sábado, 22 de agosto de 2015

Identidad

La “brecha”…. la maldita “brecha”, cuya dimensión ha sido potenciada casi hasta el límite de la tolerancia recíproca por esta “década”, alcanza no sólo a la grotesca impostación ideológica, que en otros tiempos apasionaba corazones idealistas pero hoy muestra al desnudo su crudo y mendaz rostro delictivo.

“Izquierdistas” represores, “progresistas” ladrones, “revolucionarios” de pacotilla tomando por asalto un presupuesto alimentado con la pobreza que causa la inflación y las exacciones impositivas a los que trabajan, “intelectuales orgánicos” frente a los que los de la dictadura stalinista parecen santos. Todos ellos nos hacen preguntarnos –confiesa el autor que no pocas veces lo ha inundado el interrogante- sobre si existe un común denominador que vincule a ambos “bandos” de la realidad argentina.

Es que la “brecha” alcanza a los contradictorios más estrambóticos. No es lineal, aunque en uno de sus extremos se ubica siempre, como generador, el mismo núcleo de pensamiento y acción, intolerante, excluyente, inmoral, banal, desdeñoso, despectivo y soberbio para con quien piensa diferente.

“Villerito europeizado”, ha sido el más benévolo de los calificativos con que un funcionario kirchnerista formoseño ha calificado las declaraciones de Carlos Tévez, referidas a la falta de igualdad en el país, respondiendo a la pregunta de “¿cuál es el tema que más te golpea?”

Su ejemplo fue Formosa, como lo es de muchos de quienes analizamos la etapa kirchnerista. “El hotel donde paramos es un cinco estrellas, con Casino y todo. Las Vegas… mientras afuera del paredón, la gente se c…. de hambre”. Nada que no sepamos, aunque dicho por alguien que no juega en política, sino que se ha formado con su propio esfuerzo y alcanzado su papel de liderazgo deportivo popular sin perder su esencia, su identidad y sus notables valores solidarios.

“Respetar las normas te facilita la vida”, fue otra de las respuestas ante la aguda pregunta del periodista sobre la presunta “dureza” de la vida en un país donde rige la ley. Respetar las normas y no quejarse sino justificar hasta su propia detención por la reiteración de su falta de conducir sin registro, por la que tuvo que cumplir trabajos comunitarios como cualquier ciudadano.

Quien escribe confiesa que se siente cerca, muy cerca, del trasfondo ético y moral del villerito europeizado y en las antípodas del funcionario “nacional y popular” de un gobierno que masacra indígenas, humilla a los pobres clientelizándolos, se enriquece con fondos públicos mal habidos, mata jóvenes opositores y se imbrica con el narcotráfico.

Y también confiesa que el interrogante le sigue golpeando el cerebro: ¿hay una identidad común entre argentinos ubicados en las dos orillas de “la brecha”?  ¿Podemos afirmar aún que pertenecemos al mismo pueblo?

Las preguntas golpean, por sus implicancias. Tal vez sea preferible auto convencerse que la brecha no es más que una enfermedad transitoria que contagió a muchos, como una epidemia que pasará, tan rápido como llegó. Que es un episodio triste y negro como los varios que hemos pasado en la historia del país. Que salimos hasta de la dictadura. Que no puede ser eterna. Que soldaremos la brecha con una gran bandera de unidad nacional.

La duda, la gran duda, es que ese autoconvencimiento no sea más que un atajo voluntarista para poder seguir creyendo en la unidad de los argentinos. Que nos resulte insoportable la idea de compartir la identidad nacional con los señores feudales, genocidas y ladrones. Y que no debamos para ello abandonar la solidaridad visceral, democrática, patriótica y honesta con los valores maravillosos del villerito europeizado, que reflejan con sencillez los mejores valores de la historia patria.

Lo que parece claro es que los argentinos difícilmente soporten en paz social la prolongación de la provocación permanente, por cadena nacional, de los nuevos profetas del odio, de la mentira y del desprecio. Porque en ese caso la brecha, la maldita brecha, puede seguirse ampliando al punto de no retorno que no deje espacio ni siquiera para el ejercicio voluntarista del autoconvencimiento de ser aún un país con identidad compartida y con un pueblo que convive.


Ricardo Lafferriere




lunes, 17 de agosto de 2015

El ideólogo

"Él no cree en el rol del Estado, y yo sí creo en el rol del Estado. Pero a buena hora que se haya desenmascarado su idea de país", fue la terminante afirmación del gobernador de Buenos Aires para referirse a su rival en la carrera presidencial  y actual Jefe de Gobierno porteño.

La afirmación hubiera podido ahorrarse, en un momento en que la ausencia del “rol del Estado” ha quedado evidenciada sin necesidad de comentarios ante la absoluta ausencia de infraestructura –canales, endicamientos y defensas- en las zonas más pobladas de la provincia de Buenos Aires luego de una década de gestión propia y de casi tres décadas de gestión de su partido.

Pero más hubiera podido ahorrarse para evitar la necesaria comparación con lo ocurrido en estos años en la Capital Federal, donde las obras realizadas y aún sin haberse completado totalmente aún el plan previsto han erradicado las mega-inundaciones del Arroyo Maldonado, cuando no se inundan más los barrios bajos de Belgrano por las obras en los arroyos Vega y Medrano y cuando La Boca, tradicional barriada azotada por las sudestadas, hace años que no debe soportar la periódica invasión hídrica de otros tiempos. Obras que –bueno es recordarlo- debieron realizarse en plena planta urbana de la ciudad más grande del país y con trabajos subterráneos, con lo que implican como desafíos de ingeniería y costos económicos.

Si. Fue Scioli hablando de Macri. Por supuesto, la impostación del libreto ideologicista es la última razón del mentiroso. No será esta columna la que defienda la ideología de unos y otros, que cada uno sabrá cómo hacerlo. Pero parece justo al menos aportar una palabra reflexiva en un momento en que los argentinos estamos por definir el rumbo de un nuevo ciclo político.

“Los tenemos bien identificados” –ha dicho el gobernador-. Es “la campaña que llevan adelante sus tuiteros a través de las redes sociales con una campaña sucia y negativa en todo momento. Es una hipocresía total, esto hay que decirlo con todas las letras". En nuestro campo existe un dicho que seguramente debe provenir de algún antiguo proverbio: “…Chancho hablando de limpieza…” Porque no son justamente los integrantes del oficialismo, con miles de twiteros a sueldo desprestigiando a quien se atreva a cuestionar sus políticas o sus actos quien pueda quejarse de la expresión de la gente en las redes sociales.

El papel del Estado, mal que le pese al gobernador de Buenos Aires, ha sido sustancialmente más presente y exitoso en la Capital Federal que en el distrito que él ha administrado durante dos períodos. Y esto no se debe a ninguna razón ideológica, sino de simple sentido común. El Estado tiene la función indelegable de planificar las grandes obras de infraestructura, sea cual fuere la ideología del gobierno. Lo hace en Estados Unidos y en China, en Rusia y en Brasil, en España y en Australia.

La afirmación el algo mucho más rudimentario que un debate ideológico. Es sencillamente una supina incapacidad de gestión comparada  con una administración que, sin necesidad de invocarse como ninguna maravilla, ha hecho lo que debe con los fondos públicos con mayor eficacia y respeto por los vecinos.

Si en esta nota las cotejamos es, además de porque así lo ha propuesto el  Gobernador bonaerense, porque nos resistimos a la cantinela del chantaje ideológico para ocultar la incapacidad, la corrupción y el humillante clientelismo despreciados no sólo por la opinión republicana ortodoxa, sino también muchos peronistas indignados por la falta de sentido social de un gobierno que han apoyado y sienten que no merecen.


Ricardo Lafferriere

lunes, 10 de agosto de 2015

No es aritmética , es ajedrez

Ha cambiado el mundo, ha cambiado el país y ha cambiado la política.

Algunas veces nos hemos referido en esta columna a la superación de los tiempos de la “democracia de partidos”, que pusiera en foco hace ya tres décadas Bernard Manin, en una reflexión que ya fuera insinuada por Rosanvallon con su idea de la “contrademocracia”.

En el mundo de hoy, al menos el mundo occidental en el que vivimos, se ha visto un florecer de la independencia de criterio de las personas, que rescatan las potestades que en otros tiempos delegaban en colectivos en los que sentían representadas: partidos, gremios, iglesias, asociaciones. Se ha entrado en la “democracia de audiencias”.

Eso no quiere decir “aislamiento” individual, sino la ruptura de la continuidad y la permanencia en las adhesiones. Éstas cambian, según la percepción que las personas tienen de su utilidad en cada momento. Cambian y no generan obligaciones, en una muestra voluble de individualismo que hubiera repugnado en otros tiempos pero que hoy no acarrean condenas públicas sino comprensión o, en el peor de los casos, indiferencia.

¿Qué se hubiera pensado, hace apenas un par de décadas, de un dirigente que sostuviera, sin sonrojarse “En la elección interna votaré a fulano, y si pierde, a Mengano. Pero si no ganan ni uno ni otro, no votaré al candidato ganador del espacio, sino al de una fuerza rival”? ¿Se hubiera considerado siquiera la posibilidad de concederle una candidatura, aunque sea secundaria –no ya el rol de liderazgo-? ¿Se le hubiera concedido –nada menos que por un partido de tradición orgánica- ese papel a un dirigente que hubiera atravesado tres espacios políticos diferentes en menos de una década, entre ellos un papel sustancial integrando el gobierno del adversario principal, otorgándole la más importante representación en juego?

Hoy, eso parece natural.

¿Se equivocan las encuestas, o es que esperamos de ellas que obtengan fotografías de futuro, de acontecimientos que aún no han transcurrido y por lo tanto, por definición, es imposible medir?
En tiempos del mundo “sólido”, adhesiones permanentes y colectivos estables era más sencillo. Una persona que adhería a un partido político, una religión o una agrupación gremial volcaba en ella una pasión comparable a la adhesión al equipo deportivo de sus amores, tal vez el último rincón de las pasiones permanentes que aún subsiste. Difícilmente cambiara, y si lo hacía arriesgaba hasta el descrédito social.

En consecuencia, era más sencillo prever lo que ocurriría, ya que al nivel de los “Main Streams” de cada sector las variaciones no serían tan grandes. 

Eso terminó. Las adhesiones hoy pueden durar 24 hs…

Una fuerza política votada en una elección podía descontar el apoyo de sus seguidores, “apasionados” en cuanto partidarios, fuere como le fuere en el gobierno. Eso se reduce cada vez más, aunque sus restos aún persistan como arcaísmos vetustos en los bolsones más clientelizados de la sociedad.

Cada proceso electoral es una demostración de esta voluble variabilidad ciudadana.

¿Eso es negativo? Pues… así funciona la sociedad, y no es una cuestión de valores, sino de hechos.

El desafío para la política agonal no es menor, ya que se ha producido un desdoblamiento del “contrato de representación” sobre el que se edificaron las democracias modernas.

En la idea clásica de la etapa de democracia de partidos ese contrato incluía dos contenidos: la asignación eventual del gobierno a un partido o coalición, bajo la contrapartida de que ese partido o coalición llevaría adelante determinadas políticas públicas establecidas en sus programas.

La incertidumbre del mundo globalizado, que Beck caracterizó como “sociedad del riesgo global”, convierte ese contrato en uno de imposible cumplimiento. Las situaciones internas dejaron de depender de decisiones de los actores de la sociedad nacional para quedar sometidas a incertidumbres imprevisibles relacionadas con un abanico de riesgos fuera del alcance de las gestiones locales, desde climáticos hasta terroristas, desde crisis financieras y deudas impagables hasta imprevistos energéticos, desde precios internacionales que oscilan entre extremos hasta conflictos bélicos localizados que afectan a todos los países, pero cuyas consecuencias deben enfrentarse en cada país –donde tienen su efecto causando crisis sucesivas- porque no existe un gobierno global que las encauce.

La consecuencia es que la asignación de un gobierno no conlleva –y no pueda ya conllevar- obligaciones programáticas puntuales, probablemente de cumplimiento imposible por más buena voluntad o dedicación que se vuelque en la gestión, la que deberá enfrentar los imprevistos que aparezcan. De ahí el recelo –comprensible- que los candidatos serios muestran sobre sus “propuestas” o “programas”: saben que si gobiernan, probablemente necesiten la mayor libertad de acción. Sólo se atreven a proponer  medidas concretas cuando su llegada al poder es muy lejana.

¿Qué tiene en cuenta el ciudadano, entonces, para decidir su voto? En la convicción del autor, no es el contenido de las medidas programáticas, sino la percepción sobre la capacidad y calidad de gobernabilidad que la mayoría intuya ante las diferentes ofertas. Esa percepción no responde a una mirada lineal y –ni siquiera- a una identidad ideológica o programática, sino a la intuición sobre la capacidad de responder en forma adecuada a los imprevistos que se generarán durante el período de gobierno que se delegue. Se llama “confianza”, y se construye lentamente.

¿Cómo defienden las personas entonces, se preguntarían muchos, los contenidos de las políticas que desearían ver aplicadas? Pues, con la infinidad de formas de participación directa e indirecta que hay en la sociedad moderna, desde las redes sociales hasta las marchas, desde los piquetes hasta las huelgas, desde los petitorios hasta el castigo en las elecciones. Derechos ciudadanos que no se delegan en nadie, ni siquiera en un gobierno “propio” o afín, sino que se reservan en el fuero personal de cada uno.

Seguramente a muchos le resultará curiosa la insistencia obsesiva conque hemos defendido desde esta columna la necesidad de una articulación sólida pero muy amplia del pensamiento democrático-republicano sobre bases éticas, para crear una alternativa creíble de gobierno que generare equilibrio al sistema político. Antiguos cofrades de mi vida anterior no alcanzan a entender cómo puedo sostener, no ya desde la política sino desde una simple tribuna ciudadana –no otra cosa son estas columnas- el acercamiento entre protagonistas que en otros tiempos –y tal vez, en tiempos futuros- pertenecían o pertenecerán a alineamientos diferentes.

La respuesta es sencilla y la dan los hechos. Si desde la oposición a la actual gestión populista no hay capacidad de crear una alternativa de liderazgo, organicidad, confiabilidad y capacidad de contención a la mayoría de los sectores sociales, los ciudadanos seguirán votando a quienes sí les generan esa sensación. El oficialismo lo entiende. Su primera muestra es la capacidad de disciplinar a un arco que, aun proponiendo un candidato de perfil históricamente “moderado”, logra sumar hasta los extremos que expresan Bonafini y D’Elía. Otra, la del “amigo del Papa”, absolviendo el compromiso narco en pos del poder a cualquier precio.  Otra, de compatriotas de convicciones de izquierda apoyando a gestores de historia personal poco clara en sus vínculos con la dictadura, en la acumulación de su patrimonio o en la coherencia de su vida política, que no otra cosa ha sido la familia gobernante en la última década, a cambio de un discurso insustancial y buenos contratos.

Del otro lado, mientras tanto, se le sigue sacando la punta al lápiz y buscando con lupa añejos archivos de pureza para justificar fracturas impostadas de cara a los problemas que deban enfrentarse. O se invoca como piedra filosofal una presunta “pureza generacional” olvidando  que a la historia reciente de la Argentina la han protagonizado compatriotas que no nacieron de un repollo sino que han sufrido, trabajado, luchado y aportado su esfuerzo, desde uno u otro espacio, para mantener en marcha nuestro país, con errores y con aciertos. Y son ciudadanos de plenos derechos.

La política no es una simple sumatoria de agregados numéricos llenando casilleros de encuestas. No es aritmética, sino ajedrez, complicado al extremo por la independencia de las piezas, que no responden a la decisión de los jugadores, sino que tienen vida propia. Es un juego que debe entenderse en plenitud, con extrema humildad y alejado de la soberbia.

La consecuencia del error está ahora peligrosamente cerca. Una vez más, estamos en el umbral de que ante la inexistencia de una alternativa que genere la necesaria confianza mayoritaria, haya compatriotas prefieran delegar el gobierno a quienes no aprecian y con quienes no coinciden, simplemente porque los sienten en mejores condiciones de contener a la sociedad, de “gobernarla”.

Nos hemos acercado mucho a esa alternativa, pero es evidente que lo hecho no alcanza. El futuro es opaco, no está nada escrito y tal vez en un par de meses se pueda adquirir un conocimiento acelerado de lo que falta. Pero partimos habiendo dado una gran ventaja, que tal vez no hubiera existido de no estar aferrados al canto de sirena de la autosuficiencia, la arcaica impostación ideológica o el banal “purismo” de colores sino que, por el contrario, se hubieran ampliado al máximo posible, con humildad, los márgenes necesarios de la unidad.

En términos del tenis, ahora debemos levantar un “Match Point”. Roguemos que no sea tarde.

Ricardo Lafferriere


martes, 4 de agosto de 2015

"...Plaga..."

Así ha calificado el primer ministro británico, David Cameron, a las personas que escapan de las matanzas de ISIS, los gases venenosos de Al Assad, los bombardeos saudi-árabes, jordanos y norteamericanos, los secuestros de sus hijas adolescentes y esposas para convertirlas en esclavas sexuales de Boko Haram, la muerte por degüello debido a diferencias religiosas, la confiscación de sus viviendas y tantos otros horrores como los que nos cuentan los propios medios occidentales y hasta valientes periodistas del país del Sr. Cameron que ponen en riesgo sus vidas para cumplir con su deber de informar.
Huyen para salvar sus vidas y las de sus familias. En ésto no hay engaño. No entienden el motivo de tener que abandonar sus pacíficas vidas en su tierra, que lo fue de sus ancestros, convertida en sangriento campo de batalla de un ajedrez mundial en el que de pocos puede decirse -si se puede de alguno...- que juega "en el campo de los buenos".
Sólo buscan sobrevivir, ya que ninguna otra expectativa les queda. Y siguen el faro de la vieja Europa, que ven brillar a lo lejos, de la que han escuchado siempre que es la cuna de los derechos humanos, de la "libertad, igualdad y fraternidad" y de la solidaridad con los oprimidos.
Claramente, no lo ven así todos los europeos. Tal vez deba destacarse la excepcional actitud de Italia, que sin pasar justamente por su mejor momento, y posiblemente porque ha sufrido ver a su pueblo durante tantas décadas disgregarse por el mundo perseguido por las guerras y la pobreza, abre sus puertas mediterráneas a los desesperados que logran subir a una "patera" hacinada, donde posiblemente les espera la muerte, con la ilusión de llegar a Lampedusa. Pero no muchos más.
Para el resto, aunque no lo digan con el espantoso cinismo de Cameron, son una "plaga".
Quien escribe confiesa que todo esto le golpea la conciencia. Hace más de doscientos años, un tatarabuelo llegó de Francia perseguido por restauración monárquica. Había creído y luchado por la Revolución, y vencida ésta, frente a la llegada de la reacción impregnada de venganza, buscó en este lado del mundo la realización de su utopía, primero en Chile donde se casó con una araucana y luego en la Argentina, donde se formaron sus hijos, todos profesionales.
Otro tatarabuelo llegó de Irlanda siendo adolescente, huyendo de la hambruna, y peleó junto a Brown en la marina patria, poniendo su granito de arena para la construcción del país naciente, llegando a ser un prestigioso oficial de nuestra Marina de Guerra. Otro bisabuelo llegó de la Lombardía, ocupada por los austríacos, escapando a las levas de campesinos pobres realizadas por austríacos y aristócratas lombardos, con el sueño de encontrar algún futuro en esa América de la que -ya se decía- era un paraíso. Llegó a la Argentina en tiempos de la Confederación -gobernaba Urquiza- y se afincó en Entre Ríos, donde llegó a tener su quinta, trabajar la tierra y criar sus hijos que fueron comerciantes, artesanos, docentes, profesionales.
El abuelo materno de mi esposa fue el único sobreviviente de un "pogromo" polaco a comienzos del siglo pasado viendo cuando niño escondido en un armario cómo se baleaba a toda su familia -padres y hermanos-. Llegó adolescente a la Argentina, donde formó su hogar y trabajó con el más valioso de los bienes: la paz. Y su padre llegó de la España de la posguerra a mediados del siglo XX también perseguido por el hambre, recibido por un país en el que formó su familia y que llegó a considerar con el tiempo, como el propio.
No puedo imaginar a ningún ser humano como "plaga" en el hogar común de nuestro planeta. Me siento visceralmente patriota, pero por sobre ello, creo en la unidad esencial del género humano. Cada uno siente la patria a su manera, como una construcción afectiva y racional. La mía es la de San Martín, definiendo la revolución que parió nuestro país como "la causa del género humano", definición cosmopolita, si puede imaginarse alguna, de la identidad de la patria naciente.
Por eso me duele que los países de algunos de mis ancestros -y de los ancestros de millones de argentinos- se encierren en la riqueza y se oculten tras los números que esconden las posibilidades de solidaridad para evadir su obligación moral de tender una, dos, todas las manos, para albergar a los perseguidos.
Nuestros padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos necesitaron una mano y la tuvieron. Eran seres humanos -no más, no menos- buscando honrar la vida con su trabajo, sus ilusiones y sus luchas. Como los emigrantes que hoy llegan a una Europa sustancialmente más rica que lo que era América, toda América, hace dos siglos. Y hace uno. Y hace medio. Y ayer y aún hoy.
Y como los que todavía llegan, sin el dramatismo de la guerra pero sí con el impulso de sus ilusiones a nuestros propios países, que siendo mucho más pobres que lo que es hoy el continente de nuestros antepasados, siempre tienen un lugarcito en la mesa para recibir y compartir el pan con quien lo necesita.
Los perseguidos, señor Cameron, señora Merkel, señor Hollande, señor Rajoy, nunca pueden ser una "plaga". Ningún ser humano lo es. Son personas, cada una de ellas "única e irrepetible". No hay equilibrio fiscal ni ecuaciones financieras que sean más importantes que una sola vida humana o puedan exhibirse como excusa para alzarse de hombros ante el dolor de su desgracia.
Ricardo Lafferriere

martes, 2 de junio de 2015

Nuevamente, la "clase media"...

Nuevamente, en La Nación. Ahora, ¡Alejandro Katz!

Esta vez, uno de los filósofos más agudos y respetados del escenario local repite la crítica desmatizada a "las clases medias que se autosatisfacen en el consumo de juguetes tecnológicos -ya obsoletos, por lo demás, cuando acuden a ellos-, algunos viajes en cuotas, autos que no caben en las cocheras de sus modestas viviendas".

Hace pocas semanas, a raíz de una nota de Francisco Jueguen en la Sección Economía, hablamos sobre este "tic" mental, cuya repetición limita la profundidad del análisis, errando por esta causa en el definitivo diagnóstico, a pesar del indiscutible brillo conceptual de otros párrafos de su nota, publicado hoy 2 de junio en la página de opinión del matutino.

Es una lástima, porque esa insuficiencia de análisis es una de las causas del mal que denuncia en su artículo, sintetizado en su título: "Un conformismo populista que ha vaciado la política".

Katz expresa un angustioso reclamo existencial -que compartimos totalmente- por la necesaria reconstrucción de "lo público", sobre la base de recuperar el valor de la palabra y la potencialidad del diálogo. No se equivoca.

Sin embargo, la descalificación tácita o expresa -reproduciendo la caricatura jauretchiana- de uno de los interlocutores sociales, justamente aquel que la historia argentina indica como decisivo a la hora de las grandes construcciones, predispone al mantenimiento de barreras que dificultan la acción para oponer al mal denunciado -el populismo irresponsable- una fuerte confluencia de modernidad democrática y republicana.

Empecemos por el principio, reiterando algunos párrafos de nuestra nota anterior: "… admiramos a los valores de la clase media argentina. Ella nos dio el país empujando a los timoratos y pudientes –en tiempos fundacionales- hacia caminos de mayor audacia. Ella nos hizo un país con una educación ejemplar. Ella nos dio la Universidad para el pueblo. Ella colonizó nuestra pampa húmeda con la ética del trabajo, sobreponiéndose a la explotación de ricos estancieros. Ella habilitó la movilidad social y sembró de valores de honestidad, valoración del trabajo y el esfuerzo, el ahorro y el respeto. 

 Y las cooperativas, los clubes de barrio, las bibliotecas populares, los teatros y cines desparramados en pueblos alejados y las cooperadoras escolares y policiales.

Y ella, ya en tiempos contemporáneos, nos trajo la democracia y la defensa visceral por los derechos humanos, con el liderazgo de otro de sus hombres, Raúl Alfonsín, al frente de millones de argentinos que no se resignaban a la alianza autoritaria que daba sustento al salvajismo del proceso, y que comprendía un arco en el que algunos exponentes de los otros extremos –de arriba y de abajo- delataban, apresaban, torturaban y ejecutaban, sin sentimiento ni vergüenza, a miles de compatriotas."

Las clases medias hicieron nuestro país, sobre los cimientos edificados por las familias patricias criollas y los sectores populares que pelearon las guerras de la independencia. Ellas lo organizaron, ellas lo hicieron producir, ellas lo gobernaron ampliando los derechos políticos y sociales. Acertaron y erraron, pero nada seríamos sin su impronta y su legado.

Pero el país es de todos y necesitamos a todos para su reconstrucción. Esta confluencia poca relación tiene con las contradicciones que nos enseñó Marx, que ya nadie usa como método de análisis y mucho menos en la política. Los conflictos “de clase” explican poco. El nuevo paradigma productivo global impone nuevos cálculos por la fuerte demanda de inversión, que no es posible –como en otros tiempos- considerar en la cuenta de “los empresarios”. Y cuidar el planeta, que antes se consideraba eterno e inagotable.

El propio capitalismo sufre un conflicto desatado entre finanzas descontroladas con superganancias y los generadores de riqueza real, que sufren la crisis tanto en sus empresarios como en sus trabajadores. Los tiempos actuales, por último, escapando a los encierros nacionales, están gestando una sociedad global contradictoria, conflictiva, violenta, pero también clases medias que en todo el planeta se alzan como su contracara en las tareas de construcción.

Fueron ellas las que instalaron la denuncia por las violaciones de los derechos humanos e impulsaron su defensa internacional, elaborando instancias civilizadas como la Corte Penal Internacional. Fueron ellas las que pusieron en la agenda los peligros del cambio climático, a través de la tenaz tarea de científicos independientes y el trabajo sostenido de innumerables ONGs. Son ellas las que sostienen las causas justas más diversas, con trabajo voluntario y aportes personales, hasta poniendo en riesgo su vida en espacios donde se enseñoreó la muerte, como los que lamentamos ver en las noticias del Oriente Medio, de África y algunas regiones de Asia. Son ellas las que están motorizando la gigantesca revolución científica y técnica con el trabajo de investigadores en genética, nanotecnología, robótica, y emprendedores que difunden con sus "apps" una nueva economía de servicios, que mejoran la vida de millones y crean las ocupaciones que predominarán en el mundo que viene.

Y -tal vez ésto sea lo más polémico de mis afirmaciones- son ellas de donde surgieron los nuevos empresarios exitosos como Bill Gates, Steve Jobs, Elon Musk o, entre nosotros, Martín Migoya y sus socios de “Globant” en el campo tecnológico,  Grobocopatel, de “Los Grobo” en la agricultura de punta, Ideas del Sur y Polka en el campo audiovisual y otros lúcidos compatriotas que con audacia e iniciativa se atreven al desafío del mercado global, que es una selva.

¿Qué haremos con ellos, si pretendemos prolongar voluntaristamente la vigencia de las viejas categorías de análisis? ¿Diremos que son "el enemigo burgués? ¿Los declararemos "socios del imperio? ¿Llevaremos a la quiebra sus empresas vaciándolas con exacciones impositivas irracionales que las hagan inviables en el mercado global, donde deben –y debemos- competir? ¿Los declararemos "traidores de clase" por ser exitosos en lo que hacen? ¿Los consideraremos éticamente menos valiosos que los Jaime, los Recalde, los Boudou, Pérez Carmona, los De Vido o Vanderbroele?

¿En serio que valoraremos más a los barras bravas, los constructores de las redes clientelares de los "conurbanos", los enriquecidos mediante la corrupción desenfrenada con fondos y bienes públicos, los "pobres" asesinos de ancianos y jovencitas o a los explotadores de inmigrantes chinos, bolivianos, paraguayos que proliferan por doquier? ¿Despreciaremos a unos pero exculparemos a otros porque unos son "empresarios" y los otros son "funcionarios del ESTADO" –(con mayúsculas, para que imponga respeto -y si no, miedo-) de un gobierno que se dice “progresista”?

Me parece estar escuchando la respuesta, no ya de Katz, sino de antiguos y entrañables (y honestos) cofrades "nacionales y populares": “Pero nosotros somos progresistas”. Y por supuesto que la afirmación es una autoreferencia que convoca a una indagación más profunda. Porque si a quien esto escribe le preguntan si es partidario de una distribución más equitativa del ingreso, de la educación pública al alcance de todos, de una salud de excelencia y gratuita, de un transporte público que respete la dignidad de los usuarios, de un sistema previsional integral, de la defensa del ambiente y los recursos naturales, todo en el marco del estado de derecho, la vigencia de las libertades ciudadanas y la justicia independiente, no tendría ni un segundo de duda en gritar “¡soy progresista!”, aun siendo consciente que muchos que no se definirían así, piensan parecido.

Pero…si el paso siguiente es tener que compartir identidad con los que se apropiaron del Estado para enriquecerse fácil, con los empresarios prebendarios que no tienen empresas sino “contactos” para ser proveedores públicos sin licitaciones, con los bicicleteadores financieros allegados al poder, con burócratas sindicales enriquecidos con las obras sociales lucrando con la deteriorada salud de los trabajadores, con esclerosadas burocracias políticas que ya no recuerdan qué forma tiene un libro ni cómo es la humillación de un clientelizado, entonces… es preferible el prudente paso atrás, por una cuestión de autorespeto y de coherencia intelectual, tomando la indispensable distancia para pasar en limpio las identidades y analizar mejor por dónde pasa, hoy y acá, el verdadero contencioso.

Es más sano en este caso compartir el apotegma de Lamartine citado por Berroetaveña en las exequias de Alem: “¡Feliz el hombre solo! ...” Aunque –justo es decirlo- hace ya tiempo que cada vez menos solo, a juzgar por las reflexiones de quienes se van “dando cuenta” a medida que el populismo muestra sus límites inexorables y degenera en el más crudo y grotesco chauvinismo, así como de políticos que se animan a romper barreras atávicas y unir esfuerzos para retomar el rumbo.

Los prejuicios y preconceptos que aún campean en el ambiente intelectual y político argentino, que asoman desde el pasado como atávicas concesiones a viejas identidades, conducen a conspirar para la preservación, justamente, de lo que Katz denuncia: la persistencia del populismo que ha vaciado la política. Eso ocurre por errar en el diagnóstico del problema principal, que no es ser o no “progresista”, sino reconstruir el estado de derecho y la convivencia civilizada.

Sobre ella, los debates que vienen podrán tener toda la potencia que demande la realidad y las convicciones, porque nadie dejará de tener los valores que siente. Sin ella, seguiremos lamentando la decadencia, a cuya perpetuación habremos contribuido clavando cuñas para convertir en abismales diferencias miradas distintas que caben todas en una convivencia en paz. Y con las que, de cara al mundo que viene –en el que ya estamos- cada vez resulta más difícil encontrar incompatibilidades vitales, como las que sí tenemos con el populismo autoritario, clientelar, mentiroso y cleptómano.


Ricardo Lafferriere

sábado, 23 de mayo de 2015

Incubando un mundo impredecible

Las Naciones Unidas comienzan el debate sobre la eventual reglamentación –o prohibición- de las armas robotizadas con autonomía táctica. En otras palabras, robots que deciden por sí –aunque según una programación previa-, entre otras cosas, cuándo disparan y a quién. Son máquinas que abarcan desde los drones aéreos, blindados, robots de infantería y nano-armas, controlados por sistemas complejos de inteligencia artificial.

Las neurociencias anuncias avances tales como el rejuvenecimiento de células nerviosas adultas, que recuperan plasticidad y regresan a estadios de juventud. Comenzamos a tener esperanzas de “vencer a la muerte”, por primera vez en la historia de la especie humana.

La nano-bio-genética sorprende con el anuncio de las técnicas para “cortar” secuencias de ADN para corregir daños, extirpar o reemplazar por otras. En China ha comenzado a realizarse en embriones humanos. En otros países, con animales y vegetales. El avance es enorme.

Las neurociencias –nuevamente- anuncian el desarrollo exitoso de métodos de estimulación de zonas cerebrales específicas para lograr la “excelencia” en campos puntuales: matemáticas, música, deportes de competencia, memoria, sentimientos.

También las neurociencias presentan el implante de retinas artificiales, que captan las imágenes y las transmiten al nervio óptico permitiendo recuperación –por ahora, parcial- de la visión a personas con retinas inutilizadas. Los implantes cocleares, para tratar problemas auditivos, tienen ya años de desarrollo y son cada vez más perfectos.

En nanomedicina se avanza aceleradamente en el diseño y construcción de artefactos de pocos micrones de tamaño, en condiciones de desplazarse en forma autónoma por el interior del cuerpo, con finalidades diversas: reparar tejidos dañados, realizar operaciones de destrucción de células cancerosas y escanear partes del cuerpo –desde órganos hasta partes del cerebro-.

En nano-tecnología y micro-tecnología se presentan “enjambres” de artefactos de tamaño ultrapequeño en condiciones de trabajar en conjunto compartiendo inteligencia –tipo panel de abejas, u hormiguero- que permiten desde la realización de tareas en sitios de difícil acceso hasta operativos militares.

En Gran Bretaña se presenta el resultado de desarrollos tecnológicos que permiten fabricar carne sin animales. El método es el corte de la cadena de ADN bovina en la sección que contiene el mando para “fabricar” los tejidos biológicos –la carne- de las partes útiles para el consumo. Este ADN modificado es alimentado con los nutrientes adecuados y el resultado es la producción de carne, con el gusto que se desee, sin redes nerviosas y sin necesidad de un animal vivo que la porte y al que sea necesario sacrificar para extraerle su producto. Y que, además, puesta en producción masiva, resultará sustancialmente menos costosa que la crianza de bovinos.

En Corea se anuncia la presentación para el año 2020 de la Internet “5G”, 60.000 veces más rápida que la 4G –a su vez, entre diez y cien veces más rápidas que las 3G-. Esto permitirá el funcionamiento fluido de la “Internet de las cosas” –es decir, artefactos de todo tipo, desde hogareños hasta fabriles, desde militares hasta médicos- conectados directamente a Internet con funcionamiento autónomo. Y de la Inteligencia Artificial global.

Google presenta el automóvil que se maneja autónomamente –sin conductor- y realiza experiencias de decenas de miles de kilómetros en rutas congestionadas sin producir accidentes. Lo guía un sistema de inteligencia artificial conectado al GPS. En maquinarias agrícolas –por ejemplo, tractores- ya se aplica y está en el mercado, incluso en la Argentina.

Microsoft pone en el mercado sistemas de realidad virtual que reproducen cualquier escena deseada, existente o ficticia, novelada o real, generando percepciones sensoriales y sensaciones sicológicas a voluntad con absoluto realismo. Virtualidad en juegos, defensa, sexo, comercio, turismo, relaciones con identidad propia o fraguada, son los nuevos conceptos.

Son solo ejemplos que llegan diariamente por la prensa. No avanzan sobre la infinidad de desarrollos en estado de laboratorio, o que permanecen reservados por motivos comerciales, de secreto industrial o de seguridad. Son sólo las que trascienden, que –se dice- alcanzan apenas al 10 % de las existentes y están siendo puestas a punto por gobiernos, empresas y laboratorios.

Todos ellos reflejan, sin embargo, un fenómeno subterráneo: la gigantesca revolución científico técnica global.

Hace tres lustros, el científico, empresario y futurista Ray Kuzweil publicó su obra “La singularidad está próxima”. Aunque la obra pasa revista a una serie de avances en los diferentes campos del conocimiento, su propuesta final era impactante: en pocos años, diez o tal vez quince desde ahora –década del 2020-, la simbiosis entre la inteligencia artificial y la inteligencia humana estarán dando origen a un nuevo tipo de humanidad, tecno-biológica. A ella se llegará en forma paulatina pero crecientemente acelerada, primero optimizando los funcionamientos biológicos del cuerpo, luego su rejuvenecimiento controlado, y por último, su potenciación con implantes tecnológicos que ampliarán al nivel deseado la capacidad cerebral. Diez años es menos de lo que nos separa de la llegada del kirchnerismo al poder –simplemente para dar la idea de la rapidez de los cambios-.

La obra se escribió en el 2004 y su pronóstico de avances tecnológicos respondía a lo que él denominó “Ley de los rendimientos acelerados”. Su tesis es que cada avance científico-tecnológico potenciaba los siguientes en una progresión geométrica y que en el momento en que se lograra la integración de los sistemas inteligentes –tecnológicos o humano-bio-tecnológicos- se lograría iniciar una nueva era, la de la “singularidad”, con el inicio de un nuevo paradigma.

En el proceso de cada nuevo paradigma tecnológico dominante, especialmente en el campo de las tecnologías de la información, el proceso analizado desde una perspectiva macro marca cuatro etapas en cada ciclo de cambio: la aparición de un nuevo desarrollo tecnológico, su maduración y comienzo de aplicación, su adopción generalizada y por último su crecimiento exponencial, hasta la aparición de un nuevo paradigma que lo reemplazará. Las dos primeras etapas muestran crecimientos lentos y sostenidos hasta el comienzo de su adopción generalizada, en que se produce una especie de “codo” en su evolución hasta que el crecimiento se hace exponencial.

En 1985 una computadora hogareña "standard" ofrecía una capacidad de cómputo de la trillonésima parte del cerebro humano. En 1995, de una billonésima. En 2005, de una millonésima. En 2015, de una milésima. Tres ceros por década. A mediados de la próxima década, alcanzará la capacidad de cálculo del cerebro, que en 2013 logró ya la super-computadora china Thiane-2. La miniaturización hará el resto.

Pues bien: Confieso que la primera vez que lo leí, hace algún tiempo, me pareció ciencia ficción. Sin embargo, el seguimiento atento de las noticias de los últimos tiempos y la proliferación por doquier de nuevas aplicaciones me lleva a intuir que estamos comenzando a transitar el “codo”, y que en los próximos años presenciaremos un cambio vertiginoso y una extensión generalizada de las nuevas tecnologías a todos los campos de la realidad que superarán todos los marcos de análisis con que hemos interpretado el mundo hasta hoy. Ese cambio se está incubando.

Doscientos científicos y empresarios –de los más importantes del mundo, entre ellos Stephan Hawking, Bill Gates y Elon Musk- alertaron en enero de 2015 sobre el avance avasallador de la Inteligencia Artificial, anunciando que puede llevar “al fin de la raza humana”. Se refierían a la posibilidad de la auto-programación de sistemas computacionales complejos, que permiten no sólo el auto-desarrollo de programaciones altamente sofisticadas (es decir, programarse a sí mismos), sino también de su potenciación al estar todos contectados entre sí, a través de Internet, en tiempo real y a la velocidad de la transmisión de datos. El control, por parte de estos sistemas, de las grandes macro-redes de las sociedades desarrolladas y complejas –energía, infraestructuras, defensa, seguridad, comunicaciones- les otorga un poder abrumador y –eventualmente- invencible. La conexión a Internet de la infinidad de artefactos militares, hogareños, médicos, implantes personales, seguridad, administrativos, etc. ("Internet de las cosas"), hace de esta vulnerabilidad una debilidad existencial.

¿Nos estamos preparando para participar de esta revolución y prevenir sus peligros? Da la impresión que no. Nuestra reflexión nacional está centrada en debates históricos y no asume el cambio socio-tecnológico. Sólo espontáneas iniciativas de emprendedores –científicos y empresarios- toma nota de este cambio global, que sin embargo nos impregnará sin pedir permiso y superando cualquier intento de frenar su llegada.

Preocupa el nivel de la reflexión pública, desde el empinado nivel máximo hasta los comentarios periodísticos y las propias propuestas alternativas. Si la política no se interesa, la realidad lo hará por sí sola. La consecuencia la conocemos: el desarrollo será rápido, pero muchos, muchos, sólo lo mirarán pasar. Perderán el tren, serán los nuevos excluidos y sus vidas quedarán atadas a los estertores de un pasado cada vez más conflictivo, polarizado y violento.

El cambio de ciclo político es un buen momento para abrir las puertas a la reflexión. La vida empieza todos los días y aún estamos a tiempo. Pero cada día que perdemos será más difícil recuperar terreno.

Ricardo Lafferriere



martes, 12 de mayo de 2015

Democracias de audiencias

Hace un par de décadas, el politólogo francés Bernard Manin publicaba su obra “Principios del gobierno representativo”, en la que formulaba su clasificación sobre los tres grandes “estilos” que caracterizaron los sistemas de la democracia representativa desde fines del siglo XVII.

Tres grandes épocas marcaron formas de organización y funcionamiento de los sistemas democráticos  que, aún sin cortes tajantes –porque de una u otra forma, las características de los tres se expresan en todos- indican la preeminencia de determinados factores según la etapa histórica.

Se trata de la “democracia parlamentaria” originaria, la “democracia de partidos” que la siguió y de la “democracia de audiencias” de los tiempos actuales.

En la primera, la selección de los parlamentarios no respondía a otra cosa que a sus prestigios personales en sus comunidades. Los electores delegaban en sus vecinos más reconocidos la representación para legislar y gobernar. Los debates políticos y sociales llegaban “hasta la puerta del parlamento”, pero se suponía que no debían incidir en los legisladores, quienes decidirían según su criterio más justo deliberando y pensando libremente lo que consideraran mejor para su país. Esa forma no admitía subordinaciones partidarias ni lealtad a otro “colectivo” que no fuere la Nación, sus distritos y su conciencia. Iniciada en el parlamentarismo originario de la “Revolución Gloriosa”, en Inglaterra de fines del siglo XVII, fue la manera de funcionar de los cuerpos colegiados hasta  bien entrado el siglo XIX.

La segunda trasladó los debates político-sociales a los senos de los partidos políticos, que pasaron a ser concebidos como espacios colectivos de representación de grupos sociales específicos y de ideologías determinadas. Los legisladores perdieron autonomía y sus facultades de decisión pasaron a los cuerpos partidarios a los que respondían. Los parlamentos se convirtieron en lugares de contabilización de voluntades, ya definidas por fuera de sus muros. Las decisiones políticas respondían casi mecánicamente a las mayorías y minorías electorales, sin que hubiera lugar para cambio de opiniones en razón de los debates. Fue la democracia característica de las sociedades de masas, desde mediados del siglo XIX hasta pasada la mitad del siglo XX.

La tercera es la que Manin define como “democracias de audiencias”. Los debates no se dan por fuera de los parlamentos, ni exclusivamente dentro de ellos, ni tampoco sólo dentro de los partidos, sino en todo el cuerpo social, alimentados por los grandes medios de comunicación y los grupos de interés de más diversa factura, a los que hoy agregaríamos las redes sociales. Las elecciones no responden a los prestigios personales locales, ni a la identificación con sectores sociales o ideologías. Las “lealtades” parlamentarias se hacen lábiles y no implican subordinaciones a fuerzas políticas estables. Por el contrario: la selección de candidatos responde más bien a las construcciones de imágenes masivas, los prestigios reconocidos no son los locales sino el “conocimiento”, “confianza” y “empatía” que inspiran en los grandes electorados y las decisiones que tomen reflejarán los debates sociales que formarán cambiantes “estados de conciencia” sobre temas diversos, variables y fluctuantes.

El programa de Tinelli presentando a los tres principales (en cuanto “más medidos”) candidatos presidenciales con sus esposas señaló la llegada definitiva de la democracia de audiencias a nuestro país. Su propósito –evidentemente- no fue expresar una “ideología” o representar a un “sector social” determinado, sino llegar al gran público con capacidad de seducción y generación de empatía. La ausencia de compromisos sobre temas específicos refleja la necesidad de mantener abiertas opciones que pueden variar en el largo camino hacia el día del comicio, o incluso hasta el propio eventual gobierno. Tal vez Carlos Menem fue el que con mayor claridad definió estas necesidades cuando dijo, en 1990, cuando la democracia de audiencias asomaba en Argentina: “si hubiera dicho lo que iba a hacer no me hubiera votado nadie”.

¿Es buena o es mala la “democracia de audiencias”? No es una pregunta vana. Si la democracia de audiencias está definitivamente instalada, tampoco la actitud de los candidatos es condenable: hacen lo que se espera de ellos, y actúan en el espacio en el que se definen voluntades que al final terminarán expresándose en el comicio.

¿Es posible reemplazar la democracia de audiencias? Parece una tarea difícil. Responde a la estructuración y la dinámica de los tiempos, con altos grados de incertidumbre sobre los riesgos que deben enfrentarse, sobre los aliados con los que pueda contarse y con imposibilidad de prever el surgimiento de imprevistos, aún en el cortísimo plazo. Los ciudadanos no creen en los partidos ni en las ideologías, porque han aprendido lo que les enseñó la realidad: ni unos ni otros tienen verdades permanentes o estables, y durante sus vidas –cortas o largas- han experimentado ya los límites de unos y otras, cada vez más reducidos en sus posibilidades.

Tal vez la pregunta debiera entonces formularse de otra forma: Habida cuenta que la democracia representativa de hoy funciona con estas características, ¿cómo mejorarla?

Ignoro si alguien tiene una receta. Por lo pronto, parece que un mínimo de eficacia demandaría la existencia de partidos políticos modernizados. Y reitero: de partidos políticos. Modernizados. Los partidos requeridos por los nuevos tiempos requieren funcionar como marcos de debates primarios, lugares de elaboración de propuestas de gobierno coherentes, frescura intelectual para interpretar la nueva agenda, capacidad de construcción de acuerdos puntuales sobre temas específicos de mayor o menor extensión en el tiempo. Pero esta democracia no es funcional a partidos congelados en agendas fuera de época, durezas ideológicas propias de los tiempos de las “democracias de partidos”, burocracias esclerosadas o en la impostación de épicas históricas.

Tal vez partidos con esas nuevas características podrían servir eficazmente a los ciudadanos para alimentar las portentosas posibilidades de millones de personas que viven las nuevas formas de la democracia y calificar los liderazgos. Si ello no ocurre, persistirán solamente los “liderazgos” –renovándose sin contenido, o con el contenido que les marquen las agendas diarias de sus asesores de imagen, o en el mejor de los casos, respondiendo a las convicciones íntimas de cada “líder”-  y las sociedades se resignarán a ellos esperando el momento de su ratificación o de su cambio, ignorando las mediaciones políticas que considerarán cada vez más inservibles.

Alguna vez hemos escrito que el “poder” es un concepto antropológico que ha acompañado desde siempre la vida en sociedad. Existen sociedades sin ideologías, pero no existen sociedades sin poder. Es el primer paso, lo “sustantivo”. Los ciudadanos lo sienten, lo intuyen, lo “saben”. Siempre construirán liderazgos para ejercer el poder.

La modernidad entendió que ese poder debe dividirse, limitarse, acotarse.  Estableció Constituciones, leyes, Justicia. Es lo “adjetivo”. En la opción, si se presentan como opciones, siempre ganará lo primero. Las convicciones democráticas de aquellos ciudadanos interesados en especial por lo público deberá encontrar la forma de articular ambos conceptos, para no regresar al “puro poder”, propio de las sociedades premodernas. Deben hacerlo sobre las condiciones sociales que se viven, no sobre las que les gustaría. Contener el poder dentro de la política sigue siendo el desafío de la democracia en sus tres versiones.

Comprender la dinámica cambiante de las sociedades es requisito necesario para aspirar a representarlas. Las democracias de audiencias están llegando para quedarse y quizás no haberlo comprendido abrió el camino a liderazgos estrambóticos, incapaces de gestiones maduras y responsables, pero que interpretando la necesidad de “poder”, supieron entender la forma de lograr una representación escasamente dirigida al bien común, sino a sus propósitos –personales- de poder y riquezas.

La fórmula del éxito quizás sea “liderazgos democráticos con partidos modernos”. El gran desafío para los ciudadanos de hoy.

Ricardo Lafferriere