lunes, 30 de enero de 2017

Más allá de la economía

Estamos a punto de ingresar en una de esas curiosas etapas del mundo en que mientras todo alrededor tambalea, la lejanía geográfica de la Argentina actúa como un amortiguador de las tormentas desatadas para otros.

El Oriente Medio, el Pacífico Sur (Mar de la China), Asia Nororiental (Corea del Norte, amenaza nuclear), el límite entre Europa del Este y Rusia, el África nororiental y ahora el conflictivo momento que choca en el Rio Bravo –límite entre México y Estados Unidos- tiemblan todos a la vez.

La historia, que suele dar vueltas y presenta escenarios similares aunque jamás idénticos, aconseja tomar distancia de los elefantes que se pelean. Así lo hicimos en 1914, con la prudente conducción de Hipólito Yrigoyen, y así lo hicimos también en la segunda gran guerra, determinados por los hechos más que por una conducción prudente.

En ese segundo caso, la vergüenza no nos pasó tan lejos: un país declarándole la guerra a su “amigo” ya vencido ante la fuerza inexorable de los hechos y sobreactuando su alineamiento los vencedores para no quedar fuera del nuevo escenario no fue precisamente una movida acorde con la dignidad y la autoestima nacional. Pero ambos casos son historia.

Hoy parece claro que el escenario se está reordenando nuevamente. Afortunadamente no lo está haciendo –por ahora- con la violencia de los dos grandes cambios anteriores, diciendo esto con la expresa salvedad que no resulta para nada tranquilizador que botones nucleares estén al alcance de una persona que en su propio país suponen que puede carecer de la templaza imprescindible para tomar decisiones en extremo dramáticas. Así, sin embargo, están las cosas.

Un gran saldo del mundo que se está edificando es el cambio de liderazgo hacia Oriente y específicamente hacia China, justo en nuestras antípodas. Otro, el abandono de posiciones estratégicas imperiales por parte de Estados Unidos. Otro, la retracción de los compromisos estratégicos globales de Estados Unidos, retirándose hacia la preservación de sus intereses más directos tal como los entiende el sector político dominante en ese país: defender su territorio, neutralizar el terrorismo que lo afecte y desacoplar su economía. Y por último, el abandono por parte del país del norte de su política, sostenida desde la segunda posguerra por ambos grandes partidos –a pesar de sus matices- de construir un mundo de instituciones multilaterales, cada vez más normado, como garantía de su propia seguridad.

Cierto que en este último propósito los argumentos no eran los mismos, aunque concluyeran en la misma dirección. Para uno de los bloques político-culturales norteamericanos, el mundo multilateral asentado en instituciones y normas era considerado la mejor alternativa para la hegemonía económica y la prosperidad material de EEUU, mientras que para el otro el acento que justificaba esta política estaba puesto más en los ideales fundacionales de derechos humanos, la democracia, la justicia universal y la paz entre las naciones, girando en la convicción de que “las democracias no desatan guerras”.

Trump rompe este consenso. No le interesa el mundo multilateral, no cree que el comercio garantizado por instituciones plurales sea favorable a su país, no le interesa justificar sus decisiones en la defensa de los derechos humanos y la paz y no cree que un planeta organizado respetando el colorido de sus culturas sea mejor para Estados Unidos que la exhibicionista demostración permanente de fuerza y comportamientos de matón de barrio.

El “Gran Garrote” del Roosevelt “malo”, el que inundara de intervenciones militares a países pequeños de Centroamérica, el que motivara los versos de Darío alertando sobre “el futuro invasor" a la "América ingenua que tiene sangre india, que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”…, parece insinuarse nuevamente, con más de cien años de atraso, no ya como herramienta de una potencia en avasallante ascenso, sino de un imperio en decadencia encerrándose en sí mismo, como si estuviera envejeciendo.

Sin embargo, no es el caso de Estados Unidos. En Occidente, es el único país que hace casi una década no para de crecer, de reducir su desocupación a mínimos históricos, de sorprendernos con avances tecnológicos deslumbrantes y de sostener una lucha por principios humanistas y de tolerancia, de protección del ambiente y de avance en el respeto a la ley, que ha llamado la atención de un mundo que, tal vez en forma desmatizada, ha preferido juzgarlo por sus viejos errores más que por sus nuevos –y por supuesto que incompletos- aciertos.

En la película “Nixon”, el protagonista, en un momento de tenso recogimiento, mira un retrato de Kennedy que colgaba de una pared del Despacho Oval y entabla con él un diálogo ficticio: “Cuando ven tu retrato, ven lo que les gustaría ser. Cuando ven el mío, ven lo que son”.

Y en realidad, Estados Unidos no es Trump. De hecho, ni siquiera la mayoría es Trump, que fue superado en voto ciudadano por su contrincante demócrata. Las grandes ciudades de las costas, el Estados Unidos abierto y universalista, es mayoritario y protesta. Hoy mismo llena las calles para defender la tradicional vocación norteamericana por el asilo a los perseguidos, los derechos de las mujeres, la defensa de las comunidades musulmanas, la apertura de sus puertas a los inmigrantes. Los jueces federales norteamericanos se han pronunciado rápidamente bloqueando en numerosos casos la orden de deportación general de los recién llegados, los Fiscales Federales se están organizando para defender los derechos de los ciudadanos y muchos legisladores –entre ellos, varios republicanos importantes- se resisten a esta regresión a lo peor de su pasado.

Hace falta, sin embargo, en Estados Unidos y en el mundo, una nueva construcción intelectual que vuelva a soldar la brecha entre la idea de nación y el mundo globalizado. Las limitaciones y errores de la etapa globalizadora de las últimas décadas no pueden dejar en manos del chauvinismo reduccionista el relevo histórico, que será corto pero puede ser traumático. Es urgente construir un relato nacional –en todos lados- que preserve las identidades en sintonía con la pluralidad de la convivencia global. Patrias para aportar riqueza –de miradas, de inteligencias, de culturas, de valores- imbricándose entre ellas, en lugar de encerrarse, dividirse y luchar unas contra otras.

Ya vimos a dónde llevan al mundo las prédicas chauvinistas. Más de cien millones de muertos nos costaron en el siglo XX, para contar sólo quienes perdieron sus vidas. Aún en el actual maremágnum del terrorismo, sus víctimas en todo el planeta no llegan a unos pocos miles en lo que va del siglo. No erremos entonces en la dimensión de las justas alertas, y tampoco en lo que nos falta. Con todos sus desequilibrios en la distribución del ingreso, en el mundo de hoy el porcentaje de pobres es el menor de toda la historia de la especie humana en su vida civilizada.

Volviendo al comienzo: estamos lejos, pero el mundo es más pequeño. Ergo, estamos más cerca, a pesar de estar lejos. No podemos ignorar esta marcha ni marginarnos de la elaboración de un nuevo relato. Mantenerse lejos de los conflictos no debe significar lejos de la solidaridad con los perseguidos, ni ignorar las consecuencias no buscadas pero existentes de la globalización en muchos seres humanos condenados a vidas poco más que animalizadas, ni dejar de bucear para encontrar la síntesis entre el gigantesco y exponencial desarrollo económico y una convivencia que garantice el piso de dignidad para todos los seres humanos, en todo el planeta.

Nuestros problemas –que existen, y son muchos- no pueden convertirnos en pichones de Trump, indiferentes ante el dolor igual al que hace algunas décadas, ayer nomás, sufrieron nuestros abuelos y bisabuelos, encontrando en un lejano país del sur de América que convocaba “a todos los hombres del mundo” que quisieran habitarlo, una mano tendida, una voz amigable y un lugar en la mesa.


Ricardo Lafferriere

lunes, 23 de enero de 2017

¿Es mejor China que USA?

Las extrañas decisiones del nuevo presidente de EEUU tienen claras consecuencias en el escenario mundial. Puede debatirse si son buscadas o “errores no forzados”. Sea como sea, existen.

Algunas ya se observan. Rusia acaba de firmar una extensión por cincuenta años de su presencia militar en Turquía, ampliando sus bases militares y proyectando su clara hegemonía regional. La temporaria base de Latakia ahora albergará en forma permanente a Once buques de guerra rusos, sumándose a la ya existente base de Tartius. Estados Unidos se retirará de las conversaciones y los esfuerzos de paz en Siria, país en el que se afianzará la dictadura genocida de Al Assad con el respaldo ruso. Ha declinado –incluso- la invitación rusa a las conversaciones de paz, marginándose definitivamente del escenario regional –y obviamente, olvidando a sus aliados locales, por ejemplo los kurdos-, sobre los que recaerá ahora la ofensiva de Al Assad y sus aliados.

Se aleja de Europa. El Ministro de RREE de Alemania Frank-Walter Steinmeier ha expresado por tweet que esta decisión “termina con el siglo XX, para bien”, aunque anuncia que “llegan tiempos turbulentos”, misteriosa frase que destaca un interrogante sobre las relaciones entre EEUU y Alemania. Una Alemania que tendrá, de hecho, el liderazgo europeo.

China, aprovechando de inmediato este imprevisto vacío geopolítico, ha dado un salto cualitativo en sus relaciones con el resto del mundo, levantando los principios abandonados por Estados Unidos: libre comercio, globalización, libertad financiera. Su presidente Xi Jinping ha abierto con estas banderas la Conferencia de Davos, símbolo por excelencia de la economía global.

Por orden ejecutiva (versión norteamericana de nuestros “DNU”) el presidente Trump ha resuelto retirar a EEUU del Acuerdo Transpacífico, herramienta comercial y política con que la administración Obama buscaba contener la hegemonía china en el Pacífico, y esto ha descolocado a los pequeños países que habían acercado posiciones estratégicas con EEUU debido a su tradicional recelo con China –entre otros, el propio Vietnam- empujándolos hacia la dependencia del gigante oriental, siguiendo los pasos de Filipinas.

También ha anunciado que forzará la rediscusión del TLC con México y Canadá, rompiendo un área de libre comercio que fue el resultado de años de negociaciones y construcción entre los tres países y generó un espacio industrial-comercial continental. Esta decisión dañará fuertemente la estabilidad económica y política mexicana, sin traer mejoras correlativas en EEUU. Y –algo menor, en el gran escenario, pero sintomático en el pequeño-, se acaba de suspender la programada apertura del mercado de limones para la producción del Noroeste argentino.

En Europa se ha sumado al discurso “anti-inmigrantes” del renacido populismo de derecha, criticando a Merkel por su política de ayuda y apertura de su país a los perseguidos por la guerra en Siria y el Oriente Medio, ha respaldado la prédica anti-europea de Michael Farage en Gran Bretaña y ha dado repetidas muestras de simpatía hacia Putin, cuyo expansionismo político tiene a los países de Europa del Este en tensión constante.

En síntesis: el saldo –claro, para quien lo busque interpretar sin anteojeras- es que el presidente de los Estados Unidos ha resuelto retirar a su país del escenario global y concentrar su acción dentro de sus fronteras e intereses primarios abandonando la prédica sostenida por su país a partir de la Segunda Guerra Mundial de construir un mundo con instituciones, basadas en principios de aceptación universal, entre ellos la defensa de los Derechos Humanos como prioridad normativa y superior a cualquier otro, incluso el de la soberanía de los Estados.

La información que llega de Washington habla de otras expresiones, emitidas en oportunidad de su visita a la CIA: habló sobre la guerra de Irak, lamentando que luego de la invasión de 2003 EEUU no hubiera “robado el petróleo del país” a los irakíes. Sostuvo –una vez más- su apoyo a la tortura como procedimiento de interrogatorios, provocando que el ex director de la CIA, John Brennan afirmara que “el presidente Trump debiera avergonzarse de sí mismo” por sus palabras y de su “despreciable muestra de auto elogio” frente al Muro Memorial de la CIA a sus muertos.

Si la tendencia marcada por Trump se consolida –sobreponiéndose a la resistencia interna de la mitad de los norteamericanos que no acuerdan con ella- los esfuerzos globales dejarán de contar con el aporte de Washington, revirtiendo los avances de los últimos tiempos de la gestión de Obama: la defensa del ambiente, la distensión, la creciente vigencia del Derecho Internacional.

Esto dejaría al mundo con un solo “gran liderazgo” principal: el de China. Económicamente, el mundo abierto y libre seguramente no cambiará. Sí cambiará el “relato oficial” predominante. China no tiene historia ni fuerzas internas que trabajen por la protección del ambiente, por los derechos de los trabajadores, por las libertades civiles, por los derechos humanos y por la vigencia de una justicia a la que recurrir frente a las violaciones de derechos fundamentales.

El último ejemplo, el de decidir no acatar el fallo del Tribunal del Mar sobre la ilegalidad de su pretensión de sostener la soberanía marítima apoyada en islas artificiales que construyó y fortificó en el Mar de la China Meridional, fue una muestra. También la persecución a disidentes, su trato a las regiones que reclaman autonomía –como Tíbet-, la falta de libertades básicas en su orden interno –prensa, reunión, tránsito, expresión- y la parcialidad de su sistema judicial, conducido como un apéndice del sistema político férreamente administrado por el Partido Comunista.

Si bien debe reconocerse que su expansión en el mundo no ha sido violenta, tampoco se ha destacado por apoyarse en principios. Están como recordatorios la salvaje deforestación en Mozambique, Birmania y Siberia, la corrupción degradante del Jade en Birmania, la brutal explotación de los trabajadores petroleros en Turkmenistán y mineros del Perú, la indiferencia –y uso- de la corrupción de líderes políticos en varios países –aún en nuestro subcontinente-, etc. Y por último, la descontrolada contaminación y emisión de GEI en su propio país. El comportamiento chino recuerda al del colonialismo británico del siglo XIX. Pero en el siglo XXI.

Desde esta columna intuimos que no se trata de China sino de algo más profundo: la puja entre el mundo económico de las grandes corporaciones –que ya no tienen “país” propio al que se sientan atadas- reaccionando contra el sano avance de la política que intenta volver a poner al capital sujeto a las normas –ambientales, laborales, financieras, comerciales- al que habían escapado con la globalización. Para ellas, Trump es una buena noticia: no deberán responder a normas generales, públicas y verificables, sino acordar con cada líder en la oscuridad de sus despachos.

Un mundo sin instituciones, hegemonizado por un país de escasa vocación por las normas y devoto del puro poder acompañado por otro con una zarista vocación de hegemonía es el mejor de los mundos para la corrupción, la colusión de intereses y libre de la molestia de ambientalistas, sindicatos y militantes de causas justas. Contra lo que puede pensarse, no será la globalización la que se detenga o debilite, sino el intento de encauzarla para proteger al planeta y a los seres humanos.

Lo dijo Moreno, fantaseando con la extensión global del populismo: “Trump es peronista”. Como Putin, Farage, Le Pen y Xi. Y como tiene ganas, muchas ganas, de volver a ser el propio Sergio Massa: "Nos metieron en la cabeza que la globalización era abrirnos y abrirnos, y ahora el mundo nos corrió el arco y vive un proceso de cierre de las economías". El “sueño del pibe” para Mendiguren y sus muchachos que vivían del país-corralito, a costa de obreros y consumidores.

Esta tendencia era observable y –de hecho- ha sido objeto de numerosos artículos desde esta misma columna en los últimos años. Debemos reconocer haber errado en los tiempos. Nunca nos hubiéramos atrevido a predecir que los acontecimientos se precipitarían de la forma en que lo están haciendo, al punto de cambiar el equilibrio del sistema internacional global en unas pocas semanas. Un mundo de pocas normas regido por la fuerza y autócratas varios, con poca calidad democrática.

Habrá que acostumbrarse y estar alertas. Cada región –y país- organizará sus piezas y movimientos –la que más urgentemente deberá hacerlo será, sin dudas, Europa- sin contar con la presencia equilibrante del gigante americano. Estados Unidos está eligiendo –como hace pocos meses lo hizo Gran Bretaña- retirarse del juego y envejecer en su espacio pequeño. Curiosa decisión, cuando el planeta está más globalizado que nunca, los peligros que acechan requieren como nunca en la historia un esfuerzo colectivo y la humanidad está afianzando un sistema de fuerzas productivas y relaciones de producción de alcance universal.

Desde este “lejano occidente” también deberemos pasar en limpio nuestras prioridades, potencialidades y debilidades. El mercado global es siempre una ventaja. Nuestra producción tendrá siempre demanda en un mundo de creciente población, que en mayor o menor medida siempre seguirá comiendo. Debiéramos recuperar autonomía energética, acelerar nuestra diversificación hacia la producción alimentaria sofisticada para llegar a los mercados ya maduros y seguir reclamando acceso libre a esos mercados. Y deberemos acelerar la capacitación de nuestra gente, para tener la mayor flexibilidad posible ante los cambios.

Siempre hubo y habrá comercio, producción y financiamiento. Siempre hubo y habrá principios e intereses. Dejaremos atrás el escenario de posguerra, donde la humanidad se lanzó a perseguir la utopía de construir una convivencia que no olvidara los principios para entrar en otro, en el que lo central serán los intereses, desmatizados de aspiraciones colectivas y frenos normativos.

 Nosotros también deberemos incluir en los análisis la retracción de nuestro vecino del Norte, consolidar los lazos regionales y enraizar lo más posible nuestra economía, desde lo profundo de un país de dimensiones continentales como el nuestro, con los países hermanos de América Latina. 

Mantener prudencia, pluralidad y coherencia en nuestro comportamiento financiero y estar más atentos y prudentes que nunca en la acción política internacional, ayudarán a que este muy probable retroceso en la juridicidad de la convivencia humana nos afecte lo menos posible. Y “andar bien con todos”, desde China a Estados Unidos, Europa y el Pacífico, evitando nuestra tendencia genética a la sobreactuación.

Trump anuncia el fin de la pretensión hegemónica norteamericana, pero también de sus aportes idealistas wilsonianos, que con sus más y con sus menos signaron el mundo de posguerra. Xi Jinping anuncia la llegada de China, cuyas notas características ya se intuyen. En estos “tiempos turbulentos” que anunciara el Ministro de RREE de Alemania se notará más que nunca la necesidad de hablar más entre nosotros, gritarnos menos y diseñar acciones compartidas sin la búsqueda de pequeñas ventajas personales o partidistas que terminen dañando al país de todos.


Ricardo Lafferriere

lunes, 16 de enero de 2017

EL MUNDO DESDE EL 20 DE ENERO

Hasta ahora, las hipótesis que consideraban esa alternativa pertenecían al campo de la ficción-desastre, similar a un aerolito gigante golpeando la tierra, o a un acontecimiento geológico catastrófico de similar magnitud. Que hoy haya ya economistas que contemplen la posibilidad de un default de su deuda declarado por EEUU es una alternativa que -literalmente- asusta, por la cadena de acontecimientos que podrían desatarse. EEUU le debe a todo el mundo, pero su principal acreedor es China.

Las consecuencias de un eventual default serían imprevisibles y no sólo en el plano económico sino político, estratégico y eventualmente hasta militar. Seria un retroceso casi terminal del estado de derecho en el plano internacional y el fin definitivo del mundo como lo conocemos, con el entramado de instituciones construidas trabajosamente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y su reemplazo por un escenario "westfaliano" apoyado en correlaciones de fuerza, alianzas militares y bloques enfrentados sin mediaciones multilaterales.

Las incógnitas que genera la administración Trump permiten jugar hasta con esa hipótesis. Designar al frente de la autoridad ambiental a un negacionista del cambio climático, o de la administración de programas de vacunaciones a un negacionista de las vacunas son sólo ejemplos del hermético mecanismo de toma de decisiones del nuevo mandatario.

Similar preocupación conllevan sus pronunciamientos de política exterior -y eventualmente de los de sus funcionarios-. La afirmación del futuro Secretario de Estado en el sentido que se bloqueará el acceso de China a las islas artificiales que está construyendo en el Mar de la China mereció la inmediata respuesta de las autoridades chinas a través de la prensa oficial: "prepárense para una fuerte confrontación militar". China es, como se sabe, tenedora de la mayor parte de los bonos del Tesoro de Estados Unidos y el segundo poder militar mundial.

Y además, la obsesión con México, tanto como el nuevo distanciamiento con Cuba -que en ambos casos, significarán un alejamiento de toda la América Latina-. La amenaza a empresas con planes de inversión en México, aún no norteamericanas, como Toyota, en el sentido que bloqueará su acceso al mercado norteamericano en clara violación a los Convenios Internacionales vigentes, reforzará el desprestigio de EEUU ya iniciado con la "vía muerta" que anunció para el Acuerdo Transpacífico, que la administración Obama había convertido en el pivote de la presencia de su país en la zona de mayor crecimiento -y complejidad geopolítica- del mundo y con el que había logrado seducir a numerosas naciones del área, entre ellas a Vietnam.

Dice Justin Wolffers en un artículo publicado el 13/1 en el New York Times bajo el título de "Why Most Economists Are So Worried About Trump", entre otras cosas, que la incertidumbre que hoy reina entre economistas tanto republicanos como demócratas está abonada por "the possibility of a trade war, a catastrophic economic decision like defaulting on the national debt or a foreign policy disaster." (la posibilidad de una guerra comercial, una decisión catastrófica como defaultear la deuda nacional o una desastrosa política exterior).

Curiosamente, esa temerosa incertidumbre se contrasta con el optimismo de los actores de corto plazo. Los financistas están contentos, la bolsa sube, el oro baja y los pequeños empresarios y microemprendedores rebosan buenas expectativas.

Acá también estaban así al empezar la aventura de la década pasada. Default, puro consumo, despilfarro. Tomar decisiones de esa clase sin perspectiva estratégica es propia del populismo, que suele ocultar que al final, se debe pagar la fiesta. Agreguemos que el nuevo presidente llega al poder en sus setenta años como empresario exitoso pero sin haber tenido en toda su vida la responsabilidad de tomar una decisión pública.

La diferencia es que la Argentina logró con un denodado esfuerzo de décadas ser indiferente para el mundo, mientras que lo que haga EEUU, primera economía, primera potencia tecnológica y militar, primer contaminante global y primer arsenal nuclear, nos afectará para bien o para mal a los 7200 millones de seres humanos que vivimos en el planeta.


Ricardo Lafferriere

miércoles, 4 de enero de 2017

¿Entrando en la normalidad?

El cambio de año trajo novedades. 

No se trataron de noticias relacionadas con explosiones económicas ni derrumbes estrepitosos. No hubo estallido del consumo inducido artificialmente, como en la década pasada, ni derrumbes cambiarios, como los que hemos tenido en otras épocas.

Tampoco se notaron saqueos –más allá de la natural incomodidad y malestar que provocaron en miles de ciudadanos los piquetes motorizados por el petardismo adolescente del kirchnerismo y sus agrupaciones afines-.

La mayoría, la inmensa mayoría de los compatriotas de todos los estratos sociales atravesó el cambio de año con expectativas de un futuro mejor.

Los argentinos, poco a poco, están entendiendo que mientras se está arreglando la casa no es posible salir a comer afuera todos los fines de semana. Y teníamos la casa destrozada.

Rutas, viviendas, agua potable, autovías, puertos, ferrocarriles, defensas y desagües, comunicaciones, transporte público, energía… el esfuerzo inversor que está realizando la Argentina para recuperarse del deterioro tiene pocos antecedentes –si acaso hubiera alguno- en la historia nacional.

Las riquezas del país, que durante una década privilegiaron el consumo inmediato y fugaz, se están dirigiendo a mejorar nuestro equipamiento público. Eso tiene como contracara un comportamiento más austero, y se nota.

La disminución del consumo cotidiano es una muestra, no necesariamente relacionada con la caída de los ingresos –que está claro que existió- sino con una nueva actitud frente a la economía.

Los argentinos estamos volcando los recursos del país a obras, públicas y privadas. No es necesario abundar en las encaradas por el Estado –nacional, provincial, municipales- que no necesitan más que mostrarse: también comenzó a dinamizarse el mercado habitacional. Los últimos datos de escrituraciones en la Ciudad de Buenos Aires muestran un síntoma: la cantidad de escrituras en noviembre superó en más de un cuarenta por ciento a las del mismo período del año anterior.

Los compatriotas más necesitados, por su parte, están siendo atendidos por el Estado con la mayor asignación de recursos reales en toda la historia. Los trabajadores formales pueden –y lo están haciendo con responsabilidad- discutir sus condiciones de trabajo y salariales con las patronales en un marco respeto total, sin una intervención estatal en las discusiones como hace tiempo no se da en el país.

Los empresarios, liderados por el sector agropecuario, comenzaron a advertir que se irá desmontando progresivamente el “país corralito” donde cazaban libremente y que deberán focalizar sus esfuerzos en modernizar sus plantas, conseguir mercados y detectar nichos donde su potencia competitiva tenga mayores chances –que, al fin y al cabo, es su responsabilidad en la economía-.

Estamos en el medio de los ruidos de la transformación. Hay ecos del pasado que de a ratos pretenden renacer, pero son impotentes ante la marcha de la realidad. Hace unos meses lo mostraron con el intento de Ley “antidespidos” –cuya sanción constituía un perverso obstáculo a la recuperación económica del país- y en las postrimerías del año con la estrambótica reforma del impuesto a las ganancias, que dejaba sin financiamiento al presupuesto que esos mismos legisladores habían votado apenas dos meses antes. Ambas iniciativas fueron encarriladas por la conjunción de responsabilidades del gobierno nacional, de los gobiernos provinciales y de las propias organizaciones gremiales.

Por eso el horizonte es promisorio. Quedan, por supuesto, compatriotas que en el maremágnum de los debates se han retrasado y deben atenderse, especialmente aquellos que no forman parte del mercado formal de trabajo. Quienes viven de changas, de trabajos informales, de ocupaciones esporádicas, necesitan mayor atención, especialmente si desenvuelven tareas artesanales y de oficios y no pertenecen al colectivo receptor de ayudas sociales.

Por último, también aquellos que desde esta columna hemos considerado muchas veces los motores reales del crecimiento sostenible, los emprendedores, deberán ser atendidos con políticas públicas que respeten, defiendan y promuevan su esfuerzo. La mayoría de ellos son cuentapropistas o pequeños empresarios y no es necesario recordar que la ideología predominante en el país desde hace décadas los castiga por todos los flancos: fiscal, financiero, reglamentario y aduanero. Hasta ahora han recibido un trato dual, pero está claro que están lejos de recibir el trato público que se merecen. En la nueva economía son los únicos creadores de actividades económicas masivas y consistentes, más que las grandes inversiones de capitales tecnológicamente intensivos, pero de escasa incidencia en el empleo masivo.

El balance final del primer año de Cambiemos es alentador. Más allá de las políticas públicas puntuales en las diferentes áreas, que como en cualquier gobierno muestran los claroscuros propios de cualquier actividad humana, el rumbo global es el correcto. Lo que hubiera parecido difícil al comenzar el gobierno –sortear el campo minado sin contar con mayorías parlamentarias, sin fuerza gremial propia y con empresarios cultores de la secular mentalidad rentística de más de ocho décadas- se está mostrando como posible.

Falta mucho, especialmente en los reflejos polarizantes que suelen olvidar los matices con los que se construye un país y que existen en todos los espacios. Sin embargo, luego de varias décadas y a pesar de esos reflejos que testimonian los coletazos del pasado, el saldo global se parece a un país que está buscando, en su diversidad y en su forma de procesar conflictos, el camino para volver a la normalidad de una democracia funcionando.


Ricardo Lafferriere

lunes, 19 de diciembre de 2016

Drama en Siria

Varias veces destacamos en esta columna la gravedad de la situación en Siria, donde el vacío que deja la secular presencia norteamericana “ordenando” la región es cada vez mayor.

Por supuesto que con esa presencia defendía en última instancia sus intereses vitales, la provisión de crudo, que hoy necesita cada vez menos por la revolución del “fracking” y de las energías renovables que le han permitido un virtual autoabastecimiento.

A pesar de ello, la presencia “imperial” ordenaba siquiera mínimamente la zona con su entramado de alianzas, presencia militar, temor y relaciones económicas.

Ese mundo terminó. Estados Unidos mantiene una presencia residual, con sus alianzas voluntariamente debilitadas y sólo justificando esa presencia en virtud de compromisos ineludibles con algunos de los sectores en conflicto, especialmente los kurdos. Su preocupación es ahora el Pacífico, el Mar de la China, y eventualmente el Atlántico –o sea, sus flancos, desde la perspectiva de la defensa de su territorio y su seguridad-. “Que el mundo se arregle”, podría leerse desmenuzando los pronunciamientos de su nuevo presidente.

La hegemonía en la región está vacante. Rusia, Irán, Turquía, Arabia Saudita, cada uno con sus humores, estilos, aliados, intereses, historias, malas y buenas prácticas, han convertido el escenario en un infierno. Todos despertando odios milenarios y creando nuevos, como viejos relatos actualizados en sus métodos por el aporte tecnológico, las comunicaciones y el combate.

La muerte del embajador ruso en Turquía es un símbolo. Erdogan puede acercarse a Rusia por conveniencia, pero Rusia está masacrando en un nivel genocida a poblaciones civiles –como la de Aleppo- de fuerte impronta turca. Y lo hace para defender a Al Assad, criminal serial que no ha dudado en gasear a su propio pueblo y dar rienda libre a sus soldados para los episodios más crueles de la guerra moderna, desde asesinatos a civiles, violaciones indiscriminadas y la utilización del terror como arma de dominación.

Alepo tenía más de dos millones de habitantes. De ellos, el 80 % profesan la religión mahometana en su versión sunita, lo que la acerca emotivamente a Turquía –de la que formó parte durante el imperio Otomano- y la aleja de Al Assad, chiíta “alauita”, respaldado por Irán, Hezbollah y –ahora- por Rusia.

Sembrando vientos es imposible no cosechar tempestades. No han trascendido datos sobre el estado mental del asesino del embajador Karlov. Sin embargo no es difícil imaginarse en un joven de 22 años el estallido de fanatismo al ver la masacre de sus “co-religionarios” –entre los que tal vez hasta tuviera familiares- mediante misiles mar-tierra disparados desde barcos rusos estratégicamente alejados, en el Mediterráneo, desde donde difícilmente pudieran discriminar blancos civiles o militares al probar sus poderosos explosivos de última generación cayendo sobre la segunda ciudad de Siria.

La “progresía burocrática” del mundo se desvive ahora por encontrar la vuelta para culpar a Estados Unidos de la situación en la zona. Muy pocos juicios de valor se escuchan sobre la actitud de Al Assad con sus gases venenosos, de Putin con sus misiles de largo alcance sobre población civil y de Hezbollah impidiendo que los habitantes civiles de Alepo puedan evacuar la zona.

Lo cierto es que el mundo abandona paulatinamente el estado de derecho internacional para inaugurar una etapa de “bilateralismo múltiple”, donde cada situación se analiza por cada uno por separado y donde las alianzas no responden a principios –aunque sean elementales- fijados como objetivos por Tratados y Organismos sino a los más crudos intereses de los protagonistas.

Este desmantelamiento de la diplomacia multilateral tan banal como rudimentariamente atacada por “costosa”, “lenta” o “ineficaz” por aprendices de políticos que jamás tomaron una decisión pública en su vida pero aprovechan para montarse en la reacción primaria de muchos frente a los problemas complejos del mundo está mostrando su contracara: muerte, destrucción, vigencia del puro poder, ausencia de límites, indiferencia por las consecuencias de los actos que se toman.

Pero lo más grave es que, en última instancia, observamos un retroceso que nunca hubiéramos imaginado del soporte intelectual de toda la organización internacional de la post-segunda guerra mundial, sensibilizada por los genocidios sufridos en la primera mitad del siglo XX: la defensa de los derechos humanos como un compromiso de toda la humanidad, por encima incluso del principio de la soberanía de los Estados.

Quienes nos sentimos cosmopolitas, aspiramos que el mundo se componga de patrias articuladas en una convivencia fraterna y creemos en la unidad esencial del género humano por encima de cualquier construcción chauvinista, raza, religión o ideología no podemos menos que lamentar este tobogán.

Sobre todo, porque intuimos que recién acaba de empezar.

Ricardo Lafferriere



lunes, 12 de diciembre de 2016

Ventana a una reflexión de hace varios años

En el 2007, en ocasión de elaborar un ensayo sobre la historia y perspectivas argentinas que cobró forma de libro bajo el título “Bicentenario, modernidad y posmodernidad” escribía uno de sus capítulos propositivos encabezándolo como sigue –copia textual, con lo que se perdonarán algunas referencias a una coyuntura política diferente-:

“Una política para retomar la marcha

El presente capítulo apunta a reflexionar sobre los caminos políticos para volver a encarrilar el país en la senda que abandonó en 1930. En capítulos anteriores han desfilado los sectores que, a juicio del autor, son los motores económicos y sociales de una Argentina exitosa. En éste exploraremos las formas de articularlos para dar una batalla contra las tendencias expresadas por la corporación de la decadencia, cuyas creencias giran en todos los espacios políticos aunque, como está dicho, tienen su nido principal en el populismo y éste, en el peronismo.

Los interrogantes que los argentinos se hacen al finalizar la primera década del siglo XXI son ¿qué hacer para revertir la decadencia? ¿cómo frenar el deterioro y recomenzar un camino virtuoso de crecimiento con equidad, de “empoderamiento” de los ciudadanos, de modernización e integración al mundo para aprovechar en forma inteligente la potencialidad de la globalización?

Lo único que la Argentina no probó en las casi ocho décadas anteriores se percibe como la respuesta obvia: volver a funcionar como una sociedad con división de poderes, independencia de la justicia, respeto al derecho de propiedad y reverencia a la vigencia de la ley aplicada a todos por igual –pobres y ricos, ricos y pobres-. En síntesis: con instituciones.

Esa plataforma institucional, que no sería otra cosa que avanzar en el programa de la Constitución de 1853, permitiría ingresar en la modernidad del siglo XXI, integrarse al mundo global aprovechando su potencialidad y recrear las condiciones que hicieron grande a la Argentina cuando lo fue.

Esa fue, además, la experiencia probada. La globalización de fines del siglo XIX y comienzos del XX se asentó en un consenso que atravesaba todos los sectores políticos. No significaba la ausencia de debates –que los hubo y fuertes-. Cabe recordar las polémicas entre el industrialismo proteccionista de Pellegrini frente al pensamiento internacionalista de Juan B. Justo que entendía que defendiendo el libre comercio defendía el salario del trabajador; o el pensamiento obrerista de Joaquín V. González frente al nacionalismo chauvinista de Cané. Todos, sin embargo, coincidían en la visión del mundo y en la forma en que la Argentina debía subirse al tren globalizador de la época.

El consenso estratégico asumió entonces que el debate debía procesar la manera de esa articulación, la forma de optimizar las capacidades del país –como el impulso a la educación popular-, de atenuar los perjuicios que trae todo proceso de cambio a los más débiles –como el proyecto del Código de Trabajo de Joaquín V. González- o de proteger a las personas más necesitadas en las relaciones económicas –como las leyes de arrendamientos de la época yrigoyenista-. A nadie se le ocurrió oponerse al tendido de nuevas líneas de ferrocarril porque afectaba el viejo sistema de postas y carretas, o a la extensión de la red de telégrafos porque dejaba sin trabajo a los antiguos chasquis.

La nueva globalización “siglo XXI” requiere más decisiones similares a las de fines del siglo XIX y comienzos del XX, que sumen contenido social a las formas del estado democrático, aunque agregándole su dimensión global. El retorno del “individuo” con las formas tecnológicas y comunicacionales del nuevo individualismo creando nuevas formas de relacionamiento, la globalización de la economía, el debilitamiento de los Estados nacionales soberanos, la aparición de nuevos problemas con dimensiones globales originados en los logros de la modernidad, demandan hoy un abordaje cosmopolita en el que el gran desafío es la construcción de una legalidad global mediante la cual la política recupere su capacidad de arbitraje y de encauzamiento a las fuerzas de la economía, los negocios en el borde de la ilicitud, los comportamientos delictivos y la seguridad.

La modernización es incompatible con los hábitos políticos desarrollados en las décadas siguientes a 1930, que aún subsisten. La ocupación del territorio político-intelectual por parte del ala autoritaria y chauvinista del paradigma “nacional y popular” es una dificultad cierta en el impulso a un cambio que responda al nuevo paradigma de la modernidad, pero que choca con tradiciones fuertemente arraigadas. La dificultad se hace mayor si recordamos la vulnerabilidad del paradigma “nacional y popular” a su cooptación por parte del populismo y de las fuerzas que hemos denominado “retro-progresistas”, adueñadas en el pensamiento dominante de la defensa discursiva de los “intereses populares” –a los que, a la postre, condena a la pobreza y el estancamiento-

El debate se da en el propio seno de las fuerzas políticas. Dentro del radicalismo, partido de la modernidad con sentido popular por antonomasia, el choque entre los “modelos” es permanente. Sus distritos internos con arraigo en las zonas productoras modernas del interior evitan el ideologismo que bordea la afinidad con el populismo, propio del conurbano bonaerense favorecido por el modelo industrialista cerrado impulsado a partir de 1930. El debate, sin embargo, no es nítido sino que está atravesado por diferentes lealtades personales, épicas regionales, relatos ideológicos y preconceptos gestados durante años que conforman una cultura interna compleja, contradictoria y rica en matices con imbricaciones cruzadas.

En el peronismo ocurre un fenómeno similar, expresándose en la tradicional pugna entre “los gobernadores” y los movimientos obrero y piquetero. Los primeros, demandados por sus bases agropecuarias y su necesidad de gestión, deben resistir la presión de sus compañeros sindicalistas y bonaerenses, donde radica la principal base política de esa fuerza política, alimentada por los recursos extraídos del interior, lo que configura un mapa de incesantes conflictos internos.

Ambas fuerzas deben acentuar su búsqueda de síntesis. El desarrollo del país armónico y territorialmente equilibrado es incompatible con la captación permanente de los excedentes agropecuarios para generar clientelismo populista en el conurbano, ya que esa captación les impide el desarrollo industrial y de servicios en las zonas productoras desatando el círculo vicioso de la migración interna y la presión por mayores excedentes para alimentar las ingentes necesidades de una población marginada que puebla el conurbano de la capital y de las principales ciudades del país.

La retroalimentación de un circuito de funcionamiento económico desfasado del desarrollo global encuentra sus límites inexorables en la asfixiada productividad de los sectores dinámicos y modernos de la economía, traduciéndose en la sistemática pérdida de posiciones del país “vis à vis” con el entorno regional y el mundo.

Pero el crecimiento es también incompatible con la indiferencia hacia la situación social de más de un tercio de la población, la mayoría de la cual vive en el conurbano y es la “carne de cañón” del clientelismo, del que son rehenes. Esos compatriotas, excluidos de la sociedad formal, sin servicios ni políticas públicas, sin seguridad, educación, salud ni posibilidades de inserción económica estable, son el resultado del fracaso de ocho décadas de estancamiento y decadencia.

Una propuesta política virtuosa debe romper el círculo vicioso de los últimos 80 años y abarcar las dos demandas: recuperar la capacidad de crecimiento y construir una sociedad social y territorialmente integrada.

Contra lo que pudiera suponerse de una lectura lineal, y a pesar de lo expresado más arriba sobre el populismo, el peronismo no es entonces un “enemigo a vencer” para encarrilar el país. Políticamente, tanto el radicalismo como el peronismo eluden su caracterización como partidos “ideológicos”, sino más bien como valiosos instrumentos de integración social, que es justamente una de las urgencias más fuertes del nuevo ciclo.

El verdadero enemigo de una Argentina exitosa es el populismo, entendido como la reproducción atávica de relaciones de poder clientelizadas, vaciadas de contenido reflexivo, que anulan la potencialidad y la libertad de las personas y para el que la creciente autonomía de los ciudadanos es un peligro vital. La concepción autoritaria del ejercicio del poder y la mediatización de las normas convertidas en simples mecanismos opcionales para el ejercicio del voluntarismo y la discrecionalidad políticas son la herencia colonial y prerevolucionaria, arcaica y premoderna, que se proyecta en el siglo XXI tras los perfiles antidemocráticos de varios matices actuales del nacional - populismo y del retro-progresismo.

Esa clase de relaciones existe en diversos ámbitos de la sociedad y la política alcanza a varios sectores políticos y sociales –gremiales, partidarios e incluso empresariales-, pero es claramente predominante en el peronismo y sus socios “retroprogresistas”. Dependerá del propio peronismo si puede sacárselos de su seno, o si prefiere mantenerlos cercanos a su   esencia abandonando definitivamente el rumbo democrático e institucional.”

Hasta aquí, la copia. El esbozo del reagrupamiento populista de estos días alrededor de los relatos más primitivos del peronismo, que confluyen –como es usual- “arrastrando” a sectores de visiones más arcaicas desprendidos del radicalismo –tanto Máximo Kirchner como Sergio Massa cuentan con sus “ex radicales” con los que pretenden vestir su relato de honestidad democrática- choca claramente con quienes deben responder ante sus bases productivas, que regresarían a la crisis terminal de los últimos años si ese proyecto se impusiera. Urtubey, Schiaretti, Uñiac, Bordet, claramente no están cómodos en esta aventura, como muchos otros peronistas que aspiran a un país en desarrollo.

Enfrente, el surgimiento de Cambiemos incorporando una fuerza moderna, como el PRO, sin ataduras políticas históricas pero claramente ubicada en el amplio campo democrático republicano, el respaldo del “main stream” radical y el necesario recordatorio permanente de la ética como requisito inescidible de la legitimación política que aporta la Coalición Cívica anuncian un debate más claro.

El país del pasado, corporativo, populista, autoritario y chauvinista frente al país moderno, democrático, republicano con impronta cosmopolita. Ese es el alineamiento que se va formando. Y que anuncia un debate formidable para los próximos meses.


Ricardo Lafferriere

lunes, 5 de diciembre de 2016

Impuesto a “la renta financiera” - ¿Ingenuidad o cinismo?

Existe una definición primaria de la actividad financiera: es una intermediación que se realiza sobre activos ajenos.

Los Bancos no prestan dinero propio. Tampoco –obviamente- toman dinero a interés de sí mismos. Trabajan intermediando riquezas de otros.

Con esa actividad ganan dinero. Como cualquier empresa, sobre esa ganancia pagan impuestos, específicamente el Impuesto a las Ganancias. El IVA a créditos no lo pagan ellos sino –nuevamente- los tomadores de créditos. Y el impuesto a los “débitos bancarios”, barbaridad establecida para enfrentar una situación de extrema excepcionalidad, golpea igualmente a la actividad económica fomentando las operaciones en negro o no bancarizadas.

Gravar la renta financiera no “le saca plata a los bancos”, a los que les resulta indiferente. Simplemente crea un nuevo impuesto sobre la actividad económica. Lo pagarán quienes necesiten créditos –para financiar su inversión, o su giro corriente- quienes, a su vez, lo trasladarán a los precios, porque será un costo más.

En suma: lo terminarán pagando los consumidores, con productos más caros. 

Si el impuesto es a los plazos fijos, lo pagará el ahorrista –o sea, el mismo que, en el ejemplo anterior, tiene el papel de consumidor-. El efecto es el mismo: se reducirá su ingreso. Y su capacidad de compra residual será menor. O sea, su efecto final será recesivo.

Cuando necesitamos reforzar el ahorro y la inversión para volver a crecer, se les pretende aplicar un nuevo gravamen. Los argentinos pagan ya los precios y los impuestos más caros del mundo.

Ningún economista desconoce estas verdades elementales. De ahí que cuando un dirigente político –o fuerza política- serios proponen esta medida, saben que su efecto es recesivo, no expansivo. Incrementa los costos de producir en el país, sin agregar nada a la justicia distributiva. En rigor, también la afecta, ya que al existir menos actividad económica existirá menos empleo y menos riqueza a distribuir. Y por último, es hipócrita, porque reclaman airadamente la reactivación, mientras impulsan en los hechos medidas que la impiden.

Sí sirve para embaucar incautos. Aquellos que opinan sobre economía más por reacciones viscerales que por razonamientos sólidos y que les encantaría poder distribuir lo que no existe.

Alguna vez he sostenido que la diferencia entre el populismo y las visiones modernas –liberalismo, socialismo, socialdemocracia- es la forma de tratar a la inversión, base del crecimiento.

El liberalismo y el socialismo, ambos subproductos potentes del pensamiento moderno, coinciden en la ética de la producción y el trabajo. Aunque pongan énfasis diferentes en los mecanismos de distribución de la riqueza generada, no descuidan la generación de esa riqueza, a la que consideran central. Saben que sin inversión no hay crecimiento y que la fuente de la inversión es el ahorro.

El populismo se desinteresa de la inversión y del crecimiento. Es por definición rapaz. Su ética no es ni la de la producción ni la del trabajo, sino la del arrebato de lo que producen otros. Eso sí: escondido en un discurso justiciero, que suele desembocar en situaciones como la de Venezuela.

Este debate refleja, una vez más, la naturaleza del populismo. Si a pesar de su intrínseca absurdidad el impuesto a la “renta financiera” pasa los filtros de un debate parlamentario, será la cabal demostración que lo que falla en el país es su capacidad para enfrentar sus problemas sin recurrir al pensamiento mágico.

Sería una lástima.


Ricardo Lafferriere