martes, 11 de septiembre de 2018

Como si hubiera otras alternativas...


Luego de los últimos acontecimientos cambiarios, han resurgido con diversa fuerza críticas del “día después”, sosteniendo que el gobierno de Cambiemos ha “fracasado” porque no se tomaron otros caminos. Hasta pareciera haberse vuelto un lugar común hablar del “Fracaso económico de Macri”, con indisimulada satisfacción y como si el eventual fracaso del gobierno no alcanzara más que a su propia gestión, sin afectar la vida de millones de personas y el futuro del país como conjunto.

Las críticas -se puede observar- son centralmente dos. Una proviene del kirchnerismo residual, coincidente con gran parte de la cultura política tradicional argentina que aún vive en el mundo del siglo XX, es que debió volverse a la Argentina cerrada y autónoma. Justo es reconocer que no todos se refieren a la megacorrupción, sólo defendida por el kirchnerismo duro, sino, marginada ésta de la reflexión, reclaman intentar nuevamente la estrategia de un desarrollo “hacia adentro”.

No tiene mucho sentido, a esta altura, insistir en rebatir conceptualmente la deriva inexorable de este rumbo hacia un callejón sin salida, tipo Venezuela. El mundo ya no es lo que era, y aunque los equipos del Frente Renovador insistan en él más que nada como una estrategia de acercamiento y reagrupamiento al viejo PJ, los que hablan de corrido saben que en el actual escenario global esa senda es inviable. Cerrar el acceso a mercados externos, renunciar al financiamiento internacional, condenar a nuestra producción a los límites del pequeño mercado nacional, o creer que el mundo es un camino de una sola vía -que nos permitiría venderle aunque prohibamos comprarle; aceptar sus dólares prestados, diciendo que no los devolveremos; pedirles inversiones, pero prohibirles ganancias- es ingenuo. O mentiroso.

No cabría mayor debate si no fuera porque lo que desde algún tiempo he caracterizado en mis notas como “Corporación de la Decadencia” parece retomar bríos ante los barquinazos que el país sufrió con las últimas conmociones cambiarias, cuyas causas principales, en última instancia, se derivan de vivir en este mundo, y convivir en un país que ha congelado su reflexión estratégica además de abandonar su solidaridad nacional. Las vacías invocaciones a “alternativas de crecimiento” frente al “ajuste salvaje”, o a “defender la clase media” frente a las “abruptas subas de tarifas” no son más que aullidos a la luna. En función de gobierno, no tienen consistencia. Quienes las pronuncian lo saben.

El otro reproche llega desde el ala tradicional del pensamiento económico criollo: la ortodoxia. Desde esa perspectiva, sostenida desde el primer momento del cambio de gobierno, la administración de Cambiemos falló en no expresar en plenitud la dimensión del desastre en que se encontraba el país a finales del 2015. El nuevo gobierno -sostienen- debió provocar un shock inmediato, de efectos conmocionantes al incluir la eliminación de planes sociales, el despido “de un millón de empleados públicos” y poner en práctica las tradicionales recetas ordenancistas incluyendo el arancelamiento educativo, la reducción de la coparticipación a provincias e incluso la reducción del gasto previsional que -no olvidemos- es el principal “debe” de las cuentas públicas, aún hoy.

Si la primera alternativa olvidaba el escenario global, la segunda hacía caso omiso del escenario nacional. Con una, el rumbo era llegar inexorablemente a lo que hoy sufre Venezuela. Con el otro, ignorar las limitaciones políticas e institucionales del nuevo gobierno -menos de un tercio del Congreso, apenas cinco gobernaciones y una justicia dominada por la Corporación de la Decadencia, “anque” la corrupción-. Es sencillo hablar con el diario del lunes, olvidando que el triunfo de Cambiemos fue apenas por menos de dos puntos, y que la fuerza política desalojada del poder mantenía resortes claves en sus manos, que había utilizado sin escrúpulo alguno y amenazaba con seguir haciéndolo desde la oposición. Incluso aunque hubiera tenido el poder suficiente, si existía una mínima alternativa de evitar a nuestra gente momentos de dolor y zozobra, era necesario tomarla.

Ante esas alternativas, la estrategia de Cambiemos fue clara: reordenar la relación con el mundo, resolver los gigantes desequilibrios provocados por la década kirchnerista -fundamentalmente el energético, en el que de una balanza superavitaria de 6.000 millones de dólares pasamos a un déficit de 7.000-, reconstruir la infraestructura destruida y crear nuevas vertientes de crecimiento, democratizadoras de la economía. Mientras esto se hacía -y se está haciendo- con la perspectiva de un país en pleno crecimiento antes de un lustro, se propuso financiar la transición con endeudamiento, como única forma de mantener el gasto social, sostener el sistema previsional y evitar una mayor presión fiscal que el kirchnerismo había convertido en la más alta del mundo en desarrollo.

Para ello, claro, era necesario tener quien nos preste. Caso contrario, el financiamiento no existe. Conseguir acreedores dispuestos conlleva contrapartidas no sólo económicas sino políticas. En este sentido, la existencia de un peronismo en vías de renovación, incorporado al objetivo de la modernización económica sin perjuicio de sus aspiraciones de poder, eran centrales. Los efectos del viaje a Davos en el que el “líder renovador peronista” Sergio Massa acompañaba al presidente fue una imagen excelente, contracara del comportamiento irracional de Cristina Kirchner y sus seguidores. Si cambiaba el gobierno, se respetarían los acuerdos. La Argentina se volvía confiable.

Conseguimos financiamiento. Gracias a él fue posible seguir pagando los planes, mantener en pie el sistema jubilatorio y avanzar en la reforma del Estado gradualmente, sin provocar grandes conmociones sociales e injusticia. Este proceso desembocaba en la maduración de las medidas energéticas -que incluyen una verdadera revolución en las renovables y un impulso acelerado a Vaca Muerta-, para llegar a comienzos de la década del 2020 con un claro superávit en la balanza comercial luego de haber recuperado nuestra condición exportadora, y con una economía modernizada vía turismo, economías regionales y emprendimientos reemplazando a la anterior economía rentista, estancada y obsoleta, disfuncional con las características de la economía global del siglo XXI. En síntesis, terminar con la Corporación de la Decadencia y sembrar las semillas de una Argentina exitosa en el siglo XXI. En un lustro, finalizaría la necesidad de nueva deuda y comenzaría a pagarse la existente.

Había dinero en el mundo -lo hay hoy- que permitía esa estrategia, y la novedad de un país que lograba escaparse del populismo por la vía electoral, sin el dramatismo que sufre hoy Venezuela o la impotencia de Nicaragua o la propia Cuba ayudaban e inspiraban a creer en la Argentina.

Lamentablemente, duró poco. La Corporación de la Decadencia supo rearmarse rápidamente y su meta obsesiva en estos años ha sido golpear en la línea de flotación de la transición: el financiamiento del Estado. Y a pocos meses de instalado el nuevo gobierno profundizó el ataque, siguiendo la línea que había comenzado la propia Corte el día de asunción del nuevo Presidente obligando al Estado Nacional a devolver a las provincias lo retenido durante la administración menemista -y sostenida por las que la sucedieron- para financiar el déficit previsional. Lo de la Corte pudo haber sido justo, pero agregó un componente dramático al desequilibrio fiscal, que la nueva administración salvó con artesanal habilidad.

Llegó el proyecto de reforma impositiva, impulsado por el propio Sergio Massa. Un nuevo ataque al financiamiento estatal, que golpeaba a la capacidad de repago de la deuda contraída. También pudo ser sorteado con éxito. Sin embargo, los golpes continuaron. El proyecto de reforma previsional, diseñado para cumplir con la sanción de la Corte devolviendo recursos a las provincias, encontró a la oposición peronista atacando sin cuartel al único camino posible para mantener el financiamiento estatal en niveles compatibles con el endeudamiento, devolviendo autonomía a las provincias. Esta vez fue en alianza con la izquierda populista extrema, atacando al Congreso y provocando agresiones y violencia descontrolada contra las fuerzas de seguridad.

Sin embargo, el hito terminante para romper definitivamente con la credibilidad nacional fue la unión de todo el peronismo detrás de una ley que daba el golpe de gracia al programa de reordenamiento fiscal: la derogación de las actualizaciones tarifarias y vuelta a los “subsidios estatales”.

El proyecto, que el propio presidente del bloque peronista “serio” del Senado calificó duramente pero igual sostuvo, volvía al sistema kirchnerista de desfinanciar a las empresas prestadoras de servicios públicos retrotrayendo el país al tiempo de los cortes diarios de electricidad, el deterioro terminal del transporte ferroviario, la falta de agua potable en millones de hogares y la paralización de las obras de distribución de gas. Fue el golpe de gracia a la credibilidad del país ante el mundo acreedor. El financiamiento se “enrareció” y se encareció.

¿Podría decirse que Cambiemos fue el responsable? Tal vez en parte, al no haber recurrido al financiamiento público internacional (FMI) desde el comienzo, en lugar de apostar al mercado de capitales. Es otro juicio de valor fácil con el “diario del lunes”. En el país el FMI tiene mala prensa y aunque hoy funcione en forma opuesta a su historia y sea en los hechos casi un apéndice del G-20, eso no es percibido así por el gran público. Lo cierto es que ese debate no se dio y tal vez el país no estaba en condiciones de darlo en el 2015. Pero también podríamos decir, con los mismos diarios del lunes, que si la oposición no hubiera insistido en golpear una y otra vez la sustentabilidad del financiamiento estatal en estos años nada más que por finalidades políticas secundarias, otro hubiera sido el comportamiento de los acreedores en la última crisis y no hubiera sido necesario recurrir al FMI ni siquiera ahora.

Para agravar la situación, la última ofensiva desfinanciadora del Estado -la de las tarifas- llegó justo en un momento de enrarecimiento del clima internacional, la suba de tasas en EEUU., la sequía más grande del siglo -que redujo en 10.000 millones de dólares las exportaciones del país- y el fortalecimiento del dólar. Así estamos. La desaparición del financiamiento hizo estallar el gradualismo. La marcha de la transición tendrá más durezas. Habrá que acelerar la marcha para llegar a puerto más rápido.

Frente a esto, hoy renace la Corporación de la Decadencia. Ni siquiera actualiza su mirada. Vacías invocaciones al “crecimiento” y al “mercado interno”, sin decir cómo los financiará y qué grado de sustentabilidad podrían tener empresas encerradas en los límites del país en un mundo con escasísima ganancia por unidad de producto -salvo la “protección” indiscriminada, con un Secretario de Comercio estilo Moreno, explotando salvajemente a los consumidores argentinos con productos malos y precios caros-. Robando empresas, corrompiendo a todos, anestesiando a la opinión pública con un relato falsario que ya no existe en ningún lado. Y si es necesario, matando fiscales.

Es el debate del poder. En la sociedad se reciben los ecos de estas peleas, se trabaja, se sufre y se vive. Esos argentinos tendrían derecho a otra actitud de su política. No la ven. Pero intuyen la veracidad o mendacidad de los discursos, por la trayectoria de quienes los pronuncian. Les gustaría, seguramente, mayor información y claridad sobre el puerto de llegada, que intuyen pero no la ven comunicada adecuadamente desde el poder, tal vez por otra falencia importante que se ha imputado repetidas veces a Cambiemos: el reduccionismo de sus herramientas comunicacionales, limitando la voz y apagando los tradicionales espacios de esclarecimiento y debate público.

Las redes y la segmentación informativa son excelentes herramientas, pero fragmentan el entendimiento ciudadano sobre el conjunto de las políticas y el propio sentido de solidaridad nacional. Reforzar con un poco de sangre en las venas y una mejor articulación política al bloque de gobierno no sería mala idea. Tampoco que la oposición siguiera un camino parecido, para darle reales opciones a la democracia con alternativas no disruptivas sino mejoradoras, buscando la recuperación de la confianza en el país.

El viejo camino, conservador y arcaico, está agotado. Las investigaciones sobre la corrupción están mostrando la profundidad que tenían los vínculos espurios de la Corporación de la Decadencia: Presidentes, Ministros, Secretarios de Estado, empresarios -grandes, medianos y chicos-, jueces, comunicadores, gobernadores, intendentes… hasta carteles de narcotráfico, choferes, jardineros y secretarias.

Del otro lado, las semillas de la Argentina exitosa, progresista y moderna. Buscando afanosamente, aún con medidas fallidas que deben corregirse y se corrigen, que las cosas salgan bien, trabajando tenazmente desde las iniciativas particulares como en tiempos en que se hizo el progreso del país. Invirtiendo y apurando la maduración de los grandes proyectos energéticos. Modernizando aceleradamente la infraestructura social y productiva. Sosteniendo a pesar de la crisis el mayor gasto social de la historia argentina. Y mientras tanto, dialogando, aún con los más tenaces rivales.

Simplemente, porque aunque puedan existir otros equipos de gobierno u otros partidos gestionando el poder -y así debe entenderse la democracia- y aunque todas las medidas de gobierno sean mejorables -que seguramente lo son-, en el rumbo grande del país no existen otras alternativas.

Ricardo Lafferriere

lunes, 3 de septiembre de 2018

¿El único a la altura?

No había terminado de hablar el presidente. Mucho menos se había escuchado el desmenuzamiento técnico del ministro Dujovne.

Sin embargo, estalló la jauría. Sin haberse tomado siquiera cinco minutos para analizar las propuestas, y sin evaluar en lo más mínimo la corrección de las medidas.

Estallaron para disputar la primacía televisiva y comunicacional. “Es un discurso de autoayuda”, espetó un ex gobernador de Buenos Aires, ex menemista, ex duhaldista, ex kirchnerista y hasta ex macrista y hoy sumado al Club del Helicóptero.

“No estoy para nada de acuerdo” exclamó otro lanzado a la carrera presidencial, que matizó con su esperanza de que las cosas, de todas maneras, salieran bien.

“No aprobaremos ningún presupuesto. Los mercados le han cerrado las puertas al gobierno”, lanzó eufórico el inefable presidente del bloque del FPV, olvidando que la oposición, a pesar de sus enormes diferencias, jamás dejó de facilitar la aprobación de los presupuestos de Néstor y Cristina Kirchner. Y antes, de Carlos Menem. Y entre ellos, del propio Duhalde.

Abajo, las batallas seguían y siguen inmisericordes. Los tenedores de bonos en pesos, presionando para que el Banco Central vendiera los dólares necesarios -aunque fueren todos- para que el valor de sus anteriores apuestas financieras no decayera o se pusiera en riesgo. Los tenedores de deuda en dólares, exigiendo que el Banco Central no vendiera ni un dólar, aunque se fuera a las nubes, para blindar sus acreencias en divisas. Unos y otros, haciendo fuertes “lobbys” y tomando medidas financieras diversas incomprensibles para el “gran público” para presionar en uno u otro sentido.

Dirigentes políticos que mantuvieron casi una década congeladas las jubilaciones bajando su valor real a menos de la mitad y que luego expropiaron los ahorros previsionales de los argentinos, rasgándose las vestiduras porque los haberes previsionales pueden sufrir entre un cinco y un diez por ciento en este año.

Dirigentes rurales que sufrieron lo que sufrieron en la década salvaje y fueron favorecidos por políticas que aprovecharon en bien propio y del país potenciando fuertemente la producción, luego de una devaluación del 100 % en nueve meses, retacean hoy el mínimo esfuerzo que el país necesita de ellos, para evitar que la reducción de gastos sociales -único lugar que podría continuar la reducción del gasto público luego de la degradación de la mitad del gabinete, el congelamiento salarial del sector público y la reducción al mínimo de los planteles políticos en el Poder Ejecutivo- convirtiere a la Argentina en un campo de batalla.

Dirigentes que han convertido a la Cámara superior del federalismo en un aguantadero de delincuentes, han insinuado -según trascendidos periodísticos no desmentidos- que estarían dispuestos a ayudar con la condición de que “se pare la mano con los cuadernos”, o sea, que el gobierno presione a la justicia para limitar las investigaciones de corrupción de la década salvaje.

Y hasta la ex presidenta, rodeada de procesamientos por diversos jueces -nombrados por ella-, cada vez más cercada por las pruebas de su mega corrupción y de su pésima gestión de gobierno que le costó al país más de 200.000 millones de dólares, se atreve cínicamente a sugerir “que se dediquen a gobernar” en lugar de perseguirla por sus delitos. Sin sonrojarse, ni ofrecer devolver el dinero y sin “arrepentirse de nada”.

Economistas de diverso pelaje toman posiciones según las empresas que conforman su clientela, reemplazando los análisis objetivos por reclamos sesgados lanzados a voz de cuello, tras los cuales se oculta el pequeño -o gran- interés del sector o la empresa que representan, pero sin decirlo. Hablan en nombre de sus “consultoras”.

El coro comunicacional con síndrome de abstinencia de pauta, por su parte, se desloma en análisis que recuerdan a los “monos sabios” de que hablaba el recordado César Jaroslavsky, cada uno levantando el dedito acusador sin vergüenza ninguna y sin mantener la mínima coherencia entre lo sostenido por ellos mismos meses atrás, semanas atrás, días atrás u horas atrás. Gracias a Dios y al destino que en el propio seno del periodismo se está insinuando y avanza una línea ética cuya mayor expresión es hoy Diego Cabot, ejemplo de un comportamiento patriótico y democrático para todos los ciudadanos y -sería bueno- también para sus colegas.

Otros, para ser justos, en el propio espacio de gobierno, vencidos por sus egos, retacean el apoyo en un momento en que ante la lucha en soledad en que la ha dejado la oposición política, la coalición de gobierno debiera soldarse más que nunca alrededor del presidente, que en un momento de extrema sensibilidad como la que atravesamos debería contar con las manos libres para tomar las decisiones que necesita.

Frotándose las manos, el equipo del 2002 fogonea el derrumbe reclamando un “gobierno de transición”, votado por nadie. Con él, el dólar no se iría a 40 sino a 200. Suspendería las relaciones con el mundo, tal vez con un nuevo default y otra década salvaje bañada en el barro de la corrupción. Funcionarios estilo Moreno recibirían con el revólver en la mesa a los empresarios que necesitaran importar alguna máquina o insumo y no quisiera pagar coimas o regalarle su empresa. Empresarios del cartel de la obra pública volverían a asegurarse obras, compartiendo los sobreprecios con los funcionarios que se las adjudicaran. 

Los jubilados sufrirían seguramente otra década de congelamiento en sus haberes. Eso sí: los “empresarios” protegidos podrían recomenzar su importación de chucherías que, pasadas por “nacionales”, les permitirían las superganancias a costa de la explotación de los consumidores. Las provincias volverían a depender de las decisiones nacionales, sin autonomía ninguna. Volveríamos en poco tiempo a no tener más ni rutas en condiciones, ni electricidad, ni gas. Apagones, cortes eternos, y al final, algún Maduro Nac & Pop daría las puntadas finales. 

Y para coronar: terminaría la persecución sin cuartel al narcotráfico, tal vez el mayor cambio protagonizado por Cambiemos frente a las complicidades múltiples de la administración kirchnerista.

Mientras tanto, con todas las dudas que derivan de su propia condición humana, el presidente pareciera ser el único a la altura. No sé si la propuesta que hace será la adecuada pero no hay dudas que ha analizado todas las alternativas posibles, como lo han reconocido importantes analistas. Su mayor error fue creer que presidiría un país en el que era posible volver a crecer sin que los más necesitados fueran el “pato de la boda” durante la transición, con una transición gradual y sostenida por todos. 

La jauría que grita tapándose los oídos, sin ningún interés por escuchar, y a la que no le importa eso en lo más mínimo, ha emponzoñado tanto el ambiente y el debate que ya trasciende la escena nacional. En ocasiones pienso si un funcionario internacional, un inversor externo o un fondo de inversión podría estar tentado de dar una mano o venir a arriesgar en un país sin el mínimo de solidaridad nacional ni comportamiento no ya maduro, sino simplemente cuerdo. Mucho más cuando los propios argentinos han llegado a tal nivel de desconfianza sobre sí mismos que no se creen unos a otros y mucho menos a lo que debiera ser el símbolo de su identidad y soberanía: su propia moneda. La jauría forzó el fin del gradualismo, y los que sufrirán esos gritos destemplados no serán ellos, sino los compatriotas más necesitados. Tampoco les importa.

Es de esperar, con sinceridad, que las enormes reservas con sentido patriótico que tiene la Argentina, alejadas del “escenario” que grita sin escuchar, muestren al mundo que el país merece una oportunidad, pesar de los rudimentos de su gobernanza. Que es un pueblo capaz de mostrar gestas de producción, de iniciativa, de inteligencia, de solidaridad, de mano tendida. 

Y que esa mayoría de los argentinos, casi siempre callada y alejada del debate, muestre una vez más su apoyo al camino iniciado en el 2008 con las gigantescas movilizaciones republicanas que pusieron límite al autoritarismo ladrón y populista y pudo recuperar para el país la dignidad que hoy se intenta una vez más violentar.

Ricardo Lafferriere




Turn on Active Status para ver quién está disponible.

Notificaciones

miércoles, 25 de octubre de 2017

Después de CAMBIEMOS

(Para la reflexión y la polémica)

En los cimientos de la Argentina profunda, semiescondidas por infinidad de argumentos parciales y cosmogonías, ideologías y debates picarescos, hay dos formas de comprender la convivencia.

Lo afirmábamos ya en el 2008, cuando estas “placas tectónicas” produjeron el choque que conmovió al país con el “reclamo del campo”. Esas formas, en su núcleo más puro, giran alrededor de “ideas-fuerza” que han chocado y chocan a veces en forma subterránea y en otras eclosionan fuertemente.

Una de esas vertientes podría definirse como “autoritaria-conservadora”. Más o menos chauvinista según las épocas, cree en las potestades ilimitadas del “poder” para regular la mayor cantidad posible de relaciones humanas, relativiza la importancia de la libertad y el libre albedrío, es afecta a la fuerza y a las demostraciones de fuerza y sus utopías se ubican en el pasado. Que “siempre fue mejor”.

La otra es abierta a la modernización progresista. Se enraíza en las visiones cosmopolitas que creen en la unidad esencial del género humano, más o menos universalista según las épocas, cree que el poder debe actuar más sobre las cosas que sobre las personas, a las que les reconoce la libertad originaria. En sus visiones más modernas, cree que debe ampliarse esa libertad garantizando las posibilidades de elección de los caminos de vida de cada uno con pisos de dignidad y ciudadanía creando puntos de partida lo más equitativos posibles. Honra el pasado, pero su utopía se ubica en el futuro.

Estas formas de entender el país se concentran, sin exclusividad, en dos vertientes político-culturales. Una, organicista y jerárquica. Otra, democrática y plural.

La historia argentina ha estado motorizada siempre por el choque profundo de estas visiones, que también suelen imbricarse recíprocamente hasta perder su nitidez en la política real. Ambas han estado presentes, en mayor o menor medida, en las grandes formaciones políticas. Sin embargo, puede afirmarse que durante el siglo XX la primera construyó su “nido” en el peronismo –hoy, el kirchnerismo- y la segunda en el radicalismo –hoy, en Cambiemos-.

No son creaciones exclusivamente políticas. Responden al imaginario cultural de grandes grupos de personas. Su vestimenta formal es –casi- indiferente. Cuando el peronismo implosionó, surgió el kirchnerismo y ocupó su lugar. Cuando lo hizo el radicalismo, su espacio fue cubierto por Cambiemos, aglutinando a la mayoría de las clases medias que durante el siglo XX se expresaba en el radicalismo y aliados circunstanciales.

Desde esta perspectiva, el proceso que ha comenzado en diciembre de 2015 refleja con mayor nitidez que nunca en la historia la esencia originaria del cambio progresista. El campo conservador, golpeado por la impactante develación de la megacorrupción, se ha concentrado en el kirchnerismo residual. Los viejos actores del siglo XX, por su parte, sufren reacomodamientos identitarios profundos, engrosando las filas de una u otra de las expresiones políticas del siglo XXI, a las que llevan sus convicciones, épicas, historias y creencias. La historia no son sólo coyunturas, sino también memorias, sentimientos, experiencias, recelos y afectos y todos ellos impregnan las nuevas formaciones.

El futuro es inescrutable. Tal vez un analista de mediados del siglo XX –cuando todavía se creía que la historia tenía una dirección inexorable- sostendría que ambos campos deben reflejarse en expresiones políticas. Si así fuera, parece difícil imaginar un “tercer espacio”, entre Cambiemos y el kirchnerismo, con posibilidades de canalizar contingentes mayoritarios de ciudadanos, siempre suponiendo que ambas formaciones hicieren sus deberes. Aquellas personas que adhieren a una u otra de las grandes vertientes político-culturales mencionadas, en sus diferentes matices, tendrán allí sus referencias, cualquiera sea su lugar de origen histórico. Sin embargo, la política no suele ser lineal.

Alcanza con mirar la historia reciente: ya desde el 2008 la situación política argentina permitía construir una alternativa modernizadora. Sin embargo, la preeminencia ideologista en los análisis de la mayor fuerza alternativa de ese momento, el radicalismo, demoró este proceso casi una década, facilitando la perpetuación del experimento kirchnerista por un lado, y habilitando el crecimiento del PRO, con mayor claridad estratégica para analizar el país y las alternativas, por el otro. 

Y también lo observamos en el proceso electoral de octubre de 2017. La obsesión por la resurrección del peronismo llevó a sus sectores más modernos a un drenaje de sus adhesiones ciudadanas hacia lo que éstas percibieron como la mejor expresión de las visiones transformadoras, con independencia de su antigua simpatía partidaria histórica. Como ocurriera antes con el radicalismo, sus electores más modernos se integran en CAMBIEMOS, y los más conservadores se atrincheran en “Unidad Ciudadana”. Las situaciones residuales de Randazzo, Urtubey o Schiaretti hoy no son en esencia muy diferentes a la de Ricardo Alfonsín en 2011.

¿Significa esto que si la mayoría no se vuelca a Cambiemos la única opción política real es el kirchnerismo?

Hoy por hoy no se ve una alternativa superadora a Cambiemos en el espacio modernizador progresista, ni superadora al kirchnerismo en el campo conservador. Lo demás es apostar a la premonición. Nadie hubiera imaginado hace un par de años a Estados Unidos gobernado por Trump, ni el resurgimiento de grupos nazis en Alemania y Austria, o a Francia desplazando a sus fuerzas históricas para entronizar una experiencia joven y novedosa en la que tributan también viejos militantes de las antiguas izquierda y derecha francesa. Mucho menos a China y Rusia convertidos en los exigentes abanderados del libre mercado mientras EEUU comienza su declive, se cierra sobre sí mismo y abandona de hecho su liderazgo global en manos de sus antiguos rivales.

Si el proyecto de Cambiemos resulta exitoso  y logra instalar por fin a la Argentina en el camino de la modernidad democrática –como parece ser la chance más probable a esta altura del proceso, es decir octubre de 2017-, es más posible que de agotarse su ciclo político su herencia no llegue “desde afuera” sino de desprendimientos de esa misma fuerza. 

Es altamente improbable que la experiencia de Cambiemos prologue un regreso del campo conservador: la tendencia inexorable hacia la globalización de la economía y los mercados, impulsada por los principales actores del mundo y por la propia revolución científico-técnica anuncian un deterioro también inexorable de las alternativas conservadoras-nacionalistas, cuyas bases económicas se diluirán sin remedio, superadas por la realidad. Sin embargo, sería aventurado imaginar, con la aceleración de la historia en el país y en el mundo, cuáles serán los temas de agenda que encenderán pasiones y exigirán decisiones en ese momento y por lo tanto, adivinar los liderazgos y alineamientos que lo protagonizarán.  Una cosa es cierta: no lo serán ni las propuestas ni los liderazgos anclados en la mitad del siglo XX.

Es más: también es difícil imaginar qué pasará con la política como actividad, a estar a los cambios enormes que está teniendo la naturaleza del poder con el surgimiento de espacios transnacionales, supraestatales, subestatales y regionales que se ven hasta en las sociedades consideradas más estables, y con el avasallante protagonismo de los ciudadanos comunes, apoderados por las redes sociales. El caso de Gran Bretaña dejando la Unión Europea, el conflicto soberanista en España con el problema catalán y el resurgimiento del nacionalismo escocés no son más que algunos muy pocos ejemplos de realidades que se instalan en todo el mundo.


El planeta entero es hoy más apasionante que cualquier “reality”. Nunca ha sido tan necesaria como en estos tiempos la frescura intelectual, el desapego de los dogmas históricos y la capacidad perceptiva de las inclinaciones ciudadanas para protagonizar con éxito esa apasionante tarea que es la actividad política.

Ricardo Lafferriere

jueves, 4 de mayo de 2017

Un fallo valiente

La “escena” política parece haberse sorprendido con la sanción del fallo de la Corte Suprema que ordena la aplicación del cómputo doble a la detención sufrida en carácter de prisión preventiva, luego de haber transcurrido dos años en tal condición y sin haber recaído sentencia en una causa penal, a personas encausadas por delitos conocidos como de “lesa humanidad”.

La sanción de la Corte implica una gran valentía y un paso decisivo en la recuperación del estado de derecho.

Varios principios jurídicos de raíz constitucional y aún supraconstitucional juegan en esta decisión, que aunque tardía, viene a encarrilar situaciones de altísima injusticia que la democracia argentina no había logrado hasta ahora resolver adecuadamente. La igualdad ante la ley, la irretroactividad de las leyes, el principio de inocencia, la prohibición del abuso de la figura de la “prisión preventiva” y el principio de aplicación de la “ley más benigna” favorable al acusado.

Muchos de ellos estaban siendo violados, montados en una especie de condena extrajudicial previa, instaurada en el momento en que se comenzó a utilizar la figura de los derechos humanos para esconder tras ellos un proyecto de vaciamiento del país y apropiación delictiva de recursos públicos como no se tiene memoria en la historia argentina.

Quien esto escribe sufrió en su momento la represión del proceso. Fue detenido-desaparecido, y luego “legalizado” con la puesta a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Conoció desde adentro la fabricación de procesos amañados por la justicia militar, y –como muchos- añora la amistad de asesinados en la flor de su vida, con quienes había compartido militancia. Esto quiere decir que peleó cuando era el momento de hacerlo, reclamando la recuperación del estado de derecho, la vigencia de la soberanía popular y por la derrota de la dictadura.

Esto fue hace cuatro décadas. El país atravesaba un baño de sangre, desatado por la insurgencia a la que el poder constitucional de entonces resolvió combatir “hasta el exterminio”, dando las órdenes pertinentes a los jefes militares y policiales, que después las profundizaron hasta el paroxismo, ya durante la dictadura.

Eso sufrimos, y con una persistente militancia por la vida, la paz y la democracia, resistimos el fuego cruzado de la insurgencia y la contrainsurgencia, en tiempos de la guerra fría y la polarización violenta, pero logramos abrir una brecha de racionalidad para reducir el espacio del terror y comenzar, con el liderazgo de Alfonsín, la construcción de la democracia argentina moderna.

La bandera era la Constitución. El rezo laico era el preámbulo. Su concreción sería el estado de derecho rigiendo de una vez en la Argentina. Nunca más la arbitrariedad, la muerte, el autoritarismo, la persecución.

No debiera ser necesario mostrar pergaminos ni recordar la historia para hablar de estas cosas, pero la tramposa recreación del clima de esa época por el matrimonio cleptómano contagió la mente de muchos compatriotas que no recuerdan o no los vivieron. Años en los que –tal vez no esté de más evocarlo- mientras algunos sufríamos cárcel, estaban exilados, eran asesinados o desaparecidos, los grandes impostores de la década pasada hacían su fortuna ejecutando jubilados con créditos impagables invocando la “Circular 1050”, dictada por Martínez de Hoz.

Esa historia falseada provocó consecuencias y convirtió al “estado de derecho” también en una impostación. La propia ex presidenta lo reconoció al sostener que “un fallo así no hubiera sido dictado durante el gobierno anterior (el suyo)”. Difícilmente sea imaginable una confesión más cínica sobre lo que fue la justicia “durante su gobierno”.

El país ha iniciado una nueva etapa de su historia, y va saldando sus deudas con el pasado. Era hora.

Desde esta página lo veníamos reclamando hace varios años. Más allá del juicio ético y personal sobre el "2 x 1" -con el que personalmente discrepo en cualquier circunstancia- fué ley vigente y no era justicia mantener a centenares de personas en el eterno limbo de la “prisión preventiva”, sin juicio condenatorio y sin presunción de inocencia, nada más que por la denuncia de dirigentes a sueldo que han bastardeado una historia épica y la han sumergido en un despreciable presente. Vergonzosamente, aún quedan muchos en esa situación, sin juicio ni condena y por lo tanto, detenidos durante años a pesar de su presunción de inocencia y quizás de su real inocencia. 

No es justo ni siquiera lo que se hizo con el propio Videla –que alguna vez firmó como presidente de facto mi detención “a disposición del PEN”, en 1976-. Dejar morir a un anciano inválido con más de ochenta años y enfermedades degenerativas en una prisión de aislamiento, sin atención médica, solo en medio de la noche, lo hubiera hecho tal vez él mismo. No podía hacerlo la democracia argentina, porque estaría cayendo en la misma inhumanidad que había demostrado el preso y por la que se lo penó.

Pero lo hizo.

Debe haber justicia. Debe actuar libremente. Deben castigarse los delitos. La impunidad es una de las principales causas del deterioro de la convivencia. Presos, los que deban que estar, luego de juicios limpios e imparciales, con acusación y defensa libres. La democracia argentina ha mostrado que puede hacerlo, abriendo juicios ejemplares como lo fue el de las Juntas Militares. Pero… con la ley en la mano. Con sus principios rigiendo sin interpretaciones caprichosas impulsadas por el “clamor popular”, inmedible en cuanto no se traduzca en leyes por los procedimientos constitucionales.

Había y hay que terminar con eso, sin perdón –si  no se pide por los que deben hacerlo y no se da por quienes podrían otorgarlo-, pero con el remedio que la civilización ha elaborado durante años de historia para terminar con la barbarie: la vigencia plena del estado de derecho. En este caso, significa acusación, principio de inocencia hasta que no se pruebe la culpabilidad, debido proceso, aplicación plena de la ley penal en forma igualitaria, jueces naturales imparciales “designados por la ley antes del hecho de la causa”, y cárceles “sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”. Esto dice la Constitución a la que debemos respeto. Eso es el estado de derecho por el que luchamos y sobre el que podremos edificar nuestro futuro.

Por eso sostengo que este fallo es valiente. Se levantó contra el presunto juicio ético de una opinión pública prefabricada. Decidió que en la Argentina la ley se aplica a todos. No se atemorizó ante la segura reacción impostada de aquellos que hacen silencio cómplice con la represión sanguinaria de los parapoliciales de Maduro que prenden fuego a estudiantes que protestan y aplastan con tanquetas a ciudadanos que reclaman, pero se rasgan las vestiduras al ver que su gran impostura de la época pasada es superada por la historia.

Entristece un poco, sí, ver la confusión de algunos que –en todo su derecho, por supuesto- “condenan” el fallo. Tal vez sea confusión entre justicia y venganza, tal vez teman ser confundidos porque haya sido también confuso su papel cuando había que luchar en serio por los derechos humanos y miraban para otro lado. Tal vez estén realmente confundidos. O tal vez, simplemente, les falte la valentía democrática y republicana que mostró la Corte en este fallo. Dejo para lo último la menos agradable de las alternativas: que realmente crean que la democracia argentina debe actuar como lo ha hecho en esta última década. Con ellos me separa un abismo conceptual y de valores. El que separa el estado de derecho del autoritarismo, imposible de disimular con vestimentas ideológicas.

De todas maneras, lo que importa es que el estado de derecho se encamina a reglar nuevamente en plenitud la convivencia argentina, y eso es saludable.

Ricardo Lafferriere




martes, 28 de febrero de 2017

El despertar de la Corporación de la Decadencia

No haría bien el gobierno en desatender el despertar de la vieja corporación de la decadencia argentina, que parasitó durante más de ocho décadas la riqueza del país lastrando su desarrollo.

Tal vez por primera vez esa mega-corporación siente que está en peligro no ya la sola detentación del poder formal, sino su propia existencia.

Ésta está ligada al país encerrado en un corralito de aislamiento, en el que pueden cazar a placer a consumidores, trabajadores y productores. Un país en el que las personas comunes son condenadas a pagar los precios más caros del mundo y los impuestos más caros del mundo para recibir a cambios productos obsoletos y servicios -de educación, de salud, de infraestructura, de seguridad, de justicia, de defensa- propios de una sociedad primitiva.

Se trata de un entramado diabólico de empresarios rentistas, comunicadores vencidos por su ego o cooptados por su ambición, mafias sindicales enriquecidas por la corrupción de décadas, dirigencias políticas agrupadas fundamentalmente en el peronismo pero alimentadas por una parte no menor de la ¨izquierda¨ que en nombre de una arcaica identidad que sólo definen por su supuesto imaginado adversario (¨la derecha¨) banalizan el análisis y terminan confluyendo con el renacido chauvinismo populista de los países desarrollados. Su relato termina siendo el mismo de Trump y de Le Pen, de Farage y Putin, de Erdogan y de Nicolás Maduro.

Hay también allí sectores pequeños en número pero no tan pequeños en incidencia discursiva en el propio radicalismo. Éste tiene una pata -moderna y electoralmente mayoritaria- dentro de la coalición de gobierno, pero otra que responde a los mismos reflejos primitivos que esos exponentes de la vieja ¨izquierda¨ esclerosada. Las comillas separan a esta caricatura descolorida de la verdadera izquierda que, con frescura intelectual y valentía política, no renuncia a seguir indagando la forma de proyectar sus valores de siempre -solidaridad, justicia, equidad, inclusión social, democracia, derechos humanos- en un mundo con una agenda compleja y global, de pocos contactos con el escenario y la agenda de mediados del siglo XX.

La corporación de la decadencia no tiene escrúpulos. Lo pueden testimoniar los radicales, golpeados en 1989 y en el 2001 por su acción artera y antidemocrática. En ambos casos, golpes corporativos disfrazados de ¨golpes de mercado¨, manipulando la opinión pública en momentos políticos complicados, aprovecharon la debilidad institucional de las fuerzas modernizadoras y se apropiaron del poder.

En ambos casos los empresarios rentistas estaban en peligro. En ambos casos el ariete del desgaste fueron los aparatos gremiales corrompidos. En ambos casos la complicidad -consciente o inconsciente- del periodismo banal y de opiniones compradas junto a idiotas útiles presos de su ego, fueron su andamiaje discursivo. En ambos casos fue el ¨peronismo institucional¨ el que, haciendo un alto en su salvajismo interno, unió sus fuerzas en la operación mayor de apropiarse del poder y de la ¨caja¨ del Estado, a la que saquearon.

Un país lanzado a construir su futuro necesita empresarios con audacia y vocación de crecimiento. Necesita periodistas sofisticados en su capacidad de análisis y sin vasos comunicantes con las operaciones políticas. Necesita políticos e intelectuales con neuronas activas para desentrañar el futuro y formular proyectos con valores, más que reflejos trogloditas apoyados sólo en viejas -y respetables- épicas del pasado. Necesita dirigentes gremiales comprometidos con una sociedad que construya posibilidades para todos ampliando sus opciones de vida.

Este momento del país es promisorio como pocos. A diferencia de 1989 y 2001, hay una situación internacional compatible con una Argentina en desarrollo, hay una coalición de gobierno que comprende el rumbo -aunque no sepa aún transformarlo en un relato político- y hay millones de compatriotas que entienden la potencialidad del cambio modernizador y lo protagonizan a diario en sus emprendimientos, en sus campos, en sus comercios, en sus desafíos de vida.

Y hay también una alternativa política gobernando con profunda fe democrática, visión de futuro y compromiso con los valores de siempre -inclusivos, solidarios, equitativos- del país de todos que ya no está limitada por una agenda política excluyente de construcción democrática -como en 1983- porque ésta ya fue cumplida, ni está jaqueada por la tenaza de la deuda externa y la impostación de los reclamos intransigentes (del  FMI junto al peronismo) como en 2001.

Este escenario es promisorio, a condición de no desatender la amenaza del reverdecer de la corporación de la decadencia que se nota en estos días, fogoneada por los mismos de siempre, amplificada por los mismos de siempre, financiada por los mismos de siempre y ejecutada por los mismos de siempre.


Ricardo LafferriereEl

domingo, 12 de febrero de 2017

Historia, biografías, ficción

Géneros que apasionan. Son los predominantes en las lecturas de los hombres públicos argentinos, a estar a la nota publicada en La Nación –política- de hoy 12/2, elaborada por Alan Soria Guadalupe, titulada “¿Qué leen los dirigentes?”.

Sin embargo, lo que para una persona sin obligaciones de liderazgo puede ser algo normal y estimulante, se convierte en preocupante si se asuma que ninguno de ellos –destaco, ninguno…- parece estar dedicando unos minutos de su lectura a analizar y estudiar la sociedad que se está conformando a raíz del acelerado cambio tecnológico, es decir, a intentar desentrañar en lo que sea posible el futuro al que nos estamos dirigiendo y en el que estamos ingresando. En todos los casos, los temas parecen responder a una consigna: “Desde hoy, hacia atrás…”. Ni una miradita, aunque sea rápida, al futuro que se acerca aceleradamente y a indagar las formas de encauzarlo.

La agenda del presente es ajena, no ya para aquél que manifiesta con un eufemismo benevolente “no ser un lector voraz”, sino aún para quienes expresan más valiosas inquietudes intelectuales. Tal vez lo más avanzado sea el abordaje de la crítica social de Bauman, recientemente fallecido pensador polaco cuya mirada pesimista no le quita su enorme valor, pero tampoco su resignada impotencia ante el mundo tecnológico. La mayoría opta por lecturas que no desafían su imaginación sino que fortalecen sus respectivos dogmas.

La aceleración del cambio tecnológico tiene una tendencia exponencial, para algunos incluso logarítmica. A pesar del maremágnum comunicacional que producen las medidas del nuevo presidente norteamericano y que será una moda efímera, éstas no detendrán la tendencia a la automatización y a la inteligencia artificial aplicada a todos los campos de la vida, de la producción, de la medicina, de la administración, de la guerra, del comercio, del transporte.

Su ritmo no sólo ha respondido a la “Ley de Moore“ durante más de medio siglo, sino que se ha acelerado, a pesar de los que anunciaban sus límites “físicamente inexorables”: otras tecnologías están anunciando “tomar la posta” de la miniaturización y ya hay en todos los campos de ocupación humana ayudas o reemplazos de alta tecnología que impregnan la realidad –no ya en el “primer mundo”, sino en todo el planeta- desplazando trabajo humano, cambiando demandas de capacitación, generando cambios imprevistos en la economía, abriendo campos al delito, forzando cambios en la convivencia y demandando al Estado nuevas respuestas en protección ambiental, asistencia y seguridad social, legislación laboral, seguridad, legislación, obras públicas y distribución del ingreso.

Las lecturas de nuestros líderes los muestran aferrados a la vieja agenda clásica, sin interés en lo que viene –por desconocimiento, falta de información o ausencia de inquietudes-. Ello incidirá necesariamente en su capacidad de tomar decisiones ante los cambios. Eso es lo más preocupante para los ciudadanos comunes. Y también eso es lo que fomenta el deterioro del prestigio de la política como actividad, que se vuelve disfuncional a su misión elemental, que es encauzar el cambio para mantener la armonía y contener la tendencia a la polarización social. Los ciudadanos, que sí viven la vida real, sienten esos cambios y esperan más de sus políticos, incluso en su responsabilidad modélica.

En fin. Siempre queda la duda que se trate tan sólo de un artículo “de color”, que no haya reflejado en plenitud las inquietudes intelectuales de quienes conducen. Sería esperanzador que así fuera, ya que de otra forma se los evidenciaría obsesivamente aferrados a una agenda que ya no existe –y en algunos casos, que existió hace tres o cinco décadas- y sin el arsenal de conocimientos adecuados ni preparación suficiente para enfrentar la que sí está vigente, en el país y en el mundo.


Ricardo Lafferriere

lunes, 6 de febrero de 2017

Gobernar no es ser Jefe

Gobernar no es para improvisados.

Si esto se nota en los niveles más básicos de la administración –como los municipios-, qué no decir de los estratos más altos, como un país, o el país más rico y poderoso del planeta.

Gobernar es complejo.

Es totalmente diferente a conducir una empresa propia, donde las decisiones del dueño tienen internamente la fuerza de una orden, y donde su voluntad no puede ser contradicha por nadie.

Gobernar requiere, además, una visión amplia, superadora de los límites estrechos de la propia administración y atenta a las reacciones de los demás, tanto de adentro como de afuera.

No en vano las sociedades modernas han diseñado y estructurado complejos sistemas de gestión, resultado de experiencias propias y ajenas, que incluyen reparticiones especializadas, jerarquías normativas, contrapesos y frenos, distribución de competencias, facultades y límites.

Si alguien aspira a desempeñar el trabajo más importante de todos en una sociedad moderna, el de la Jefatura del Estado y del Gobierno –que en nuestros países presidencialistas se confunden en una sola cabeza- debe estar capacitado para abordar esta complejidad con frescura intelectual, mente abierta e inteligencia estratégica.

“Voy a hacer el muro y lo pagarán los mexicanos”. Ahí está la promesa. Empantanada. Afortunadamente.

“Los productos mexicanos pagarán un arancel adicional del 25 %”. Hasta que le hicieron saber que ese incremento lo pagarán los ciudadanos norteamericanos con incremento de precios. Ídem con China. Por supuesto, la medida está congelada “mientras se estudia su implementación”.

“No entrarán musulmanes al país”. Esta prohibición no está admitida por la Constitución y los jueces –cuya misión no es defender al gobierno si no proteger a los ciudadanos- se lo hicieron saber. Afortunadamente.

“La OTAN está obsoleta”. No tardó una semana en revertir la afirmación: EEUU sigue tan comprometido con la OTAN como siempre.

“Nuestros aliados del Sudeste Asiático (Japón, Corea del Sur, eventualmente Taiwan, paréntesis propio) deberán defenderse solos”. En menos de diez días, el Secretario de Defensa debió desmentir a su presidente en su viaje a la región.

Las reacciones primitivas de un rudimentario comentario de sobremesa, en un bar o pontificando donde nadie se atreva a desmentirlo no alcanzan para gobernar. Pasar del permitido autoritarismo de un Jefe Absoluto de una empresa privada a la gestión normada, limitada y compleja de una sociedad altamente plural e informada requiere un cambio cultural difícilmente lograble en pocos días.

Es lo que estamos viendo. Esto es, tal vez, el mayor peligro de llegar a una función pública de esa magnitud sin absolutamente ninguna experiencia previa de gobierno. El propio ex presidente Reagan, que llegó a la política luego de toda una vida como actor, antes de ser presidente fue ocho años gobernador de California y –valoraciones ideológicas aparte- nadie puede cuestionar su capacidad de gestión.

Similar fenómeno vimos por nuestros pagos, en los que el presidente Macri, formado en la cultura de la empresa, supo entrelazarla con la experiencia de ocho años de Jefe de Gobierno y un paso fugaz por el Congreso así como en la propia gestión deportiva, donde pudo aprender que conducir una sociedad de iguales requiere contemplar las opiniones ajenas, tanto como los límites que deben respetarse fijados por la Constitución y las leyes.

El ejemplo vale como contraejemplo. Trump, teniendo mayoría absoluta en ambas Cámaras, ha debido retroceder en todas sus iniciativas. Cambiemos, con una marcada minoría en el Congreso, ha logrado cambios trascendentes manteniendo el respaldo popular con el que llegó al poder.

En nuestro caso, escuchando a la oposición y madurando las decisiones hasta lograr lo posible. En aquel, ignorando hasta a los propios partidarios y quedando cada vez más solo.

Dos estilos que hablan bien de nuestro sistema político, pero también de que la política no es una tarea para improvisados, aunque sean millonarios. Requiere experiencia, apertura, disposición a acuerdos, concesiones y comprensión de los intereses diversos.

Pero fundamentalmente la conducción política democrática exige la convicción que gobernar no es administrar caprichosamente un bien propio sino gestionar con prudencia la sociedad de todos, en la que cada ciudadano tiene diferentes funciones pero exactamente los mismos derechos que el máximo representante del país, que al fin y al cabo no es más que un mandatario, con sueldo, funciones y  término limitado en su trabajo.

Ricardo Lafferriere