viernes, 21 de septiembre de 2012

Miedo y Gobierno



                Dos peligrosos pronunciamientos en el máximo nivel del Estado han ocupado la atención y los comentarios políticos la semana que pasó. Ambos han recurrido, en forma directa o indirecta, a un viejo mecanismo autoritario para el ejercicio del poder: la siembra de temor.

                Mediante el primero de ellos, se ha exhortado a los argentinos a tenerle a la presidenta de la Nación “un poquito de miedo”. La exhortación-amenaza fue proferida por la propia presidenta, en una pieza oratoria en la que, además de los ya corrientes ataques a la prensa que no causan efecto alguno por las callosidades mentales que han generado en la población, ha concentrado las municiones verbales en “los que viajan”, en los empresarios y en sus propios funcionarios. Todos ellos debieran, en palabras de la presidenta, “tenerle miedo a Dios, y un poquito a mí”.

                La presidenta ha olvidado que en un estado de derecho, a quien hay que temer es a la ley. En un estado autoritario, la ley es reemplazada por la voluntad discrecionalidad del funcionario. En nuestro caso, la transición desde el estado de derecho que comenzamos a edificar con el liderazgo de Alfonsín en 1983 y empezó su deterioro en el 2002 está terminando de desarticularse con la gestión de Cristina Kirchner en estos días.

El Estado autoritario está caracterizado por el vaciamiento institucional y la concentración del poder, en forma cada vez más autocrática, en la persona de la presidenta de la Nación. Los organismos del Estado dejan de cumplir su misión específica –educar a los niños, aislar a los delincuentes, recaudar impuestos, discutir asignación de recursos- para convertirse en herramientas discrecionales del uso del poder.

Estas violaciones normativas no están motivadas por la construcción de una sociedad más equitativa, como –equivocada pero comprensiblemente- sostenía la vieja izquierda cuando justificaba las violaciones de derechos y garantías de las personas con las “dictaduras proletarias”. 

En nuestro caso, la concentración de poder se asemeja mucho más a las dictaduras bananeras, en las que tiranuelos corruptos con poco de proletarios aislaban a sus países del mundo para convertirlos en cotos de caza en los que sus patrimonios crecían sin límites con la contracara del estancamiento y el atraso de sus pueblos. No hay en la axiología ni en los objetivos oficialistas razones éticas de ninguna naturaleza que justifiquen semejante violación a las libertades de los ciudadanos.

El segundo pronunciamiento pertenece a una figura rutilante del entorno presidencial, vergonzosamente calificada en la tapa de la revista “Veja” en el Brasil como el “Ministro Kicilove”. Sin empacho ni vergüenza se refirió a un conocido y prestigioso empresario argentino con la misma autosuficiencia de la Jefa del Estado: “deberíamos fundirlo”, dijo, como si entre sus facultades naturales estuviera decidir la vida o la muerte económica de las personas o las empresas. 

El empresario había declarado que desde 2008 la Argentina había perdido competitividad, lo que no es ningún descubrimiento: nueve puestos por debajo que en la anterior medición del Foro Económico Mundial, superada por todo el entorno regional y latinoamericano y compartiendo un devaluado prestigio con Namibia, Mongolia y Grecia. Pero aunque sea cierto, para la visión oficial no debe decirse, al igual que la inflación, la fuga de divisas o los desequilibrios emocionales de la presidenta.

 Y en realidad, aunque “fundir” a una persona no está entre las facultades naturales o institucionales de un funcionario, sí lo está entre sus facultades fácticas. De hecho, hemos llegado a una situación en que un funcionario puede decretar el fin de su vida económica, como ha hecho con miles de empresas agropecuarias, con tamberos, empresas inmobiliarias, inversores, empresas cambiarias, sus dueños y trabajadores. No ya como resultado de políticas equivocadas, sino por la puntual, discrecional y perversa decisión de la autoridad política.

La política del miedo, que impulsa el gobierno con sus herramientas de fiscalización utilizadas para represaliar opiniones diferentes, no sólo es inconstitucional: es miserable. No tiene respetabilidad ni justificación. Es inmoral en el fondo y en la forma. Y para quienes se sienten indemnes ante los juicios morales, es bueno recordarles que tampoco tiene fundamentos políticos, constitucionales o legales.

La justicia, tendiendo a adocenarse definitivamente, no termina de advertir el daño que su demora o su evasión de responsabilidades genera no sólo para el presente, sino para el futuro. Sin su decisión justa y oportuna poniendo límites al poder, no sólo afecta los derechos de las personas que viven hoy en el país, sino que notifica a quienes puedan pensar invertir en el futuro que las normas en la Argentina rigen –o no…- según la duración del gobierno de turno.

Lo que están haciendo –oficialismo y jueces- bordea –y “bardea”- el estado de derecho. Sólo se justifica en el marco de la construcción de un país totalitario, con ciudadanos convertidos en súbditos aprisionados por las fronteras –económicas, políticas, aduaneras- del país.

Los argentinos ya aprendieron en suficientes lecciones sufridas en carne viva que el miedo no tiene cabida en sus valores cívicos y se han sacado de encima aprendices de dictadores peores que éstos. La inédita multiplicación espontánea de invitaciones por Internet a las marchas del próximo jueves “por la libertad y la Constitución”, en muchos lugares del país, muestran esta saludable reacción.

Por el bien del país, de nuestro pueblo y del propio oficialismo, sería bueno que los jueces vuelvan a la sana práctica de convertir a la Constitución y la ley en lo único temible. Y que los funcionarios se dediquen, en el marco de ese estado de derecho, a hacer aquello para lo que se les paga y que en este último tiempo deja mucho que desear: gobernar.

Ricardo Lafferriere

Un hito



                Un cuarto de millón de personas, autoconvocadas.

                Cierto es que muchas de ellas se agrupan en páginas de Facebook. También que son instadas por amigos o vínculos gestados en las redes sociales. Pero no hubo ningún partido político, organización sindical, o factor de poder importante que hubiera fogoneado –o meramente tomado en serio- la movilización de ayer, antes de su realización.

                Un cuarto de millón de personas, autoconvocadas. Quienes pudimos observar de cerca la gigantesca concentración capitalina no dejamos de asombrarnos por la pacífica alegría de los participantes, de los que no salió un solo agravio personal a la figura presidencial. Obviamente, sí, fuerte discrepancias con sus políticas, especialmente las centradas en las que limitan la libertad ciudadana por vías arbitrarias o autoritarias.

                La mayoría de los improvisados carteles portados por los manifestantes reclamaban “No a la reforma constitucional”, “no tenemos miedo”, “no a la Re-re-elección” y “Por la vigencia de la Constitución Nacional”. Quienes asistieron respondieron con nobleza a los ejes de la convocatoria lanzada por diferentes compatriotas en las redes, apenas quince días atrás: Por la libertad y la Constitución Nacional.

                Esas personas conformaron por unas horas lo mejor del pueblo argentino. Superaron el miedo, se expresaron libremente –aún con la sospecha de que algún grupo oficialista intemperante pudiera provocar episodios lamentables-, y con todos sus matices llenaron la histórica plaza, provocando un fuerte campanazo de atención que, aunque no lo confiese, seguramente será leído atentamente por la presidenta y su equipo.

                Un hito, porque hay un antes y un después. Por lo pronto, el miedo se ha disipado. Los argentinos que conforman la base de la “oposición” –o de las oposiciones- demostraron que pueden convivir a pesar de sus enfoques diferentes, que es lo mismo que decir que pueden convivir en democracia. Lo han hecho en la calle, en conversaciones mano a mano, que hubieran podido estar cargadas de tensión y sin embargo rebosaban alegría y optimismo.

La gran incógnita es por qué esa misma convivencia no puede expresarse en las conducciones de las fuerzas no oficialistas, articulando iniciativas comunes, esforzándose en construir una alternativa de gobierno que comience con el trabajo legislativo conjunto, por qué no son capaces de armar un “contenedor opositor” en el que se discutan y acuerden desde las pautas programáticas para un período de gobierno de recuperación institucional, hasta las elecciones internas abiertas en todos los niveles, a fin de concentrar las fuerzas no oficialistas para detener el intento continuista, pero más que ello para detener el gigantesco deterioro institucional a que está siendo sometida la democracia argentina.

Desde esta columna especial no podemos dejar de felicitar a dos sectores que marcaron su presencia con una mayoría abrumadora: los jóvenes y las mujeres. Fueron el corazón de la marcha. También quienes la potenciaron multiplicando las invitaciones, convenciendo a los dudosos, entusiasmando a sus padres y abuelos –que también los había, con ejemplos emocionantes superando limitaciones físicas compensadas con el entusiasmo – y persuadiendo a sus amigos, escribiendo afiches sostenidos con tenacidad, y pancartas expresando los pedidos.

Ha sido curiosa la actitud de las fuerzas políticas. Algunos dirigentes importantes –los menos y más lúcidos- jugaron su prestigio apoyando la realización de la marcha antes que se produjera. Otros esperaron prudentemente su resultado, para montarse en la ola. Incluso hubo los que generaron fuertes dudas inducidas en sus propios cuadros, poniendo en sospecha la limpieza de la convocatoria, y después aparecieron saludándola ante su rotundo éxito. Y también –los menos- que prefirieron gastar su tiempo en elucubraciones de café buscando con lupa adherentes con cuya historia discrepara, para justificar culposamente su ausencia.

Lo cierto es que en el “después”, muchos más se animarán y otros advertirán su error con futuras conductas que apuntarán a enmendarlo e interpretar mejor el estado de ánimo de los ciudadanos.

En él, sin dudas la gravedad de la situación económica incide. Sin embargo, la ausencia de consignas económicas fue notable. No se vio ni un solo cartel reclamando por el dólar, la inflación o la creciente desocupación. La sensación es que todos entendían que esos problemas –y muchos otros, como la seguridad que sí se mencionaba en algunos, el deterioro educativo y la exclusión social- tienen una sola forma de enfrentarse: con una democracia más perfecta, con una república funcionando, con una Constitución respetada. Construyendo ciudadanía, en lugar de clientelismo.

Un antes y un después. El antes que parecía caer en el miedo difuso impregnando la vida cotidiana y confundiendo a las dirigencias no oficialistas, se ha trocado en un después en el que el camino de libertad ha recibido un gran impulso refrescando las mentes calenturientas para las que sólo cabía interpretar todo tras los lentes de un pretendido ideologismo que atrasa medio siglo.

El antes, de la gente oscilando entre el miedo y la indignación y la dirigencia debatiendo en mesas de café la “pureza ideológica” de las posibles alianzas, ha quedado atrás y atrás quedarán quienes no entiendan las características de la etapa que se abre. Una etapa en la que no tendrá cabida el miedo, ni la indignación, ni la intemperancia ideológica, enorme impostura que permite avanzar a quienes no respetan, ni quieren ni cuidan a la democracia como sistema político.

Una etapa en la que un pueblo libre, con dirigentes lúcidos de vocación patriótica, retomará la tarea que recomenzó en 1983 para proseguir la construcción, eterna e inconclusa, de una sociedad cada día mejor.

Ricardo Lafferriere

sábado, 29 de octubre de 2011


La Argentina en la tormenta del mundo

No hace mucho –apenas un par de semanas- analizábamos en esta columna la enorme diferencia de dimensiones entre la economía real, la que efectivamente produce bienes y servicios utilizados por las personas, con la capitalización bursátil en todo el mundo.

Para tener un número de partida destacamos los 240 billones de dólares de capitalización bursátil con los 60 billones a que alcanza el Producto Bruto Global de todo el planeta en un año. Pero en realidad esa comparación oculta una circunstancia aún más dramática: mientras que para producir esos 60 billones el mundo necesita un año –de inversión, trabajo, comercio, creación, intercambio, gestión pública-, la capitalización bursátil gira en tiempo real, no ya en meses o semanas, sino en días y aún hasta en horas, minutos y segundos.

En otros tiempos esa relación era aproximadamente de uno a uno, y el movimiento de capitales no se asentaba aún en la revolución de las comunicaciones, la informática y la libertad de desplazamiento financiero, o sea, en el “tiempo real”.

En épocas de estabilidad este desfasaje temporal no es tan trascendente. Pero en tiempos de crisis, sus consecuencias son graves.

La semana que corrió entre el 23 y el 28 de octubre de 2011 mostró –una vez más- otro ejemplo. El avance de las conversaciones en Europa para sostener a Grecia y al Euro con aportes públicos y semi-públicos de alrededor de un billón de dólares –que pagarán los ciudadanos, a través de los presupuestos públicos, vía sus impuestos- hicieron “subir” las bolsas en Europa en un promedio del 3,2 % con alzas puntuales del 8,9 % en el índice bancario y alzas puntuales que superaron el 20 % en bancos franceses. En Wall Street la suba del Down Jones se acercó al 3 %, en Tokio subió el 2 % y en Hong Kong superó el 3 %. El promedio de capitalización bursátil  fue del 3 %, lo que implica que a raíz de una medida aún no tomada y cuyo valor es de un billón de dólares, la “riqueza” bursátil aumentó en 7,2 billones de dólares.

El ajuste europeo retirará, vía impuestos y ahorros en otros rubros, un billón de dólares de los bolsillos de la gente, haciendo crecer la desocupación, diluir los salarios, desmejorar la seguridad, desatender la salud, deteriorar la educación.

A cambio, los operadores bursátiles serán 7,2 billones más ricos, sólo manejando imágenes comunicacionales, porque nada ha sido decidido.

Los diarios del sábado ya anunciaban que “los operadores comenzaban a sentirse decepcionados” por el mecanismo aún no establecido. Se anunciaba para esta semana una nueva caída de las bolsas. Obviamente, “tomarán ganancias”. Y recomenzará el juego de imágenes comunicacionales moviendo el “sube y baja”, presionando más a los Estados para que el ajuste sea más grande, porque “como está no alcanza”. La rueda seguirá girando, empobreciendo a unos, concentrando riqueza en otros.

La solución –lo hemos dicho en esta columna- no es económica, sino política. Son los gobiernos, en ejercicio de su autoridad, los que deben establecer urgentes normas que limiten, contengan y reglamenten el juego financiero global, aislando a los paraísos fiscales –verdaderas bases de operaciones extraterritoriales del terrorismo económico- y dictando normas que disciplinen los movimientos de capitales a la autoridad de las instituciones globales que se establezcan por parte de los gobiernos.

El camino elegido hasta ahora los entierra más, porque los endeuda más y los hace más vulnerables y dependientes de aquéllos a quienes tendrían que reglamentar. Y como el entramado es global, no hay chance alguna que las medidas se tomen en forma aislada.

Si no lo hacen, no habrá solución. Lo sabemos de sobra en la Argentina, donde la fiesta de los años 90 terminó generando una inexorable caída que nadie estaba en condiciones de evitar, aunque las pequeñeces de la política criolla hayan cerrado luego la evaluación concentrando las culpas, como en la leyenda bíblica, en un “chivo emisario” que ninguna responsabilidad tenía en el endeudamiento del país y que no contaba con herramienta alguna para evitar el tsunami.

Así está hoy el mundo, pero en grande. Si la conmoción argentina del 2001/2002 retumbó en todo el planeta, la conmoción en el planeta tendrá consecuencias que no podemos imaginar.

No estaría mal que frente a este nuevo ejemplo, en nuestros pagos aprendiéramos la lección que pareciera estar olvidándose, de lo que ocurre cuando se gasta más que lo que se recauda, se toma con alegre displicencia el gravísimo tema del desequilibrio monetario y fiscal, o se ignora el efecto desarticulador de la inflación, tanto para la convivencia como para las decisiones de largo plazo.

Hemos tenido un fortísimo viento de popa que hemos desperdiciado por casi una década, que hoy corre peligro por la crisis del mundo. Actualmente tenemos otro elemento favorable, consecuencia no buscada del aislamiento, que ha provocado una barrera natural ante los efectos financieros de la crisis: no sufrimos una dependencia fuerte del capital financiero global. Pero ante la obsesión populista de no pensar en las consecuencias, frente al exigido presupuesto público se están escuchando ya alternativas que nos llevarán al centro de la tormenta, como la de volver a endeudarse en los “mercados voluntarios”, aún antes que la crisis se decante.

Por lo pronto, la desesperación por conseguir divisas en cualquier lado y de cualquier forma descubren la gran falacia de las “reservas”, que parecen acercarse mucho más al cero  denunciado por los analistas, que a los “50.000 millones” del mendaz relato oficial.

Sería bueno que antes de avanzar en una política coyunturalmente tan peligrosa, se agoten las medidas que están a nuestro alcance sin entrar a la tormenta del mundo si podemos evitarlo: ordenar las finanzas públicas, sancionar la ley de coparticipación para que cada uno se haga responsable de sus gastos, y se ponga fin a la dilapidación de recursos por no tomar medidas consideradas “impopulares” pero cuya demora lo será mucho más, cuando la crisis del mundo –y de las propias imprevisiones- nos alcance y el ajuste se imponga por sí sólo, como ocurrió en 1975, cuando, casualmente, gobernaba la presidenta del mismo partido que Cristina.

Ricardo Lafferriere

lunes, 26 de septiembre de 2011

Dilema para el mundo

Alfonsín o de la Rúa

 Los desequilibrios de la economía mundial, con diversas causas pero efectos que no permiten la continuación regular del “juego” por la desconfianza, han colocado en escena el dilema que los argentinos hemos sufrido varias veces en nuestra historia reciente.

 Una deuda privada que es impagable por la desvinculación entre la economía monetaria-financiera y la economía real se traduce en la presión sobre los Estados, que en última instancia son los que fabrican el dinero imprescindible para que la ilusión de riqueza se transforme en riqueza real.

 Quienes tienen acreencias quieren que los Estados ayuden a los bancos, intermediarios de la circulación de la riqueza del sistema, forzando ajustes que reduzcan los gastos que consideran exagerados en servicios sociales como salarios, salud, educación, defensa, seguridad, infraestructura, pero que paguen las deudas. 

No hacerlo –sostienen- llevará a la crisis generalizada a la economía real por su extremo endeudamiento y dependencia del capital financiero, y eso aumentará la desocupación aún más.

 Las sociedades, por su parte, que sufrirían –o sufren- en forma muy dura estos ajustes se resisten. La multiplicación de “indignados” se extiende por todo el planeta, poniendo en riesgo no ya la economía sino el propio equilibrio social de sistemas que se creían sólidos y prósperos.

 Los gobiernos, por su parte, tienen frente a esta tensión dos caminos “puros”. Uno, el que siguió en su momento la administración de Alfonsín: licuar las deudas fabricando dinero. El otro, el que siguió la gestión de De la Rúa: mantener el valor del dinero, buscando la austeridad fiscal y la refinanciación voluntaria de la deuda hasta que la situación cambie por su propia dinámica.

El primero, temía los efectos sociales. El segundo, los efectos económicos. Entre nosotros, el primer camino llevó a la hiperinflación y de allí, al desborde social. El segundo, a la recesión, la desocupación y también al desborde social.

Ni Alfonsín ni de la Rúa habían generado esos desequilibrios. Ambos heredaron deudas inmanejables –el primero, del “proceso”, el segundo, del menemismo-. Deudas que, cuando se contrajeron, seguramente se consideraron manejables, pero que al cambiar la situación del escenario general, se escaparon de control.

Quien esto escribe participó del partido del gobierno en ambas oportunidades, y puede dar fe de la extrema tensión que significa tener que decidir entre uno y otro camino. En el primer caso, la obsesión de Alfonsín era que no se cayera la actividad económica, lo que pasaría si “ajustaba”. En el segundo, que no ocurriera lo que le pasó a Alfonsín, lo que sucedería si “aflojaba”.

Difícilmente exista un camino ideal para salir de crisis de esta magnitud, que una vez desatadas son lo más parecido a un desastre geológico o a las fuerzas naturales catastróficas. Los seres humanos han desarrollado los sistemas políticos, para tomar las riendas de su destino, para compensar aunque sea en parte los imperativos de la economía, de las fuerzas naturales, o de las crisis.

Pero los sistemas políticos normalmente funcionan bien cuando no son tan necesarios. Efectivamente, en épocas de auge, las cosas tienden a andar bien sin mayores demandas a los gobiernos, como ha ocurrido desde el 2003 en adelante, con nuestro principal producto de exportación, la soja, pasando de los 160 USD a USD 540 la tonelada, lo que además llevó multiplicar por tres el volumen de producción agraria.

 En casos de crisis como los que hablamos, la solución debiera darse sobre la base de una gran solidaridad social que suspenda la política “agonal” de unos contra otros y ponga a todos a pensar y actuar en forma coherente.

Cualquiera sea el camino elegido, parece ser imprescindible controlar sus consecuencias y paliar los imprescindibles daños producidos, lo cual es imposible sin poder político, alineado y tirando juntos para el mismo lado.

 Pero eso es normalmente incompatible con los reflejos de la política que tienden a buscar, aún en medio de las situaciones más tensas, la forma de sacar ventaja, lo que obliga a los demás a cuidarse y ejercer similar actitud. En el mundo agrega otra complicación.

No se trata de gobierno y oposición. Se trata de gobiernos y oposiciones, de países que no tienen las mismas urgencias ni situaciones o prioridades políticas internas. Si es difícil poner de acuerdo a los actores políticos de un país, ¿qué esperar de los actores políticos de varios países con diferentes momentos políticos, conveniencias inmediatas y características distintas de sus pueblos, que son los que en definitiva eligen sus gobiernos?

 Alfonsín, en medio de la crisis, debió sufrir catorce paros generales. A de la Rúa le renunció el vicepresidente reduciendo el sustento político de su gestión, que terminó sin el respaldo ni siquiera de su propio partido.

Siempre es más sencillo, para quienes se mueven en el escenario, demonizar al gobierno, y si es posible tumbarlo, que trabajar en conjunto por la salida. En todos los casos, quien sufre termina siendo el de más abajo, sea con la hiper-inflación, sea con la hiper-recesión.

Y los gobiernos, cualquiera sea su signo, suelen pagar con la interrupción de sus gestiones las crisis que no provocaron ni pueden solucionar. Como le pasó a Alfonsín, y a de la Rúa. Y a los gobiernos a los que les toca, en cualquier lugar del mundo, enfrentar estas crisis. Sean socialistas, como Rodríguez Zapatero, o liberales como Nicolás Sarkozy.

 Ricardo Lafferriere

lunes, 21 de marzo de 2011

Khadafi y Cristina - III

El Canciller acaba de condenar la acción de las fuerzas de Naciones Unidas que están inutilizando las instalaciones y armamento utilizado por Khadafi para la criminal ofensiva llevada adelante contra los libios en las últimas semanas.

Sin embargo, había omitido cuidadosamente condenar las masacres del dictador, a las que en un baboso comunicado calificó de meras “diferencias”, a pesar de contarse los muertos por varios miles.

Símbolo patético de la hipocresía kirchnerista, el pronunciamiento de la cancillería se aleja de la política de defensa de derechos humanos que el país había inaugurado en 1983, con la vuelta a la democracia y la presidencia de Raúl Alfonsín.

Las informaciones internacionales de fuente independientes hablan ya de cerca de 10.000 muertos producidos por la sangrienta represión del gobierno de Khadafi ante las protesta opositoras, lo que diera origen a la crisis de su gobierno y el abandono de funcionarios claves que se sumaron a la protesta.

Las Naciones Unidas, a pedido de la Liga Árabe y con la participación de varios países de la región, respondió a un reclamo humanitario de toda la comunidad democrática del mundo haciendo lo único que puede hacer: neutralizas las bases represivas del dictador para evitar que siga bombardeando con armas de última generación a ciudades enteras.

En lugar de apoyar claramente la medida, nuestro gobierno prefirió el alineamiento seudoideológico que deja sin respuestas al clamor universal de detener la matanza. Se desinteresó de la suerte de los libios que reclamaban sus derechos, en una actitud que puede leerse como “dejemos que Khadafi siga matando gente, porque lo protege su soberanía”.

El mismo argumento que han usado y usan todas las dictaduras para evitar el reclamo por la vigencia de los derechos humanos, es el que invoca Timmerman que en un tema de esta dimensión no puede haberlo hecho sin la indicación expresa de la presidenta de la República, encargada de las Relaciones Exteriores del país.

No se trata aquí de apoyar intervenciones unilaterales de países poderosos con pobres naciones oprimidas, las que quien esto escribe sería el primero en condenar. Se trata de hacer eficaz un pronunciamiento de las Naciones Unidas que no ha tenido oposición –sólo abstenciones de algunos pocos- y que fuera requerido por países de la propia región. Invocar el principio de la “autodeterminación de los pueblos” para defender a Khadafi –que lleva más de cuatro décadas en el poder y ha cosechado una fortuna que se acerca a los cien mil millones de dólares- expresa un macabro cinismo.

Cierra así el círculo. Alineados con lo peor del mundo, aislados de la opinión democrática global, indiferente ante los crímenes de lesa humanidad, la conducción kirchnerista está llevando al país a uno de los momentos de mayor desprestigio internacional de su historia.

Como lo decíamos en una nota anterior: aunque esa posición nos compromete a todos, porque somos argentinos, desde la humilde situación de un ciudadano común dejo expresa constancia: No en mi nombre.


Ricardo Lafferriere

sábado, 5 de marzo de 2011

Khadafi y Cristina - II

Aunque toda guerra de agresión es criminal, no se trata de una guerra.

Aunque toda violencia política es repudiable, no se trata sólo de hechos cotidianos de violencia.

Miles de personas son masacradas por bombardeos del gobierno de su propio país, que nuevamente utiliza helicópteros artillados con la tecnología más avanzada y aviones de guerra bombardeando ciudades y civiles con saña y alevosía.

Lo que está haciendo Khadafi para conservar el poder con el que ha construido una fortuna de decenas de miles de millones de dólares deja sin calificativos, porque no existe en las lenguas civilizadas forma de describir semejante horror.

Los testimonios periodísticos y fotográficos no mienten. Calles sembradas de cadáveres, miembros de cuerpos -cabezas, brazos, piernas, dedos- desparramados tapizando plazas, humildes viviendas destrozadas por artillería de tanques de guerra, y un jefe de gobierno “revolucionario” afirmando voz en cuello que quien no lo ame no merece vivir.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial y salir a la luz los crímenes del nazismo, la humanidad comenzó a edificar el concepto de la universalidad de la vigencia de los derechos humanos como principio superior y prioritario a la propia soberanía nacional.

Los Juicios de Nüremberg dieron inicio a un proceso que está abriéndose paso inexorablemente con la instauración de tribunales permanentes, como la Corte Penal Internacional, que día a día se gana el respeto de la opinión pública mundial a pesar de la reticencia de algunos –como Estados Unidos y Cuba- en ratificar los instrumentos constitutivos.

La Argentina ha sido señera y constante en esa prédica, a través de todos sus gobiernos, no sólo porque está en el mandato fundacional de nuestra vida independiente, sino porque durante toda nuestra historia –aún la reciente- nuestro pueblo ha sufrido como pocos el salvajismo de las discrepancias trasladadas a la lucha violenta por cuestiones políticas.

El siencio, en este caso, está cargado de cinismo. Mucho más cuando ese silencio se escucha con la amplificación que otorga autodefinirse “defensor de los derechos humanos”.

Aunque nos gustaría escuchar un pronunciamiento de condena de los organismos de derechos humanos argentinos y especialmente de las Madres de Plaza de Mayo, que saben por haber sufrido en carne propia lo que es el dolor de tener hijos masacrados por la violencia política, es su decisión y en todo caso deberán convivir con su conciencia cada vez que escuchen, vean o lean lo que ha hecho Khadafi con su pueblo.

Pero lo que sí tenemos derecho a exigir, como ciudadanos de la Nación Argentina, es una terminante condena de nuestro gobierno ante este genocidio cínico, repugnante y violatorio no ya de normas expresas de los organismos internacionales de los que Libia es miembro –como las Naciones Unidas- sino del más elemental principio de respeto a la dignidad de la condición humana.

No interesa lo que hagan Chávez, Castro u Ortega, ni siquiera Lula o Rousseff. No pude pasar un día más sin que nuestro país se sume a quienes repudian sin matices y sin medias tintas este crimen contra la humanidad. No sólo está en juego el prestigio de nuestro país, sino la pérdida de autoridad moral para condenar en el futuro hechos similares, originados en otros actores, dentro o fuera del país.

Ricardo Lafferriere

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jueves, 24 de febrero de 2011

Cristina y Khadafi

Avanzados y mortíferos helicópteros artillados de última generación ametrallaron desde el aire a miles de manifestantes desarmados contra la dictadura –que lleva ya cuarenta años- de Muhamar el Khadafi en Libia.

“Más de quinientos muertos”, dicen las noticias más prudentes. “Varios miles...” dicen voceros de los manifestantes. Pocas veces en la historia una represión política ha sido tan salvaje, inhumana, violenta, repugnante.

La presidenta Fernández de Kirchner, que hace poco tiempo visitara Libia, le expresó entonces a Khadafi su identificación personal: “Al igual que el líder de la nación libia, hemos sido militantes políticos desde muy jóvenes, hemos abrazado ideas y convicciones muy fuertes y con un sesgo fuertemente cuestionador del statu Quo”.

La antagónica diferencia sobre la democracia que mantenemos desde esta columna con la presidenta Fernández de Kirchner no puede llevarnos automáticamente a deducir que ella vea con simpatía la dureza de la represión –ésta sí, auténticamente genocida- de Khadafi contra su pueblo. De hecho, está claro que la violencia K ha sido, hasta ahora, encendida pero verbal.

Pero está claro que lo que sí ella está lejos de sentir es la indignación visceral que produce la masacre alevosa y criminal de la dictadura libia contra ciudadanos comunes.

Ese sentimiento queda patentizado con la babosa declaración de la Cancillería –impensable, en este caso, sin sus instrucciones previas- en la que considera a los acontecimientos de Libia apenas como un diferendo preocupante del que es deseable “la pronta solución pacífica dentro de un diálogo constructivo”.

Por la función desempeñada, la posición de la presidenta y la Cancillería es leída como la posición de la Nación Argentina. Nos incluye a todos.

Mientras se reúne el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y toda la opinión democrática y libre del mundo expresa su indignación sin matices, la Nación Argentina, que supo dar ejemplos en la lucha por los derechos humanos, disimula su punto de vista tras el vergonzoso apoyo a Khadafi de Chavez, de Ortega y de Castro.

“No en mi nombre”, dicen las pancartas que muchas veces levantan manifestantes en diversos lugares del mundo que protestan contra las patéticas actitudes de sus gobiernos. En este caso, con respeto pero con claridad, con la humildad de un simple ciudadano argentino sin poder alguno pero orgulloso de su condición de tal, en la seguridad de compartir el mismo sentimiento de indignación con muchos compatriotas, le digo a la Sra. Presidenta y a su ciber Canciller, “No en mi nombre”.


Ricardo Lafferriere