecnológica y la genética; desde la medicina hasta las telecomunicaciones. En varios capítulos, nuestros compatriotas son protagonistas de cadenas de valor, de tecnologías y del comercio global de bienes y servicios, en la mayoría de los casos a pesar de su gobierno. Mal que le pese, hasta usted forma parte de ese mundo, sin que ninguna campana de cristal o burbuja criolla pueda aislarla.

Es supino marcar la diferencia entre “el mundo” y “nosotros”, como si viviéramos en Marte, más allá de que, por sus palabras, algunos parece que así lo crean.

Somos el mundo y tenemos problemas igual que el mundo. En nuestro caso, agravados por la infantil repetición de dogmas que atrasan más de medio siglo, por su irrefrenable actitud de burlarse de los que saben y por la cleptomanía sistémica del poder autoritario. Y además, porque ha olvidado que la vieja sabiduría popular, la de verdad, la que atraviesa siglos y culturas, ha aconsejado siempre desde que Egipto sufriera las siete plagas bíblicas, guardar en los buenos momentos para cuando lleguen los malos. Lo que hizo Chile, lo que hizo Brasil. Lo que no hicieron ni su marido ni usted, en una ligereza que no se puede reemplazar con rudimenarios discursos autoexculpatorios, ni sacándole arbitrariamente a unos para darle también arbitrariamente a otros. O aprovechando la confusión de la crisis para facilitarle a sus cortesanos el lavado del dinero obtenido mediante la gigantesca corrupción de estos años.

Lo que está azotando cruelmente al país y se ensañará principalmente con los compatriotas más pobres, señora, no es el mundo. Es su imprevisión, su ignorancia, su incapacidad de gestión, su tolerancia con el delito, su inaguantable soberbia.

Ricardo Lafferriere

¿Otra vez la Escribanía?

La iniciativa del “mega-lava-ducto” remitida por la presidenta Fernández al Congreso pondrá a prueba, una vez más, la bochornosa subordinación de la mayoría de los diputados peronistas a las decisiones de la banda de Olivos insistiendo en la devaluación del parlamento para reconvertirlo en una Escribanía del Poder Ejecutivo.

Es posible que, una vez más, el listado de siempre encabezado por el inefable santafecino (“moral o inmoral, necesitamos plata”, declaró a la prensa el jefe de la banda kirchnerista de la Cámara de Diputados) cumpla con su triste alineamiento, que dejará las huellas de la indignidad no sólo para los legisladores, sino para la historia. Cada uno de ellos en algún momento tendrá que contestar la pregunta de sus hijos: “Papá, ¿vos también fuiste ladrón y lavador de dinero?...” y, eventualmente, deberá volver a mostrar su cara, sin fueros que le den inmunidad temporal por cualquier delito, como hombre común en su vida cotidiana, en su club, en su trabajo, ante sus amigos. Y ante la justicia.

Es bueno mirar, sin embargo, el lado positivo. Éste es el acercamiento progresivo que la decadencia y la inmoralidad están generando en la acción democrática y republicana de los legisladores que no integran la majada oficialista. Radicales, Cívicos y Pros han manifestado claramente su indignación y su resistencia, una vez más, como lo hicieron al dar la pelea contra la Resolución 125, contra la patética estatización de Aerolíneas y contra la confiscación de los ahorros previsionales. Habría que estar atentos ahora a la actitud de los otrora honestos e incorruptibles socialistas, a los que la peste “K” logró contagiar en la última batalla sumándola a sus huestes.

Radicales, cívicos y Pro están edificando los cimientos de una alternativa democrática y republicana de amplia base. Ellos representan el espetro de la opinión moderna de la Argentina del futuro. No interesa tanto si terminan confluyendo o no en un acuerdo electoral en 2009. Importa que trabajen juntos por objetivos comunes, que es lo que los argentinos de bien esperamos de ellos. Importa que puedan resistir las presiones, tentaciones, deformaciones y corrupciones que componen el arsenal con que el aberrante régimen “K” utiliza para su empeñado de destrozar la institucionalidad argentina. Que la vergonzosa y triste experiencia del socialismo en la última batalla, que hubiera hecho revolvese de vergüenza a Juan B. Justo o Alfredo Palacios, no se repita y vuelvan al cauce ético de la democracia, los derechos de las personas y el estado de derecho. Que la saludable reacción de los legisladores peronistas que prefieren dejar la asociación ilícita para comenzar a reconstruir su partido en el marco de la legalidad se afiance.

Si la contracara del “mega-lava-ducto” es producir esa reconstrucción de la Argentina constitucional, pues entonces la indignación habrá tenido un atenuante, a la espera que, terminada la pesadilla, la banda esté de una vez por todas donde tiene que estar: detrás de las rejas. Las pruebas tendrán carácter de instrumentos públicos. La Escribanía del Congreso habrá servido para dejar constancia, para cuando sea oportuno, del papel que le cupo a cada uno.

Ricardo Lafferriere

domingo, 30 de noviembre de 2008

La renuncia de Cobos

La “tapa – catástrofe” de Clarín el domingo no dejaba dudas sobre la intención destituyente del presidente del Partido Justicialista, evidentemente compartida por la presidenta Fernández: el partido del gobierno, además de hostilizar en forma permanente al titular nato del Senado, llevaba el cuestionamiento al seno de las propias instituciones, mediante las declaraciones del Ministro del Interior y el fuerte trascendido del insólito pedido de renuncia al Vicepresidente de la Nación.

La euforia por la sanción de la apropiación de los ahorros previsionales, leída en clave triunfalista, pareció ofrecer al oficialismo el terreno libre para proseguir con su tarea de destrucción institucional, esta vez avanzando sobre una figura que la Constitución, con sabiduría, colocó como reserva frente conmociones institucionales graves.

El medido estilo del Vicepresidente y su sensatez política –que lo llevó en su momento a evitar un incendio generalizado del país, y ahora a no poner obstáculos artificiales como el eventual veto a una iniciativa confiscatoria que, a pesar de no contar con su consenso, obtuvo la clara mayoría de los legisladores de ambas Cámaras-, contrastó con la desfachatez del ex presidente y la verborragia enfermiza de su ministro, que tiene ya acostumbrados a los argentinos a su repetida insolencia.

Ni uno ni otro representan a nadie. Uno, porque su período presidencial ya terminó y no fue votado por la gente en el 2007 –elección que no se atrevió a enfrentar, ante el deterioro creciente e ilevantable de su consideración públca-. El otro, apenas un secretario que, aunque lo sea “de Estado”, carece de funciones claras, ya que no está en la jurisdicción de su cartera ni los temas de seguridad, ni la relación con la justicia, ni la protección de los derechos humanos y al parecer sólo funciona como vocero oficialista ad-hoc para las cuestiones sucias. Triste destino para una cartera que alguna vez tuvo entre sus titulares a Guillermo Rawson –durante la presidencia de Bartolomé Mitre-, a Domingo Faustino Sarmiento –presidencia de Nicolás Avellaneda-, a Julio A. Roca –Ministro del interior de Carlos Pellegrini-, a Francisco Beiró –Ministro del Interior de Hipólito Yrigoyen-, o en épocas más recientes, a Nicolás Matienzo –del presidente Alvear-, Alfredo Vítolo –Frondizi- y Antonio Tróccoli –Alfonsín-. La sola enunciación de los nombres de sus antecesores marca el abismo con lo que sufrimos.

En política, nadie es inocente. La reacción de algunos dirigentes simpatizantes del Vicepresidente, en tono de repuesta argumental –“esto se resuelve con un plebiscito”- trajo tácitamente al debate una realidad que resulta patética para la pareja gobernante: la comparación en la consideración pública con la presidenta o el ex presidente. Por supuesto, el retroceso oficial fue inmediato, aclarándose que “no se pediría la renuncia a Cobos”, como si esa fuera una facultad que alguna norma constitucional dejara en manos del jefe del partido del gobierno, de la presidenta o del ministro del Interior.

Cobos –se ha dicho hasta el cansancio- obtuvo la misma cantidad de voluntades que la presidenta Fernández. Tiene idéntica legitimidad de origen. Y en cuanto a su legitimidad de ejercicio, la que surge de la consideración pública, dobla con creces a cualquiera de ambos integrantes de la pareja presidencial.

Cobos de ninguna manera y bajo ningún concepto debe siquiera considerar la hipótesis de su renuncia. Su figura es un reaseguro democrático, sensato y prudente para todos los argentinos. Para eso fue votado. Ese es su rol institucional.

Y políticamente, es un bálsamo para las heridas al sentido común, a la dignidad republicana y a la propia salud mental de los ciudadanos.

Ricardo Lafferriere