En el 2007, en ocasión de elaborar un ensayo sobre la historia y
perspectivas argentinas que cobró forma de libro bajo el título “Bicentenario,
modernidad y posmodernidad” escribía uno de sus capítulos propositivos
encabezándolo como sigue –copia textual, con lo que se perdonarán algunas
referencias a una coyuntura política diferente-:
“Una política para retomar la marcha
El presente capítulo apunta a
reflexionar sobre los caminos políticos para volver a encarrilar el país en la
senda que abandonó en 1930. En capítulos anteriores han desfilado los sectores
que, a juicio del autor, son los motores económicos y sociales de una Argentina
exitosa. En éste exploraremos las formas de articularlos para dar una batalla
contra las tendencias expresadas por la corporación de la decadencia, cuyas
creencias giran en todos los espacios políticos aunque, como está dicho, tienen
su nido principal en el populismo y éste, en el peronismo.
Los interrogantes que los
argentinos se hacen al finalizar la primera década del siglo XXI son ¿qué hacer
para revertir la decadencia? ¿cómo frenar el deterioro y recomenzar un camino
virtuoso de crecimiento con equidad, de “empoderamiento” de los ciudadanos, de
modernización e integración al mundo para
aprovechar en forma inteligente la potencialidad de la globalización?
Lo único que la Argentina no
probó en las casi ocho décadas anteriores se percibe como la respuesta obvia:
volver a funcionar como una sociedad con división de poderes, independencia de
la justicia, respeto al derecho de propiedad y reverencia a la vigencia de la
ley aplicada a todos por igual –pobres y ricos, ricos
y pobres-. En síntesis: con instituciones.
Esa plataforma institucional, que
no sería otra cosa que avanzar en el programa de la Constitución de 1853,
permitiría ingresar en la modernidad del siglo XXI, integrarse al mundo global aprovechando su potencialidad y recrear las
condiciones que hicieron grande a la Argentina cuando lo fue.
Esa fue, además, la experiencia
probada. La globalización de fines del siglo XIX y comienzos del XX se asentó
en un consenso que atravesaba todos los sectores políticos. No significaba la
ausencia de debates –que los hubo y fuertes-. Cabe recordar las polémicas entre
el industrialismo proteccionista de Pellegrini
frente al pensamiento internacionalista de Juan B. Justo que entendía que defendiendo el libre comercio defendía el salario del trabajador; o el pensamiento
obrerista de Joaquín V. González frente al nacionalismo chauvinista de Cané.
Todos, sin embargo, coincidían en la visión del mundo y en la forma en que la
Argentina debía subirse al tren globalizador de la época.
El consenso estratégico asumió
entonces que el debate debía procesar la manera de esa articulación, la forma
de optimizar las capacidades del país –como el impulso a la educación popular-,
de atenuar los perjuicios que trae todo proceso de cambio a los más débiles
–como el proyecto del Código de Trabajo de
Joaquín V. González- o de proteger a las personas más necesitadas en las
relaciones económicas –como las leyes de arrendamientos de la época
yrigoyenista-. A nadie se le ocurrió oponerse al tendido de nuevas líneas de
ferrocarril porque afectaba el viejo sistema de postas y carretas, o a la
extensión de la red de telégrafos porque dejaba sin trabajo a los antiguos
chasquis.
La nueva globalización “siglo
XXI” requiere más decisiones similares a las de fines del siglo XIX y comienzos
del XX, que sumen contenido social a las formas del estado democrático, aunque
agregándole su dimensión global. El retorno del “individuo” con las formas
tecnológicas y comunicacionales del nuevo individualismo creando nuevas formas
de relacionamiento, la globalización de la economía, el debilitamiento de los
Estados nacionales soberanos, la aparición de nuevos problemas con dimensiones
globales originados en los logros de la modernidad, demandan hoy un abordaje
cosmopolita en el que el gran desafío es la construcción de una legalidad
global mediante la cual la política recupere su capacidad de arbitraje y de
encauzamiento a las fuerzas de la economía, los negocios en el borde de la
ilicitud, los comportamientos delictivos y la seguridad.
La modernización es incompatible
con los hábitos políticos desarrollados en las décadas siguientes a 1930, que
aún subsisten. La ocupación del territorio político-intelectual por parte del
ala autoritaria y chauvinista del paradigma “nacional y popular” es una
dificultad cierta en el impulso a un cambio que responda al nuevo paradigma de
la modernidad, pero que choca con tradiciones fuertemente arraigadas. La dificultad
se hace mayor si recordamos la vulnerabilidad del paradigma “nacional y
popular” a su cooptación por parte del populismo y de las fuerzas que hemos denominado
“retro-progresistas”, adueñadas en el pensamiento dominante de la defensa discursiva
de los “intereses populares” –a los que, a la postre, condena a la pobreza y el
estancamiento-
El debate se da en el propio seno
de las fuerzas políticas. Dentro del radicalismo, partido de la modernidad con
sentido popular por antonomasia, el choque entre los “modelos” es permanente.
Sus distritos internos con arraigo en las zonas productoras modernas del
interior evitan el ideologismo que bordea la afinidad con el populismo, propio
del conurbano bonaerense favorecido por el modelo industrialista cerrado impulsado
a partir de 1930. El debate, sin embargo, no es nítido sino que está atravesado
por diferentes lealtades personales, épicas regionales, relatos ideológicos y
preconceptos gestados durante años que conforman una cultura interna compleja,
contradictoria y rica en matices con imbricaciones cruzadas.
En el peronismo ocurre un
fenómeno similar, expresándose en la tradicional pugna entre “los gobernadores”
y los movimientos obrero y piquetero. Los primeros, demandados por sus bases
agropecuarias y su necesidad de gestión, deben resistir la presión de sus
compañeros sindicalistas y bonaerenses,
donde radica la principal base política de esa fuerza política, alimentada por
los recursos extraídos del interior, lo que configura un mapa de incesantes
conflictos internos.
Ambas fuerzas deben acentuar su
búsqueda de síntesis. El desarrollo del país armónico y territorialmente
equilibrado es incompatible con la captación permanente de los excedentes
agropecuarios para generar clientelismo populista en el conurbano, ya que esa
captación les impide el desarrollo industrial y de servicios en las zonas
productoras desatando el círculo vicioso de la migración interna y la presión
por mayores excedentes para alimentar las ingentes necesidades de una población
marginada que puebla el conurbano de la capital y de las principales ciudades
del país.
La retroalimentación de un
circuito de funcionamiento económico desfasado del desarrollo global encuentra
sus límites inexorables en la asfixiada productividad de los sectores dinámicos
y modernos de la economía, traduciéndose en la sistemática pérdida de
posiciones del país “vis à vis” con el entorno regional y el mundo.
Pero el crecimiento es también
incompatible con la indiferencia hacia la situación social de más de un tercio
de la población, la mayoría de la cual vive en el conurbano y es la “carne de
cañón” del clientelismo, del que son rehenes. Esos compatriotas, excluidos de
la sociedad formal, sin servicios ni políticas públicas, sin
seguridad, educación, salud ni posibilidades de inserción económica estable,
son el resultado del fracaso de ocho décadas de estancamiento y decadencia.
Una propuesta política virtuosa
debe romper el círculo vicioso de los últimos 80 años y abarcar las dos
demandas: recuperar la capacidad de crecimiento y construir una sociedad social
y territorialmente integrada.
Contra lo que pudiera suponerse
de una lectura lineal, y a pesar de lo expresado más arriba sobre el populismo,
el peronismo no es entonces un “enemigo a vencer” para encarrilar el país. Políticamente, tanto el radicalismo como el peronismo eluden su caracterización
como partidos “ideológicos”, sino más bien como
valiosos instrumentos de integración social, que es justamente una de las
urgencias más fuertes del nuevo ciclo.
El verdadero enemigo de una
Argentina exitosa es el populismo, entendido como la reproducción atávica de
relaciones de poder clientelizadas, vaciadas de contenido reflexivo, que anulan
la potencialidad y la libertad de las personas y para el que la creciente
autonomía de los ciudadanos es un peligro vital. La concepción autoritaria del
ejercicio del poder y la mediatización de las normas convertidas en simples
mecanismos opcionales para el ejercicio del voluntarismo y la discrecionalidad
políticas son la herencia colonial y prerevolucionaria, arcaica y premoderna,
que se proyecta en el siglo XXI tras los perfiles antidemocráticos de varios
matices actuales del nacional - populismo y del
retro-progresismo.
Esa clase de relaciones existe en
diversos ámbitos de la sociedad y la política alcanza a varios sectores
políticos y sociales –gremiales, partidarios e incluso empresariales-, pero es
claramente predominante en el peronismo y sus socios “retroprogresistas”.
Dependerá del propio peronismo si puede sacárselos de su seno, o
si prefiere mantenerlos cercanos a su esencia
abandonando definitivamente el rumbo democrático e institucional.”
Hasta aquí, la copia. El esbozo del reagrupamiento populista de estos
días alrededor de los relatos más primitivos del peronismo, que confluyen –como
es usual- “arrastrando” a sectores de visiones más arcaicas desprendidos del
radicalismo –tanto Máximo Kirchner como Sergio Massa cuentan con sus “ex radicales”
con los que pretenden vestir su relato de honestidad democrática- choca
claramente con quienes deben responder ante sus bases productivas, que
regresarían a la crisis terminal de los últimos años si ese proyecto se
impusiera. Urtubey, Schiaretti, Uñiac, Bordet, claramente no están cómodos en esta aventura,
como muchos otros peronistas que aspiran a un país en desarrollo.
Enfrente, el surgimiento de Cambiemos incorporando una fuerza moderna,
como el PRO, sin ataduras políticas históricas pero claramente ubicada en el
amplio campo democrático republicano, el respaldo del “main stream” radical y
el necesario recordatorio permanente de la ética como requisito inescidible de
la legitimación política que aporta la Coalición Cívica anuncian un debate más
claro.
El país del pasado, corporativo, populista, autoritario y chauvinista
frente al país moderno, democrático, republicano con impronta cosmopolita. Ese
es el alineamiento que se va formando. Y que anuncia un debate formidable para
los próximos meses.
Ricardo Lafferriere