El
debate público en tiempos electorales suele centrarse en la evolución de la
economía.
Debate
y economía, sin embargo, suelen reducirse a la percepción que la mayoría de las
personas tienen en sus vidas cotidianas sobre la capacidad de compra de sus
ingresos.
La
pregunta en este artículo es: ¿el nivel de ingreso de las personas en su vida
cotidiana es identificable con la “situación económica”, al margen de todo el
contexto en el que se da y del resto de variables cuya relación con “lo
económico” es íntima e inseparable?
El
análisis de la situación económica es honesto y legítimo si es integral y se
compara con los diferentes contextos. Siempre una situación se compara con
otra. No es un término absoluto.
Comparar
la situación económica de un país que no paga su deuda, no construye
infraestructura vial, no mantiene sus ferrocarriles ni puertos, no invierte en
fuentes de energía y desmantela su conectividad aérea mientras está disfrutando
de precios de exportación de sus productos primarios más alto de la historia y
se apropia de los ahorros previsionales, con el mismo país que rompe récords de
construcción de rutas y autopistas, desarrolla puertos de última generación,
llena el país de modernos aeropuertos, supera todos los récords en provisión de
agua potable y desagües cloacales, logra la mayor inversión histórica en
generación energética de tecnología de vanguardia -tradicional y alternativas-,
sufre su mayor sequía en medio siglo y debe pagar la deuda histórica más la
necesaria para financiar una transición sin graves conmociones sociales es, por
lo menos, sesgado.
Las
decisiones políticas implican -como las decisiones de vida- un objetivo y algo
de apuesta sobre lo imprevisible. La decisión de modernizar la economía
argentina es una línea coherente. Su constante es la inserción en el mercado
mundial, a fin de lograr un espacio de “realización de la ganancia” para la
economía del país que trascienda los límites estrechos del mercado interno. La
decisión de tomar deuda para aliviar la extrema dureza de un ajuste que
sufrirían los que menos tienen, por su parte, fue una apuesta. Funcionó mientras hubo
recursos accesibles.
La
economía moderna es altamente sofisticada y variada, casi al infinito. Los
exiguos márgenes de ganancia por unidad de producto exigen mercados amplios.
Cuanto más amplios sean esos mercados, más baratos y accesibles serán los
bienes que se generan. Es la constante de la economía global. No es posible
producir bienes valiosos accesibles para las grandes mayorías con mercados
reducidos. Ni siquiera China puede hacerlo, ni la India, ni Europa, ni EEUU.
Esta
orientación tiene requisitos. Para vender, hay que comprar. Para vender, hay
que ganarles a los competidores con tecnologías que abaraten los productos.
Para vender, es necesario contar con infraestructura homologable con la que se
usa en el mundo. Para vender, hay que lograr productos de calidad elaborados
por trabajadores capacitados y rigurosos en la calidad de lo que hacen y
empresarios capacitados, serios y también rigurosos en sus planes
microeconómicos. Para vender, se debe contar con una red global de ventas que
sume tareas privadas y públicas. Para vender, se debe asumir un comportamiento
confiable y serio.
El
camino -como todos los caminos que se transitan- tiene riesgos. La economía
mundial tiene turbulencias, el mundo financiero global es inestable, la deuda
pesa, las reglas de juego para los países que no definen agenda son rigurosas.
El premio, sin embargo, es trascendente: mejorar el nivel de bienestar de la
población, romper las anclas que ataban a la mediocridad del estancamiento y
ser protagonistas del cambio más acelerado que la humanidad haya tenido en sus
miles de años de historia.
Por
supuesto que hay otro camino: encerrarse. No pagar lo que se debe. No vender ni
comprar. No funcionar con las reglas del mundo -no del “imperialismo”, sino de
Europa, EEUU, China, Rusia, la India, Brasil, es decir, del 95 % de la
humanidad-. Alejarse del consenso global. Es el camino que eligió la Venezuela
de Chávez y Maduro.
Se
puede tomar esa opción y lentamente, parar las máquinas. Quedarse sin energía,
sin luz, sin petróleo, y luego sin agua, sin medicamentos y sin alimentos. Para
garantizar ese rumbo, recurrir a la represión, tal vez sangrienta. Olvidarse de
los DDHH, la democracia, los debates abiertos y la pluralidad de pensamiento.
Expulsar del país a miles de ciudadanos, comenzando por los más capacitados.
Soñar con rentas que no existen y culpar al mundo de la crisis con argumentos
cada vez más rebuscados y grotescos. Marchar lentamente a la prehistoria.
¿Es
posible algo “en el medio”? Tal vez ese sea el mayor desafío de la política. El
“medio” es posible, si tiene un rumbo. El “medio” sin rumbo lleva
inexorablemente al camino cerrado, porque la simpleza de repartir lo que “va
quedando” -en cosas, y en gente- abre espacio a relatos presuntamente
justicieros. Cada vez queda menos, y como cada vez se produce menos, lo que se
puede repartir es también cada vez menos. La convivencia se va tensando hasta
llegar al extremo de ser incompatible con la sociedad libre y la vida
democrática.
El
“medio” es lo que ensayan, en general, las conducciones políticas democráticas,
que son conscientes de la necesidad de modernizar los sistemas, pero a la vez
de atenuar en lo más posible los efectos sociales del cambio. Su capacidad o
incapacidad, en todo caso, se verá en sus logros de acompasar la modernización
con los que necesitan un piso de dignidad que no puede esperar. Ahí está el
debate. A un lado del “medio” están los ortodoxos, desinteresados de las
personas comunes. Al otro, los populistas, interesados en preservar el pasado.
El “medio” debiera ser el escenario del debate político maduro, sin
grandilocuencias imposibles, y con madurez reflexiva.
Desde
la óptica de quien escribe, el principal desafío del “medio” se da al interior
del propio Estado porque en lo demás, los márgenes de acción son muy estrechos.
Esto es fácil decirlo, pero choca con estructuras entrelazadas construidas
durante décadas de encierro, cuando éste era posible y quizás hasta necesario.
Un
Estado colonizado por empresarios que lucran con sus complicidades políticas
-lo estamos viendo con la causa de los “cuadernos”- y que pagan los ciudadanos.
Un Estado cooptado por empresarios rentistas que reclaman “proteccionismo”
escudados en la bandera nacional, que les asegure mercado, a precios
desmesurados, a bienes poco menos que de descarte y en ocasiones hasta
contrabandeados, convertidos en los únicos ofrecidos mientras les generan
superganancias a costa de salarios devaluados. Un Estado cooptado por
corporaciones gremiales que desnaturalizan sus servicios, ofreciendo bajísima
calidad -en educación, asistencia social y salud-, obligando a las personas a
gastos paralelos en estos campos y reduciendo objetivamente su nivel de
ingresos libres.
El
“medio”, entonces, es posible pero debe tener un rumbo. Si es un “medio” para
frenar y retroceder, es altamente peligroso. Si es un “medio” para avanzar, es
realmente imprescindible. Su herramienta es el diálogo abierto, transparente,
honesto.
¿Estamos
en la Argentina lejos del “medio”? Como todo, es opinable. Nuestro país cuenta
con la asistencia social más extensa de América Latina en los niveles
compatibles con las posibilidades económicas. Garantiza jubilaciones
prácticamente para todos. La asistencia a la niñez que permite la AUH no existe
en otros países de nivel de desarrollo parecido al nuestro. La asistencia a la
ancianidad es generalizada.
La educación es gratuita, así como la salud
pública. El gasto social “por habitante” es el mayor de América Latina, aún en
el medio de la crisis. Las tarifas de los servicios públicos, aún con los
aumentos, son las más bajas de la región y altamente subsidiadas por la
economía productiva -empresas agropecuarias, industriales y hasta salarios-,
que, al precio de perder competitividad exportadora, contribuye a pagarles la
mitad del consumo a las familias, además del subsidio adicional a los hogares
de menores ingresos. No lo olvidemos.
¿Qué
falta? Pues… el Estado. En la modesta mirada de este opinador, el problema no
es su tamaño sino su ineficacia, especialmente de cara a los ciudadanos. El
mayor esfuerzo del “medio” debiera ser mejorar el funcionamiento de escuelas y
hospitales, llenar de geriátricos y diseñar mecanismos de ayuda social a la
tercera edad, programas institucionalizados de inclusión a compatriotas con
capacidades diferentes, masificar aún más el nivel preescolar, lograr la
excelencia en la educación formal, articular en forma virtuosa a los efectores
de la salud para reducir su costo para los ciudadanos potenciando la salud
pública, perfeccionar la atención primaria… banderas todas que todos levantan,
pero cuya concreción enfrenta resistencias corporativas gigantes.
La
última conmoción sistémica del 2018 golpeó a todos. El país fue el golpeado y
sus ingresos cayeron. Cuando un sector sostiene que ha perdido posiciones, tal
vez no advierta que el de al lado también perdió. La Argentina en su conjunto
es más pobre. Quien pretenda mantener el nivel de ingresos de cuando era más
rica, hace apenas unos meses, debe saber que esos recursos que reclama
golpearán a otros. En economía, también las matemáticas existen.
La
debilidad del debate político y la falta de reflexión nacional por los
principales protagonistas es una dificultad adicional, que sin embargo no
debería llevar a perder de vista el gran rumbo: modernización, inserción
global, acceder a mercados, infraestructura, educación.
El "medio" requiere una práctica política especial, que focalice sus tareas en las reformas y sea capaz de generar suficiente consenso para impulsarlo. Una
campaña presidencial debería ser un buen escenario para desgranar estas ideas.
Marginando a los “ortodoxos” y a su espejo “populista”, el “medio” debiera
poder discutir acuerdos de gobierno que permitan apurar la marcha. El
oficialismo, con sus hechos y gestión de gobierno, ofrece su “medio” casi en soledad, resistiendo como puede la
tenaza de ortodoxos y populistas. Si la oposición elaborara el suyo, también
sin ceder a la tentación de ambos extremos, la Argentina podría contar con un
camino políticamente sólido y estable, mejor plantado ante las incertidumbres y
los eventuales “cisnes negros”, cualquiera sea quien lo gobierne.
El
país cuenta con condiciones materiales para hacerlo. Quizás deba trabajar para
resaltar las condiciones espirituales y morales. Al fin y al cabo, también es
la función de una política sana. Y requisito de una economía exitosa en un país
que también lo sea.
Ricardo
Lafferriere