viernes, 10 de diciembre de 2010

Indoamericano

“En esa época, Evo, ustedes eran nuestros...”

La frase, grosera como pocas pronunciada por el presidente de un Estado a un par, fue dirigida por la presidenta Fernández de Kirchner al presidente de la República de Bolivia, Evo Morales, al recibir en 2008 a varios presidentes latinoamericanos en San Miguel de Tucumán, en oportunidad de la reunión anual del Mercosur. Hacía referencia a un tiempo en que el antiguo Virreynato no se había aún fracturado y el Alto Perú era un campo de batalla entre el dominio realista y el gobierno revolucionario con sede en Buenos Aires. “Nosotros” vendría a ser el gobierno porteño, que justamente perdió esa batalla, cambiando para siempre la configuración económica, social y política del antiguo Virreynato con la derrota de La Madrid en Sopachuy (1817), que significaría la “pérdida” definitiva del Alto Perú, sobre el que luego se formaría Bolivia.

Los tiempos de la globalización están reconformando viejas cercanías, al compás de las migraciones que son característica del nuevo escenario planetario. En nuestro caso, los episodios que están ocurriendo en este momento marcan el agotamiento de los viejos argumentos “nacionales” y la instalación de un paradigma que vuelve a cruzar líneas interpretativas llevándolas al límite de su virtualidad. Bolivia y el Paraguay se imbrican íntimamente con nuestro país, a través de sus ciudadanos que han decidido dejar su territorio nacional e instalarse en el nuestro y más precisamente, en el conglomerado de Buenos Aires.

Es natural. Aún con las dificultades de convivencia que ofrecen las villas, donde mayoritariamente se asientan, son más tolerables que las que sufrían en sus zonas de origen. La prensa da a conocer algunos argumentos, a cuento de los episodios del Parque Indoamericano: “Hasta me pude operar de vesícula sin pagar un centavo”. “Allá no te dan nada, acá por lo menos tenemos planes sociales”. Las hilachas de un país que construyó en la primera mitad del siglo XX un estado de bienestar relativamente amplio, asentado en una población en extremo tolerante y culturalmente plural, permite aún hoy actitudes que no tienen siquiera los países desarrollados más exitosos con la población externa que recibe.

Vivimos tiempos de reformulación de límites. No los geográficos, ni los históricos, cuando los conceptos de “territorio”, “nación” y “Estado” tenían fronteras superpuestas. Las nuevas fonteras son más difusas y polifacéticas, con bordes culturales, comunicacionales, axiológicos, políticos, religiosos que atraviesan “territorios”, “naciones” y “Estados”. Mientras, espontáneas y efímeras“identidades de guardarropa” aparecen y desaparecen, no sin antes gritar con fuerza afirmaciones conmovedoras. No en vano la “globalización” clama a gritos por el diseño de una gobernanza global que permita encauzar estos fenómenos novedosos.

Pero mientras tanto, el Estado-nación es el único mecanismo con que contamos para responder a las conmociones más primarias. Desarticularlo antes de tiempo tiene consecuencias como las que vemos. Los enemigos de la convivencia en paz y de la construcción de sociedades plurales –narcotraficantes, delincuencia global, extremismos fundamentalistas, intolerancias- bien por el contrario se articulan y crecen. La actitud adolescente de alzarse de hombros o escudarse en consignas primitivas (“no criminalizar la protesta social”, “no vamos a reprimir de ninguna forma”) simplemente abre las puertas a la ley de la selva, ya que la otra no tiene quien la aplique. La diferencia entre la decisión de Lula y el infantilismo de Cristina al tratar temas similares marca la diferencia entre un líder maduro y un gobierno de opereta.

Frente a los escenarios dantescos que se aproximan y que adelantan su muestra en el Parque Indoamericano –curiosa reminiscencia semántica de una nueva pero también vieja identidad político cultural- el llamado angustiado es a una política mayor de edad, que cambie su conducta instintiva de mirarse el ombligo y escaparle a sus responsabilidades y por el contrario asuma con madurez su obligación de reflexiónar, decidir y actuar en conjunto frente a los problemas que enfrenta la sociedad que les paga el sueldo.

A la presidenta y al Jefe de Gobierno. Y a sus oposiciones, que bien podrían por un instante dejar de mirar todo con las anteojeras de la ventaja miserable y aportar esfuerzos para la solución de los problemas, en lugar de pretender aprovecharlos echando leña al fuego.


Ricardo Lafferriere

jueves, 9 de diciembre de 2010

¿Es culpa de los salarios?....

Una nueva presión del gobierno nacional sobre los sindicatos busca poner un “techo” del 20 % sobre los aumentos salariales que comenzarán a discutirse en paritarias. La medida genera obvias resistencias, no sólo en los sindicalistas más directamente relacionados con sus bases, sino por parte de la misma burocracia gremial que ha sido la socia íntima de la pareja gobernante desde 2003, personificada en la figura de Hugo Moyano. Es natural: todos saben que, aunque la tolerancia de las bases es amplia respecto a los negocios y negociados, corrupción y corruptelas que les permite un nivel de vida exponencialmente más alto del de sus representados, ello es a condición de respetar una máxima: “Con el salario no se juega”.

Hace algunas semanas analizábamos en esta columna cómo se gesta el proceso inflacionario, que siempre y en todos casos se expresa en última instancia por el aumento de la cantidad de moneda con respecto a lo que la economía requiere para funcionar. Y decíamos que, además, en el caso argentino, ese crecimiento monetario tiene una causa fundamental: la dilapidación de recursos públicos por parte de una administración que no pone límites a su dispendio, sin preocuparse de recaudarlos antes. Cierra el circuito sea sacando divisas de las reservas del BCRA debilitando el respaldo de los pesos –y en consecuencia, disminuyendo su valor-, sea apropiándose de las “ganancias cambiarias” ficticias, tautológico reflejo de la misma pérdida de valor de la moneda o directamente emitiendo, ahora parece que en Brasil porque las máquinas nacionales no alcanzan. En una punta de la cadena de la inflacion, en consecuencia, está el gobierno gastando dinero que no tiene, sin autorización del Congreso y saqueando el “tesoro” de los argentinos, que son sus reservas. En la otra, quienes la sufren que son los más débiles para defenderse.

Al caer el valor del dinero producto de este saqueo, todos los actores económicos deben defenderse. Quien tenga más espaldas, lo hace con más éxito. Así ocurre con las empresas, que además deben hacerlo para no entrar en quebranto, porque si no lo hicieran no podrían siquiera reponer. Las empresas no “suben los precios” para ganar más, sino para defender su patrimonio y con él, la posibilidad de seguir funcionando, generando bienes y manteniendo el empleo.

Luego, los trabajadores, que ante los precios más altos reclaman –con justicia- no ser los damnificados. Y piden aumentos. Aquí aparece la hipocresía del discurso oficial, que confluye con el de empresarios y sindicalistas cercanos al gobierno: “hay que poner techo a los salarios para no reciclar la inflación”. Argumento hipócrita, porque unos y otros saben que la inflación no es provocada por los aumentos salariales, que están siempre a la cola tratando de recuperar posiciones, sino por el desfalco originario del gobierno, que ni uno ni otro se atreve a condenar para no resultar políticamente incorrectos.

Siguen en la cola los empleados públicos, los jubilados y los pensionados. Y terminan los más débiles de todos, los cuentapropistas y desocupados, que no tienen siquiera a quién reclamarle.

El “paradigma oficial” del pensamiento económico no sólo del gobierno sino de muchos dirigentes políticos encuentra más simpático defender el gasto público sin respaldo que denunciar su profunda esencia reaccionaria, patrimonialista, antidemocrática y antiobrera. A algunos les resulta más cómodo atacar a los empresarios porque “suben los precios” y a otros, a los sindicatos porque “no limitan los pedidos salariales”. Ambos, liderados por el populismo gobernante, conforman la corporación de la decadencia, que ha logrado el milagro de haber convertido a la Argentina, país prometedor como pocos al iniciarse el siglo XX, en el ejemplo de todo lo que no hay que hacer para ser exitoso. Y a exhibir la dudosa cocarda de ser el país de peor desempeño económico social durante los últimos 100 años en todo el mundo, medido por la evolución de su PBI “per capita”.

La causa última de la inflación suele ser denunciada sólo por economistas más ortodoxos. Los demás también la conocen, pero no suelen hablar para no caer en la demonización cuyo alcance es potenciado por la mayoría del periodismo. Porque para esta última batalla, hay siempre una descalificación lista: “Son neoliberales, noventistas...”.

Los argentinos, entre tanto, mientras miran esta lucha de conceptos vacíos entre nuevos ecolásticos y gladiadores de la palabra, sufren el aumento de sus alimentos, su indumentaria, sus remedios, sus útiles escolares, sus tarifas de servicios privados y públicos... en la eterna ilusión de que el escenario, por un momento, se acuerde de sus dramas.


Ricardo Lafferriere

lunes, 6 de diciembre de 2010

Cláusula democrática e hipocresía en la Cumbre

A iniciativa de la Argentina, la Cumbre Iberoamericana acaba de incluir la cláusula democrática como condición de pertenencia y participación al grupo. Cualquier país que sufra una interrupción no democrática en su régimen de gobierno será automáticmente excluído del club hasta su normalización constitucional.

La obvia pregunta del periodista español al Canciller argentino lo sacó de sus casillas: “Pero... ¿y Cuba?...”

“Eso es una opinión, no una pregunta”, contestó molesto Héctor Timmerman, ignorando al preguntante y pasando de inmediato al siguiente interlocutor.

La Canciller española Trinidad Jiménez fue más diplomática. Es natural. Participa de un juego político donde las palabras valen y los relatos intentan mantener un mínimo de coherencia. Ignorar la pregunta de un hombre de prensa sería fatal de cara a la opinión pública española. Su respuesta, centrada en que en la convocatoria inicial a las Cumbres, hace dos décadas, no requería a los países convocados la vigencia democrática y que, en consecuencia, la cláusula valía para el futuro, fue tan endeble como la iniciativa argentina de su incorporación. La política del “puro relato”, tan efímera como la duración del discurso en el que se lo transmite, aunque util en la política criolla, puede generar más de un dolor de cabeza en un país en el que las dirigencias aún tratan de conservar sentido común y lealtad a sus dichos.

El enojo de Timmerman, hombre que viene del periodismo, resulta a todas luces injustisficado. Porque... ¿es que no se previó que la contradicción era tan evidente que resultaba imposible de evitar para cualquier hombre de prensa que se precie de su objetividad? Es más: ¿ya olvidó su dura condena al régimen cubano, antes de su entronización diplomática?

Es que dichos y hechos tienen como norma en nuestro país no marchar de la mano. Aún en el transcurso de un mismo discurso, la presidenta puede afirmar que no hay inflación y a la vez informar que se ha solicitado apoyo al FMI para ayudar a medir correctamente los “deslizamientos de precios”, o intentar mantener la confianza del “eje bolivariano” a la vez que le hace los mandados al “imperio” en Bolivia.

En unos casos, cinismo. En otros, hipocresía.

Poco favor se le hace a la recuperación del prestigio de la política con estos ejemplos patéticos de contradicciones cuya única coherencia es el favor del interlocutor y la búsqueda inconsistente de respaldos en grupos de opinión diferentes, para los que sin embargo está cada vez más claro que lo único que no deben esperar del neo-kirchnerismo de Cristina es la continuación de la ortodoxia de Néstor, es decir la corrupción y la mentira.

El discurso oficial hoy engaña a quienes desean ser engañados y reitera periódicamente imposturas internacionales toleradas por los demás en cuanto no afectan sus intereses más directos. La hipocresía diplomática, de la que Wikileak es sólo un muestrario, tolera las ocurrencias del gobierno argentino como las del carnicero Teodoro Obiang, el inefable Hugo Chávez y antes del gracioso Carlos Menem, el hermético Ernesto Fumimori o el inenarrable Abdalah Bucaram.

Lo que no significa que los tomen en serio.


Ricardo Lafferriere

lunes, 29 de noviembre de 2010

Las hilachas del Gran Hermano

“Ministerio de la Verdad” era el nombre que George Orwell asignaba en su novela “1984” al órgano del gobierno cuya función era manipular o destruir los documentos históricos con la finalidad de adecuar el conocimiento del pasado a las afirmaciones de régimen. Publicada en 1948, predecía para 1984 (inversión de los últimos dígitos del año de su publicación) la extensión a todo el mundo de los gobiernos totalitarios de moda en la época, terminando con las cuotas de libertad individual y subordinándolas a los supremos dictados del Poder.

Junto a los otros tres ministerios –del “amor”, que administraba castigos y torturas, de “la paz” que se aseguraba de tener siempre un enemigo externo para garantizar que el país se encuentre en paz consigo mismo y “de la abundancia” que regulaba la provisión de bienes para asegurar que no sobrepasaran los límite de la subsistencia- conformaban el gobierno del “Gran Hermano”, titular de la totalidad del poder y el conocimiento completo sobre los detalles más ínfimos de la vida de las personas, que le debían obediencia suprema.

Desde la publicación de la novela, el concepto del “Gran Hermano” planeó en el debate político del mundo occidental, tensionado por las sociedades totalitarias derrotadas en la Segunda Guerra, pero también por el ejemplo tenebroso de las dictaduras del “socialismo real”. Su sola mención erizaba la piel de las personas con vocación libertaria y autonómica, para las que la libertad era un concepto forjado durante siglos de lucha, muchas veces sangrienta, contra toda clase de poder político, religioso o económico. 1984 se convirtió en una fecha ícono, que a medida que se acercaba profundizaba el temor sobre su virtualidad ante los evidentes avances científicos y tecnológicos desatados en la segunda mitad del siglo XX.

Llegó 1984 con dos perfiles, a la vez coincidentes y divergentes con la vision orwelliana. Coincidentes, en cuanto las técnicas de vigilancia se expandieron desde lo más pequeño –con los controles de comunicaciones telefónicas, sensores de voz, cámaras ocultas, artefactos de seguimiento, “tags” de ubicación de diversas características y otros implementos similares- hasta lo más grande –gigantescas bases de información alimentadas por las redes de satélites de observación, organizaciones de espionaje actuantes por encima de las normas protectoras de los individuos, sistemas de control de desplazamientos personales, etc-. Pero también divergentes, en cuanto el poder, por primera vez en la historia, comenzaba a ser escrutado en sus pliegues más íntimos al compás del crecimiento de la interactividad de esos inmensos organismos de recolección y procesamiento de información. El Gran Hermano pugnaba por concretar la predicción de Orwell, pero la realidad, tenaz y obsesiva, seguía imaginando límites y las personas seguían defendiendo su privacidad y, en última instancia, su libertad.

Dos noticias de estos días muestran un saludable saldo hacia una sociedad mejor: en el plano internacional, la publicación de los secretos de la diplomacia de la principal potencia del mundo, penetrados por la inteligencia de un experto informático que consiguió la forma de organizar la recolección secreta de diversas fuentes, no ya de los chismes de alcoba, sino de las decisiones de paz y guerra, de alianzas y rivalidades, de desconfianzas y opiniones, de principal poder de mundo.

Y en el plano local, las informaciones obtenidas del disco rígido de las computadoras de un lobbysta de la corrupción genera un fenómeno similar. Por un lado, ha mostrado las hilachas de un poder asentado en los instintos más primitivos de los seres humanos: la codicia, el aprovechamiento del Estado para fines particulares, la corrupción ramplona, la mentira. Y por el otro, el poder ha quedado tan descolocado que no sólo ha silenciado las usinas intelectuales de “Carta Abierta”, normalmente con respuestas para todo, sino que hasta ha dejado sin habla a la señora presidenta, también experta en opinar sobre los temás más diversos.

Aunque a muchos nos gustaría que estos dos episodios significaran el derrumbe definitivo del Gran Hermano y su vocación totalitaria, está claro por lo pronto que sus miserias han quedado expuestas a la vista pública, a través de episodios cuyo saldo indudable será acrecentar el límite a los futuros desbordes de los circunstanciales administradores de los estamentos de gobierno y aumentar el poder de los ciudadanos.

El Gran Hermano se ha invertido. El “secreto”, componente fundamental del poder desde todos los tiempos, ya no es inviolable ni servirá para esconder chanchullos. El “panóptico” de Bentham y Foucault funciona también al revés. Gracias a la tecnología, la interactividad, las redes ubicuas y el protagonismo de las personas, no es sólo el poder el que vigila a los ciudadanos, sino que éstos pueden vigilar cada vez más al poder, sacando a la luz en el momento menos pensado sus bajezas más notables y provocando su deslegitimación moral al mostrarlo claramente alejado del “bien común”, argumento último de sus pretendidas facultades.


Ricardo Lafferriere

domingo, 21 de noviembre de 2010

Inflación y salarios

Cuando estalla la inflación, todo se desordena.

Desde esta columna, no coincidimos con aquellos que afirman que la inflación es causada por las subas salariales. Al contrario: los salarios son –en general- los últimos en actualizarse, en un proceso que se inicia por el desquicio de la administración pública, es seguido por el alza de los precios y recién en su última etapa se refleja en los salarios. Es conocida la frase que se atribuye a Perón: los precios suben por el ascensor y los salarios por la escalera. Lo que no decía Perón es que antes que los precios y mucho antes que los salarios está la falsificación de dinero que realiza el gobierno. El suyo fue el primero. Muchos otros lo siguieron, hasta hoy.

Por eso es que no nos sumamos a la demonización de las subas salariales que recuperen la capacidad de compra perdida por la pérdida de valor de la moneda. Estamos, en este sentido, en las antípodas de Cristina Kirchner, Hugo Moyano y la cúpula empresarial.

Sin embargo, el problema no es lineal. Efectivamente, el primero que da el paso al frente para apropiarse de ingresos ajenos, es el Gobierno, que reduce el valor de la moneda quedándose con parte de la misma y haciendo que cada peso en circulación sea más débil, es decir valga menos. ¿Cómo lo hace? De dos formas: repartiendo papeles pintados sin respaldo en forma de dinero, sea porque se apropió de las divisas que lo sostenían (llamadas Reservas del Banco Central) o porque fabricó nueva moneda y la gastó sin tomarse el trabajo de recaudarla antes. Si ésto lo hace un particular, sería robo o falsificación. Como lo hace el Gobierno, se llama inflación.

El reflejo inmediato ante este desfalco del Gobierno es que los precios aumentan. Aunque en realidad, no es que aumenten los precios, sino que como la moneda vale menos, es necesaria más cantidad para comprar las mismas cosas. Este fenómeno se produce a través de la suba de los precios nominales de los productos. Si no hicieran eso, las fábricas y negocios deberían cerrar, porque no podrían reponerlos. Entrarían en quiebra, con la consiguiente desocupación y crisis. La suba de los precios es, entonces, una medida defensiva destinada a sobrevivir, no a ganar más.

Y ante estas subas, los trabajadores reclaman, con justicia, aumentos de los salarios que les permitan comprar lo mismo que antes.

Por supuesto que siempre hay pícaros que siguen el ejemplo cínico del gobierno. Entre los empresarios, los que aprovechan para aumentar los precios más de lo que debieran. Y entre los trabajadores, los que en lugar de recuperar posiciones, reclaman aumentos desfasados con la inflación, que terminan –esos sí- haciendo subir más los precios y castigando a los consumidores.

Porque como todo se descalabra, quienes tienen mayor poder logran disminuir los daños. Los más débiles, son los que más pierden. En una punta, el Gobierno es el que tiene el mayor poder, y es el que gana más, desatando el proceso. Las empresas más grandes reaccionan más rápido y tratan de evitar las pérdidas moviendo sus precios. Los sindicatos más fuertes logran defenderse mejor y tienen mejores aumentos. Los que pierden son los empleados públicos, los docentes, policías, judiciales, militares y en mayor cantidad que cualquiera de ellos, los jubilados y pensionados. Por último, quienes no tienen trabajo estable ni formal ven reducir sus niveles de ingresos reales en forma dramática: no tienen ni siquiera a quién reclamarle.

Y queda hecha la cadena, que no es precisamente de la felicidad. El gobierno en una punta, apropiándose de una parte de la moneda de los argentinos y mirando para otro lado, haciéndose el distraído. Los jubilados, pensionados, desocupados y trabajadores informales en la otra, sufriendo la suba de los precios, de los salarios activos, y de sus gastos de supervivencia. La “ilusión de riqueza” de los aumentos cada vez más grandes y periódicos es inmediatamente seguida de la “desazón de pobreza”, al notar que a pesar de los aumentos, los salarios valen menos.

Quizás uno de los mayores daños que provoca la inflación es la sensación de inseguridad, nerviosismo y agresividad, que se traslada a cada ámbito de convivencia. Las imágenes de las calles tomadas por la violencia y la intemperancia son la patética muestra de hacia dónde nos lleva un gobierno sin conciencia de sus límites y de sus deberes.

Por eso decimos que la inflación es enemiga de una convivencia en paz, que es injusta y que no debe tolerarse que el gobierno la provoque por conveniencia, por malicia o para escudar su ineptitud. Y mucho menos, que pretenda que es buena, o que deba ser soportada por los asalariados limitando sus reclamos por debajo del deterioro sufrido por la moneda, contracara del aumento de precios que él mismo ha provocado.


Ricardo Lafferriere

domingo, 14 de noviembre de 2010

La Argentina y la crisis global

El fracaso de la reunión del G-20 en Seúl trae a la reflexión, una vez más, el cambio copernicano que se está produciendo en el mundo en los últimos lustros, que atraviesa todos los campos de la realidad –desde el económico hasta el político, desde el tecnológico hasta el ambiental-.

Ante este cambio, que como todos deja ganadores y perdedores, la acción virtuosa debiera comenzar con la observación y la reflexión para detectar sus características esenciales y la forma en que estas características afectan a las diferentes personas, países, empresas y regiones del mundo.

Eso se ha reflejado en el G-20. El ritmo desigual del cambio y la diferente ubicación relativa de los protagonistas hace que cada uno se queje según cómo la crisis se proyecte en sus intereses más directos y reclame medidas que focalicen sus propios problemas, más que el problema global.

Los norteamericanos, preocupados por su endeudamiento y su desequilibrio comercial, reclaman a China que deje flotar su moneda más libremente revalorizándola, en la esperanza de que los ayude a nivelar su comercio al no tener que competir con productos virtualmente sin costo salarial, como los fabricados en China. China, a su vez, alega que la crisis ha disminuido la demanda global –concentrada en los países desarrollados- y ello perjudica su economía, que está asentada en la exportación, sosteniendo que esa situación la coloca en la dinámica de una caldera a presión, debido a su gigantesca inequidad interna.

Europa, por su parte, pasada en gastos y con su competitividad adormecida por sus déficits, reclama austeridad a sus integrantes mostrando crudamente su agudo desequilibrio interno entre países “cuasi sub-desarrollados” con estados de bienestar más que generosos pero asentados en una base ficticia, frente a sus locomotoras desarrolladas –Alemania y Francia- que enfrentan dificultades para financiar sus gastos sociales y previsionales a pesar de su riqueza, y que son requeridos de ayuda para sociedades que trabajan menos y con menor calidad, en nombre de una relativa “solidaridad comunitaria” que sólo aparece cuando es necesario pedir ayuda.

Los reclamos de cada uno de ellos son diferentes, porque ven la crisis con sus respectivas anteojeras, y a las medidas que unos y otros deben tomar y toman en su plano interno, se agregan los pedidos de medidas de los demás: los norteamericanos, que China revalúe su moneda. Los chinos, que Estados Unidos reduzca su déficit. Los europeos desarrollados, que todos sean más austeros y los europeos más pobres, que los demás los ayuden con sus déficits públicos. Los países en desarrollo, que no se reduzca la demanda de los países centrales. Y todos, que se acuerden políticas “cooperativas”, pero sin comprometer acciones propias, lo que es un oximoron.

En ese maremagnum, reflejo de la economía globalizada sin remedio navega nuestra averiada nave nacional.

La Argentina es, quizás, uno de los únicos sino el único país beneficiario neto de esta crisis, cuya superación sólo requiere medidas internas sin depender de nadie. Pero, curiosamente, es también el único país del grupo de los 20 –donde ingresó, bueno es recordarlo para no sumarnos a la demonización infantil, por gestión del ex presidente Menem- que llega a las reuniones con la pretensión de dictar cátedra al estilo del maestro de Siruela “que no sabía leer, y puso escuela”...

El mundo hoy es informativamente plano. Todo se conoce. Desde la manipulación de las estadísticas hasta la apropiación de fondos ajenos. Desde la corrupción ramplona hasta la ausencia de debate parlamentario serio. Desde la desobediencia a las sentencias judiciales hasta el desborde inflacionario. Desde las complicidades delictivas hasta la creciente violencia cotidiana. Desde los grotescos papelones de Aerolíneas hasta la facilidad para el lavado de dinero ilegal. Todo.

Cada una de esas circunstancias, que son la verdadera cadena que nos lastra al pasado, podría ser soltada sin medidas adicionales que deba tomar Estados Unidos o China, Alemania, Brasil o Rusia. Bastaría con una conducción política madura, con un diálogo político interno serio que establezca consensos estratégicos, con un “ethos” político cooperativo iniciado por el encargado de liderar el funcionamiento político nacional, que es el gobierno y específicamente, la presidenta. Sin embargo, se persiste en apoyarse en las mafias narco-sindicales, en una política patrimonialista reducida a comprar o vender votos en el Congreso, en la deshumanización del adversario, en el sectarismo y en la negación de cualquier atisbo de debate plural.

Hace muchas décadas que la Argentina no tenía una situación internacional tan beneficiosa, sin haber hecho nada para merecerlo. Quizás la última vez fue cuando el medio siglo del apogeo, entre 1880 y 1930. Que estemos desperdiciando la oportunidad actual como lo estamos haciendo, nos hará ingresar en la historia como una de las generaciones más inútiles que le haya tocado al país en toda su vida independiente.

¿Es que nadie, en el “escenario”, puede tocar un campanazo que convoque al sentido común?


Ricardo Lafferriere

lunes, 8 de noviembre de 2010

Cristina, Fanon y los monos

El primer paso del terrorismo es la deshumanización del adversario, la negación de su condición humana y la atribución de condiciones animales o de características descalificadoras ajenas a un cambio de ideas articuladas y respetuosas.

Frank Fanon –y el propio Sartre- analizaron en su momento esta técnica, utilizada por los colonialistas en Africa y por los nazis en Europa. Perdida la condición humana, el trato al contrario queda liberado de la obligación de respeto, cualquiera sea su fuente - religiosa, filosófica o simplemente moral-.

Y a partir de allí, todos los caminos de lucha se abren. Las formas construidas por la humanidad para hacer posible las visiones diferentes y, a la vez, convivir –cuya elaboración más sofisticada es la democracia política- deja paso al “puro poder”, que termina definiendo el triunfo de una visión u otra con desconocimiento de las necesidades de acuerdo por la “otredad” que impone la convivencia.

Que esta actitud haya sido propia de los colonialistas tratando de “monos” a los trabajadores negros, o de los nazis tratando de “ratas” a los judíos es, a esta altura, una repugnante anécdota de la historia humana cuyas consecuencias fueron genocidios, masacres y ríos de sangre. Deja de ser sólo una anécdota cuando un presidente en ejercicio utiliza la animalización de sus adversarios en un acto político en el que la “corte” no sólo escucha, sino que aplaude, al igual que muchos de quienes asisten, frente a la pasmada plaza pública televisiva que amplifica el mensaje al infinito.

La “ejemplaridad del poder” toma aquí el peligroso papel del instigador, máxime al darse a pocos días del salvaje asesinato político de Mariano Ferreyra, realizado por sicarios sindicales del principal aliado del gobierno que ha sido confirmado como tal por la actual “juventud maravillosa” de La Cámpora y el propio Jefe de Gabinete; y el rápido contagio de estructuras de poder que, aunque surgidas en sus lejanos comienzos del propio pensamiento de izquierda, han olvidado hace tiempo lo mejor de la historia progresista –la tolerancia, la libertad, el pluralismo, el respeto por la opinión ajena, la celosa defensa de los derechos de las personas- y asumido lo peor del populismo –la violencia, el matonismo, la intolerancia, la descalificación del contrario y el vaciamiento de su condición humana-.

Las expresiones de Cristina Fernández la semana pasada al tratar de “loros” y “monos” a los opositores que no piensan como ella y no ven la realidad con sus anteojeras merecen un pedido de discupas inmediato y expreso en el parlamento, espacio democrático de la diversidad y la polémica. El silencio no hará otra cosa que admitir que, también para la oposición, todo está permitido. Que no hay límites.

Para los ciudadanos, sería repugnante.


Ricardo Lafferriere.