lunes, 5 de diciembre de 2016

Impuesto a “la renta financiera” - ¿Ingenuidad o cinismo?

Existe una definición primaria de la actividad financiera: es una intermediación que se realiza sobre activos ajenos.

Los Bancos no prestan dinero propio. Tampoco –obviamente- toman dinero a interés de sí mismos. Trabajan intermediando riquezas de otros.

Con esa actividad ganan dinero. Como cualquier empresa, sobre esa ganancia pagan impuestos, específicamente el Impuesto a las Ganancias. El IVA a créditos no lo pagan ellos sino –nuevamente- los tomadores de créditos. Y el impuesto a los “débitos bancarios”, barbaridad establecida para enfrentar una situación de extrema excepcionalidad, golpea igualmente a la actividad económica fomentando las operaciones en negro o no bancarizadas.

Gravar la renta financiera no “le saca plata a los bancos”, a los que les resulta indiferente. Simplemente crea un nuevo impuesto sobre la actividad económica. Lo pagarán quienes necesiten créditos –para financiar su inversión, o su giro corriente- quienes, a su vez, lo trasladarán a los precios, porque será un costo más.

En suma: lo terminarán pagando los consumidores, con productos más caros. 

Si el impuesto es a los plazos fijos, lo pagará el ahorrista –o sea, el mismo que, en el ejemplo anterior, tiene el papel de consumidor-. El efecto es el mismo: se reducirá su ingreso. Y su capacidad de compra residual será menor. O sea, su efecto final será recesivo.

Cuando necesitamos reforzar el ahorro y la inversión para volver a crecer, se les pretende aplicar un nuevo gravamen. Los argentinos pagan ya los precios y los impuestos más caros del mundo.

Ningún economista desconoce estas verdades elementales. De ahí que cuando un dirigente político –o fuerza política- serios proponen esta medida, saben que su efecto es recesivo, no expansivo. Incrementa los costos de producir en el país, sin agregar nada a la justicia distributiva. En rigor, también la afecta, ya que al existir menos actividad económica existirá menos empleo y menos riqueza a distribuir. Y por último, es hipócrita, porque reclaman airadamente la reactivación, mientras impulsan en los hechos medidas que la impiden.

Sí sirve para embaucar incautos. Aquellos que opinan sobre economía más por reacciones viscerales que por razonamientos sólidos y que les encantaría poder distribuir lo que no existe.

Alguna vez he sostenido que la diferencia entre el populismo y las visiones modernas –liberalismo, socialismo, socialdemocracia- es la forma de tratar a la inversión, base del crecimiento.

El liberalismo y el socialismo, ambos subproductos potentes del pensamiento moderno, coinciden en la ética de la producción y el trabajo. Aunque pongan énfasis diferentes en los mecanismos de distribución de la riqueza generada, no descuidan la generación de esa riqueza, a la que consideran central. Saben que sin inversión no hay crecimiento y que la fuente de la inversión es el ahorro.

El populismo se desinteresa de la inversión y del crecimiento. Es por definición rapaz. Su ética no es ni la de la producción ni la del trabajo, sino la del arrebato de lo que producen otros. Eso sí: escondido en un discurso justiciero, que suele desembocar en situaciones como la de Venezuela.

Este debate refleja, una vez más, la naturaleza del populismo. Si a pesar de su intrínseca absurdidad el impuesto a la “renta financiera” pasa los filtros de un debate parlamentario, será la cabal demostración que lo que falla en el país es su capacidad para enfrentar sus problemas sin recurrir al pensamiento mágico.

Sería una lástima.


Ricardo Lafferriere

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