martes, 18 de noviembre de 2014

Un presidente para el próximo turno

Se ha repetido hasta el cansancio: para reiniciar el crecimiento es imprescindible reforzar la institucionalidad y el estado de derecho.

El poder presidencial ha concentrado la enorme mayoría de las potestades políticas que la Constitución distribuía entre el presidente, el Congreso, la Justicia y los gobiernos de provincia.
Reforzar la institucionalidad y el estado de derecho se identifica entonces, en el actual estado de la Argentina, en un objetivo central: desmantelar la dimensión obscena que ha alcanzado el poder presidencial. No hay otra forma de recuperar el estado de derecho y la institucionalidad.

Eso muy difícilmente pueda hacerlo un peronista, ni viejo ni nuevo. Un dirigente peronista nunca renunciará a poderes mayores, ni por historia, ni por convicciones. No es ni bueno ni malo: está en su genética.

Eso no quiere decir que el peronismo no tenga lugar en el juego democrático. Como también lo dice la historia es un protagonista central del juego político argentino. Pero la tarea imprescindible para esta etapa del país es incompatible con un rasgo central de su identidad política.

El país debe acreditar en el peronismo un aporte importante en el desarrollo de los derechos sociales, en políticas inclusivas –aún con sus desvíos clientelares- y en la dignificación de los compatriotas más necesitados. Pero también debe decir que sus convicciones sobre el ejercicio del poder y sobre el juego respetuoso entre los derechos y garantías de los ciudadanos frente al poder del Estado no se encuentran entre sus virtudes más destacadas. Y sin ellas, el retomar el crecimiento es imposible.

La nueva etapa argentina contendrá el desafío de romper con los lastres más negativos de la herencia ideológica del siglo XX. Deberá sumar a nuestro país a la construcción de una comunidad global plural, democrática, pujante, defensora de la sustentabilidad ambiental y respetuosa de los derechos humanos. Y deberá hacerlo sin dogmatismos ni ataduras a cosmovisiones superadas.

El comienzo está en reconstruir plenamente la democracia republicana, inclusiva y justa, como piso para la pujanza emprendedora, las inquietudes de los ciudadanos con vocación transformadora, la convocatoria a la inversión y la convivencia plural en paz y respeto reciproco.

Ese objetivo es el que demanda los grandes acuerdos. El electoral, para abrir un período de recuperación del estado de derecho, sin el cual difícilmente se logrará traspasar el poder presidencial al campo democrático republicano. Un acuerdo para abrir una puerta en que atravesarán todos y que no puede implicar unanimidad sino al contrario, un claro pluralismo.

 Y el estratégico de largo plazo, que necesita de ambas grandes “corrientes” de la identidad nacional y deberá formular el próximo gobierno, para llevar el país hacia un nuevo destino, articulado con la comunidad global y acorde a los desafíos de la agenda del siglo XXI.

Ni la confusión sobre los tiempos ni el sectarismo para el futuro. Simplemente, confluencias naturales de una Argentina plural que desea retomar su marcha.

Ricardo Lafferriere


Mayoría alternativa: dirigentes y ciudadanos

No enunciaríamos una novedad si reafirmamos desde esta columna la convicción que la actual gestión ha sido la que mayor daño ha causado al país desde la recuperación democrática.

Se suele mencionar en este campo la multiplicidad de daños provocados durante la década en el plano económico –desinterés por la infraestructura, endeudamiento interno, inflación creciente, liquidación de reservas, crisis energética, estancamiento, pérdida de posiciones en todos los indicadores frente a todos los países de la región, etc. etc. etc.-

Sin embargo, el mayor daño ha sido causado a la convivencia nacional y a la vigencia institucional.
Los tres grandes equilibrios diseñados hace más de un siglo y medio para reglar nuestra convivencia se han destrozado, en un proceso que lleva décadas pero que nunca tuvo un ritmo y un agravamiento como en la última década.

El primer equilibrio es el que se refiere a las personas frente al poder. Los derechos de los ciudadanos, que la Constitución consideró los más importantes al  punto de enunciarlos en su primera parte, perdieron posiciones en forma sistemática ante las decisiones del gobierno. El derecho a la vida, al libre tránsito, a la disposición de sus bienes, a su intimidad, a un ambiente sano, y en muchos casos a un juicio imparcial, han retrocedido ante la discrecionalidad de funcionarios que, desde la administración fiscal hasta la previsional, desde la hipócrita impostación de los derechos humanos hasta el espionaje de su vida privada o las decenas de muertes sin investigación entre las que se destacan las de diciembre de 2013 cambiaron totalmente el rumbo iniciado en 1983. La invocada “inclusión social” ha tenido como contracara el clientelismo más humillante, y tiene su límite en el deterioro económico que la está dejando progresivamente sin sustentabilidad.

El segundo equilibrio perdido es el que la Constitución establece entre el gobierno nacional y las provincias. El país federal ha sido reemplazado por una concentración de poder fiscal, financiero y administrativo en el Estado Nacional. Las provincias y municipios son meras reparticiones simbólicas, sin recursos para responder en forma autónoma a sus propias decisiones de gobierno. Esto ha reforzado la concentración poblacional, económica y financiera en el conurbano capitalino, sede de mafias y redes de narcotráfico cada vez más imbricadas con el poder.

El tercer equilibrio es el de los tres poderes del Estado entre sí. El poder ejecutivo se ha adueñado de facultades establecidas por la Constitución como privativas del Congreso, y el propio Congreso ha cedido facultades en abierta violación de la Constitución. No puede ignorarse que gran parte de esta deformación responde a la existencia de mayorías absolutas que no responden a una equivalente mayoría electoral, pero que permiten distorsionar la marcha del sistema por el simple capricho del jefe del ejecutivo cuando cuenta con una fuerza partidaria adocenada, acrítica y desinteresada en la limpieza institucional y en sus responsabilidades de gestión. La corrupción se agiganta asentada en la ausencia de control y su justificación en el relato oficial.

De ahí que hemos sostenido que el principal problema argentino, el que se encuentra en la base de todos los demás, es la recuperación de la vigencia institucional. No tiene que ver con “izquierdas” frente a “derechas”, ni a “progresistas” frente a “moderados”. Se trata de decidir si la Argentina reasume su condición de país democrático-republicano, o persiste en la decadencia mediante la profundización del populismo organicista y autoritario.

Un país con otra fuerte deformación, la personalista, obliga a las dirigencias políticas a articular coaliciones exitosas, amplias y pre-electorales. No es posible entre nosotros –como ocurre, por ejemplo, en Alemania- conformar esas coaliciones en el seno del parlamento, porque el parlamento no es la fuente de poder sino el propio voto popular eligiendo presidente. 

La recuperación institucional en el país viene de la mano de la formación de una gran coalición que le dispute al populismo la mayoría electoral, elija un presidente con vocación democrática y republicana y avance en la reconstrucción de un sistema que ha sido persistentemente carcomido por la vocación autoritaria y patrimonialista.

La tarea no es sencilla, porque la política es un “puzzle” que demanda reflexión, inteligencia, paciencia y patriotismo. Pero la recíproca es válida: si la razón principal que anima las decisiones políticas prioriza la lucha por el posicionamiento de proyectos partidistas, personales o de simbólicas posiciones parlamentarias, difícilmente pueda lograrse el cambio de orientación que detenga la decadencia y comience la reconstrucción.

De cualquier forma, si un logro aún no ha sido revertido de este proceso que lleva más de tres décadas es la convicción de que la legitimidad la otorga el voto ciudadano. Aquí afortunadamente aún coinciden populistas y demócratas. Cabe siempre la esperanza que lo que no logren articular las dirigencias en el escenario lo realicen los ciudadanos en las urnas.

Puede argumentarse que en la agenda ciudadana estos problemas no interesan, y que son desplazados por las urgencias que aparecen en las encuestas de opinión –seguridad, inflación, desocupación, educación-. Sin embargo, las grandes marchas del 2012 y 2013 parecen indicar lo contrario, mostrando que las amplias clases medias argentinas que fueron las principales protagonistas de esas gigantescas movilizaciones vincularon claramente esos problemas a la vigencia real del estado de derecho. En ellas confluyeron progresistas y moderados, socialdemócratas y liberales, independientes y simpatizantes de las diferentes fuerzas políticas.

Siempre será mejor que el proceso de recuperación democrática sea canalizado en forma inteligente y racional por las conducciones que, al fin y al cabo, se justifican si cumplen con su función dando madurez al juego político. Pero si ello no ocurre, las opciones parecen claras: la decadencia continuará, mediante un nuevo turno populista o los ciudadanos pasarán por encima de las conducciones que no adviertan sus demandas.

Ello significaría abrir un nuevo ciclo político en el que los antiguos alineamientos y divisas serán superados por nuevas alternativas que sepan interpretar los temas de la nueva agenda, los que requieren para tener una respuesta eficaz que el país vuelva al cauce de sus instituciones, recuerde y respete a los derechos ciudadanos y reconstruya el Estado sobre los cimientos de una democracia representativa, republicana y federal.


Ricardo Lafferriere

domingo, 19 de octubre de 2014

El viento sopla para todos

Buen momento para una mirada comparativa.

El “viento del mundo”, sea de cola o de frente, nos golpea al igual que a los vecinos. Depende de la pericia del piloto y la orientación de las velas si se aprovechan o se desperdician los vientos favorables, y si existe habilidad para capear los huracanes adversos.

En ese sentido, nada mejor que una mirada comparativa de la región para verificar cómo han atravesado los diferentes países las tormentas del mundo, y cuál es su estado actual.

Hemos comparado dos variables: 1) la relación entre el Producto Bruto Interno y las reservas internacionales de cada país, y 2) la relación entre las reservas y la población de cada uno.

En la primera razón, el orden es el siguiente:

Reservas como porcentaje del producto bruto interno

1° Bolivia: 51 % - PBI 30.000 millones de USD – Reservas USD 15.440 millones
2° Uruguay: 34,8 % - PBI 52.350 millones de USD – Reservas USD 18.200 millones
3° Paraguay: 31,6 % - PBI 23.000 millones de USD – Reservas USD 7.270 millones
4° Perú: 30 % - PBI 210.000 millones de USD – Reservas USD 63.340 millones
5° Chile: 14,8 % - PBI 277.000 millones de USD – Reservas USD 41.000 millones
6° Brasil: 17 % - PBI 2.210.000 millones de USD – Reservas USD 377.000 millones
7° Venezuela: 6,17 % - PBI 340.000 millones de USD – Reservas USD 21.000 millones
8° Argentina “K”: 5,74 % - PBI 470.000 millones de USD – Reservas USD 27.000 millones

Reservas por habitante

1° Uruguay. USD 5.200 (Población: 3.500.000)  
2° Chile. USD 2.303 (Población: 17.800.000)
3° Perú. USD 2.083 (Población: 30.400.000)
4° Brasil. USD 1.840 (Población: 205.000.000)
5° Bolivia. USD 1.471 (Población: 10.700.000)
6° Paraguay. USD 1.038 (Población: 7.000.000)
7° Venezuela. USD 677 (Población: 31.000.000)
8° Argentina "K". USD 647 (Población: 41.700.000)

Esa es la situación en la que –hasta ahora- está dejando la administración kirchnerista las finanzas públicas. A partir de ese punto de partida comienzan los problemas:

1.       Default con el sistema financiero internacional, que impide recurrir al financiamiento externo para atenuar socialmente la crisis y traba la producción y el comercio exterior –con lo que aumentará la desocupación-.

2.       Inflación récord, debido al desequilibrio fiscal que terminará el 2014 cercano al 7 % del PBI y puede alcanzar en 2015 al 10 % del producto –superior a la hiperinflación de 1989 y que dobla la existente en diciembre de 2001-, lo que paralizará la producción y derrumbará el salario.

3.       Endeudamiento público creciente, por los intereses punitorios incrementales de la deuda en default y el vaciamiento de las cajas sectoriales (ANSES, Banco Nación, BCRA) a cuyas obligaciones -con jubilados, depositantes, acreedores- deberá responder el Estado con recursos impositivos.

4.       La caída estructural del precio del petróleo que durará al menos un lustro y pasará a “stand by” la ilusión de “Vaca Muerta”, que requiere para ser rentable un precio no inferior a US$ 80 dólares, el que será muy difícil de alcanzar con los países árabes produciendo en exceso para frenar el desarrollo del “fracking”, y los EEUU impulsando el fracking para abastecerse y exportar, por razones de la más cruda geopolítica.

Frente a esos datos, entretenernos en la discusión del desguase del grupo Clarín, el lanzamiento de un satélite de comunicaciones o la dificultad en disponer de remedios para el SIDA es tapar el cielo con un dedo.

Lo curioso, en todo caso, es que los principales candidatos presidenciales –ya que sería un preciosismo pensar en los partidos políticos- sigan privilegiando su posicionamiento de cara a la renovación presidencial para la que falta un año, desentendiéndose alegremente del abismo en el que hemos empezado a caer y de la tarea titánica que deberá enfrentar el país en el futuro cercano.

La sensación que inunda mirar este proceso es que no existe gobierno, y que los que debieran tomar el timón –en el gobierno y en la oposición- se han olvidado que son apenas el escenario de un país que los mira cada vez más azorado.

Ricardo Lafferriere


martes, 14 de octubre de 2014

Los “pros” y los “contras” de Cristina

Se ha hecho ya lugar común escuchar que la demanda de la opinión pública, medida cuantitativamente, refleja un mix de intención de “continuidad” y de “cambio”, que pareciera distribuirse en un 60 % para el primer agregado y un 40 para el segundo.

No podemos ignorar la curiosa interpretación de algunos analistas, que deducen de estos números una especie de predominio de la oferta kirchnerista en la población, como si fueran resultados cotejables o comparables entre ellos.

En efecto: el fortísimo “viento de cola” significó para el país una década con precios internacionales de nuestros productos exportables que llegaron a cuadruplicar los vigentes antes de la crisis del 2001/2002. Entre éstos se destaca la soja, cuyo precio pasó de $ 150 USD/tonelada en el 2001 a más de $ 600 en el 2008. Pero no sólo el aumento de precio: el estímulo de estos precios multiplicó también la cantidad exportada –un 400 %- , lo que llevó los excedentes en la década a la impresionante suma de más de $ 100.000 millones de dólares de ingresos adicionales.

Obviamente, estos recursos permitieron mejorar las condiciones de vida de millones de compatriotas, en forma directa e indirecta. Subió el salario, subió el empleo, subieron los subsidios al consumo de servicios públicos, subió la cantidad de jubilados y permitió incorporar a otra gran cantidad de personas al sistema formal de haberes de retiros.

Innumerables compatriotas pudieron acceder a bienes de uso durable abonados en generosos planes de cuotas, y el viejo sistema industrial argentino recibió una inyección de vitaminas que le permitió extender su agonía sin grandes cambios en su estructura. De paso, el adormecimiento de la reflexión nacional asentado en el bienestar predominante habilitó una década de corrupción sin límites, encuadrada en el viejo apotegma del “roban, pero hacen”, aunque en este caso reemplazado por el “roban, pero dejan algo para nosotros”.

¿Cómo no estarían todos, más del 60 %, aspirando a que “no se pierdan” los beneficios logrados? Por supuesto que no solo ellos: la solidaridad nacional y el sentimiento humanitario de todos desearía que estos beneficios continuaran eternamente y, si fuera posible, se incrementaran. Me atrevería a decir que a todos los argentinos les gustaría que ello fuera posible.

El gran problema no son los “beneficios”, sino que fueron sostenidos con recursos excepcionales  no permanentes, y que esos recursos excepcionales no se volcaron al desarrollo de una economía en condiciones de seguir creciendo sino que se distribuyeron alegremente en una forma que, cuando se agotan o se suspenden, se quedarán sin financiamiento. Está pasando ya hoy: la soja está menos de $ 350 USD la tonelada, y sin perspectivas de subir.

Y ahí está el nido del 40 % de los que quieren “cambio”, que posiblemente sean los mismos.
Todos intuyen –algunos lo dicen, otros guardan un prudente silencio- que “se acabó lo que se daba”, y que la imprevisión de consumir todo lo que había –y aún más, porque no mantuvimos la infraestructura ni previmos el agotamiento de las reservas de energía, es decir nos gastamos el capital fijo y nos quedamos sin combustibles- nos llevará a un ciclo cuyas características no permitirán mantener los “beneficios” sin realizar fuertes cambios en el entramado productivo.

Ese cambio exigirá una mirada hacia la economía ubicada en las antípodas del modelo kirchnerista desentendido de la producción, y requerirá poner el centro de las políticas públicas en el desarrollo ignorado durante los diez años de alegre e irresponsable jubileo.

La inversión necesita herramientas muy diferentes al gasto. Sus requisitos no son los actos públicos anunciando nuevos beneficios, sino la consolidación del estado de derecho y la seguridad jurídica, que seduzca al que tiene algún recurso, acá o afuera, para empezar o ampliar una actividad productiva a hacerlo con la tranquilidad que no se le arrebatará por el capricho de algún funcionario ignoto, o por una política que se la devalúe con una inflación motivada por la falsificación de dinero sin respaldo.

Esa seguridad viene de la mano de una justicia impecablemente independiente, el respeto escrupuloso a la ley y a los derechos de las personas, sus empresas, ganancias y patrimonios, la independencia del BCRA custodiando el valor de la moneda de todos y la vinculación virtuosa con el mundo global, única “locomotora” a la que podemos sumar nuestro vagón nacional ante un mercado interno al que se le agotaron las fuentes artificiales de rentas.

Cuanto más exitoso sea el país en generar ese proceso inversor, menos en peligro estarán los “beneficios” logrados en estos años de excedentes fáciles y más probable es que podamos sumarnos a las naciones exitosas de la región y del mundo.

Al contrario, cuanto más demoremos en tomar ese rumbo, más dura será la reversión, porque el agotamiento económico –que nos ha provocado ya una caída industrial que lleva más de trece meses, un deterioro de la moneda que llega al 50 % anual y crece, un aumento de la desocupación cuyas cifras se ocultan pero se siente en todos lados, una abrupta caída del salario y una retracción del comercio evidente por los negocios que bajan sus persianas y son ya un paisaje generalizado en las ciudades- no será detenido con palabras, por más duras y confrontativas que sean, salidas del atril presidencial.

El 60 más el 40 nos da el 100. Son los argentinos que quieren vivir en un país que crezca, que tenga horizontes, que despierte esperanzas en los jóvenes, que les abra una esperanza de bienestar y que no deba sufrir para lograr lo que es, para la región y para el mundo con el que podemos compararnos, lo natural y no lo excepcional.

La consigna no es “patria o buitres”, sino  “desarrollo o decadencia”. En esta última estamos y estaremos sin remedio mientras dure el ciclo kirchnerista. Para revertirla, una vez que el país recupere la cordura, no es necesario volver a inventar la pólvora sino sencillamente poner en vigencia en plenitud el estado de derecho.


Ricardo Lafferriere

lunes, 13 de octubre de 2014

El Islam frente al resto del mundo: ¿se puede convivir en paz?

Entre los varios méritos de la última obra de Henry Kissinger titulada “World Order” debe destacarse, por su rigurosa actualidad, la reflexión sobre la visión  propia de los actores destacados en la turbulenta crisis que agobia al espacio “medio-oriental” y a partir de él, al resto del planeta. 

Aunque son verdades conocidas desde siempre, su puesta en foco actual ayuda a comprender una realidad que tiende a escaparse de la lógica con la que se acostumbra interpretar el mundo.

En efecto: el desarrollo tecnológico, la globalización y las armas de alcance catastrófico convierten en universales conflictos que tal vez en otro momento podrían ser imaginados en el marco localizado del mundo musulmán, en sus luchas internas y en sus cosmovisiones místicas.

El orden global, luego de las dos grandes guerras del siglo XX, se edificó al fin sobre las vigas maestras formuladas en la Paz de Westfalia –en el siglo XVII-. En ella se reconocieron un conjunto de principios sobre los cuales se limitaron los alcances de las guerras interminables por razones religiosas de la baja edad media europea, adoptados luego en forma universal.

Fue a partir de Westfalia que el poder dejó de tener pretensiones totalizadoras y reconoció la autonomía de cada marco estatal. Dentro de cada Estado, regirían sus leyes. Fuera de sus límites, se respetaría el poder del respectivo soberano. El poder no sería ya más un derivado de una fuente superior (Emperador o Papa) sino el resultado del equilibrio de soberanos terrenales, en cuya inteligencia y capacidad de alianzas quedaba la responsabilidad de mantener la paz.

Las guerras, cuando las hubiere, quedarían acotadas a los contendientes y se reducirían a los ejércitos de los respectivos soberanos, sin afectar más de lo imprescindible a sus poblaciones civiles. Fueron pocos principios, esenciales para posibilitar la convivencia internacional. Incluían la igualdad jurídica de los Estados –que se institucionalizaron, abandonando las formas feudales privadas-, se fijaron las normas de la diplomacia y se instauró el respeto al equilibrio.

Entre esos principios se destaca la idea de la “nación-Estado” y de su atributo principal, la “soberanía”. Reconocidos estos conceptos, la religión –que atravesaba hasta entonces geografías y poblaciones, etnias y lenguajes- pudo “ponerse en caja” limitando definitivamente la pretensión de hegemonía con la actualización del viejo precepto cristiano que separaba las competencias del César y de Dios. La organización internacional de la segunda mitad del siglo XX creció sobre estos cimientos enriquecidos por la incorporación de un acuerdo aún más importante: la vigencia universal de los derechos humanos y la democracia como forma legitimante del poder.

Con sus más y sus menos, el mundo convivió con esas normas y así llegó hasta hoy. Sin embargo, esa visión “laica” de la evolución occidental no es la que subyacía en espacios imperiales previos al mundo “westfaliano”. El Imperio Chino, el Imperio Otomano, el Imperio Persa, fueron organizaciones políticas que se consideraban a sí mismas el centro superior del orden global, por diferentes razones. Así se había considerado en su tiempo el Imperio Romano, su sucesor el Sacro Imperio Romano Germánico y, como autoridad delegante en nombre de Dios, el Papa, que coronaba a los sucesivos emperadores y daba legitimidad a los poderes temporales.

La respectiva legimidad religiosa del poder subyacía en todos ellos. El mundo occidental y el cristianismo evolucionaron luego de centurias de luchas sangrientas hasta el descripto acuerdo que llegó con la modernidad y encontró la base ideológica en la naciente ilustración. El resto y especialmente el mundo musulmán siguió –y sigue- entendiendo al mundo como una unidad religiosa, con vocación proselitista y excluyente. Tiene sus visiones diversas en su interior -entre ellas, la que enfrenta sunitas y shiítas es sólo la más importante-, acepta con flexibilidad acuerdos temporales con el mundo occidental y entre sus propias facciones, pero aún hoy –y especialmente hoy- mantiene en importantes actores –tal vez los más dinámicos- una convicción trascendente incompatible en el largo plazo con el mundo westfaliano.

La consecuencia de esa diferente perspectiva dificulta el análisis y el tratamiento de los conflictos en un escenario mundial crecientemente globalizado. Lo que para el razonamiento occidental son acuerdos permanentes de convivencia, para la mirada religiosa musulmana son transacciones circunstanciales dictadas por su debilidad coyuntural, pero que no obligan a sus firmantes ya que su finalidad es sólo ganar tiempo para adquirir fuerzas y retomar la lucha. Ésta finalizará cuando todo el mundo viva en acuerdo con las normas del Corán respetando la palabra de Alah.

Son dos enfoques diferentes, pero el mundo es uno. La economía es crecientemente una, con un paradigma dominante que requiere la necesidad de funcionar sin fronteras infranqueables. La revolución tecnológica supera los límites nacionales con una capacidad destructiva que ha saltado ya el cerco del mundo westfaliano y crece en actores integristas. El planeta es uno, y peligra.

La sensación de poder creciente diluye los límites que la diferencia de poder relativo imponía a la visión integrista con pretensiones de hegemonía, haciéndole accesible el desarrollo de armas cuya proliferación puede poner literalmente en riesgo la vida humana en todo el globo.

La repentina conciencia de ese poder estimula los conflictos internos del espacio musulmán, superponiendo intereses económicos, políticos, ideológicos, religiosos y territoriales difundidos al escenario mundial por los intereses también cruzados de la economía globalizada, un poder político sin centro hegemónico indiscutible e intereses nacionales acostumbrados a razonar en clave westfaliana pero que choca con realidades que ésta ya no abarca.

Para la visión religiosa de la que hablamos, los límites nacionales son una ficción y los Estados son meras creaciones artificiales que no tienen atributos intrínsecos ni derechos inalienables. Se pueden usar, si resultan útiles, o se pueden ignorar si así conviene. 

La declaración de instauración del desafiante “Califato” en territorios de Irak, Siria y el Líbano con pretensión de poder universal es tan demostrativo como Irán negociando un acuerdo con el “Gran Satán” (EEUU) y el grupo “5+1”, mientras su líder espiritual Khamenei declaraba al Consejo de Guardianes de Irán (setiembre de 2013) que “cuando un guerrero está luchando con un oponente y muestra flexibilidad por razones técnicas, no le dejemos olvidar quién es su oponente” Y cuando se firmó el acuerdo para comenzar negociaciones sobre su compromiso de desarme nuclear (enero de 2014) expresó nuevamente que “Irán no violará lo que acuerde. Pero los americanos son enemigos de la Revolución Islámica, ellos son enemigos de la República Islámica, ellos son enemigos de esta bandera que ustedes han enarbolado”.

Frente a estas voces integristas han existido y existen saludables y actualizados dirigentes musulmanes, en los países de la región y en la diáspora. 

Las numerosas voces de condena a los abominables crímenes del ISIS y otras organizaciones terroristas que han realizado comunidades musulmanas de diversas partes del mundo permiten abrir una ventana de esperanza, pero sería necio negar que la desconfianza se ha acrecentado, y que esta desconfianza alimenta a los “halcones” de todos los bandos.

Serán los hechos quienes dirán si logran sobreponerse a los sentimientos e interpretaciones extremistas del Corán que animan a sus Mujaidines de la Jidah, a los terroristas de Al Qaeda y a los infames criminales del ISIS.

Si logran prevalecer con una interpretación de su religión más adecuada a los tiempos que corren en el tercer milenio, ello permitirá al resto del planeta considerar con tranquilidad y confianza a los actores del mundo musulmán en la comunidad internacional con el carácter que habían logrado luego de la Segunda Guerra Mundial: países con los que se podía coincidir o discrepar, acordar o guerrear, pero que aceptaban y se integraban en la comunidad de naciones aceptando los límites que el mundo occidental ya incorporó a su visión de la convivencia desde hace cuatro siglos y han sido adoptados por el resto de la humanidad.

Derechos humanos y democracia. Soberanía propia y ajena. Solidaridad en la preservación de la casa común planetaria. Construcción en armonía de una convivencia basada en la ley acordada entre las partes. Respeto a la libertad de conciencia y a la diversidad de creencias religiosas propias y extrañas. Y búsqueda de la paz y el derecho como forma de solución de conflictos.

No son principios tan extraños. Sin embargo, son los que permitirían comenzar esta nueva etapa de la humanidad –global, planetaria, tecnológica, inundada de riesgos globales cada vez más imbricados- con alguna esperanza de supervivencia. Y convivir en paz, a pesar de las diferencias.


Ricardo Lafferriere

martes, 7 de octubre de 2014

¿Vale cualquier alianza?

Si hay un interrogante que ha atravesado el análisis político a través de los siglos, es éste. Desde que los conflictos existen –o sea, desde que la humanidad abandonó su estadio de cazador-recolector y  se asentó en un territorio fijando los límites frente a terceros- el conflicto entre humanos parece haber sido una constante.

Conflictos hacia afuera, excluyendo a quienes no pertenecían al grupo. Y conflictos hacia adentro, para obtener mejores posiciones dentro del grupo, con la secuela triunfadores y derrotados.

Las alianzas fueron constantes para reforzar las posibilidades propias. Definirlas originó las primeras reflexiones estratégicas, subiendo un escalón civilizatorio a la pura lucha descarnada de personas contra personas, familias contra familias, clanes contra clanes, o tribus contra tribus.

En las modernas democracias las cosas son más sofisticadas, pero conservan su pulsión ancestral. El mundo parece estar avanzando hacia una convivencia universal, mostrando en la transición innumerables conflictos heredados, externos e internos, que se niegan a morir. La marcha, sin embargo, tiene un rumbo predominante determinada por el avance científico técnico, las fuerzas productivas globalizadas, la inviabilidad de proyectos nacionales autárquicos y la creciente toma de conciencia de riesgos globales cuya evitación es imposible sin la acción colectiva, como los climáticos, la dispersión de la violencia cotidiana o la aparición de epidemias altamente peligrosas de las cuales estamos viendo en estos días una.

En la acción política, entonces, ¿vale cualquier alianza?

En la década de los años 40 del siglo pasado, la reflexión política se conmocionó con la impensada confluencia de rusos y alemanes, comunistas y nazis, mediante el pacto Ribertropp-Molotov. Un año después, ante la invasión alemana a Rusia, otra alianza conmocionó –y tranquilizó- al mundo occidental: la alianza de las grandes democracias (Estados Unidos y Gran Bretaña) con la Rusia atacada. En todos los países la lucha anti-fascista se convirtió en una constante que entusiasmó a los luchadores democráticos, incluyendo a simpatizantes de todo el arco ideológico que reconocía sus raíces en las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX.

La guerra mostraba ejemplos extremos, condicionados por realidades locales. Unió a laboristas con conservadores en Gran Bretaña y a republicanos con demócratas en Estados Unidos. Pero mostró curiosidades tales como a los socialdemócratas austríacos apoyando la incorporación de su país a la Alemania Nazi, y hasta a líderes socialdemócratas nórdicos tomando partido por el bando de los invasores. En el resto de Europa, la alianza entre liberales, socialcristianos, socialdemócratas y comunistas desarrolló redes de combatientes que, sin perder su identidad, unían sus fuerzas para la liberación de sus países y la construcción de estados democráticos.

De hecho, la posguerra fue testigo de nuevas alianzas. Bajo la conducción de los partidos demócratas cristianos en Alemania, Italia y la Europa nórdica junto al nacionalismo democrático “de derecha” en Francia, Europa edificó la mayor experiencia de estado de bienestar en toda su historia. 

Externamente, sus principales lazos eran con Estados Unidos, y su principal adversario, los partidos comunistas y la Unión Soviética. Tiempos de la Guerra Fría.

Las alianzas pueden ser, entonces, diversas y variables. Sin embargo, tienen siempre una línea de interpretación: determinar los objetivos estratégicos más importantes en cada momento y lugar. Esta afirmación vale tanto para la política internacional como para la interna.

Rusia se alió con Alemania por un análisis equivocado: temía que, de no ser así, las “potencias capitalistas” Alemania y Gran Bretaña se aliaran contra ella (curiosamente, Hitler lo hizo por el mismo temor: ver a Rusia aliada a sus enemigos y esa desconfianza lo llevó luego a atacar a Rusia a pesar del pacto). Luego se alió con los grandes actores democráticos porque de esa forma debilitaba al enemigo que la agredía. Los países democráticos se aliaron con Rusia porque el peligro del fascismo haciéndose dueño de Europa y Rusia era el principal peligro para sus intereses y convicciones. Acertaron en su análisis, como lo mostró el resultado.

Ya en la post-guerra, los demócratas cristianos, liberales, nacionalistas democráticos y socialdemócratas unieron sus fuerzas con los Estados Unidos porque el principal peligro que percibían era el Ejército Rojo en las puertas de sus países, y Estados Unidos lo hizo por el riesgo que veía en una Europa potencialmente dominada por la Unión Soviética. Cambiadas las circunstancias, cambiaban los aliados.

¿Qué determina la corrección de las alianzas? En tiempos de la simplificación en los análisis se decía que esa respuesta surgía de la correcta lectura del problema principal, que en el lenguaje universitario de izquierda de hace algunas décadas se denominaba “contradicción fundamental”. Ese análisis llevó, por ejemplo, a impulsar en nuestro país la conformación de la Multipartidaria para luchar contra la dictadura y lograr la instauración democrática. Viejos rivales –radicales, peronistas, desarrollistas, conservadores, liberales, comunistas- unieron fuerzas y lograron sentar las bases de la recuperación de la soberanía popular, fundamento último de la democracia. Todavía disfrutamos del éxito de esa correcta estrategia.

Claro que a medida que la realidad se hace más sofisticada, también es menos claro definir las alianzas. Una cosa, sin embargo, permanece constante: cuál es el principal problema y cuál es el objetivo frente a él. El principal problema en los 70 era la dictadura. El objetivo, la democracia. Las fuerzas de la multipartidaria tenían esa convicción filosófica común, no compartida por quienes –en el otro “bando”- creían que el principal enemigo era “el comunismo internacional y la subversión”-. Saber desde dónde se habla es, entonces, también central para definir aliados.

El principal problema argentino de hoy cambia según el posicionamiento desde el que se realice el análisis. Desde la perspectiva de esta columna, que habla desde la democracia, nuestra convicción es que el principal problema argentino, “la contradicción fundamental”, es el desmantelamiento institucional y la creciente labilidad del estado de derecho, expresado en la ruptura de los tres grandes  equilibrios constitucionales: 1) entre los ciudadanos y el Estado, en favor del Estado. 2) entre el Estado Nacional y las provincias, en favor del Estado Nacional, y 3) entre los tres poderes del Estado, en favor del Poder Ejecutivo unipersonal, por la colonización de la justicia y el vaciamiento de poder parlamentario.

La ruptura de estos tres grandes equilibrios produce todas las consecuencias negativas que conocemos: la ausencia de inversión por falta de seguridad jurídica, el estancamiento económico, la clientelización de la sociedad diluyendo la condición ciudadana, la colonización de la justicia, la permisividad a la mega-corrupción que alienta el delito en los escalones inferiores al actuar como contra-ejemplo, la ausencia de premios al esfuerzo al reemplazarlos por la subordinación al poder, el vaciamiento democrático al instalar una política apoyada en prebendas y proyectos personales y por último –pero no menos importante- la gigantesca discrecionalidad concentrada en el Ejecutivo unipersonal, sin contrapesos ni frenos, para decidir por sí sobre temas que afectan los fundamentos de la propia existencia nacional: su moneda, su relación internacional, la vigencia real de los derechos de las personas y hasta su capacidad de legislar, a través de una mayoría acrítica que vacía al parlamento de su adecuado papel legislador y controlador.

Aclaramos de inmediato que este “problema principal” es cualitativamente diferente al de los tiempos del proceso. Si existiera en el país ese peligro, las alianzas necesarias cambiarían y seguramente el kirchnerismo, que definimos hoy claramente en “el otro campo”, se ubicaría en el propio, sumado a la propia lucha contra el Videla o el Pinochet de turno. Probablemente.

La consecuencia de esta convicción sobre el principal problema argentino es imaginar las alianzas necesarias para superarlo. Está claro que poca relación tiene con “izquierdas” y “derechas”, o “progresismos” frente a “moderados”, rudimentarios e imaginarios agrupamientos que son impotentes para dar respuesta al problema principal. Al contrario, las alianzas necesarias para recuperar el estado de derecho en plenitud deben ser las que unifiquen en un esfuerzo conjunto a los ciudadanos que expresen convicciones similares en ese problema principal. Serán lideradas por quienes mejor interpreten el momento, las coyunturas y las posibilidades.

Alianzas que sólo busquen llegar al poder sin tener en claro el común denominador pueden ser coyunturalmente exitosas, pero están condenadas a no solucionar el problema principal. Alianzas que no tengan en claro el problema principal sino que fragmenten los esfuerzos de quienes aspiren a subir ese umbral en la convivencia argentina, son objetivamente retardatarias.

La ciencia –y el arte- de la política es agudizar el ingenio, la capacidad de análisis y como consecuencia, las propuestas, para agrupar a todo lo agrupable sin que quede nada afuera, pero también sin que la obsesión por el corto plazo lleve a cometer el error de análisis de Stalin al pactar con Hitler. Porque las consecuencias pueden ser las contrarias a lo buscado.

Una consecuencia no buscada podría ser, por ejemplo, encontrarse al día siguiente del comicio que el parlamento no sólo no cambió sus prácticas sino que reprodujo su vieja mayoría servil, tal vez hasta ampliada, alineada tras un nuevo liderazgo. O que la justicia sigue tan atacada como antes. O que los ciudadanos siguen debilitados frente al Estado, hegemonizado por un ejecutivo unipersonal rejuvenecido, con un poder ampliado y un horizonte temporal más extendido.

 Las alianzas son necesarias. Pero no cualquier alianza vale. Algunas, pueden favorecer el estado de cosas que se pretende cambiar. Y debilitar al campo propio, por la frustración que generen.


Ricardo Lafferriere

Carta Abierta 17 (o el triste papel de los intelectuales orgánicos)

Varias ediciones anteriores del grupo kirchnerista “Carta Abierta” fueron comentadas en este espacio. En todos los casos, rebatimos medularmente sus conceptos, enlazados en oraciones tan interminables como herméticas cuya conclusión inexorable era siempre el aplauso a cualquier medida surgida de la actual administración.

Los firmantes de Carta Abierta han decidido abiertamente asumir el papel que, en el siglo pasado, desempeñaban en las dictaduras stalinistas los “intelectuales orgánicos”.

Se trataba de personas con indudable formación personal que, sin embargo, la ponían al servicio del poder en forma absolutamente acrítica. Justificaron los veinte millones de muertos que Joseph Stalin produjera en la Unión Soviética, ensalzaron los “juicios-espectáculo” en los que sometían al escarnio a honorables ciudadanos en los que detectaban algún matiz de diferencia de criterio con la línea oficial del Partido, los que eran remitidos a la muerte en el destierro siberiano, la desaparición o el fusilamiento clandestino. O, simplemente, justificaban con afirmaciones vacías impostadamente letradas las “purgas” producidas en alguna lucha interna del partido del gobierno, o la “caída en desgracia” por el capricho personal del dictador al que servían.

No les interesaban las consecuencias, ni los derechos de las personas, ni los reales objetivos perseguidos por el poder. No expresaban cuestionamiento alguno al enriquecimiento de los jerarcas del partido, ni a la inexistencia de una justicia imparcial. Olvidaron los valores que sus antecesores en la inteligencia rusa antes de la Revolución de Octubre escribieron en páginas inolvidables de denuncia a las injusticias y a la prepotencia del poder omnímodo del zarismo. Dejaron de defender la libertad, convertida en un valor “burgués”, retrocediendo a tiempos anteriores a las propias revoluciones democráticas de los siglos XVIII y XIX.

Éstos, los nuestros, por supuesto que no llegan a esos extremos. Algo lleva sin embargo intuir que si el gobierno que los apaña y ellos defienden decidiera recurrir a métodos parecidos, encontrarían frases grandilocuentes y sesudas construcciones semánticas para explicarlos y justificarlos. Su silencio ante el trato inhumano conferido a los “detenidos por delitos de lesa humanidad” es un indicio de esta convicción. También su exculpación de funcionarios procesados por hechos de corrupción, la masacre de la etnia Qom en Formosa y Chaco, o su silencio ante la complicidad de altos funcionarios con la trata de personas y el narcotráfico o las muertes de Once, de La Plata o durante los reclamos de diciembre del 2013.

Uno de sus principales exponentes, hace aproximadamente un año, descalificaba a un juez norteamericano por su aspecto físico, al más puro estilo de los ataques raciales del nazismo. En estos días ha sido la propia presidenta la que ha caído en la misma bajeza, discriminando al mismo juez –ante la ausencia de argumentos jurídicos válidos- por su edad y consecuente fragilidad física. Despreciables actitudes, indignas de personas cultas y repugnantes en personas con poder.

Hoy, ese mismo conglomerado reitera afirmaciones  cuya desmentida es realizada por la propia realidad. A esta altura del proceso económico y social argentino, seguir ensalzando una gestión que coloniza la justicia, reduce el salario, aumenta la desocupación, vacía las reservas, entrega por migajas la riqueza petrolera, agiganta la deuda, incrementa la inseguridad, se mimetiza con el narcotráfico, desarma la infraestructura, fortalece el aislamiento internacional, ensalza la violencia en la convivencia y divide a la sociedad artificialmente es más una pérdida de tiempo que un desafío intelectual. Es imposible debatir con quienes, a sabiendas, construyen juicios sobre la mentira.

Que sigan con sus letanías. A diferencia de ellos, sostenemos su derecho a decir lo que piensan. Digan las sandeces que digan, y en el lugar que sea. Aunque también decimos que si en algún momento fueran censurados, levantaríamos la voz en su defensa en nombre de una civilización política y de valores morales que consideramos vigente cualquiera sea el color ideológico de quienes lo sufrieran.


Ricardo Lafferriere