Siempre hemos escuchado -y repetido- que gran parte de la
definición de democracia radica en las formas y no sólo en el fondo. Pero además de ambas cosas, se requieren actitudes.
El gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”
requiere aceptar que la mayoría de la población es la que tiene el derecho de
formar gobierno. Difícil discutir esa afirmación, aún con las falencias que el
sentido común encuentra muchas veces en la opinión de la mayoría. Se llega a
esta afirmación por descarte: si no existiera esa regla, la base del poder
radicaría en la fuerza, virtual o desatada.
Sin embargo, la afirmación se completa con el necesario
respeto a las minorías, y en última instancia a la suprema minoría, que es el
hombre solo. Para garantizar este objetivo, se han ido elaborando a través del
tiempo particiones y limitaciones al poder en el plano legal cuyo propósito es darles
a las minorías y a las personas un haz protector de derechos que ni siquiera
las mayorías más abrumadoras puedan desconocer.
Ambas cosas han sido recibidas en nuestra Constitución
Nacional, programa de unión del nuevo país del plata a mediados del siglo XIX.
El mundo ha avanzado, y mucho en estos casi dos siglos.
Hemos tenido violaciones al primer principio -con los gobiernos de base electoral
restringida y luego con los golpes de estado- y al segundo -con gobiernos de
base popular que no respetaron derechos constitucionales de las minorías ni de
las personas-.
La reiniciación democrática iniciada en 1983 pareció terminar
con ambas falencias. Sin embargo, asoman de nuevo, peligrosamente, en los
últimos lustros.
La Argentina, a tono con este nuevo mundo de polarizaciones e
intolerancias recíprocas, ha adoptado la confrontación como forma de resolver
los conflictos públicos. El virtuoso entrelazado de normas constitucionales, la
distribución de competencias entre los ciudadanos, las provincias y la Nación,
la división del poder en tres órganos con definidas facultades propias, la
artesanía procedimental diseñada por la Constitución para la sanción de las
leyes, en suma, todo el edificio institucional, es impregnado por el conflicto
permanente sin límites claros entre las acciones permitidas a los actores, que
se invaden entre sí y nos acercan a la anarquía, sin que sea ajena a esta
realidad el deterioro ético del comportamiento social. Claro: todo este mecanismo
funciona si existe compromiso nacional y honestidad en los actores.
Cuesta encontrar una salida compartida que encarrile esta
deriva de final más que incierto. Como marchan las cosas, todo parece encaminarse
a un “todos contra todos” al precio de poner en riesgo la propia existencia
nacional. Hace años que, personalmente, lo venimos observando y advirtiendo,
desde las aciagas jornadas de diciembre del 2001. Hoy es más dramático, porque no se avizoran
actores sociales importantes con vocación de consenso ni patriotismo inclusivo.
Los protagonistas de “la escena” no parecen advertir -y si lo advierten, no
parecen inmutarse- del peligro al que están conduciendo a la Nación, cada uno
con su intransigencia y cada intransigencia ajena esgrimida para justificar la
propia. Así comienzan los conflictos abiertos. Nadie puede predecir cómo ni
dónde terminan. Por lo pronto se ven muchas fuerzas centrífugas y muy pocas
centrípetas actuando en el todo nacional.
Nuestro país terminó de nacer a mediados del siglo XIX
primero con un conflicto armado que abarcó a toda la Cuenca del Plata, luego
con un consenso entre triunfadores y derrotados y por último con administraciones
que tenían el norte de la vigencia constitucional, pero que marcharon hacia ese
norte bordeando en el camino las normas de la constitución jurada, mediante
intervenciones federales, ejércitos punitivos y elecciones de base electoral
reducida. Lograr la “república verdadera” costó más de medio siglo.
Y ahora, a lo nuestro.
La deriva de la Argentina en lo que va de este siglo aceleró
su decadencia nacional. El país “anómico” definido por Carlos Nino se
acostumbró a vivir sin reglas y con reglas a medias. La disgregación fue una
constante voluntariamente inadvertida, hasta que tomamos conciencia de ella.
Mientras tanto, el mundo cambió su escenario de conflictos
pero no sus consensos básicos, fundamentalmente al ritmo de una economía
transnacionalizada que hace asociarse hasta a enemigos violentos. La
arquitectura institucional global que se pensó hace siete décadas como la
garantía contra las grandes guerras (ONU, FMI, etc.) demuestra diariamente su
pavorosa inutilidad, resultado de su cooptación burocrática para poner sus
hilachas al servicio del respectivo interés. El mundo se ha asociado al
realismo más extremo de poder y en este marco cada uno se prepara y hace su
juego.
Esa agenda no es percibida entre nosotros, entretenidos en
los juegos de la política local, cada vez más parecida a un juego de adolescentes.
Esta situación agrava los problemas internos y los peligros externos. Un mundo
derivando al realismo de la fuerza no es precisamente un buen escenario para un
país que renunció a pensar en su defensa y decide, como el avestruz, dejar de
mirar lo que pasa y desinteresarse de sus futuro y de los peligros.
La miopía es extrema, el desinterés por el rumbo es notable,
la sensación de pertenecer a un colectivo nacional compartido -que antes se llamaba
patriotismo- es de una debilidad innegable, la ignorancia de las normas que
rigen económicamente el mundo -aún entre rivales que hasta guerrean entre sí-
asombra y las peleas por las migajas que quedan del país señero son patéticas.
En este campo de batalla no puede asombrar la negación de
las formas, que también muestran el retroceso. Tampoco los insultos cruzados,
muestra de la estrechez de miras -o exclusividad de enfoques- de unos y otros.
Por un lado, el presidente. Sus conocimientos de excelencia
se concentran en el estudio de la economía, ciencia en la que uno de los males
tal vez más extremos es la inflación desbocada. Su “ética” profesional le
indica la prioridad de desarticular y desterrar la inflación, cuya causa última
es la abundancia de dinero. Toda su obsesión gira alrededor de este objetivo,
nada menor si observamos la lascerante decadencia a que nos ha llevado ignorar
ese capítulo y su ascenso a primerísima prioridad del electorado. Sin ánimo de
faltar el respeto, se observa que trascendiendo ese objetivo, en los demás
temas no hay en su mirada un capítulo que descuelle o sea postulado con similar
fuerza: son lábiles y provisorios, como lo hemos visto incluso con sus otrora
definiciones estrambóticas, cambiadas al ritmo de cada necesidad política
coyuntural. Si hubiera que definir en una frase su constante, ésta sería: “más
allá de en lo que gastemos, no podemos hacerlo en más cantidad que lo que hay”.
Por el otro lado, está el tradicional “escenario” público
-hoy llamado genérica y desdibujadamente “la casta”, que cada uno entiende a su
manera-. Su praxis política se ha concentrado tradicionalmente en la
distribución del ingreso, cada vez más pequeño debido a la indiferencia, por
ignorancia o por desinterés en el funcionamiento económico. Los capítulos que
mueven sus inquietudes son variados y representativos de sectores, ideologías,
partidos y convicciones plurales, sin negar incluso la apropiación indebida de
ingresos públicos y tráfico de influencias. Sin embargo, ante la extrema gravedad terminal
de la situación argentina, todos esos capítulos pierden terreno mientras la
inflación no sea dominada, porque su frase guía esta vez sería, en mayor o
menor dimensión: “no me importa si no hay recursos, necesito cubrir estos
gastos de cualquier forma”, sin terminar de aclarar -y sin que le importe
demasiado- de dónde se obtendrán esos recursos ni quién resultará afectado.
En el medio, lo que queda del “estado de derecho” está
convertido en una herramienta de lucha más que de solución de conflictos, que
cada cual interpreta perfilado hacia su propio objetivo. Zamarreado y tironeado
hacia uno y otro lado, sufre la tensión de ser interpretado en forma parcial por
unos y otros, sin que tampoco se vea por parte de la sociedad un soporte sólido
a sus reglas. Hay, por suerte y debe reconocerse, actores de lo público
-partidos, bloques y dirigentes-, en las diversas fuerzas, que logran dominar
sus “ethos” agonales y buscan un funcionamiento institucional virtuoso. Es de
desear que se multipliquen.
Mientras, en el campo de debate, campea lamentablemente la
degradación de las conductas, que también en diferente medida se ha hecho
predominante en polémicas que no buscan resultados, sino triunfo a cualquier
precio.
Difícil ser optimista en tal escenario. La proyección hacia
el futuro sólo contiene incertidumbres y una clara predominancia de lucha sin
fin ni objetivos compartidos.
Lo que sí parece claro es que de no imponerse un cambio en
el “ethos” de los actores del escenario y de la propia sociedad recreando la
solidaridad nacional y la responsabilidad por las propias decisiones, el
horizonte no parece promisorio y las peores pesadillas pueden llegar a
imponerse, sea en la disgregación territorial o política del país, sea en el
surgimiento de una alternativa de “puro poder”, ordenando la convivencia al
borde de la Constitución y las leyes.
“Hay que empezara de nuevo”, le dijo don Hipólito a don
Marcelo luego de su derrocamiento. Hoy, empezar de nuevo tal vez sea una
obligación ciudadana: retomar la actitud republicana desde el pequeño ejemplo
de cada uno, en la ilusión que llegue a incidir en la conducta de los actores
del escenario, desde el presidente hasta los gobernadores, legisladores,
comunicadores y twitteros. Asumir la idea de “proceso”, de prioridades, de
etapas. Y entender que el país no es ni del gobierno ni de la oposición sino de
los ciudadanos, que miran hoy azorados como puede desvanecerse la esperanza de
cambio, una vez más, simplemente por no saber acordar.
Ricardo Lafferriere
29/2/2024