sábado, 29 de octubre de 2011


La Argentina en la tormenta del mundo

No hace mucho –apenas un par de semanas- analizábamos en esta columna la enorme diferencia de dimensiones entre la economía real, la que efectivamente produce bienes y servicios utilizados por las personas, con la capitalización bursátil en todo el mundo.

Para tener un número de partida destacamos los 240 billones de dólares de capitalización bursátil con los 60 billones a que alcanza el Producto Bruto Global de todo el planeta en un año. Pero en realidad esa comparación oculta una circunstancia aún más dramática: mientras que para producir esos 60 billones el mundo necesita un año –de inversión, trabajo, comercio, creación, intercambio, gestión pública-, la capitalización bursátil gira en tiempo real, no ya en meses o semanas, sino en días y aún hasta en horas, minutos y segundos.

En otros tiempos esa relación era aproximadamente de uno a uno, y el movimiento de capitales no se asentaba aún en la revolución de las comunicaciones, la informática y la libertad de desplazamiento financiero, o sea, en el “tiempo real”.

En épocas de estabilidad este desfasaje temporal no es tan trascendente. Pero en tiempos de crisis, sus consecuencias son graves.

La semana que corrió entre el 23 y el 28 de octubre de 2011 mostró –una vez más- otro ejemplo. El avance de las conversaciones en Europa para sostener a Grecia y al Euro con aportes públicos y semi-públicos de alrededor de un billón de dólares –que pagarán los ciudadanos, a través de los presupuestos públicos, vía sus impuestos- hicieron “subir” las bolsas en Europa en un promedio del 3,2 % con alzas puntuales del 8,9 % en el índice bancario y alzas puntuales que superaron el 20 % en bancos franceses. En Wall Street la suba del Down Jones se acercó al 3 %, en Tokio subió el 2 % y en Hong Kong superó el 3 %. El promedio de capitalización bursátil  fue del 3 %, lo que implica que a raíz de una medida aún no tomada y cuyo valor es de un billón de dólares, la “riqueza” bursátil aumentó en 7,2 billones de dólares.

El ajuste europeo retirará, vía impuestos y ahorros en otros rubros, un billón de dólares de los bolsillos de la gente, haciendo crecer la desocupación, diluir los salarios, desmejorar la seguridad, desatender la salud, deteriorar la educación.

A cambio, los operadores bursátiles serán 7,2 billones más ricos, sólo manejando imágenes comunicacionales, porque nada ha sido decidido.

Los diarios del sábado ya anunciaban que “los operadores comenzaban a sentirse decepcionados” por el mecanismo aún no establecido. Se anunciaba para esta semana una nueva caída de las bolsas. Obviamente, “tomarán ganancias”. Y recomenzará el juego de imágenes comunicacionales moviendo el “sube y baja”, presionando más a los Estados para que el ajuste sea más grande, porque “como está no alcanza”. La rueda seguirá girando, empobreciendo a unos, concentrando riqueza en otros.

La solución –lo hemos dicho en esta columna- no es económica, sino política. Son los gobiernos, en ejercicio de su autoridad, los que deben establecer urgentes normas que limiten, contengan y reglamenten el juego financiero global, aislando a los paraísos fiscales –verdaderas bases de operaciones extraterritoriales del terrorismo económico- y dictando normas que disciplinen los movimientos de capitales a la autoridad de las instituciones globales que se establezcan por parte de los gobiernos.

El camino elegido hasta ahora los entierra más, porque los endeuda más y los hace más vulnerables y dependientes de aquéllos a quienes tendrían que reglamentar. Y como el entramado es global, no hay chance alguna que las medidas se tomen en forma aislada.

Si no lo hacen, no habrá solución. Lo sabemos de sobra en la Argentina, donde la fiesta de los años 90 terminó generando una inexorable caída que nadie estaba en condiciones de evitar, aunque las pequeñeces de la política criolla hayan cerrado luego la evaluación concentrando las culpas, como en la leyenda bíblica, en un “chivo emisario” que ninguna responsabilidad tenía en el endeudamiento del país y que no contaba con herramienta alguna para evitar el tsunami.

Así está hoy el mundo, pero en grande. Si la conmoción argentina del 2001/2002 retumbó en todo el planeta, la conmoción en el planeta tendrá consecuencias que no podemos imaginar.

No estaría mal que frente a este nuevo ejemplo, en nuestros pagos aprendiéramos la lección que pareciera estar olvidándose, de lo que ocurre cuando se gasta más que lo que se recauda, se toma con alegre displicencia el gravísimo tema del desequilibrio monetario y fiscal, o se ignora el efecto desarticulador de la inflación, tanto para la convivencia como para las decisiones de largo plazo.

Hemos tenido un fortísimo viento de popa que hemos desperdiciado por casi una década, que hoy corre peligro por la crisis del mundo. Actualmente tenemos otro elemento favorable, consecuencia no buscada del aislamiento, que ha provocado una barrera natural ante los efectos financieros de la crisis: no sufrimos una dependencia fuerte del capital financiero global. Pero ante la obsesión populista de no pensar en las consecuencias, frente al exigido presupuesto público se están escuchando ya alternativas que nos llevarán al centro de la tormenta, como la de volver a endeudarse en los “mercados voluntarios”, aún antes que la crisis se decante.

Por lo pronto, la desesperación por conseguir divisas en cualquier lado y de cualquier forma descubren la gran falacia de las “reservas”, que parecen acercarse mucho más al cero  denunciado por los analistas, que a los “50.000 millones” del mendaz relato oficial.

Sería bueno que antes de avanzar en una política coyunturalmente tan peligrosa, se agoten las medidas que están a nuestro alcance sin entrar a la tormenta del mundo si podemos evitarlo: ordenar las finanzas públicas, sancionar la ley de coparticipación para que cada uno se haga responsable de sus gastos, y se ponga fin a la dilapidación de recursos por no tomar medidas consideradas “impopulares” pero cuya demora lo será mucho más, cuando la crisis del mundo –y de las propias imprevisiones- nos alcance y el ajuste se imponga por sí sólo, como ocurrió en 1975, cuando, casualmente, gobernaba la presidenta del mismo partido que Cristina.

Ricardo Lafferriere

lunes, 26 de septiembre de 2011

Dilema para el mundo

Alfonsín o de la Rúa

 Los desequilibrios de la economía mundial, con diversas causas pero efectos que no permiten la continuación regular del “juego” por la desconfianza, han colocado en escena el dilema que los argentinos hemos sufrido varias veces en nuestra historia reciente.

 Una deuda privada que es impagable por la desvinculación entre la economía monetaria-financiera y la economía real se traduce en la presión sobre los Estados, que en última instancia son los que fabrican el dinero imprescindible para que la ilusión de riqueza se transforme en riqueza real.

 Quienes tienen acreencias quieren que los Estados ayuden a los bancos, intermediarios de la circulación de la riqueza del sistema, forzando ajustes que reduzcan los gastos que consideran exagerados en servicios sociales como salarios, salud, educación, defensa, seguridad, infraestructura, pero que paguen las deudas. 

No hacerlo –sostienen- llevará a la crisis generalizada a la economía real por su extremo endeudamiento y dependencia del capital financiero, y eso aumentará la desocupación aún más.

 Las sociedades, por su parte, que sufrirían –o sufren- en forma muy dura estos ajustes se resisten. La multiplicación de “indignados” se extiende por todo el planeta, poniendo en riesgo no ya la economía sino el propio equilibrio social de sistemas que se creían sólidos y prósperos.

 Los gobiernos, por su parte, tienen frente a esta tensión dos caminos “puros”. Uno, el que siguió en su momento la administración de Alfonsín: licuar las deudas fabricando dinero. El otro, el que siguió la gestión de De la Rúa: mantener el valor del dinero, buscando la austeridad fiscal y la refinanciación voluntaria de la deuda hasta que la situación cambie por su propia dinámica.

El primero, temía los efectos sociales. El segundo, los efectos económicos. Entre nosotros, el primer camino llevó a la hiperinflación y de allí, al desborde social. El segundo, a la recesión, la desocupación y también al desborde social.

Ni Alfonsín ni de la Rúa habían generado esos desequilibrios. Ambos heredaron deudas inmanejables –el primero, del “proceso”, el segundo, del menemismo-. Deudas que, cuando se contrajeron, seguramente se consideraron manejables, pero que al cambiar la situación del escenario general, se escaparon de control.

Quien esto escribe participó del partido del gobierno en ambas oportunidades, y puede dar fe de la extrema tensión que significa tener que decidir entre uno y otro camino. En el primer caso, la obsesión de Alfonsín era que no se cayera la actividad económica, lo que pasaría si “ajustaba”. En el segundo, que no ocurriera lo que le pasó a Alfonsín, lo que sucedería si “aflojaba”.

Difícilmente exista un camino ideal para salir de crisis de esta magnitud, que una vez desatadas son lo más parecido a un desastre geológico o a las fuerzas naturales catastróficas. Los seres humanos han desarrollado los sistemas políticos, para tomar las riendas de su destino, para compensar aunque sea en parte los imperativos de la economía, de las fuerzas naturales, o de las crisis.

Pero los sistemas políticos normalmente funcionan bien cuando no son tan necesarios. Efectivamente, en épocas de auge, las cosas tienden a andar bien sin mayores demandas a los gobiernos, como ha ocurrido desde el 2003 en adelante, con nuestro principal producto de exportación, la soja, pasando de los 160 USD a USD 540 la tonelada, lo que además llevó multiplicar por tres el volumen de producción agraria.

 En casos de crisis como los que hablamos, la solución debiera darse sobre la base de una gran solidaridad social que suspenda la política “agonal” de unos contra otros y ponga a todos a pensar y actuar en forma coherente.

Cualquiera sea el camino elegido, parece ser imprescindible controlar sus consecuencias y paliar los imprescindibles daños producidos, lo cual es imposible sin poder político, alineado y tirando juntos para el mismo lado.

 Pero eso es normalmente incompatible con los reflejos de la política que tienden a buscar, aún en medio de las situaciones más tensas, la forma de sacar ventaja, lo que obliga a los demás a cuidarse y ejercer similar actitud. En el mundo agrega otra complicación.

No se trata de gobierno y oposición. Se trata de gobiernos y oposiciones, de países que no tienen las mismas urgencias ni situaciones o prioridades políticas internas. Si es difícil poner de acuerdo a los actores políticos de un país, ¿qué esperar de los actores políticos de varios países con diferentes momentos políticos, conveniencias inmediatas y características distintas de sus pueblos, que son los que en definitiva eligen sus gobiernos?

 Alfonsín, en medio de la crisis, debió sufrir catorce paros generales. A de la Rúa le renunció el vicepresidente reduciendo el sustento político de su gestión, que terminó sin el respaldo ni siquiera de su propio partido.

Siempre es más sencillo, para quienes se mueven en el escenario, demonizar al gobierno, y si es posible tumbarlo, que trabajar en conjunto por la salida. En todos los casos, quien sufre termina siendo el de más abajo, sea con la hiper-inflación, sea con la hiper-recesión.

Y los gobiernos, cualquiera sea su signo, suelen pagar con la interrupción de sus gestiones las crisis que no provocaron ni pueden solucionar. Como le pasó a Alfonsín, y a de la Rúa. Y a los gobiernos a los que les toca, en cualquier lugar del mundo, enfrentar estas crisis. Sean socialistas, como Rodríguez Zapatero, o liberales como Nicolás Sarkozy.

 Ricardo Lafferriere

lunes, 21 de marzo de 2011

Khadafi y Cristina - III

El Canciller acaba de condenar la acción de las fuerzas de Naciones Unidas que están inutilizando las instalaciones y armamento utilizado por Khadafi para la criminal ofensiva llevada adelante contra los libios en las últimas semanas.

Sin embargo, había omitido cuidadosamente condenar las masacres del dictador, a las que en un baboso comunicado calificó de meras “diferencias”, a pesar de contarse los muertos por varios miles.

Símbolo patético de la hipocresía kirchnerista, el pronunciamiento de la cancillería se aleja de la política de defensa de derechos humanos que el país había inaugurado en 1983, con la vuelta a la democracia y la presidencia de Raúl Alfonsín.

Las informaciones internacionales de fuente independientes hablan ya de cerca de 10.000 muertos producidos por la sangrienta represión del gobierno de Khadafi ante las protesta opositoras, lo que diera origen a la crisis de su gobierno y el abandono de funcionarios claves que se sumaron a la protesta.

Las Naciones Unidas, a pedido de la Liga Árabe y con la participación de varios países de la región, respondió a un reclamo humanitario de toda la comunidad democrática del mundo haciendo lo único que puede hacer: neutralizas las bases represivas del dictador para evitar que siga bombardeando con armas de última generación a ciudades enteras.

En lugar de apoyar claramente la medida, nuestro gobierno prefirió el alineamiento seudoideológico que deja sin respuestas al clamor universal de detener la matanza. Se desinteresó de la suerte de los libios que reclamaban sus derechos, en una actitud que puede leerse como “dejemos que Khadafi siga matando gente, porque lo protege su soberanía”.

El mismo argumento que han usado y usan todas las dictaduras para evitar el reclamo por la vigencia de los derechos humanos, es el que invoca Timmerman que en un tema de esta dimensión no puede haberlo hecho sin la indicación expresa de la presidenta de la República, encargada de las Relaciones Exteriores del país.

No se trata aquí de apoyar intervenciones unilaterales de países poderosos con pobres naciones oprimidas, las que quien esto escribe sería el primero en condenar. Se trata de hacer eficaz un pronunciamiento de las Naciones Unidas que no ha tenido oposición –sólo abstenciones de algunos pocos- y que fuera requerido por países de la propia región. Invocar el principio de la “autodeterminación de los pueblos” para defender a Khadafi –que lleva más de cuatro décadas en el poder y ha cosechado una fortuna que se acerca a los cien mil millones de dólares- expresa un macabro cinismo.

Cierra así el círculo. Alineados con lo peor del mundo, aislados de la opinión democrática global, indiferente ante los crímenes de lesa humanidad, la conducción kirchnerista está llevando al país a uno de los momentos de mayor desprestigio internacional de su historia.

Como lo decíamos en una nota anterior: aunque esa posición nos compromete a todos, porque somos argentinos, desde la humilde situación de un ciudadano común dejo expresa constancia: No en mi nombre.


Ricardo Lafferriere

sábado, 5 de marzo de 2011

Khadafi y Cristina - II

Aunque toda guerra de agresión es criminal, no se trata de una guerra.

Aunque toda violencia política es repudiable, no se trata sólo de hechos cotidianos de violencia.

Miles de personas son masacradas por bombardeos del gobierno de su propio país, que nuevamente utiliza helicópteros artillados con la tecnología más avanzada y aviones de guerra bombardeando ciudades y civiles con saña y alevosía.

Lo que está haciendo Khadafi para conservar el poder con el que ha construido una fortuna de decenas de miles de millones de dólares deja sin calificativos, porque no existe en las lenguas civilizadas forma de describir semejante horror.

Los testimonios periodísticos y fotográficos no mienten. Calles sembradas de cadáveres, miembros de cuerpos -cabezas, brazos, piernas, dedos- desparramados tapizando plazas, humildes viviendas destrozadas por artillería de tanques de guerra, y un jefe de gobierno “revolucionario” afirmando voz en cuello que quien no lo ame no merece vivir.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial y salir a la luz los crímenes del nazismo, la humanidad comenzó a edificar el concepto de la universalidad de la vigencia de los derechos humanos como principio superior y prioritario a la propia soberanía nacional.

Los Juicios de Nüremberg dieron inicio a un proceso que está abriéndose paso inexorablemente con la instauración de tribunales permanentes, como la Corte Penal Internacional, que día a día se gana el respeto de la opinión pública mundial a pesar de la reticencia de algunos –como Estados Unidos y Cuba- en ratificar los instrumentos constitutivos.

La Argentina ha sido señera y constante en esa prédica, a través de todos sus gobiernos, no sólo porque está en el mandato fundacional de nuestra vida independiente, sino porque durante toda nuestra historia –aún la reciente- nuestro pueblo ha sufrido como pocos el salvajismo de las discrepancias trasladadas a la lucha violenta por cuestiones políticas.

El siencio, en este caso, está cargado de cinismo. Mucho más cuando ese silencio se escucha con la amplificación que otorga autodefinirse “defensor de los derechos humanos”.

Aunque nos gustaría escuchar un pronunciamiento de condena de los organismos de derechos humanos argentinos y especialmente de las Madres de Plaza de Mayo, que saben por haber sufrido en carne propia lo que es el dolor de tener hijos masacrados por la violencia política, es su decisión y en todo caso deberán convivir con su conciencia cada vez que escuchen, vean o lean lo que ha hecho Khadafi con su pueblo.

Pero lo que sí tenemos derecho a exigir, como ciudadanos de la Nación Argentina, es una terminante condena de nuestro gobierno ante este genocidio cínico, repugnante y violatorio no ya de normas expresas de los organismos internacionales de los que Libia es miembro –como las Naciones Unidas- sino del más elemental principio de respeto a la dignidad de la condición humana.

No interesa lo que hagan Chávez, Castro u Ortega, ni siquiera Lula o Rousseff. No pude pasar un día más sin que nuestro país se sume a quienes repudian sin matices y sin medias tintas este crimen contra la humanidad. No sólo está en juego el prestigio de nuestro país, sino la pérdida de autoridad moral para condenar en el futuro hechos similares, originados en otros actores, dentro o fuera del país.

Ricardo Lafferriere

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jueves, 24 de febrero de 2011

Cristina y Khadafi

Avanzados y mortíferos helicópteros artillados de última generación ametrallaron desde el aire a miles de manifestantes desarmados contra la dictadura –que lleva ya cuarenta años- de Muhamar el Khadafi en Libia.

“Más de quinientos muertos”, dicen las noticias más prudentes. “Varios miles...” dicen voceros de los manifestantes. Pocas veces en la historia una represión política ha sido tan salvaje, inhumana, violenta, repugnante.

La presidenta Fernández de Kirchner, que hace poco tiempo visitara Libia, le expresó entonces a Khadafi su identificación personal: “Al igual que el líder de la nación libia, hemos sido militantes políticos desde muy jóvenes, hemos abrazado ideas y convicciones muy fuertes y con un sesgo fuertemente cuestionador del statu Quo”.

La antagónica diferencia sobre la democracia que mantenemos desde esta columna con la presidenta Fernández de Kirchner no puede llevarnos automáticamente a deducir que ella vea con simpatía la dureza de la represión –ésta sí, auténticamente genocida- de Khadafi contra su pueblo. De hecho, está claro que la violencia K ha sido, hasta ahora, encendida pero verbal.

Pero está claro que lo que sí ella está lejos de sentir es la indignación visceral que produce la masacre alevosa y criminal de la dictadura libia contra ciudadanos comunes.

Ese sentimiento queda patentizado con la babosa declaración de la Cancillería –impensable, en este caso, sin sus instrucciones previas- en la que considera a los acontecimientos de Libia apenas como un diferendo preocupante del que es deseable “la pronta solución pacífica dentro de un diálogo constructivo”.

Por la función desempeñada, la posición de la presidenta y la Cancillería es leída como la posición de la Nación Argentina. Nos incluye a todos.

Mientras se reúne el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y toda la opinión democrática y libre del mundo expresa su indignación sin matices, la Nación Argentina, que supo dar ejemplos en la lucha por los derechos humanos, disimula su punto de vista tras el vergonzoso apoyo a Khadafi de Chavez, de Ortega y de Castro.

“No en mi nombre”, dicen las pancartas que muchas veces levantan manifestantes en diversos lugares del mundo que protestan contra las patéticas actitudes de sus gobiernos. En este caso, con respeto pero con claridad, con la humildad de un simple ciudadano argentino sin poder alguno pero orgulloso de su condición de tal, en la seguridad de compartir el mismo sentimiento de indignación con muchos compatriotas, le digo a la Sra. Presidenta y a su ciber Canciller, “No en mi nombre”.


Ricardo Lafferriere

domingo, 13 de febrero de 2011

Venegas, Moyano y los privilegios corporativos

El tragicómico episodio de la detención del dirigente gremial peronista Gerónimo Venegas es un símbolo de la descomposición política e institucional que atraviesa el país.

Que un dirigente gremial sea detenido por instrucciones presidenciales dictadas a un Juez Federal es tan patético como que deba ser liberado por la presión corporativa de entidades tan sospechadas que es imposible no ver en esa presión una argucia defensiva ante posibles avances de investigaciones delictuales similares.

Nadie sabe si Venegas tiene o no relación con la causa de los medicamentos falsificados. Tampoco nadie lo sabrá, porque luego de la conmoción provocada por su detención difícilmente el Juez actuante siga adelante la investigación. Contra Venegas, y contra otros sindicalistas, que aprovecharon la situación para apurar una “solidaridad” con olor a autodefensa.

La descomposición sistémica tiene como base la desconfianza de la sociedad sobre todo lo que surja del gobierno, de los gremios, del periodismo y de la justicia. Esa desconfianza no nació sola, sino que fue sistemáticamente alimentada por actitudes de todos, no solo confundiendo sus roles sino utilizando sin reparo ni vergüenza cualquier atajo para crear, mantener y consolidar un entramado de complicidades propias del populismo corporativo que tiene al país como rehén.

Es que ante el general estado de sospecha, nada queda en pie. Los argentinos comunes, los que no tienen jueces amigos, no se relacionan con el oscuro juego de los intereses gremiales y sólo rozan las obras sociales cuando necesitan un servicio médico, ven azorados un pandemonio de líneas cruzadas, todas las cuales tienen en sus extremos encumbrados actores que sólo le generan desconfianza.

Es que todo es posible. Es posible que Venegas tenga alguna actuación delictiva similar a la de Zanola, dirigente gremial peronista detenido hace un año por falsificar medicamentos oncológicos, aplicarlos a enfermos atendidos en la Obra Social que dirigía y cobrarlos al gobierno como buenos, y también es posible que no.

Pero también es posible que el gobierno haya dado instrucciones al Juez Oyharbide –que por instrucciones oficiales procesó sin pruebas al Jefe de Gobierno de la Ciudad, rival político del kirchnerismo, y sobreseyera en tiempo récord y sin investigación el enriquecimiento abrupto de la pareja presidencial- para que proceda a la detención en razón de que Venegas está alineado políticamente con su rival Eduardo Duhalde, y también es posible que no.

Es posible entonces que la solidaridad corporativa sea una medida de autodefensa ante una injusta aplicación de la ley penal por fuera del procedimiento establecido, pero también es posible que sólo sea una movida francamente hipócrita destinada a frenar todas esas investigaciones y preparar una “solidaridad” similar, si la investigación prosigue.

En síntesis: Venegas puede ser culpable, pero no será investigado libremente por la justicia ante la presión de intereses que lo defienden –con sinceridad, con ingenuidad o con cinismo- y está aprovechando una victimización para evitar su enjuiciamiento. Sus propias declaraciones ("Moyano me visó que me iban a allanar el sindicato", “La justicia va por todo el movimiento obrero”) deja dibujada esta hipótesis. O puede ser inocente, y está sufriendo una persecusión contra la que cualquier argentino de bien debe solidarizarse.

Un Estado en el que la justicia penal se mueve según el impulso de los enemigos y los amigos de los imputados o sus rivales políticos, no es un Estado de derecho. Como tantas veces lo reiteramos desde esta columna, no es posible que el país, con ese Estado, avance en un camino serio de construcción y progreso.

La opción argentina, lo afirmamos una vez más, no tiene nada que ver con los sofisticados análisis de los ideólogos del “neoliberalismo” o las convicciones “nacionales y populares”, izquierdas o derechas, radicales o peronistas. Todo ese ruido oculta (sin querer, o a propósito) el verdadero problema argentino, tan alejado de esos preciosismos como que debe resolver antes el verdadero dilema, librar la gran batalla, resolver el principal desafío. O seguimos viviendo en el marco del populismo autoritario, corporativo y atravesado por complicidades vergonzantes, o construimos una democracia republicana, en el que los ciudadanos “libres e iguales” ante la ley vivan en el marco de las normas, iguales en sus derechos y libertades, y sujetos a la majestad de una justicia independiente.


Ricardo Lafferriere

sábado, 12 de febrero de 2011

¿Neoliberal frente a “nacional y popular”?

Muchas veces nos hemos referido, desde esta columna, a los problemas más importantes de la agenda argentina al iniciar su tercera centuria de vida independiente. Tratando de aportar a ese debate, hemos sostenido que el país se encuentra en un complicado momento de su historia en el que se superponen dos procesos: la necesidad de culminar la modernidad comenzada en 1810, al romper el régimen colonial y estamentario e iniciar la construcción de una sociedad democrática y libre, por un lado. Y por el otro la urgencia de encarar la agenda de la segunda modernidad, más fragmentada y con problemas surgidos de éxitos parciales de la modernidad que se abren en abanico desde el deterioro ambiental hasta la polarización social, desde la violencia cotidiana hasta las desigualdades de género.

En el desafío de determinar prioridades, pareciera claro que la urgencia mayor es la de terminar de establecer las reglas de juego de la convivencia, tanto en la calle como en la relación con el poder. Sin las vigencias de las reglas, cualquier tema de agenda puede resultar conmocionante. Por el contrario, con las reglas rigiendo, hasta los debates más fuertes y duros tendrán contención y formas de resolverse, sin generar conmociones sistémicas.

De ahí que el verdadero problema argentino hoy sea el que enfrenta a quienes desean funcionar bajo reglas –constitucionales, legales, convencionales- y quienes se ríen de las reglas porque prefieren el “puro poder”, aún a riesgo de llevar la vida del país a una movilización permanente y a implantar la ley de la selva en la que el más fuerte tenga más chances de imponer sus intereses frente a los más débiles –ancianos, niños, discapacitados, marginados, y en general, los más pobres- como puede verificarse comparando el salario promedio de los camioneros (10.000) con su similar de jubilados (1.100), o la tasa de ganancia de un empresario de obras públicas amigo del poder con el de cualquier empresario sin “contactos”...

Pareciera claro. Sin embargo, viejos ecos de los conflictos del siglo XX motorizados por visiones enfrentadas que nos llevaron a perder ocho décadas de historia parecen insistir en polarizar la sociedad tendiendo un velo pretendidamente “ideológico” que impide ver con claridad la esencia de los problemas de hoy. Si fuera una cuestión académica, tendría su lugar de debate en las cátedras. Pero no es así: no hay inocentes en este diseño, y la motorización de los falsos conflictos amenaza con hacernos perder, también, las primeras décadas del siglo XXI.

A medida que el proceso político se acerca a la definición presidencial –decisión mayor que articula el resto de los debates- se instala la sensación de que los principales actores van ubicándose en “la interna del modelo”... No del modelo kirchnerista, caricatura grotesca del “nacional-populismo” más sectario, sino al “modelo” como diseño del paradigma dominante desde 1930, que ha elaborado una estructura ideológica justificadora del estancamiento, la anomia, el autoritarismo, el desprecio por la ley y la justicia, el ataque larvado pero constante a la condición del ciudadano, en cuanto titular de derechos inalienables, la grotesca deformación demográfica, las complicidades corporativas, la política asentada en redes clientelistas construidas a costa del vaciamiento del país productivo y como frutilla del postre, la justificación de acuerdos opacos en nombre de un brumoso “interés general” pocas veces explicitado y nunca acreditado.

Quien esto escribe ha militado durante muchos años en política y en ese lapso ciertamente se ha equivocado y ha acertado, como muchos. Las turbulencias de los años 70 lo encontraron en las antípodas de los mercenarios de la muerte, de quienes llenaron las calles de sangre desatando con su provocación inmoral el período más cruel y salvaje de nuestra historia. No sostuvo jamás que “el poder nace del fusil”, o que “hay que provocar el golpe, para que las cosas estén más claras”, como proclamaban las formaciones armadas, peronistas y no peronistas. Junto a otros –entonces- jóvenes, levantó banderas de unidad nacional con el objetivo de instaurar una democracia sólida, que sirviera de marco para discutir las transformaciones de fondo que requería la Argentina, acercando posiciones de viejos rivales sobre cuya división habían cabalgado los grandes retrocesos.

Por supuesto que esos –entonces- jóvenes sentían la Nación en sus entrañas y los intereses de quienes menos tienen como fundamento de su ética política. Defendían a la Nación y al pueblo al que pertenecían. Pero jamás se sumaron a la visión autoritaria del “nacional-populismo” cercano en sus métodos a los fascismos y las dictaduras. Y vieron al radicalismo, en cuanto plural e internamente tolerante, como el renovado instrumento para liderar este proceso de restauración democrática, que se desató con el oportuno liderazgo de Raúl Alfonsín.

Sin sectarismos: basta con observar la composición de los votos del Colegio Electoral que eligió presidente a Alfonsín en 1983. Electores radicales, partidos provinciales, liberales y conservadores, ex radicales y hasta algunos peronistas que querían abrir una puerta al futuro.

Y alcanza con leer el discurso de toma de posesión del primer presidente democrático. El sueño de un país cordializado y de una democracia consolidada pasaba por encima de las viejas consignas, convocando no sólo a propios sino fundamentalmente a extraños, como lo había hecho en la campaña electoral. No había intenciones de avasallar las convicciones ideológicas de quien pensara diferente, refregándole en la cara su visión distinta. Al contrario, la mayor disposición era a escuchar, en la conciencia de que aún en los rivales más duros hay porciones de verdad que pueden aportar soluciones creativas.

El intento de 1983 fue quizás el esfuerzo más cercano en el tiempo de culminar con el programa moderno. A partir de allí, nos fuimos deslizando en la recreación de las viejas polarizaciones, hasta que la magnificación del grotesco se instaló en el 2003 con la llegada de la antigualla K. La que no ha fracasado en su intento de volver la historia atrás, al punto de haber logrado que gran parte de la oposición razone con sus mismas herramientas argumentales, aún al precio de seguir condenando al país al estancamiento.

La Argentina del futuro, sin embargo, vive, trabaja, sueña y crea. Pero se siente cada vez más alejada de la política, que no termina de entender lo que pasa en el país y en el mundo y que más bien da la sensación de aferrarse al minué de las “nomenclaturas”, bailado al compás de variados inventos instrumentales -desde colectoras truchas hasta internas de juguete o manipulación de los calendarios electorales- mientras los problemas reales de los argentinos reales brillan por su ausencia. Hay entre varios de ellos una coincidencia, que no es virtuosa: bordear la ley buscando el mejor atajo de cada uno para llegar al poder. Sin plataformas, sin propuestas.

Como en 1983, el gran dilema de hoy no es ser “nacional y popular” o “neoliberal”. Al contrario, es “democracia republicana o autoritarismo populista”. En lo personal, el autor se define como ciudadano de la democracia. Para lograrla, el camino sigue siendo el mismo: “dejar de lado las cuestiones más sofisticadas de las ideologías de cada uno” y dedicarse a construirla, defenderla, profundizarla. Y en eso se siente aliado de todos los que crean en la democracia, sean de izquierda o de derecha, sean progresistas o conservadores, sean liberales o estatistas. A condición de que asuman que el poder no les pertenece, que sólo se justifica si se ejerce en representación de los ciudadanos –que son sus dueños-, que ninguna corporación, ni empresarial, ni política, ni gremial, tiene privilegios de cara a los ciudadanos de a pie, cuyos derechos no son un bien mostrenco que se puede confiscar, negar, apropiar o matar, sino justamente la razón de ser del sistema político, basado en la Constitución y las leyes, para lograr una convivencia en paz que nos permita ser mejores.

Ricardo Lafferriere