viernes, 30 de abril de 2010

El juicio de Bonafini

“Culpables de traición al pueblo de la Nación Argentina”, sentenció la jueza Bonafini al culminar la parodia realizada el jueves 29 de abril, casualmente “día del animal”, en la Plaza de Mayo.

La traición no es un delito menor. Nuestro Código Penal lo sanciona con una pena de prisión perpetua (artículo 215), la máxima establecida por la ley argentina luego de la derogación de la pena de muerte.

El grotesco de Bonafini no es inocente. Aunque para algunos no signifique mucho más que otro dislate de un grupo de desequilibrados, no es posible olvidar que con un hecho como éste, hace cuarenta años, se inició el período más sangriento de la Argentina, que culminaía con los años de plomo cuyos coletazos aún condicionan la convivencia nacional.

“Culpable” fue, en efecto, la “sentencia” que recibió de un tribunal como el de Bonafini el Gral. Pedro E. Aramburu, secuestrado por los Montoneros el 20 de mayo de 1970. Fernando Abal Medina asume el rol de verdugo y ejecuta vilmente al militar secuestrado, sembrando con este hecho la semilla que acompañaría la intolerancia y los enfrentamientos durante más de dos décadas.

Luego “ejecutarían” al Dr. Arturo Mor Roig, dirigente radical de origen balbinista que se había incorporado a la etapa de retirada del gobierno militar de entonces con el acuerdo de todo el arco político democrático para garantizar la limpieza del proceso electoral. Y luego a José Ignacio Rucci, dirigente gremial peronista acusado de ser el brazo gremial del propio Perón.

Quienes fuimos protagonistas de entonces en las filas radicales luchamos duramente contra estas actitudes criminales, deformaciones inmorales de la lucha política. Debimos enfrentar la incomprensión del gobierno militar, obsesionado contra todo lo que tuviera relación con la democracia y la participación popular, y de los Montoneros, curiosamente también obsesionados contra todo lo que tuviera relación con la democracia y la participación popular. De los primeros sufrimos los crímenes alevosos de Sergio Karacachoff, Mario Amaya, Rodríguez Araya, el atentado a Hipólito Solari Yrigoyen y muchos más, exilados y detenidos sin juicio ni derechos. De los segundos, los cadenazos en las Facultades y la acusación de hacer causa común con sus “enemigos”, con todo lo que implicaba en esos momentos para la seguridad personal.

La bandera de las “elecciones libres” fueron abriéndose paso y creando un espacio que arrinconó a ambas posiciones intolerantes. El primer turno democrático (1973) no nos había sido exitoso, y terminó con el baño de sangre escalado en 1974 por la batalla campal entre la triple A de López Rega, Isabel y algunos dicen que el propio Perón frente a los Montoneros y otros grupos armados, convertidos en un verdadero ejército insurgente.

Pero el segundo turno el pueblo argentino ya había encarnado su visceral rechazo a las formas violentas y abrió el camino en 1983, masivamente, a la propuesta de la vida y la paz, convertido en el gigantesco torrente democrático liderado por Raúl Alfonsín. El decreto ordenando a los fiscales la instrucción de causa a las Juntas Militares y a las conducciones montoneras fue el testimonio de esa orientación. Hacia atrás, la justicia. Hacia adelante, la política. Y en la práctica de ésta, el diálogo para construir consensos nacionales, de cara al futuro. La renovación peronista acompañó este proceso y estuvimos cerca de lograr el éxito, frustrado finalmente por las presiones corporativas de formaciones gremiales, empresariales y hasta políticas que no imaginaban un país sin populismo.

Mucho agua corrió bajo el puente. El proceso argentino, que tuviera similitudes con el chileno y el uruguayo, abrió el camino de la restauración democrática en forma ejemplar. A pesar de conmociones que pusieron en vilo esta reconstrucción, fue imponiéndose la idea de dar vuelta la página en términos políticos para discutir el futuro, dejando el procesamiento el pasado en manos de la justicia y de la historia, como hicieron todos los países del mundo que atravesaron períodos parecidos, entendiendo que la verdad y la reconciliación eran las únicas bases posibles para reiniciar la marcha y no repetir la historia. Nuestros vecinos siguieron ese camino, y muestran sus éxitos. Nosotros nos empantanamos en el cambio de siglo, incitando irresponsablemente a revivir el pasado.

Nuevamente, como hace cuatro décadas, comenzamos a asistir a hechos grotescos de intolerancia y violencia, que no son aislados.

Los ataques mediante afiches anónimos al Vicepresidente de la Nación y a prestigiosos periodistas, las agresiones en la Feria del Libro a quienes ejercen su derecho nada menos que de “publicar sus ideas sin censura previa” y esta parodia grotesca que contó con el beneplácito del gobierno nacional y hasta la participación de uno de sus funcionarios pretenden reiniciar un proceso como el que ya vivimos y que no queremos que vuelva “Nunca más”.

Hay que destacar, sin embargo, una diferencia que no es menor. En 1970, los criminales que comenzaron el proceso sangriento pudieron generar una expectativa tras la que arrastraron gran parte de la juventud argentina. En 2010, los argentinos ya hemos experimentado cómo termina esto. Y la bufona disfrazada de jueza no genera adhesiones sino apenas más vergüenza ajena, deja en ridículo a quienes la rodean y se aisla cada vez más de una sociedad harta de conflictos, enfrentamientos e intolerancia.


Ricardo Lafferriere

jueves, 22 de abril de 2010

Frente a la ofensiva golpista, templanza y justicia

En forma abierta y desembozada, con la tolerancia –y complicidad- del gobierno, se está destando una ofensiva golpista contra el orden institucional argentino persiguiendo la destitución del Vicepresidente de la Nación.

Desde la recuperación democrática el país vivió varios momentos duros. Sin embargo, nunca había atravesado hasta hoy una situación que transita por el borde de la ruptura institucional, mediante la presión por parte de uno de los poderes del Estado contra uno de los funcionarios constitucionales electos de mayor jerarquía.

Quienes impulsan esta ofensiva se colocan al margen del orden institucional y violan expresas normas legales. No lo pueden hacer siquiera en nombre de la mayoría, ya que tanto el pronunciamiento electoral último como las muestras de opinión imparciales muestran que las tres cuartas partes de los argentinos desaprueban la gestión del equipo gobernante, que motoriza la convocatoria golpista. Sin embargo, ese 75 % de argentinos jamás impulsaría la destitución de la presidenta, a pesar de su evidente incapacidad de gobierno. Y gran parte del otro 25 % que respalda al gobierno, seguramente tampoco avalan un dislate que nos coloca al borde del caos.

La democracia está hoy siendo puesta a prueba Las minorías violentas que desatan esta ofensiva marchan a contramano de la vocación democrática de los argentinos, de su decisión de convivir en paz, de su reclamo de vigencia de la ley, de su aspiración de justicia independiente e imparcial que alcance a todos.

El Vicepresidente de la Nación no sólo tiene legitimidad de origen, al haber sido electo por la misma cantidad de argentinos que la presidenta, sino que tiene hoy un respaldo de los ciudadanos abrumadoramente superior al de la propia jefa de gobierno. Quienes piden su remoción no tienen autoridad legal, justificaciones éticas ni condiciones políticas de solicitarlo.

El orden constitucional ofrece una vía para cualquier ciudadano que considere que se cumplen las condiciones para su remoción: el pedido de juicio político. Ni los actos amañados, ni los gritos desaforados, ni las presiones mafiosas al funcionario y sus familiares, ni los libelos fraguados deben afectar la templanza y la entereza política de un hombre que los argentinos han elegido para cumplir una función constitucional, en cuyo correcto ejercicio se ven reflejados.

La permanencia de Julio Cobos en el cargo que inviste es una decisión que ni siquiera le compete a él, sino al pueblo al que se debe y a la Constitución que juró cumplir. El gobierno nacional debe cesar de inmediato su incitación golpista y la justicia debe proceder aplicando la ley de defensa de la democracia a quien convoque a la violación de sus normas o exalte la presión a los funcionarios para forzarlos a tomar decisiones sin libertad de conciencia.


Ricardo Lafferriere

lunes, 19 de abril de 2010

Bicentenario diferente

La presidenta ha viajado a Caracas, para participar de los festejos del Bicentenario de la independencia venezolana. Será la única oradora ante la Asamblea Nacional, además del presidente Chavez.

Se encontrará allí con un bicentenario diferente. No verá “madres de Plaza de Mayo” reclamando por los crímenes ocuridos décadas atrás ni grupos piqueteros anarquizados protestando por la –descomunal- inflación venezolana. No escuchará el eco de las políticas de género ni reivindicaciones de casamientos entre personas del mismo sexo. No se encontrará con debates sobre el aborto, o los derechos de los homosexuales. En la militarizada sociedad venezolana no florecen las preocupaciones de la posmodernidad, como –a pesar de todo- sí lo hacen en la Argentina.

Un desfile militar gigantesco, al que se suman las milicias bolivarianas con jóvenes armados, será el marco monumental de la recordación, en una sociedad crispada hasta el límite en la que su presidente ha llamado a sus milicias a “tomar todo el poder”.

Curiosamente, el 19 de abril de 1810 –fecha en la que se conmemora en Venezuela el inicio del proceso revolucionario que culminaría con la declaración de la independencia, el 5 de julio de 1811-, la gesta fue civil, sin ninguna participación militar. El Cabildo destituyó al Capital General Vicente Emparan, designado por las autoridades napoleónicas que habían tomado España como “Capitán General de Venezuela”. Antes de viajar, retornando a su lealtad hispánica, había jurado fidelidad al rey cautivo Fernando VII y sido ratificado por la Junta Suprema Central a pesar del origen de su nombramiento. Al hacerse cargo, reprimió varios intentos de sublevación hasta que, al conocerse en Venezuela la caída de la Junta Central, fue detenido por la población y conducido al Cabildo, donde presentó su renuncia.

La diferencia con la Revolución en Buenos Aires fue absoluta. En esos tiempos, Buenos Aires, con alrededor de 40.000 habitantes, tenía más de 8.000 milicianos armados (el 20 % de su población), en cuerpos organizados a raíz de las invasiones inglesas y que, en muchos casos, elegían sus propios Jefes. El proceso rioplatense fue claramente “cívico-militar”, a diferencia del caraqueño, esencialmente ciudadano.

Esa diferencia se traslada al bicentenario, aunque invertida. A pesar de la fuerte impronta autoritaria del kirchnerismo y sus esfuerzos polarizantes, la Argentina es hoy una sociedad abierta, tolerante y dinámica. La violencia o la amenaza de tal genera el inmediato rechazo, virtualmente unánime, de la población y sólo es receptada verbalmente por grupos residuales –pequeños, aunque ruidosos- de ambos bandos de los años de plomo. Ha dejado atrás las veleidades “armadas”, luego de una experiencia que la marcó a fuego por los desbordes de la insurgencia y la contrainsurgencia. Las convocatorias a la intolerancia rebotan en una sociedad reclamante y practicante de la convivencia.

Venezuela, por su parte, está siendo conducida al pasado violento de la ausencia de acuerdos, la inexistencia de diálogos, la polarización donde la palabra “muerte” forma parte semántica de las dicotomías políticas y donde el maravilloso florecer de los matices y del colorido democrático está siendo ahogado por los gritos estentóreos.

Quizás sea un buen momento para que la presidenta, que pareciera querer estar de vuelta de sus pasionales arrebatos de hace algunos meses, reflexione ante el espectáculo sepia de su amigo caribeño, valore la lección que le están dando sus compatriotas y aproveche el tiempo que le queda de mandato para sumarse plenamente a la marcha modernizadora que, sin esperarla, toman los sectores más dinámicos del pueblo argentino en el Congreso, en el campo, en las fábricas, en la creación artística, intelectual y científica, en la solidaridad social, en los caminos abiertos por el propio esfuerzo ejerciendo la libertad –personal y nacional- comenzado a edificar hace dos siglos.


Ricardo Lafferriere

miércoles, 7 de abril de 2010

Representación

"Penélope Glamour”, “Keops”, “Sarmiento”... papeles interpretados por quien, si debiera ser clasificada por Mallea en su recordada caracterización de los dos “tipos” de argentinos, claramente no estaría entre los “argentinos invisibles”, aquellos que con su trabajo tesonero, su humildad, su sabiduría y sus valores construyen el presente y el futuro del país. Por el contrario, pareciera cumplir con precisión los requisitos del típico “argentino de la representación”, el que “siempre aparenta, pero nunca es”.

El tema no pasaría a mayores si quien dice sentirse esas figuras no fuera, justamente, la “primera representante” de los argentinos, quien ocupa nada menos que la “jefatura suprema de la Nación”, como pomposamente define la Constitución Nacional a la función presidencial.

Puede ser que tenga vocación de actriz. No estaría mal, si se dedicara a su vocación. Representar un personaje de dibujos animados televisivos, sentirse el faraón más reputado de Egipto antiguo o actuar pensándose a sí misma como una especie de Sarmiento del siglo XXI la convertirían en una gran profesional, con versatilidad y frescura seguramente admiradas por la crítica.

El problema surge cuando los personajes son contradictorios, pero la función representada es única. El grito “Socorro, socorro” que caracterizaba al personaje del “comic” por su torpe impotencia ante situaciones inesperadas poco tiene que ver con la solemne y fría utilización del poder despótico de uno de los reyes más autócratas de la antigüedad egipcia, como lo fue Keops –recordado, además de por la Gran Pirámide, por su concentración del poder dando origen al primer estado absolutista de la historia- y ambos están en las antípodas de la vocación democrática, la austeridad republicana y el serio compromiso con la vigencia de la ley y la capacitación popular del gran sanjuanino.

La presidencia de una República democrática tiene algo de la “representación”, pero no de la misma que hablaba Mallea. La “representación” política conlleva siempre una tarea de interpretación de los ciudadanos, porque supone que el poder que se ejerce radica en la voluntad de ese mandante a quien se le reconoce soberanía. La representación de Mallea, por el contrario, alude a la permanente actitud de mostrarse como lo que no se es para aparentar ser más, o diferente. La picaresca popular le daría a esta clase de representación un nominativo más pedestre: el conocido “chanta” de nuestro lunfardo rioplatense, que lamentablemente tiene entre nosotros una presencia más que peligrosa cuando su titular tiene poder...

La sana cultura política en una democracia consiste entonces en representar a los ciudadanos en las decisiones que deben tomarse –para lo cual el requisito fundamental no es tanto hablar como saber escuchar-, pero a la vez, representarse a sí mismo –si hubiera algo que mostrar- cuando se trata del estilo, la personalidad y los valores.

Los argentinos, en este sentido, respetarían más a una “primer ciudadana” que fuera lo que es, aunque no fuera tanto, que a quien diga sentirse –sucesivamente- Penélope Glamour, el faraón Keops o Domingo Faustino Sarmiento, sin “ser” ninguno de los tres.


Ricardo Lafferriere

martes, 30 de marzo de 2010

"Más dura que una bigornia"

El anuncio presidencial de la posible derogación del impuesto al cheque “para 2011” genera la misma reacción que produjo en Gerardo Morales, meses atrás, la actualización inexorable a la baja de los haberes previsionales defendida por Pichetto: ustedes tienen “la cara más dura que una bigornia”.
No puede leerse de otra forma el cínico anuncio, pensado obviamente en el desfinanciamiento del gobierno que los suceda y de ninguna manera en la racionalidad del esperpéntico sistema impositivo argentino.
Si cree que el impuesto al cheque es distorsivo –como lo viene sosteniendo toda la oposición desde hace años-, pues que abra la discusión del presupuesto, proponga su derogación para ya (no para cuando ella se vaya) y discuta en el Congreso, como ordena la Constitución, de dónde saldrán los recursos para el funcionamiento del Estado y dónde se gastarán. Termine con estas improvisaciones discursivas rudimentarias que dañan al país, y gobierne, de una vez por todas, antes del 2011 que es cuando le toca hacerlo.
Pero la presidenta invierte los términos. Le pide a la oposición que le dé ideas de gobierno ahora –cuando tendría que tenerlas ella- y, a la vez, anuncia medidas para cuando ella ya no esté –lo que debiera, en realidad, hacer la oposición-.
El mundo del revés.
Y la cara más dura que una bigornia.
A propósito: la bigornia es una herramienta destinada a marcar el enroscamiento en los extremos de los caños. Como debe realizar un trabajo extremadamente fuerte, están confeccionadas por lo general con aceros especiales. Muy duros. Como la cara de Pichetto, y de Cristina.


Ricardo Lafferriere

miércoles, 17 de marzo de 2010

Tupamaro "neoliberal"

“Haremos una política económica ortodoxa y prolija”, fue la contundente afirmación del presidente del Uruguay, José Mujica, en su discurso de asunción de mando. Este hombre de 70 años ha luchado durante toda su vida por una política de “izquierda”, fue guerrillero Tupamaro en los años de plomo y pertenece al ala más dura del Frente Amplio, que derrotó en las elecciones internas de su agrupación al moderado Danilo Astori, a quien ofreció la Vicepresidencia.

El matrimonio presidencial argentino presenció la ceremonia y aplaudió el discurso. No visitó a Mujica en su granja, como estaba programado, seguramente para evitar las comparaciones obvias que realizaría la prensa entre la modesta explotación y vivienda rural del presidente uruguayo con las multimillonarias infraestructuras del Calafate, “lugar en el mundo” de la inefable presidenta argentina.

Consecuente con su llamado a la unidad, los primeros pasos de Mujica fueron de confluencia. Se recuerda aún su exposición en Punta del Este, junto a los ex presidentes Sanguinetti y Lacalle y a su ex rival colorado Bordaberry, convocando a los empresarios a invertir en el Uruguay, donde “no se les romperá el lomo con impuestos y no se les expropiará nada”.

Antes, cuando le tocó desempeñarse como Secretario de Agricultura, impulsó fuertemente la producción agropecuaria uruguaya, provocando la conocida afluencia de productores entrerrianos, santafecinos, cordobeses y bonaerenses, que ha revolucionado el campo uruguayo con un boom productivo de alta tecnología. Más del 65 % de la producción de soja uruguaya es generada por estos argentinos que pueden trabajar tranquilos, sin el peligro constante de las chifladuras del gobierno. Sin subsidios y sin retenciones, sin privilegios y sin castigos. Con la cuarta parte del rodeo que tiene la Argentina, exporta más carne que su vecino y provee al mercado interno uruguayo de cortes más baratos que al otro lado del río, donde otra vez el matrimonio gobernante ha resuelto profundizar su ofensiva persiguiendo el exterminio del sector ganadero, al disponer en forma grosera e inconstitucional la prohibición de exportar.

Ahora Mujica va más allá. “Soldados de mi patria: aquí no hay ni vencedores ni vencidos”, ha expresado a las Fuerzas Armadas del Uruguay. En su búsqueda obstinada de unidad nacional, impulsa un cambio en la situación jurídica de los jerarcas militares condenados por delitos cometidos durante la última dictadura. “No quiero viejos presos”, ha afirmado Mujica, seguramente recordando que contra esos “viejos” él peleó cuando había que hacerlo, tiempos en los que los muertos eran de ambos bandos. Ahora que a él le toca ser presidente, prefiere mirar hacia adelante y escaparle a los recuerdos de épocas sangrientas, tanto como a los coletazos que sólo reciclan odios.

Curioso que los intelectuales de Carta Abierta, la Faraona o su cónyuge, no hayan puesto el grito en el cielo ante este “tupamaro neoliberal”, democrático y honesto, de quien, lamentablemente para los argentinos, no toman ningún ejemplo.


Ricardo Lafferriere

viernes, 12 de marzo de 2010

Descarriló Lula...

La notable perfomance económica del Brasil en la última década –iniciada durante la presidencia de Fernando Henrique Cardoso y continuada prácticamente sin cambios durante las dos gestiones de Luis Ignacio “Lula” da Silva- ha sido motivo de análisis encomiables de prácticamente todo el arco político latinoamericano y hasta mundial.

Brasil ha llegado a acercarse al grupo de los países de mayor producto bruto interno del mundo, con las perspectivas ciertas de acceder al “top ten” en breve tiempo. Ese crecimiento ha sido acompañado de una adecuada articulación interna, que sacó de la pobreza a decenas de millones de personas, y amplió su clase media a un porcentaje que supera a su tradicional vecino, la Argentina, cuyo deterioro durante los últimos lustros no ha cambiado su rumbo de decadencia iniciado en 1930.

Brasil tiene energía, alimentos, industrias, mejoramiento social, reducción de la miseria, reservas internacionales, política ambiental. Cierto es que el azote del narcotráfico aún asola regiones muy pobladas de Rio de Janeiro, San Pablo y otras ciudades importantes, pero también lo es que el combate contra esta lacra ha sido constante, y está alejado de las complicidades políticas que muestra, por ejemplo, en el conurbano de Buenos Aires.

Su política interna ha sido, por lo que se sabe, democrática. El parlamento tiene un funcionamiento plural con un colorido diverso que no le ha impedido contar con el respaldo suficiente para su gestión de gobierno, y no existen denuncias serias por violaciones de libertades públicas –como en otros países del continente- o de presiones a la prensa, como en Venezuela, Bolivia o Argentina.

Por eso causaron tanto asombro sus últimas afirmaciones sobre la reiteración de la “doctrina Estrada” aplicada en su interpretación más extrema, reaccionando contra la saludable tendencia, iniciada luego de la segunda guerra mundial, de ubicar a los derechos humanos como un conjunto de derechos que supera en importancia a la soberanía de los estados, en razón justamente de la prioridad que la dignidad de las personas merece en el actual estadio del desarrollo de la civilización.

Los derechos humanos no tienen patria: son de todos. Su intento de limitar la protección a los derechos humanos tras las barricadas nacionalistas, que levantó con tanto énfasis el proceso militar argentino con el apoyo de la dictadura castrista y de la ex Unión Soviética es una antigualla repudiada por toda la opinión democrática del mundo.

La argumentación de Lula, de que “Cuba tiene sus propias leyes, que deben ser respetadas” ignora la ausencia no sólo de justicia independiente, de elecciones periódicas y competitivas para elegir gobierno, de prensa libre, de respeto a los derechos humanos establecidos en la Carta Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas -a la que Cuba está obligada- y de los derechos a los derechos más elementales a juicio imparcial, defensa confiable y neutralidad judicial: niega la jurisdicción supraestatal contra los delitos aberrantes, que la Argentina ha impulsado como política de Estado desde tiempos de Alfonsín, sostenida por Menem, De la Rúa, Duhalde y la propia gestión kirchnerista, impulsando el Tratado de Roma y la Corte Penal Internacional.

Y atacar a luchadores por la democracia cubana que se ponen en riesgo inminente de vida comparándolo con los narcotraficantes, asesinos y violadores de su país es indigno de alguien que, antes de ser presidente, compartió trincheras, movilizaciones y esfuerzos para que su patria recuperara la democracia, que tan buenos frutos le ha dado en sucesivas gestiones, incluso en la suya.

El giro dado por el presidente del Brasil en los ultimos tiempos es preocupante. Recibió al represor Amadinejah, viajó a Irán invitado por la dictadura fundamentalista y criminal de los Ayatollahs, y ahora condena con todo el peso político que implica la declaración nada menos que del presidente de la principal nación sudamericana a heroicos luchadores que enfrentan en forma desigual una dictadura indigna de la vocación libertaria de Martí.

Sería de desear que el presidente del Brasil recapacite urgentemente y comprenda el peligro para la democracia latinoamericana y para la causa de los derechos humanos que implican sus inexplicables declaraciones, sus acercamiento a dictaduras como las que en otros tiempo él combatió y su adhesión a teorías soberanistas propias del mundo de hace décadas, cuyas consecuencias lamentables fueron las guerras más atroces y las matanzas más sangrientas de la historia de la humanidad.


Ricardo Lafferriere