martes, 19 de marzo de 2013

Cristina y Francisco, ¿dos Argentinas?


Intransigente una, componedor el otro. Agresiva la primera, respetuoso el segundo.
Desafiante de límites e instituciones ella. Admirador de la convivencia y la diversidad, él. Prepotencia o diálogo. Soberbia o humildad.

Podría seguir señalándose diferencias casi hasta el infinito. Y ambas imágenes representarían al final las dos formas de enfrentar "el mundo y la vida" de nuestros compatriotas. Una siempre "buscando camorra", la otra siempre construyendo consensos.

En los últimos tiempos, ha sido la primera imagen la que el mundo recibía como nuestro mensaje. Tolerantes con las trampas y los incumplimientos. Soberbios en nuestro desprecio hacia los demás, como si fuéramos el ombligo del género humano. Acreedores eternos de la admiración ajena, a la vez que crónicos deudores fallidos por no saber cómo administrar ni siquiera las riquezas heredadas, haciendo goles con la mano y trampeando con descaro.

Esa Argentina, con su devaluada consideración general, se mostraba a todos como la única -o, al menos, predominante- identidad cultural y política de nuestra patria.

Pero hay -y siempre hubo- otra Argentina. Muestra al mundo, con Francisco, lo mejor de sí. Trabajadora y humilde, inteligente y culta, solidaria y respetuosa. Una Argentina sufriente por sus propios dramas, para la que la pobreza no es un argumento que justifique prepotencias, sino un compromiso permanente y silencioso por la superación de nuestra calidad de convivencia.

Una Argentina que defiende los recursos naturales y el ambiente con entrega y firmeza, que no admite dobles discursos ni su utilización falaz para la pelea del escenario, sino que  asume esa defensa como otro compromiso frente a las tentaciones que desata seguir depredándolos con el engañoso premio de inmediatos ingresos o riquezas, sea en Famatina resistiendo el sueño del oro, en los Andes defendiendo los glaciares o en Entre Ríos luchando contra el "fracking".

Dos Argentinas.

Tienen, sin embargo, una cosa en común: su capacidad de lucha, su tenacidad, su persistencia, su capacidad para levantarse siempre frente a las adversidades, lejanas al fatalismo. Tal vez es la impronta americana, que lo es no sólo del sur sino una característica de todo el continente. Esa cualidad compartida es un común denominador que también nos identifica.

En todo caso, si fuéramos capaces del milagro del entendimiento rescatando lo mejor de cada una, podríamos quizás volver a ser mirados con respeto y afecto por una humanidad que hoy enfrenta desafíos gigantes, entre ellos dos decisivos:  gestar un acuerdo global que garantice un piso de dignidad para todos los seres humanos y preservar nuestra propia casa común, nuestro planeta, pocas veces en su historia amenazado por peligros tan cercanos y catastróficos como los que hoy afectan nada menos que nuestra existencia como especie. 

Los cambios de actitudes y estilos requeridos para lograrlo parecían hasta hace horas, nada más, muy lejanos. Aún hoy resultan increíbles. Sólo el tiempo mostrará si las piadosas escenas de las dos Argentinas encontrándose en el Vaticano fueron la marca sincera de un cambio de tiempos, o una pose fingida de crudo oportunismo político.

Ricardo Lafferriere

lunes, 18 de marzo de 2013

La lección



                Catorce entrevistas solicitadas, sin respuesta.

                Una audiencia pedida, respondida en menos de veinticuatro horas.

                La lección no necesita traducción. Mucho menos teniendo en cuenta que fue dada aún luego de saber que el propio embajador de ese gobierno fue el mensajero repartidor de carpetas difamatorias, al más puro estilo kirchnerista, entre los purpurados que fueran los electores del nuevo Papa, para bloquear su designación. No les preocupó quedar alineados con lo peor de la iglesia, las mafias vaticanas y los banqueros del Opus.

                A pesar de eso, a pesar de todo, la recibió con cordialidad, humildad, llaneza.

                Por nuestros pagos, ardía la ortodoxia sectaria. No sólo el pasquín oficial de doce páginas. La propia usina ideológica del régimen producía recalentamientos inesperados, como el expresado en el seno de la mismísima Biblioteca Nacional, dueña del relato “académico” kirchnerista.
   
                “Un retroceso político trascendente, inútil, criticable…”, informa la prensa que fueron las palabras del máximo intelectual oficialista, al parecer furioso no sólo por los afiches con que apareció empapelada Buenos Aires afirmando la alegría por tener “un Papa peronista”, sino con la propia orden presidencial de cambiar el enojo por la alegría ante la irreversible situación del nuevo Papa designado.

                Varias veces nos hemos referido en esta columna al “entrismo”, esa estrategia de la izquierda sin votos ni representatividad pero con discurso, que de pronto se encuentra con peronistas que sí tienen representatividad pero a los que les falta relato. Y se lo ofrecen.

                Se ahorran así el nada glamoroso trabajo del compromiso militante en barrios y fábricas, en villas y ONGs, que reciben “servido en bandeja” por quienes son movidos por los impulsos patrimonialistas y necesitan algo qué decir, porque no alcanza con mostrarse como nuevos ricos con terrenos en el sur, empresas estatizadas que les garantizan sueldos portentosos y mansiones no sólo en Puerto Madero y Punta del Este sino en cada lugar del país donde llegan los jóvenes maravillosos de hoy, con el apellido del desaparecido dirigente conservador genuflexo que usan como estandarte.

                El ala peronista del gobierno, la que enfrenta batallas –esperpénticas, pero en las que cree, como el Secretario de Comercio, o el Vicegobernador de Buenos Aires- no se perdió ni siquiera en el primer momento, en que hasta la propia presidenta daba vueltas en círculo sin encontrar la salida. Por instinto sabían –saben- dónde está el sentir popular y si algo no pierden es esa dosis de oportunismo que no puede superarse ni siquiera con la “pureza ideológica” o la intransigencia dogmática.

Éstos, los peronistas del gobierno, son duros e intransigentes cuando se trata de intereses. Difícilmente aflojen el mordiscón si se habla de retenciones, dólar acorralado o precios congelados. Pero si el tema son los símbolos que siente el pueblo que los vota, ahí no se juega.

La diplomática lección de ayer seguramente fue más advertida por los enojados que por los devotos, cuya linealidad probablemente les impide leer las filigranas protocolares y la sutileza semántica de los gestos vaticanos.

Se abre un camino apasionante. Los hechos dirán si el mensaje dialoguista, humilde y horizontal se encarna en el conflictivo escenario público de los argentinos, limitando con su sola existencia la tendencia al absolutismo autocrático, de pronto convertido en una grotesca antigualla conceptual y política.

En todo caso, ello dependerá de la sabiduría de la sociedad, de las mayorías, para interpretar y hacer propio el estilo de construcción cooperativa, deterrando el “o unos u otros” que se le ha querido imponer sin matices en los últimos años.

Un “o unos u otros” que llegó al punto de no aceptar un diálogo pedido por catorce veces nada menos que por el Cardenal primado y Arzobispo de la Capital Federal, que cuando se invirtieron las jerarquías, en menos de un día abrió sus puertas al primer pedido que le hiciera quién por tantas veces hiciera oídos sordos a sus ruegos de diálogo.

Por el bien del país y de nuestra convivencia, sería muy bueno que la lección se aprendiera, y que comenzara una nueva forma de entendernos entre argentinos.


Ricardo Lafferriere

               
               
                

sábado, 16 de marzo de 2013

“Ah, no… peronistas somos todos…”


Como todos los famosos, Perón tenía –o se le atribuye- una singular capacidad de fabricación de frases. También como a todos, muchas le son atribuidas sin que jamás hubieran estado en sus labios.

Pero la que encabeza esta nota, ha atravesado los distintos anecdotarios sin desmentidas. Hace referencia a las divisiones, a veces profundas, que han existido en la historia y en el propio peronismo. Derechas, izquierdas, liberales, nacionalistas, católicos, judíos… “¿y los peronistas, mi General”, le habría preguntado un interlocutor, recibiendo la ingeniosa respuesta del líder: “ah, no…peronistas somos todos…”

Esa vocación de absorción es una de las características del peronismo que ha permanecido incólume, simbolizando tanto la actitud oportunista de muchos argentinos ante el poder, como la incomprensión –discriminatoria, seguramente sin advertirlo- de los peronistas sobre quienes no comparten su alineamiento.

Ahora es “un Papa peronista”… atribuyéndole tal pertenencia por las buenas relaciones que Bergoglio ha tenido con dirigentes gremiales y políticos del partido de Perón.

Nunca hemos visto su ficha de afiliación. Tampoco está su nombre en el padrón del peronismo metropolitano, al que correspondería pertenecer por su domicilio. Su buena relación con los dirigentes peronistas se espeja en similares relaciones que ha mantenido durante su misión pastoral con todo el abanico político local, desde Elisa Carrió y Ricardo Alfonsín hasta Gabriela Michetti y Santiago de Estrada. A ninguno de ellos se le hubiera ocurrido sugerir una pertenencia del papa a la CC, el radicalismo o el PRO, aunque más no sea por un principio elemental de respeto. Y de pudor.

En realidad, nadie puede afirmar si Bergoglio se sintió alguna vez peronista –ya que, como se sabe, “el peronismo es un sentimiento”, y salvo su devoción por los pobres y por su apostolado, y en todo caso su pasión por San Lorenzo, no se le conoce otra pasión-.

Lo que sí parece claro es que jamás se sintió kirchnerista. Y que el kirchnerismo, esa versión del peronismo antiperonista que refleja el viejo anhelo entrista de la izquierda alérgica a la traspiración, el barro  y la miseria, tampoco parece muy interesado en contarlo entre sus filas.

Por nuestra parte, preferimos considerarlo un Papa universal, cosmopolita, ubicado por encima de mezquindades y avivadas, de nacionalismos patéticos y de partidismos sectarios. Un Papa que reflejará lo mejor –y no lo peor…- de una Argentina contradictoria que lo formó y lo cobijó.  No de la que en momentos en que más necesitaba solidaridad, respaldo y apoyo, lo agredió.


Ricardo Lafferriere

viernes, 15 de marzo de 2013

La gran infamia



                “Bergoglio fue un represor, entregador de curas”.

                “I am sorry for you…”, fue el extraño post recibido por mi esposa en su sitio de Facebook, de parte de una amiga norteamericana, pocas horas después de la designación del nuevo Papa.

                No entendimos el mensaje, y ante nuestro pedido de aclaración, nos contestó de inmediato que al comienzo se había alegrado, pero que esa alegría se había transformado en tristeza cuando leyó las noticias sobre los antecedentes del Papa designado, como “cómplice de los genocidas”.

Ante nuestra inmediata –y casi indignada- aclaración, se disculpó de aclarándonos que su post había sido motivado por la identificación y compromiso que ella sabía que nosotros profesamos con los derechos humanos y los principios democráticos.

                Pocos medios en el mundo fueron indemnes a la rápida y aleve campaña que las usinas comunicacionales kirchneristas desataron esas horas inmediatas al nombramiento del Cardenal Bergoglio para ocupar la silla papal.

                Por supuesto, las mentiras tienen patas cortas y las notas posteriores no mencionarían más el exabrupto. Las rápidas reacciones de personalidades indiscutidas en su compromiso con la defensa de los derechos humanos, entre otros Horacio Pérez Esquivel, Graciela Fernández Meijide y Alicia Oliveira fueron los antídotos del veneno.

                Bergoglio jamás tuvo actuación cómplice con la represión. Agregaría: tampoco con los que provocaron la sangrienta reacción dictatorial con sus actos y prédicas previas a la dictadura. Tal vez eso es lo que saca de quicio al actual oficialismo. O tal vez su negación a silenciar su voz cuando creyó oportuno señalar el daño que la intolerancia, los desbordes de poder, la utilización clientelar de la pobreza y el desmantelamiento institucional estaban produciendo en la convivencia nacional.

                Las cosas están claras, pero el daño fue hecho. La gran infamia de las usinas kirchneristas aprovecharon un momento de extrema sensibilidad informativa para impregnar con su prédica sectaria un momento de regocijo general de los argentinos.

                Pero también sirvió para que el mundo observara en directo, en un tema de trascendencia universal, lo que tenemos que sufrir los argentinos cotidianamente en las pequeñas cosas de nuestro pago chico.

Ricardo Lafferriere

lunes, 11 de marzo de 2013

¿"Nac & pop" o democrático-republicano?


Vigencia de miradas diferentes

                Hace cuatro décadas, cuando promediaba la dictadura de la “Revolución Argentina”, la actividad política se encontraba prohibida en el país. Sin embargo,  la Argentina era una gran caldera en el que se gestaron definiciones y alineamientos que acompañarían los años siguientes fuertemente atravesados por ideologías, visiones encontradas y matices superpuestos.

                Quien esto escribe comenzó su participación política a los 18 años, en el movimiento reformista. Un año después materializó su ingreso al radicalismo proscripto, conformando el grupo fundador de la Junta Coordinadora Nacional de la Juventud Radical. El partido al que ingresamos estaba conducido por Ricardo Balbín, cuya historia respondía a la resistencia que las grandes capas medias democráticas oponían a los aspectos fuertemente autoritarios del peronismo histórico.

                Los enfrentamientos e intolerancias habían conducido a un resultado inexorable: el reemplazo de la democracia por un gobierno dictatorial. Frente a esa realidad, la estrategia parecía sencilla: para recuperar la democracia era imprescindible recrear la tolerancia y capacidad de acuerdos entre las fuerzas políticas, a fin de reencarnar en los ciudadanos la conciencia de que la vida en común era posible a pesar de las diferencias, y que éstas debían procesarse en el marco de instituciones funcionando libremente. “Debemos dejar de ser centralmente antiperonistas. Nuestra misión es recuperar la democracia”, le decíamos a un partido soldado por años de luchas duras por las libertades públicas.

                En el grupo originario de esa juventud existían dos vertientes de reflexión, aunque ambas llegaran a la misma conclusión práctica. Unos creían en la existencia de un misterioso y atávico “movimiento nacional” con diversas vertientes, que consideraban necesario “unir”; y otros llegábamos a la misma conclusión desde las convicciones ciudadanas pero preferíamos hablar de la “unidad de los sectores democráticos y populares”, por el instintivo recelo que producían las invocaciones “nacionales y populares” que, aunque predominantes en el peronismo pero presentes en el propio radicalismo, despedían un tufillo de intolerancia filo-fascista y una mediatización del “ciudadano” como célula básica de la convivencia política democrática.

                El núcleo argumental de la propuesta se expresaba en un léxico cercano a las miradas de las agrupaciones de izquierda, pero con una fuerte identidad local. Se proponía la conformación de un gran frente que incluyera -adviértase la amplitud de la convocatoria- “a radicales, peronistas, socialistas, conservadores, trabajadores, empresarios, clases medias, hombres de campo, artistas, intelectuales, docentes, amas de casa, unidos también con aquellos militares que honren a San Martín y Mosconi para luchar por la grandeza de la Nación y para derrotar a la peste financiera, a los intereses parasitarios externos e internos, para desmontar el esquema de poder construido por los grupos antidemocráticos, para defender el desarrollo nacional…” (“La Contradicción Fundamental”).

 El mensaje, amplio y plural en los convocados, llegaría a incidir fuertemente en la propia línea del radicalismo  y el propio Alfonsín pronunciaba en 1985, en Madrid, la afirmación que definía en una frase al radicalismo renovado que había logrado concitar la esperanza ciudadana y lo ubicara en el gobierno: “los radicales somos como los viejos liberales y los viejos socialistas”, marcando en línea con la interpretación moderna de la unidad, los alcances del frente político-cultural natural de la identidad radical.

                Hoy diríamos que aquellas diferencias juveniles reflejaban la diferencia entre una posición pre-moderna y otra moderna en el análisis político. Aunque sea innegable la influencia de los sentimientos “nacionales” en el seno de la población, también lo es que, como todo sentimiento, son vulnerables a una manipulación no siempre auténtica, tras la cual son fácilmente ocultables proyectos patrimonialistas, alejados de la construcción de ciudadanía, de la ampliación de la libertad para las personas y de la propia vida democrática.

                El tema no es menor. Recuperada la democracia formal, más bien se convirtió en central, atravesando las propias fuerzas políticas más importantes y condicionando hasta hoy sus decisiones estratégicas. Tanto en el peronismo como en el radicalismo sus alas “nacional-populistas” y “democrático-populares” coexistieron en marcos formales amplios, con mayor preeminencia las primeras en el peronismo y las segundas en su adversario, pero sin que ninguna de ambas abandonara totalmente esa convivencia.

                Hasta ahora. A una década de haber abandonado la política activa, como simple ciudadano preocupado, observo que ese debate sin resolver provocó la fractura del sistema y su implosión. El peronismo ha sido virtualmente cooptado por la visión atávica que deriva en el “puro poder”, sin reconocer legitimidad a las formas democráticas. El radicalismo, por su parte, se resiste a convertirse en el articulador o simple participante de una construcción alternativa,  disfrazando ese debate de un impostado ropaje ideológico que lo ha aislado de sus tradicionales votantes, pertenecientes mayoritariamente a las clases medias  y a los ciudadanos de convicciones democráticas y republicanas. En ocasiones algunos de sus pasos dejan la sensación que su propósito es apostar a una especie de “herencia” del gobernante populismo parasitario, con el que ciertos dirigentes radicales se sienten compartiendo aquel fantasmagórico “movimiento nacional”, aún con sus diferencias de matices. La democracia moderna, productiva, solidaria, tolerante y abierta no pareciera ser levantada como proyecto alternativo.

Las clases medias democráticas, por su parte, navegan hoy en un mar de incertidumbres, sin fuerzas que las representen y obligadas a expresar sus tendencias políticas primarias en manifestaciones gigantescas, las más grandes que se hayan visto jamás en la historia argentina, aunque por ahora sin cauce formal que las interprete plenamente.

Las “placas tectónicas” que conforman el sustrato político-cultural argentino siguen siendo las mismas. La diferencia con los tiempos de las dictaduras es que ambos grandes bloques parecen aceptar al menos una última referencia de legitimidad, apoyado en los procesos electorales, aunque cada vez más amañados, manipulados y desfigurados por la confusión de Estado, gobierno, partido y camarilla. Pero el deterioro institucional nos va alejando de la posibilidad de una convivencia virtuosa, instalando cada vez más la ley de la selva.

Nadie puede predecir cómo seguirán las cosas. En este momento me viene a la memoria un concepto de Liu Xiao Bo, premio Nobel condenado a once años de prisión en China por reclamar libertades democráticas para su país, cuando analizaba en un libro de reciente publicación uno de los tantos estallidos de protesta en su país, esa vez por la tolerancia de las autoridades al secuestro y esclavización de niños en las plantas fabriles que exportan porque “producen barato”.

Cuenta cómo en una de esas oportunidades el reclamo de dos padres de niños desaparecidos frente a la sede local del partido se convirtió en apenas un par de horas en un estallido multitudinario, sin control ni límites, que debió ser reprimido a sangre y fuego, con el resultado de varios muertos.

Eso puede ocurrir si la política se dedica a las filigranas de la escena, en lugar de cumplir su papel de contención y orientación de los ciudadanos. Estamos teniendo avisos reiterados. Las marchas del 12 de setiembre y del 8 de noviembre del año pasado, la huelga general, los saqueos de fin de año, las puebladas repetidas ante los hechos de violencia, son alertas que deben ser interpretadas, contenidas, orientadas.

Para eso está la política. Si no cumple ese papel antropológicamente vital, o lo que es peor, si intenta aprovechar esas protestas para las peleas del escenario, la legitimidad del sistema político se pierde. Y en ese caso, las perspectivas son aún más inciertas.

Ricardo Lafferriere




sábado, 2 de marzo de 2013

El discurso presidencial


El 29 de setiembre del 2011, luego de las “internas abiertas” en las que Cristina Fernández concitara más del cuarenta por ciento del electorado, era evidente lo que ocurriría: una gigantesca concentración de poder pondría en riesgo la existencia de la propia democracia.

No había que ser mago para observar esta realidad, que sin embargo desde el “escenario” político era ocultada por las pasiones y el ideologismo vacío. En ese contexto, desde este sitio publicamos una “Carta Abierta a los presidenciales no oficialistas”, en la que los convocábamos a confluir en una sola propuesta. Esto decíamos:

“Carta abierta a los presidenciables no oficialistas
Como están las cosas, ninguno llega. Y todos ustedes lo saben.
No sólo eso: están llevando a la Argentina a una concentración de poder tan inédita que las tentaciones de bordear la ley para quienes lo detenten serán irresistibles, porque así funciona el poder. La democracia, esa construcción que recomenzamos en 1983 y nos ha costado tanto, correrá el peligro tantas veces alertado de su plano inclinado hacia un territorio incógnito, pero curiosamente conocido –porque tenemos historia, y sabemos lo que nos ha costado luego salir de esa zona cuando allí caemos-.
El escenario de un triunfo que se presente como “abrumador”, el dominio de ambas Cámaras, la recuperación del Consejo de la Magistratura, la manipulación de la opinión pública tras el avance sobre la cuotificación amañada del papel de diarios, la mopolización del discurso público con el manejo absoluto de los medios audiovisuales, es un escenario en el que las cuotas de inseguridad institucional y personal se ampliarán. Todo será más endeble: los derechos de los ciudadanos, la libertad de las empresas, gremios y entidades intermedias, la autonomía –e incluso la propia vigencia- de las administraciones locales autónomas, todo quedará en la sola voluntad, correcta o equivocada pero altamente discrecional, de una persona.
Los candidatos opositores tienen hoy una sola posibilidad de convertirse en alternativa, y nivelar la cancha. Esa posibilidad requiere audacia, decisión, generosidad pero, fundamentalmente, patriotismo y vocación democrática.
Sus proyectos no son incompatibles, y una reunión de dirigentes puede, sin esfuerzo, acordar las bases del gobierno alternativo. Un acuerdo de gobierno plural, sostenido por su base parlamentaria también plural, en el que todos tengan participación en su cuota de representación y poder, tampoco es imposible. El ejemplo de la Concertación chilena, que así funcionó exitosamente durante dos décadas, o la propia experiencia brasileña con su cultura de coaliciones son magníficos ejemplos.
A la elección debe llegar un candidato de ese acuerdo, para lo cual los demás deben declinar su candidatura. El elegido deberá mostrar la grandeza de defender no sólo sus diputados, sino a todas las listas, absteniéndose sin embargo de privilegiar a los propios por sobre los demás. Y deberá asumir la estatura de estadista, con apertura, tolerancia e inclusión del diferente.
¿Quién debe ser ese elegido? Les corresponde a ustedes decidirlo. Tienen experiencia suficiente para intuir con madurez quién está en mejores condiciones. Los demás debieran declinar, con el compromiso del candidato único de respetar a los aspirantes locales, a las listas parlamentarias y a las cuotas de poder que se pacten para un gobierno de coalición.
Y si no alcanza, al menos se habrá nivelado la fuerza institucional para evitar locuras, y se habrá demostrado a la sociedad que existen reservas de madurez democrática en los liderazgos opositores que privilegian el bien del país antes que su legítima ambición personal.
Porque –y eso también lo saben- en el camino que van, todos habrán visto el fin de sus carreras políticas el mismo día de la elección. No habrán pasado a la historia –como podrían hacerlo-, sino que habrán licuado sus historias militantes en un final inmerecido para la trayectoria de lucha de cada uno de ustedes.”

Lamentablemente, todos siguieron en carrera y sus “patéticas miserabilidades” abrieron la puerta al infierno, que ha quedado expresado en el discurso de ayer en la Asamblea Legislativa luego del camino elaborado en este año y medio de caída. Cierto es que el sectarismo no era privativo de ellos: muchas de sus bases, consciente o inconscientemente, preferían e –increíblemente- aún prefieren ignorar el peligro. Hasta una intelectual del nivel de Beatríz Sarlo ridiculizaba este peligro en una nota de “La Nación” en la que sostenía que “no se ven tropas extranjeras desfilando en el país” que ameriten una confluencia de miradas que consideraba “tan diferentes”.

Hoy, hemos llegado hasta donde hemos llegado. Las oposiciones históricas han sufrido ataques inmisericordes, al punto de debilitarse como opciones políticas, disgregadas, chantajeadas, cooptadas o compradas por un oficialismo sin escrúpulos. 

Los tres candidatos alternativos, como se mencionaba en aquella nota, han liquidado sus carreras políticas o están en camino de hacerlo por su estrechez de miras, confusión estratégica o complicidad –cualquiera de estas causas, suficientes para inhabilitarlos como conductores-. Por supuesto, de una construcción colectiva, ni hablar…

Pero el legado de entonces lo sufre la ciudadanía democrática, castrada de conducciones orgánicas y en la búsqueda desesperada de una alternativa política, orgánica o personal.

El futuro es opaco. Nadie puede asegurar que el kirchnerismo logre su propósito de desmantelar definitivamente la democracia argentina, porque millones de compatriotas, hoy sin representación pero dispuestos a autoconvocarse para llenar las calles han mostrado que el país tiene reservas morales, políticas, humanas. Intuyo, por eso, que esas mayorías darán vuelta una página y comenzarán a escribir un capítulo diferente, superando tal vez en forma definitiva los ecos impotentes pero impostados de las historias del siglo XX.

Ricardo Lafferriere

viernes, 1 de marzo de 2013

El camino posible


“¿Hay otro camino? ¡No hay!”, afirmaba, voz en cuello, el presidente del bloque oficialista en ocasión del tratamiento en Comisión del “Memorando” con Irán, convertido en Tratado Internacional y por lo tanto, con validez superior a las leyes argentinas.

“¡En este convenio, traigo la paz!” afirmaba eufórico Neville Chamberlain al regresar de Munich, donde había pactado con Hitler la “paz posible” mediante la entrega de su aliado Checoeslovaquia al expansionismo del Reich el 30 de setiembre de 1938. Poco tiempo después, un insaciable Hitler desataría la guerra más sangrienta de la historia de la humanidad invadiendo Polonia, Bélgica, Holanda, Francia, Dinamarca, Noruega, Grecia, Albania, Rumania y Hungría, entre otros países.

“Cuando no se puede hacer lo que se debe, no se debe hacer nada”, dijo alguna vez Leandro Alem. Esa afirmación, matizable en muchos casos, deja de serlo cuando lo que “puede hacerse” arrasa con principios básicos de convivencia, como es la legislación constitutiva de una sociedad. Su derecho penal, nuestro derecho penal, ha sido llevado a una capitulación sin atenuantes en razón de que entenderse que es “lo que se puede”.

Y no era imprescindible. Trabajosamente, la justicia argentina había llegado hasta solicitar la detención internacional de los principales imputados, y obtenido la “Carta Roja” de la propia Interpol. En algún momento, más tarde o más temprano, la ley –para la que los tiempos son lentos, pero inexorables- actuaría.  Lo que es imposible para lograr que la ley actúe, es renunciar a la propia ley.

El acuerdo firmado establece un oxímoron patético, si es que lo hay: para que la ley se aplique, se decide ignorarla. Para que rija el derecho argentino y lograr que restablezca el “equilibrio” entre el delito y la justicia, se hace legal la impunidad. Para lograr la impunidad, se adecuan las normas procesales consagradas por una ley de la Nación. Y de esa forma, se cree que todo vuelve a la normalidad.

Ficción atroz para un estado de derecho. Es ingenuo pensar que esta capitulación no tendrá consecuencias. Desde ya que las tendrá en la ética de la convivencia interna, donde se está probando que todo es negociable, aún lo más sagrado.

Pero lo tendrá más aún en el prestigio y confiabilidad de la Nación Argentina en el mundo. No serán más “los libres del mundo” los que nos saluden, porque nos habremos alejado de ellos, sino un pequeño eje de marginales encargados de jugar con la vida de sus pueblos e ignorar los derechos de sus ciudadanos.

Ricardo Lafferriere