lunes, 21 de marzo de 2011

Khadafi y Cristina - III

El Canciller acaba de condenar la acción de las fuerzas de Naciones Unidas que están inutilizando las instalaciones y armamento utilizado por Khadafi para la criminal ofensiva llevada adelante contra los libios en las últimas semanas.

Sin embargo, había omitido cuidadosamente condenar las masacres del dictador, a las que en un baboso comunicado calificó de meras “diferencias”, a pesar de contarse los muertos por varios miles.

Símbolo patético de la hipocresía kirchnerista, el pronunciamiento de la cancillería se aleja de la política de defensa de derechos humanos que el país había inaugurado en 1983, con la vuelta a la democracia y la presidencia de Raúl Alfonsín.

Las informaciones internacionales de fuente independientes hablan ya de cerca de 10.000 muertos producidos por la sangrienta represión del gobierno de Khadafi ante las protesta opositoras, lo que diera origen a la crisis de su gobierno y el abandono de funcionarios claves que se sumaron a la protesta.

Las Naciones Unidas, a pedido de la Liga Árabe y con la participación de varios países de la región, respondió a un reclamo humanitario de toda la comunidad democrática del mundo haciendo lo único que puede hacer: neutralizas las bases represivas del dictador para evitar que siga bombardeando con armas de última generación a ciudades enteras.

En lugar de apoyar claramente la medida, nuestro gobierno prefirió el alineamiento seudoideológico que deja sin respuestas al clamor universal de detener la matanza. Se desinteresó de la suerte de los libios que reclamaban sus derechos, en una actitud que puede leerse como “dejemos que Khadafi siga matando gente, porque lo protege su soberanía”.

El mismo argumento que han usado y usan todas las dictaduras para evitar el reclamo por la vigencia de los derechos humanos, es el que invoca Timmerman que en un tema de esta dimensión no puede haberlo hecho sin la indicación expresa de la presidenta de la República, encargada de las Relaciones Exteriores del país.

No se trata aquí de apoyar intervenciones unilaterales de países poderosos con pobres naciones oprimidas, las que quien esto escribe sería el primero en condenar. Se trata de hacer eficaz un pronunciamiento de las Naciones Unidas que no ha tenido oposición –sólo abstenciones de algunos pocos- y que fuera requerido por países de la propia región. Invocar el principio de la “autodeterminación de los pueblos” para defender a Khadafi –que lleva más de cuatro décadas en el poder y ha cosechado una fortuna que se acerca a los cien mil millones de dólares- expresa un macabro cinismo.

Cierra así el círculo. Alineados con lo peor del mundo, aislados de la opinión democrática global, indiferente ante los crímenes de lesa humanidad, la conducción kirchnerista está llevando al país a uno de los momentos de mayor desprestigio internacional de su historia.

Como lo decíamos en una nota anterior: aunque esa posición nos compromete a todos, porque somos argentinos, desde la humilde situación de un ciudadano común dejo expresa constancia: No en mi nombre.


Ricardo Lafferriere

sábado, 5 de marzo de 2011

Khadafi y Cristina - II

Aunque toda guerra de agresión es criminal, no se trata de una guerra.

Aunque toda violencia política es repudiable, no se trata sólo de hechos cotidianos de violencia.

Miles de personas son masacradas por bombardeos del gobierno de su propio país, que nuevamente utiliza helicópteros artillados con la tecnología más avanzada y aviones de guerra bombardeando ciudades y civiles con saña y alevosía.

Lo que está haciendo Khadafi para conservar el poder con el que ha construido una fortuna de decenas de miles de millones de dólares deja sin calificativos, porque no existe en las lenguas civilizadas forma de describir semejante horror.

Los testimonios periodísticos y fotográficos no mienten. Calles sembradas de cadáveres, miembros de cuerpos -cabezas, brazos, piernas, dedos- desparramados tapizando plazas, humildes viviendas destrozadas por artillería de tanques de guerra, y un jefe de gobierno “revolucionario” afirmando voz en cuello que quien no lo ame no merece vivir.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial y salir a la luz los crímenes del nazismo, la humanidad comenzó a edificar el concepto de la universalidad de la vigencia de los derechos humanos como principio superior y prioritario a la propia soberanía nacional.

Los Juicios de Nüremberg dieron inicio a un proceso que está abriéndose paso inexorablemente con la instauración de tribunales permanentes, como la Corte Penal Internacional, que día a día se gana el respeto de la opinión pública mundial a pesar de la reticencia de algunos –como Estados Unidos y Cuba- en ratificar los instrumentos constitutivos.

La Argentina ha sido señera y constante en esa prédica, a través de todos sus gobiernos, no sólo porque está en el mandato fundacional de nuestra vida independiente, sino porque durante toda nuestra historia –aún la reciente- nuestro pueblo ha sufrido como pocos el salvajismo de las discrepancias trasladadas a la lucha violenta por cuestiones políticas.

El siencio, en este caso, está cargado de cinismo. Mucho más cuando ese silencio se escucha con la amplificación que otorga autodefinirse “defensor de los derechos humanos”.

Aunque nos gustaría escuchar un pronunciamiento de condena de los organismos de derechos humanos argentinos y especialmente de las Madres de Plaza de Mayo, que saben por haber sufrido en carne propia lo que es el dolor de tener hijos masacrados por la violencia política, es su decisión y en todo caso deberán convivir con su conciencia cada vez que escuchen, vean o lean lo que ha hecho Khadafi con su pueblo.

Pero lo que sí tenemos derecho a exigir, como ciudadanos de la Nación Argentina, es una terminante condena de nuestro gobierno ante este genocidio cínico, repugnante y violatorio no ya de normas expresas de los organismos internacionales de los que Libia es miembro –como las Naciones Unidas- sino del más elemental principio de respeto a la dignidad de la condición humana.

No interesa lo que hagan Chávez, Castro u Ortega, ni siquiera Lula o Rousseff. No pude pasar un día más sin que nuestro país se sume a quienes repudian sin matices y sin medias tintas este crimen contra la humanidad. No sólo está en juego el prestigio de nuestro país, sino la pérdida de autoridad moral para condenar en el futuro hechos similares, originados en otros actores, dentro o fuera del país.

Ricardo Lafferriere

.

jueves, 24 de febrero de 2011

Cristina y Khadafi

Avanzados y mortíferos helicópteros artillados de última generación ametrallaron desde el aire a miles de manifestantes desarmados contra la dictadura –que lleva ya cuarenta años- de Muhamar el Khadafi en Libia.

“Más de quinientos muertos”, dicen las noticias más prudentes. “Varios miles...” dicen voceros de los manifestantes. Pocas veces en la historia una represión política ha sido tan salvaje, inhumana, violenta, repugnante.

La presidenta Fernández de Kirchner, que hace poco tiempo visitara Libia, le expresó entonces a Khadafi su identificación personal: “Al igual que el líder de la nación libia, hemos sido militantes políticos desde muy jóvenes, hemos abrazado ideas y convicciones muy fuertes y con un sesgo fuertemente cuestionador del statu Quo”.

La antagónica diferencia sobre la democracia que mantenemos desde esta columna con la presidenta Fernández de Kirchner no puede llevarnos automáticamente a deducir que ella vea con simpatía la dureza de la represión –ésta sí, auténticamente genocida- de Khadafi contra su pueblo. De hecho, está claro que la violencia K ha sido, hasta ahora, encendida pero verbal.

Pero está claro que lo que sí ella está lejos de sentir es la indignación visceral que produce la masacre alevosa y criminal de la dictadura libia contra ciudadanos comunes.

Ese sentimiento queda patentizado con la babosa declaración de la Cancillería –impensable, en este caso, sin sus instrucciones previas- en la que considera a los acontecimientos de Libia apenas como un diferendo preocupante del que es deseable “la pronta solución pacífica dentro de un diálogo constructivo”.

Por la función desempeñada, la posición de la presidenta y la Cancillería es leída como la posición de la Nación Argentina. Nos incluye a todos.

Mientras se reúne el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y toda la opinión democrática y libre del mundo expresa su indignación sin matices, la Nación Argentina, que supo dar ejemplos en la lucha por los derechos humanos, disimula su punto de vista tras el vergonzoso apoyo a Khadafi de Chavez, de Ortega y de Castro.

“No en mi nombre”, dicen las pancartas que muchas veces levantan manifestantes en diversos lugares del mundo que protestan contra las patéticas actitudes de sus gobiernos. En este caso, con respeto pero con claridad, con la humildad de un simple ciudadano argentino sin poder alguno pero orgulloso de su condición de tal, en la seguridad de compartir el mismo sentimiento de indignación con muchos compatriotas, le digo a la Sra. Presidenta y a su ciber Canciller, “No en mi nombre”.


Ricardo Lafferriere

domingo, 13 de febrero de 2011

Venegas, Moyano y los privilegios corporativos

El tragicómico episodio de la detención del dirigente gremial peronista Gerónimo Venegas es un símbolo de la descomposición política e institucional que atraviesa el país.

Que un dirigente gremial sea detenido por instrucciones presidenciales dictadas a un Juez Federal es tan patético como que deba ser liberado por la presión corporativa de entidades tan sospechadas que es imposible no ver en esa presión una argucia defensiva ante posibles avances de investigaciones delictuales similares.

Nadie sabe si Venegas tiene o no relación con la causa de los medicamentos falsificados. Tampoco nadie lo sabrá, porque luego de la conmoción provocada por su detención difícilmente el Juez actuante siga adelante la investigación. Contra Venegas, y contra otros sindicalistas, que aprovecharon la situación para apurar una “solidaridad” con olor a autodefensa.

La descomposición sistémica tiene como base la desconfianza de la sociedad sobre todo lo que surja del gobierno, de los gremios, del periodismo y de la justicia. Esa desconfianza no nació sola, sino que fue sistemáticamente alimentada por actitudes de todos, no solo confundiendo sus roles sino utilizando sin reparo ni vergüenza cualquier atajo para crear, mantener y consolidar un entramado de complicidades propias del populismo corporativo que tiene al país como rehén.

Es que ante el general estado de sospecha, nada queda en pie. Los argentinos comunes, los que no tienen jueces amigos, no se relacionan con el oscuro juego de los intereses gremiales y sólo rozan las obras sociales cuando necesitan un servicio médico, ven azorados un pandemonio de líneas cruzadas, todas las cuales tienen en sus extremos encumbrados actores que sólo le generan desconfianza.

Es que todo es posible. Es posible que Venegas tenga alguna actuación delictiva similar a la de Zanola, dirigente gremial peronista detenido hace un año por falsificar medicamentos oncológicos, aplicarlos a enfermos atendidos en la Obra Social que dirigía y cobrarlos al gobierno como buenos, y también es posible que no.

Pero también es posible que el gobierno haya dado instrucciones al Juez Oyharbide –que por instrucciones oficiales procesó sin pruebas al Jefe de Gobierno de la Ciudad, rival político del kirchnerismo, y sobreseyera en tiempo récord y sin investigación el enriquecimiento abrupto de la pareja presidencial- para que proceda a la detención en razón de que Venegas está alineado políticamente con su rival Eduardo Duhalde, y también es posible que no.

Es posible entonces que la solidaridad corporativa sea una medida de autodefensa ante una injusta aplicación de la ley penal por fuera del procedimiento establecido, pero también es posible que sólo sea una movida francamente hipócrita destinada a frenar todas esas investigaciones y preparar una “solidaridad” similar, si la investigación prosigue.

En síntesis: Venegas puede ser culpable, pero no será investigado libremente por la justicia ante la presión de intereses que lo defienden –con sinceridad, con ingenuidad o con cinismo- y está aprovechando una victimización para evitar su enjuiciamiento. Sus propias declaraciones ("Moyano me visó que me iban a allanar el sindicato", “La justicia va por todo el movimiento obrero”) deja dibujada esta hipótesis. O puede ser inocente, y está sufriendo una persecusión contra la que cualquier argentino de bien debe solidarizarse.

Un Estado en el que la justicia penal se mueve según el impulso de los enemigos y los amigos de los imputados o sus rivales políticos, no es un Estado de derecho. Como tantas veces lo reiteramos desde esta columna, no es posible que el país, con ese Estado, avance en un camino serio de construcción y progreso.

La opción argentina, lo afirmamos una vez más, no tiene nada que ver con los sofisticados análisis de los ideólogos del “neoliberalismo” o las convicciones “nacionales y populares”, izquierdas o derechas, radicales o peronistas. Todo ese ruido oculta (sin querer, o a propósito) el verdadero problema argentino, tan alejado de esos preciosismos como que debe resolver antes el verdadero dilema, librar la gran batalla, resolver el principal desafío. O seguimos viviendo en el marco del populismo autoritario, corporativo y atravesado por complicidades vergonzantes, o construimos una democracia republicana, en el que los ciudadanos “libres e iguales” ante la ley vivan en el marco de las normas, iguales en sus derechos y libertades, y sujetos a la majestad de una justicia independiente.


Ricardo Lafferriere

sábado, 12 de febrero de 2011

¿Neoliberal frente a “nacional y popular”?

Muchas veces nos hemos referido, desde esta columna, a los problemas más importantes de la agenda argentina al iniciar su tercera centuria de vida independiente. Tratando de aportar a ese debate, hemos sostenido que el país se encuentra en un complicado momento de su historia en el que se superponen dos procesos: la necesidad de culminar la modernidad comenzada en 1810, al romper el régimen colonial y estamentario e iniciar la construcción de una sociedad democrática y libre, por un lado. Y por el otro la urgencia de encarar la agenda de la segunda modernidad, más fragmentada y con problemas surgidos de éxitos parciales de la modernidad que se abren en abanico desde el deterioro ambiental hasta la polarización social, desde la violencia cotidiana hasta las desigualdades de género.

En el desafío de determinar prioridades, pareciera claro que la urgencia mayor es la de terminar de establecer las reglas de juego de la convivencia, tanto en la calle como en la relación con el poder. Sin las vigencias de las reglas, cualquier tema de agenda puede resultar conmocionante. Por el contrario, con las reglas rigiendo, hasta los debates más fuertes y duros tendrán contención y formas de resolverse, sin generar conmociones sistémicas.

De ahí que el verdadero problema argentino hoy sea el que enfrenta a quienes desean funcionar bajo reglas –constitucionales, legales, convencionales- y quienes se ríen de las reglas porque prefieren el “puro poder”, aún a riesgo de llevar la vida del país a una movilización permanente y a implantar la ley de la selva en la que el más fuerte tenga más chances de imponer sus intereses frente a los más débiles –ancianos, niños, discapacitados, marginados, y en general, los más pobres- como puede verificarse comparando el salario promedio de los camioneros (10.000) con su similar de jubilados (1.100), o la tasa de ganancia de un empresario de obras públicas amigo del poder con el de cualquier empresario sin “contactos”...

Pareciera claro. Sin embargo, viejos ecos de los conflictos del siglo XX motorizados por visiones enfrentadas que nos llevaron a perder ocho décadas de historia parecen insistir en polarizar la sociedad tendiendo un velo pretendidamente “ideológico” que impide ver con claridad la esencia de los problemas de hoy. Si fuera una cuestión académica, tendría su lugar de debate en las cátedras. Pero no es así: no hay inocentes en este diseño, y la motorización de los falsos conflictos amenaza con hacernos perder, también, las primeras décadas del siglo XXI.

A medida que el proceso político se acerca a la definición presidencial –decisión mayor que articula el resto de los debates- se instala la sensación de que los principales actores van ubicándose en “la interna del modelo”... No del modelo kirchnerista, caricatura grotesca del “nacional-populismo” más sectario, sino al “modelo” como diseño del paradigma dominante desde 1930, que ha elaborado una estructura ideológica justificadora del estancamiento, la anomia, el autoritarismo, el desprecio por la ley y la justicia, el ataque larvado pero constante a la condición del ciudadano, en cuanto titular de derechos inalienables, la grotesca deformación demográfica, las complicidades corporativas, la política asentada en redes clientelistas construidas a costa del vaciamiento del país productivo y como frutilla del postre, la justificación de acuerdos opacos en nombre de un brumoso “interés general” pocas veces explicitado y nunca acreditado.

Quien esto escribe ha militado durante muchos años en política y en ese lapso ciertamente se ha equivocado y ha acertado, como muchos. Las turbulencias de los años 70 lo encontraron en las antípodas de los mercenarios de la muerte, de quienes llenaron las calles de sangre desatando con su provocación inmoral el período más cruel y salvaje de nuestra historia. No sostuvo jamás que “el poder nace del fusil”, o que “hay que provocar el golpe, para que las cosas estén más claras”, como proclamaban las formaciones armadas, peronistas y no peronistas. Junto a otros –entonces- jóvenes, levantó banderas de unidad nacional con el objetivo de instaurar una democracia sólida, que sirviera de marco para discutir las transformaciones de fondo que requería la Argentina, acercando posiciones de viejos rivales sobre cuya división habían cabalgado los grandes retrocesos.

Por supuesto que esos –entonces- jóvenes sentían la Nación en sus entrañas y los intereses de quienes menos tienen como fundamento de su ética política. Defendían a la Nación y al pueblo al que pertenecían. Pero jamás se sumaron a la visión autoritaria del “nacional-populismo” cercano en sus métodos a los fascismos y las dictaduras. Y vieron al radicalismo, en cuanto plural e internamente tolerante, como el renovado instrumento para liderar este proceso de restauración democrática, que se desató con el oportuno liderazgo de Raúl Alfonsín.

Sin sectarismos: basta con observar la composición de los votos del Colegio Electoral que eligió presidente a Alfonsín en 1983. Electores radicales, partidos provinciales, liberales y conservadores, ex radicales y hasta algunos peronistas que querían abrir una puerta al futuro.

Y alcanza con leer el discurso de toma de posesión del primer presidente democrático. El sueño de un país cordializado y de una democracia consolidada pasaba por encima de las viejas consignas, convocando no sólo a propios sino fundamentalmente a extraños, como lo había hecho en la campaña electoral. No había intenciones de avasallar las convicciones ideológicas de quien pensara diferente, refregándole en la cara su visión distinta. Al contrario, la mayor disposición era a escuchar, en la conciencia de que aún en los rivales más duros hay porciones de verdad que pueden aportar soluciones creativas.

El intento de 1983 fue quizás el esfuerzo más cercano en el tiempo de culminar con el programa moderno. A partir de allí, nos fuimos deslizando en la recreación de las viejas polarizaciones, hasta que la magnificación del grotesco se instaló en el 2003 con la llegada de la antigualla K. La que no ha fracasado en su intento de volver la historia atrás, al punto de haber logrado que gran parte de la oposición razone con sus mismas herramientas argumentales, aún al precio de seguir condenando al país al estancamiento.

La Argentina del futuro, sin embargo, vive, trabaja, sueña y crea. Pero se siente cada vez más alejada de la política, que no termina de entender lo que pasa en el país y en el mundo y que más bien da la sensación de aferrarse al minué de las “nomenclaturas”, bailado al compás de variados inventos instrumentales -desde colectoras truchas hasta internas de juguete o manipulación de los calendarios electorales- mientras los problemas reales de los argentinos reales brillan por su ausencia. Hay entre varios de ellos una coincidencia, que no es virtuosa: bordear la ley buscando el mejor atajo de cada uno para llegar al poder. Sin plataformas, sin propuestas.

Como en 1983, el gran dilema de hoy no es ser “nacional y popular” o “neoliberal”. Al contrario, es “democracia republicana o autoritarismo populista”. En lo personal, el autor se define como ciudadano de la democracia. Para lograrla, el camino sigue siendo el mismo: “dejar de lado las cuestiones más sofisticadas de las ideologías de cada uno” y dedicarse a construirla, defenderla, profundizarla. Y en eso se siente aliado de todos los que crean en la democracia, sean de izquierda o de derecha, sean progresistas o conservadores, sean liberales o estatistas. A condición de que asuman que el poder no les pertenece, que sólo se justifica si se ejerce en representación de los ciudadanos –que son sus dueños-, que ninguna corporación, ni empresarial, ni política, ni gremial, tiene privilegios de cara a los ciudadanos de a pie, cuyos derechos no son un bien mostrenco que se puede confiscar, negar, apropiar o matar, sino justamente la razón de ser del sistema político, basado en la Constitución y las leyes, para lograr una convivencia en paz que nos permita ser mejores.

Ricardo Lafferriere

lunes, 24 de enero de 2011

Año de definiciones

Un año electoral es un año de definiciones.

Aunque todos los días los ciudadanos construyen su país con su trabajo, su opinión, sus estudios, sus investigaciones, su creación cultural e incluso su influencia en la política, es en la definición de su gobierno cuando elige el rumbo del mediano plazo, el que en última instancia enmarcará el resto del funcionamiento político y social en los años inmediatos.

En ese sentido, un año electoral debe ser por definición polémico. Debe enfrentar proyectos, opiniones y propuestas que las fuerzas políticas y los candidatos formulen los ciudadanos para su evaluación. Requiere debate, fuerte, denso, sustantivo.

Desde esta columna hemos presentado reiteradas veces nuestra visión sobre las alternativas posibles para el país, que en el fondo y como aproximación didáctica podemos definir en dos grandes opciones: un país “de retaguardia”, cerrado y mediocre, que trata de reconstruir un tiempo que pasó sin levantar la mirada, nacionalista fuera de época, aislado del mundo y coto de caza de corporaciones –sindicales, empresarias, políticas-; o un país “de vanguardia”, abierto y pujante, que decide la construcción de su futuro con vocación cosmopolita, decidido a enfrentar la agenda del siglo XXI con vocación de éxito a fin de lograr una convivencia madura y equitativa, sumado al tren del futuro en una imbricación virtuosa con el mundo.

El primer camino significa marchar a contramano, insistiendo en todos los fracasos, desde la violación de los derechos de las personas hasta la justificación seudoideológica de un Estado irracional, desde la subordinación de las “declaraciones, derechos y garantías” de los ciudadanos a un difuso “interés general” definido por una camarilla en el poder, desde la transferencia de riquezas al margen de los procedimientos democráticos y constitucionales hasta la justificación de la confiscación por cualquier causa, desde el aislamiento internacional hasta el vaciamiento del federalismo.

La consecuencia de persistir en este rumbo está a la vista: un país deformado hasta el ridículo concentrando en su área metropolitana (4000 kms 2) 14 millones de habitantes a una densidad de 3500 habitantes por km2, mientras ocupa el resto de su inmenso territorio continental (2.800.000 kms2) con apenas 10 habitantes por km2. Un país que en los mejores años de su historia económica ha reforzado su inequidad social con una pobreza que alcanza a más de un tercio de su población, que de ser señero en educación y ciencia ha pasado a revistar entre los últimos del continente en calidad educativa pública, que ha incrementado su inseguridad ciudadana al compás de la complicidad oficial con el narcotráfico y que vive de liquidar su capital –como ahorros previsionales, reservas de divisas y capacidad de endeudamiento- mientras no es capaz de formular acuerdos nacionales estratégicos de cara a sus próximos años.

El otro rumbo está disponible, pero un inexplicable bloqueo intelectual no sólo de la mayoría dirigencial sino del telón de fondo cultural de la mayoría del sistema comunicacional –aún el opositor- lo hace inabordable. Es comprensible. Todos en la Argentina nos formamos en un mapa conceptual propio del “primer camino”. En todo caso la pregunta es si eso justifica poner un pulmotor en conceptos quizás válidos para otros tiempos, con otro mundo, otra agenda y otro país, y si justifica la pereza intelectual de ignorar la agenda de hoy y de mañana, en lugar de repetir propuestas formuladas para otros problemas.

La Argentina podría convertirse en diez años en un país que hoy no nos atreveríamos a imaginar: equilibrado y plural, democrático y equitativo, abierto y solidario. Respetuoso de su inteligencia y de su creación en libertad. Descentralizado y con cada lugar de su territorio incorporado a lo mejor del confort, seguridad y avances tecnológicos. No nos llevaría más que una década volver a vernos, junto a Chile y Uruguay, y en palabras de Belisario Roldán hace un siglo, como “el contrapeso meridional del Continente”.

¿Cómo no lamentarse, entonces, que ante esa perspectiva se escuche sin embargo, en un año de definiciones estratégicas, centrar el debate en temas como la persistencia del Fútbol para Todos, en el mantenimiento de un subsidio inmoral a una línea aérea convertida en coto de caza de sindicalistas, proveedores y acreedores con fondos malversados del sistema previsional, o en la ilusoria reconstrucción de un sistema jubilatorio posible en los años de auge del industrialismo pero inconsistente con la realidad económica del nuevo paradigma económico global?

El dilema no es de “izquierdas o derechas”. Lo prueban Fernando Henrique Cardoso, Lula, Ricardo Lagos, Bachelet, Tabaré Vázquez, Mujica, Dilma Ruseff, salvo que alcancemos con el apelativo de “neoliberales” a estos dirigentes que han sido capaces de conducir sus países atravesando la crisis del cambio de siglo y el auge de los años siguientes con vocación democrática con una solidez institucional creciente y sin “estados de excepción”, “facultades extraordinarias” ni medidas especiales que ignoren el debate parlamentario o los derechos políticos, económicos o sociales de sus ciudadanos.

Y el propio Alfonsín. ¿O es que acaso olvidamos las críticas salvajes al Plan Houston, a las propuestas de incorporación de capital privado a la ex ENTEL, a la asociación de Aerolíneas con SAS y otras sensatas propuestas modernizadoras saboteadas en el Congreso y en la calle por las mismas voces trogloditas que luego apoyaron el remate indiscriminado del capital público en los 90?

Los partidos y los candidatos, para recuperar credibilidad y respetabilidad ciudadana, deberían hoy hablar claro en sus propuestas, con nitidez y honestidad intelectual y política. Nuestro pueblo, que no es necio, elegirá lo que le parezca más adecuado. No es una buena práctica construir los discursos sobre las presiones corporativas o apelando a sentidas emotividades. Los argentinos quieren –queremos- escuchar ideas sobre nuestros problemas de hoy y los años que vienen. Es el requisito ineludible de una democracia exitosa.

Ricardo Lafferriere

El año del gran debate

El proceso electoral parece estar lanzándose, con sus protagonistas elevando la exposición de sus mensajes y comenzando a definir sus propuestas básicas para los años próximos.

Lamentablemente, las primeras voces no parecen prometedoras. La invocación a la nostalgia o la corrección de la megacorrupción como nodos centrales, aún con sus valías, son insuficientes para crear en la imaginación de la Nación una imagen más o menos clara sobre el puerto de destino que se le ofrece. Las opciones parecen más bien grises, sin atreverse soltar amarras ni siquiera en lo propositivo, de la esperpéntica agenda impulsada desde el poder en estos años.

No se construirá una alternativa entusiasmante pasando a un segundo plano las definiciones programáticas, ni organizando internas de juguete, ni ofreciendo a la sociedad un camino que, aunque emprolije los métodos, no alterará sustancialmente el rumbo kirchnerista.

La Argentina necesita sentirse convocada a un esfuerzo creíble, atractivo, motivador. Debe incluir a todos los compatriotas recuperando la autoestima nacional luego de este nuevo amague frustrado que significó la propuesta K, pero ello no significa que los argentinos aceptarán cualquier retorno a visiones que ignoren su agenda de hoy e insistan en soluciones a problemas que no son los actuales. Y debe sentir que el respeto a las reglas de juego será un piso tan sólido que habrá de someter a su vigencia a cualquier tipo de poder corporativo, social o extrainstitucional que lo desafíe.

Las sociedades exitosas, en el mundo y en el plano regional, por encima de contar con el difuso telón de fondo de la ideología de sus dirigencias, han encarado la articulación de sus esfuerzos con la marcha de la nueva etapa global, caracterizada por el exponencial avance científico técnico, la utilización de la dimensión gigantesca del mercado mundial y la creciente adopción del estado de derecho con la viga maestra de los derechos humanos, los que hasta China se ve obligada a reconocer como un objetivo legítimo.

Para lograrlo, han sido capaces de concertar acuerdos estratégicos que incluyen el amplio consenso de sus élites, desterrando la intolerancia recíproca y sabiendo priorizar aquellos puntos que concitan coincidencias. No ha cambiado mucho el rumbo de Brasil desde Fernando Henrique Cardoso hasta Lula o Russef, ni tampoco Chile desde la Concertación a Piñera y me atrevería a decir que tampoco cambió el Uruguay en forma rotunda desde Jorge Batlle hasta Mujica. Por supuesto que varía el acento en determinadas miradas y que no puede decirse que sean exactamente lo mismo, pero es indiscutible que lo que sí es igual es la forma de imaginar el aprovechamiento en sus respectivos países de la nueva etapa global, apoyada en un “ethos” político maduro, tolerante y reflexivo.

El nuevo período seguramente tomará algunos saldos exitosos aún del propio kirchnerismo. Parece sensato reconocer que su gestión en el área de la ciencia y la tecnología ha sido de lo mejor en las últimas décadas. Sin embargo, el resultado global es fuertemente negativo. Lo peor no es eso, sino que es de varios de estos aspectos negativos que parecen heredar su discurso algunos relatos opositores.

El tema de las retenciones agropecuarias es un ejemplo. La afirmación de la “inexorabilidad” de las retenciones esconde en el mejor de los casos, una ingenuidad peligrosa y en el peor, un cinismo inaceptable. Sin respetar los derechos de las personas –entre las cuales, la de disponer del producido de su trabajo o inversión tiene una protección constitucional central- será imposible relanzar el proceso de inversión.

La continuidad de las retenciones implica la continuación de la concentración macrocefálica, de la explotación de los esfuerzos productivos de las provincias para financiar redes clientelistas – mafiosas del conurbano y el reconocimiento de la impotencia nacional para financiar su propio desarrollo. Es más: significa que continuará la invocación del fantasmagórico “interés general” como justificación del avasallamiento de los derechos constitucionales de los ciudadanos. Las retenciones, que son un robo convertido “de facto” en institución del Estado, deben ser reemplazadas –aunque sea en forma progresiva pero inexorable- por un moderno y elaborado impuesto a las ganancias, progresivo, coparticipable y enmarcado en el sistema impositivo nacional.

Pero lo peor es que tras ese discurso aparentemente progresista (justificando las retenciones por la necesidad del gasto social) se esconde la impotencia para proponer un camino de desarrollo apoyado en la educación, la reconversión productiva de los compatriotas marginados y la reforma del Estado terminando con los innumerables mecanismos de apropiación de ingresos y de transferencia a empresarios amigos a cambio de migajas dejadas en el camino a quienes desde el poder les abren esas posibilidades.

Ignorar el problema de los servicios públicos escudándolo en visiones ideológicas es una falencia parecida. La falta de agua potable y cloacas, el infierno del transporte público, la obsolescencia energética y el mantenimiento de subsidios esquizofrénicos –como el de la línea aérea estatal, y las transmisiones de partidos de fútbol por TV- atacan el sentido común, al coexistir con el mayor índice de pobreza y polarización social en muchas décadas, salvo el pico coyuntural de la crisis del 2002.

Escuchar a los candidatos justificar la dilapidación de más de dos millones de dólares por día (doscientas viviendas por día, o comida diaria para doscientas mil personas...) por no animarse a enfrentar a los intereses corporativos de gremios y proveedores, o el mantenimiento de los 50.000 millones de pesos anuales de subsidios a empresas de servicios, claramente significa la resignación del crecimiento al anular toda capacidad de inversión reproductiva.

Ello no significa olvidar el problema social, sino incluirlo en un abanico de desafíos que, sin dogmatismos ni ideologismos, articule el crecimiento pujante y vigoroso, con la participación de todos en ese proceso mediante adecuadas políticas públicas de respeto a los derechos inversores, la estricta fiscalización impositiva debatida previamente en el Congreso, la distribución de los recursos públicos entre las jurisdicciones nacional, provinciales y municipales y el respeto impecable a la independencia de la justicia y el estado de derecho.

Eso están esperando los ciudadanos, para volver a sentirse integrantes de una Nación y no simples objetos de discursos de marketing. Esa es, por otra parte, la tarea y la justificación de la actividad política, cuya legitimidad se funda en el reconocimiento de la soberanía de los ciudadanos –no de los partidos, ni de los sindicatos, ni siquiera del Estado- como últimos depositarios de su libertad y titulares finales de cualquier acción pública.

Ricardo Lafferriere