lunes, 19 de diciembre de 2016

Drama en Siria

Varias veces destacamos en esta columna la gravedad de la situación en Siria, donde el vacío que deja la secular presencia norteamericana “ordenando” la región es cada vez mayor.

Por supuesto que con esa presencia defendía en última instancia sus intereses vitales, la provisión de crudo, que hoy necesita cada vez menos por la revolución del “fracking” y de las energías renovables que le han permitido un virtual autoabastecimiento.

A pesar de ello, la presencia “imperial” ordenaba siquiera mínimamente la zona con su entramado de alianzas, presencia militar, temor y relaciones económicas.

Ese mundo terminó. Estados Unidos mantiene una presencia residual, con sus alianzas voluntariamente debilitadas y sólo justificando esa presencia en virtud de compromisos ineludibles con algunos de los sectores en conflicto, especialmente los kurdos. Su preocupación es ahora el Pacífico, el Mar de la China, y eventualmente el Atlántico –o sea, sus flancos, desde la perspectiva de la defensa de su territorio y su seguridad-. “Que el mundo se arregle”, podría leerse desmenuzando los pronunciamientos de su nuevo presidente.

La hegemonía en la región está vacante. Rusia, Irán, Turquía, Arabia Saudita, cada uno con sus humores, estilos, aliados, intereses, historias, malas y buenas prácticas, han convertido el escenario en un infierno. Todos despertando odios milenarios y creando nuevos, como viejos relatos actualizados en sus métodos por el aporte tecnológico, las comunicaciones y el combate.

La muerte del embajador ruso en Turquía es un símbolo. Erdogan puede acercarse a Rusia por conveniencia, pero Rusia está masacrando en un nivel genocida a poblaciones civiles –como la de Aleppo- de fuerte impronta turca. Y lo hace para defender a Al Assad, criminal serial que no ha dudado en gasear a su propio pueblo y dar rienda libre a sus soldados para los episodios más crueles de la guerra moderna, desde asesinatos a civiles, violaciones indiscriminadas y la utilización del terror como arma de dominación.

Alepo tenía más de dos millones de habitantes. De ellos, el 80 % profesan la religión mahometana en su versión sunita, lo que la acerca emotivamente a Turquía –de la que formó parte durante el imperio Otomano- y la aleja de Al Assad, chiíta “alauita”, respaldado por Irán, Hezbollah y –ahora- por Rusia.

Sembrando vientos es imposible no cosechar tempestades. No han trascendido datos sobre el estado mental del asesino del embajador Karlov. Sin embargo no es difícil imaginarse en un joven de 22 años el estallido de fanatismo al ver la masacre de sus “co-religionarios” –entre los que tal vez hasta tuviera familiares- mediante misiles mar-tierra disparados desde barcos rusos estratégicamente alejados, en el Mediterráneo, desde donde difícilmente pudieran discriminar blancos civiles o militares al probar sus poderosos explosivos de última generación cayendo sobre la segunda ciudad de Siria.

La “progresía burocrática” del mundo se desvive ahora por encontrar la vuelta para culpar a Estados Unidos de la situación en la zona. Muy pocos juicios de valor se escuchan sobre la actitud de Al Assad con sus gases venenosos, de Putin con sus misiles de largo alcance sobre población civil y de Hezbollah impidiendo que los habitantes civiles de Alepo puedan evacuar la zona.

Lo cierto es que el mundo abandona paulatinamente el estado de derecho internacional para inaugurar una etapa de “bilateralismo múltiple”, donde cada situación se analiza por cada uno por separado y donde las alianzas no responden a principios –aunque sean elementales- fijados como objetivos por Tratados y Organismos sino a los más crudos intereses de los protagonistas.

Este desmantelamiento de la diplomacia multilateral tan banal como rudimentariamente atacada por “costosa”, “lenta” o “ineficaz” por aprendices de políticos que jamás tomaron una decisión pública en su vida pero aprovechan para montarse en la reacción primaria de muchos frente a los problemas complejos del mundo está mostrando su contracara: muerte, destrucción, vigencia del puro poder, ausencia de límites, indiferencia por las consecuencias de los actos que se toman.

Pero lo más grave es que, en última instancia, observamos un retroceso que nunca hubiéramos imaginado del soporte intelectual de toda la organización internacional de la post-segunda guerra mundial, sensibilizada por los genocidios sufridos en la primera mitad del siglo XX: la defensa de los derechos humanos como un compromiso de toda la humanidad, por encima incluso del principio de la soberanía de los Estados.

Quienes nos sentimos cosmopolitas, aspiramos que el mundo se componga de patrias articuladas en una convivencia fraterna y creemos en la unidad esencial del género humano por encima de cualquier construcción chauvinista, raza, religión o ideología no podemos menos que lamentar este tobogán.

Sobre todo, porque intuimos que recién acaba de empezar.

Ricardo Lafferriere



lunes, 12 de diciembre de 2016

Ventana a una reflexión de hace varios años

En el 2007, en ocasión de elaborar un ensayo sobre la historia y perspectivas argentinas que cobró forma de libro bajo el título “Bicentenario, modernidad y posmodernidad” escribía uno de sus capítulos propositivos encabezándolo como sigue –copia textual, con lo que se perdonarán algunas referencias a una coyuntura política diferente-:

“Una política para retomar la marcha

El presente capítulo apunta a reflexionar sobre los caminos políticos para volver a encarrilar el país en la senda que abandonó en 1930. En capítulos anteriores han desfilado los sectores que, a juicio del autor, son los motores económicos y sociales de una Argentina exitosa. En éste exploraremos las formas de articularlos para dar una batalla contra las tendencias expresadas por la corporación de la decadencia, cuyas creencias giran en todos los espacios políticos aunque, como está dicho, tienen su nido principal en el populismo y éste, en el peronismo.

Los interrogantes que los argentinos se hacen al finalizar la primera década del siglo XXI son ¿qué hacer para revertir la decadencia? ¿cómo frenar el deterioro y recomenzar un camino virtuoso de crecimiento con equidad, de “empoderamiento” de los ciudadanos, de modernización e integración al mundo para aprovechar en forma inteligente la potencialidad de la globalización?

Lo único que la Argentina no probó en las casi ocho décadas anteriores se percibe como la respuesta obvia: volver a funcionar como una sociedad con división de poderes, independencia de la justicia, respeto al derecho de propiedad y reverencia a la vigencia de la ley aplicada a todos por igual –pobres y ricos, ricos y pobres-. En síntesis: con instituciones.

Esa plataforma institucional, que no sería otra cosa que avanzar en el programa de la Constitución de 1853, permitiría ingresar en la modernidad del siglo XXI, integrarse al mundo global aprovechando su potencialidad y recrear las condiciones que hicieron grande a la Argentina cuando lo fue.

Esa fue, además, la experiencia probada. La globalización de fines del siglo XIX y comienzos del XX se asentó en un consenso que atravesaba todos los sectores políticos. No significaba la ausencia de debates –que los hubo y fuertes-. Cabe recordar las polémicas entre el industrialismo proteccionista de Pellegrini frente al pensamiento internacionalista de Juan B. Justo que entendía que defendiendo el libre comercio defendía el salario del trabajador; o el pensamiento obrerista de Joaquín V. González frente al nacionalismo chauvinista de Cané. Todos, sin embargo, coincidían en la visión del mundo y en la forma en que la Argentina debía subirse al tren globalizador de la época.

El consenso estratégico asumió entonces que el debate debía procesar la manera de esa articulación, la forma de optimizar las capacidades del país –como el impulso a la educación popular-, de atenuar los perjuicios que trae todo proceso de cambio a los más débiles –como el proyecto del Código de Trabajo de Joaquín V. González- o de proteger a las personas más necesitadas en las relaciones económicas –como las leyes de arrendamientos de la época yrigoyenista-. A nadie se le ocurrió oponerse al tendido de nuevas líneas de ferrocarril porque afectaba el viejo sistema de postas y carretas, o a la extensión de la red de telégrafos porque dejaba sin trabajo a los antiguos chasquis.

La nueva globalización “siglo XXI” requiere más decisiones similares a las de fines del siglo XIX y comienzos del XX, que sumen contenido social a las formas del estado democrático, aunque agregándole su dimensión global. El retorno del “individuo” con las formas tecnológicas y comunicacionales del nuevo individualismo creando nuevas formas de relacionamiento, la globalización de la economía, el debilitamiento de los Estados nacionales soberanos, la aparición de nuevos problemas con dimensiones globales originados en los logros de la modernidad, demandan hoy un abordaje cosmopolita en el que el gran desafío es la construcción de una legalidad global mediante la cual la política recupere su capacidad de arbitraje y de encauzamiento a las fuerzas de la economía, los negocios en el borde de la ilicitud, los comportamientos delictivos y la seguridad.

La modernización es incompatible con los hábitos políticos desarrollados en las décadas siguientes a 1930, que aún subsisten. La ocupación del territorio político-intelectual por parte del ala autoritaria y chauvinista del paradigma “nacional y popular” es una dificultad cierta en el impulso a un cambio que responda al nuevo paradigma de la modernidad, pero que choca con tradiciones fuertemente arraigadas. La dificultad se hace mayor si recordamos la vulnerabilidad del paradigma “nacional y popular” a su cooptación por parte del populismo y de las fuerzas que hemos denominado “retro-progresistas”, adueñadas en el pensamiento dominante de la defensa discursiva de los “intereses populares” –a los que, a la postre, condena a la pobreza y el estancamiento-

El debate se da en el propio seno de las fuerzas políticas. Dentro del radicalismo, partido de la modernidad con sentido popular por antonomasia, el choque entre los “modelos” es permanente. Sus distritos internos con arraigo en las zonas productoras modernas del interior evitan el ideologismo que bordea la afinidad con el populismo, propio del conurbano bonaerense favorecido por el modelo industrialista cerrado impulsado a partir de 1930. El debate, sin embargo, no es nítido sino que está atravesado por diferentes lealtades personales, épicas regionales, relatos ideológicos y preconceptos gestados durante años que conforman una cultura interna compleja, contradictoria y rica en matices con imbricaciones cruzadas.

En el peronismo ocurre un fenómeno similar, expresándose en la tradicional pugna entre “los gobernadores” y los movimientos obrero y piquetero. Los primeros, demandados por sus bases agropecuarias y su necesidad de gestión, deben resistir la presión de sus compañeros sindicalistas y bonaerenses, donde radica la principal base política de esa fuerza política, alimentada por los recursos extraídos del interior, lo que configura un mapa de incesantes conflictos internos.

Ambas fuerzas deben acentuar su búsqueda de síntesis. El desarrollo del país armónico y territorialmente equilibrado es incompatible con la captación permanente de los excedentes agropecuarios para generar clientelismo populista en el conurbano, ya que esa captación les impide el desarrollo industrial y de servicios en las zonas productoras desatando el círculo vicioso de la migración interna y la presión por mayores excedentes para alimentar las ingentes necesidades de una población marginada que puebla el conurbano de la capital y de las principales ciudades del país.

La retroalimentación de un circuito de funcionamiento económico desfasado del desarrollo global encuentra sus límites inexorables en la asfixiada productividad de los sectores dinámicos y modernos de la economía, traduciéndose en la sistemática pérdida de posiciones del país “vis à vis” con el entorno regional y el mundo.

Pero el crecimiento es también incompatible con la indiferencia hacia la situación social de más de un tercio de la población, la mayoría de la cual vive en el conurbano y es la “carne de cañón” del clientelismo, del que son rehenes. Esos compatriotas, excluidos de la sociedad formal, sin servicios ni políticas públicas, sin seguridad, educación, salud ni posibilidades de inserción económica estable, son el resultado del fracaso de ocho décadas de estancamiento y decadencia.

Una propuesta política virtuosa debe romper el círculo vicioso de los últimos 80 años y abarcar las dos demandas: recuperar la capacidad de crecimiento y construir una sociedad social y territorialmente integrada.

Contra lo que pudiera suponerse de una lectura lineal, y a pesar de lo expresado más arriba sobre el populismo, el peronismo no es entonces un “enemigo a vencer” para encarrilar el país. Políticamente, tanto el radicalismo como el peronismo eluden su caracterización como partidos “ideológicos”, sino más bien como valiosos instrumentos de integración social, que es justamente una de las urgencias más fuertes del nuevo ciclo.

El verdadero enemigo de una Argentina exitosa es el populismo, entendido como la reproducción atávica de relaciones de poder clientelizadas, vaciadas de contenido reflexivo, que anulan la potencialidad y la libertad de las personas y para el que la creciente autonomía de los ciudadanos es un peligro vital. La concepción autoritaria del ejercicio del poder y la mediatización de las normas convertidas en simples mecanismos opcionales para el ejercicio del voluntarismo y la discrecionalidad políticas son la herencia colonial y prerevolucionaria, arcaica y premoderna, que se proyecta en el siglo XXI tras los perfiles antidemocráticos de varios matices actuales del nacional - populismo y del retro-progresismo.

Esa clase de relaciones existe en diversos ámbitos de la sociedad y la política alcanza a varios sectores políticos y sociales –gremiales, partidarios e incluso empresariales-, pero es claramente predominante en el peronismo y sus socios “retroprogresistas”. Dependerá del propio peronismo si puede sacárselos de su seno, o si prefiere mantenerlos cercanos a su   esencia abandonando definitivamente el rumbo democrático e institucional.”

Hasta aquí, la copia. El esbozo del reagrupamiento populista de estos días alrededor de los relatos más primitivos del peronismo, que confluyen –como es usual- “arrastrando” a sectores de visiones más arcaicas desprendidos del radicalismo –tanto Máximo Kirchner como Sergio Massa cuentan con sus “ex radicales” con los que pretenden vestir su relato de honestidad democrática- choca claramente con quienes deben responder ante sus bases productivas, que regresarían a la crisis terminal de los últimos años si ese proyecto se impusiera. Urtubey, Schiaretti, Uñiac, Bordet, claramente no están cómodos en esta aventura, como muchos otros peronistas que aspiran a un país en desarrollo.

Enfrente, el surgimiento de Cambiemos incorporando una fuerza moderna, como el PRO, sin ataduras políticas históricas pero claramente ubicada en el amplio campo democrático republicano, el respaldo del “main stream” radical y el necesario recordatorio permanente de la ética como requisito inescidible de la legitimación política que aporta la Coalición Cívica anuncian un debate más claro.

El país del pasado, corporativo, populista, autoritario y chauvinista frente al país moderno, democrático, republicano con impronta cosmopolita. Ese es el alineamiento que se va formando. Y que anuncia un debate formidable para los próximos meses.


Ricardo Lafferriere

lunes, 5 de diciembre de 2016

Impuesto a “la renta financiera” - ¿Ingenuidad o cinismo?

Existe una definición primaria de la actividad financiera: es una intermediación que se realiza sobre activos ajenos.

Los Bancos no prestan dinero propio. Tampoco –obviamente- toman dinero a interés de sí mismos. Trabajan intermediando riquezas de otros.

Con esa actividad ganan dinero. Como cualquier empresa, sobre esa ganancia pagan impuestos, específicamente el Impuesto a las Ganancias. El IVA a créditos no lo pagan ellos sino –nuevamente- los tomadores de créditos. Y el impuesto a los “débitos bancarios”, barbaridad establecida para enfrentar una situación de extrema excepcionalidad, golpea igualmente a la actividad económica fomentando las operaciones en negro o no bancarizadas.

Gravar la renta financiera no “le saca plata a los bancos”, a los que les resulta indiferente. Simplemente crea un nuevo impuesto sobre la actividad económica. Lo pagarán quienes necesiten créditos –para financiar su inversión, o su giro corriente- quienes, a su vez, lo trasladarán a los precios, porque será un costo más.

En suma: lo terminarán pagando los consumidores, con productos más caros. 

Si el impuesto es a los plazos fijos, lo pagará el ahorrista –o sea, el mismo que, en el ejemplo anterior, tiene el papel de consumidor-. El efecto es el mismo: se reducirá su ingreso. Y su capacidad de compra residual será menor. O sea, su efecto final será recesivo.

Cuando necesitamos reforzar el ahorro y la inversión para volver a crecer, se les pretende aplicar un nuevo gravamen. Los argentinos pagan ya los precios y los impuestos más caros del mundo.

Ningún economista desconoce estas verdades elementales. De ahí que cuando un dirigente político –o fuerza política- serios proponen esta medida, saben que su efecto es recesivo, no expansivo. Incrementa los costos de producir en el país, sin agregar nada a la justicia distributiva. En rigor, también la afecta, ya que al existir menos actividad económica existirá menos empleo y menos riqueza a distribuir. Y por último, es hipócrita, porque reclaman airadamente la reactivación, mientras impulsan en los hechos medidas que la impiden.

Sí sirve para embaucar incautos. Aquellos que opinan sobre economía más por reacciones viscerales que por razonamientos sólidos y que les encantaría poder distribuir lo que no existe.

Alguna vez he sostenido que la diferencia entre el populismo y las visiones modernas –liberalismo, socialismo, socialdemocracia- es la forma de tratar a la inversión, base del crecimiento.

El liberalismo y el socialismo, ambos subproductos potentes del pensamiento moderno, coinciden en la ética de la producción y el trabajo. Aunque pongan énfasis diferentes en los mecanismos de distribución de la riqueza generada, no descuidan la generación de esa riqueza, a la que consideran central. Saben que sin inversión no hay crecimiento y que la fuente de la inversión es el ahorro.

El populismo se desinteresa de la inversión y del crecimiento. Es por definición rapaz. Su ética no es ni la de la producción ni la del trabajo, sino la del arrebato de lo que producen otros. Eso sí: escondido en un discurso justiciero, que suele desembocar en situaciones como la de Venezuela.

Este debate refleja, una vez más, la naturaleza del populismo. Si a pesar de su intrínseca absurdidad el impuesto a la “renta financiera” pasa los filtros de un debate parlamentario, será la cabal demostración que lo que falla en el país es su capacidad para enfrentar sus problemas sin recurrir al pensamiento mágico.

Sería una lástima.


Ricardo Lafferriere

viernes, 25 de noviembre de 2016

La insoportable levedad de las "primeras planas"

La primera lectura fue sobresaltante.

“El Gobierno acuerda repartir $ 30.000 millones por la emergencia social”. Tapa. Cinco columnas. Letras, sino “catástrofe”, sí cercana. El verbo, por su parte (“repartir”) traslada un mensaje de dispendio e irresponsabilidad que asusta. Imaginar, en la situación fiscal actual, una cantidad de dinero de tal magnitud volcada a la economía significaría un golpe inflacionario indisimulable que daría por tierra con el esfuerzo del año de todo un país.

Hay que ir a la página 10, columna sexta, últimas líneas, para luego de leer toda la página, anoticiarse que “El desembolso comprometido es de $ 30.000 millones en tres años”, y que, usándose para generar puestos de trabajo en las cooperativas, “podría pasarse de los 300.000 actuales a más de 500.000”.

30.000 millones en tres años. O sea, 10.000 millones por año. Advirtamos la diferencia de impacto, porque no es inocente. Comparémoslo con el monto total del presupuesto nacional enviado al Congreso: a $2.363.619,9 millones. La incidencia real del acuerdo, en el total de la magnitud del gasto es del 0,00423. Es decir, cuatro milésimos. O sea, en términos macroeconómicos, realmente insignificante.

Tampoco se “reparte”, sino ayudará a generar 200.000 puestos de trabajo, volcados a la infinidad de obras públicas de alcance local –cunetas, pavimentos, cloacas, red de agua, viviendas populares-, a un costo claramente inferior para los municipios que los empleos formales en el Estado.

La impresión que deja el titular, alarmista y con una perversa dosis de cinismo, sin embargo, en nada refleja ambas realidades de la noticia. Tan flagrante la inexactitud provocó que el propio gran matutino que la ubicara en tan destacado lugar no mantuviera el titular en su edición en Internet, donde la cabeza de la nota ya era “El Gobierno acordó la emergencia social y destinará $ 30.000 millones adicionales”, en una tibia concesión a la objetividad periodística.

En el otro extremo del “arco”, otro titular intenta describir una agonía inexistente: “Macri en Emergencia”. Quien mira de pasada en un kiosco la tapa, ésta a seis columnas, percibe un clima de inestabilidad angustiante. 

Más opinable, por supuesto, que el titular anterior, cotejado con los números es clara su inexactitud. Macri conserva, a un año de gestión, una valoración positiva que supera el 50 %, prácticamente cuadruplicando la que exhibía a un año de su gestión (2008) la anterior presidenta. No ha generado grandes movilizaciones populares en su contra –en el mismo lapso, la ex presidenta había sufrido ya las dos más grandes concentraciones en contra de un presidente en ejercicio de toda la historia argentina, en Rosario y en el Monumento de los Españoles- y sin contar con mayoría legislativa ha logrado la sanción de la mayoría de sus iniciativas. Su herencia, sin embargo, fue notablemente más complicada que la que recibiera CFK en diciembre de 2007.

“Patéticas miserabilidades”, diría Yrigoyen. Los argentinos, en el medio, oficialistas, opositores o independientes, ansiamos que las cosas marchen. Vemos en el gobierno, en gran parte de la oposición y en las organizaciones sociales y sindicales una madurez que alienta la esperanza de dirigirnos a un país plural, con debates y diferencias de enfoques, pero centrado con honestidad en la búsqueda de su camino.

No ayudan a ese esfuerzo, sin embargo, las impostaciones oficialistas ni opositoras, pero mucho menos las insoportables levedades de las primeras planas. 

Ricardo LafferriereLa

martes, 22 de noviembre de 2016

¿Nos afecta el “mundo Trump”?

La gran herencia del kirchnerismo fue el atraso, frente al avance global. Esa situación, curiosamente, es también una gran oportunidad.

La –en este aspecto, afortunada- soberbia de CK la llevó a ignorar uno de los principios históricos fundamentales del peronismo (dejar a quien lo suceda un país endeudado hasta la médula, como una bomba de tiempo) y eso ha permitido a Cambiemos diseñar una estrategia de salida de la crisis amortiguándola con un mayor nivel de endeudamiento.

El kirchnerismo dejó al país con una gran deuda… consigo mismo. Infraestructura, energía, comunicaciones, pasividades, educación, salud, corrupción, desorden administrativo general. Pero con poca deuda externa, gracias a la tozuda incapacidad para acordar con los “holds out” que le cerró las puertas a una nueva deuda populista. Afortunadamente.

Hace una semana, en la nota “El legado de Cambiemos” analizaba esta situación. El país tiene margen suficiente para tomar endeudamiento destinado a rutas, viviendas, autopistas, defensas hídricas, puertos, energía, comunicaciones, que no se hicieron desde el 2000. También para aliviar la transición. Y lo está haciendo con prudencia.

CK dejó otras bombas –es cierto-, que resultaron manejables porque dependen de la habilidad política interna, lo que ella jamás imaginó que podrían exhibir sus sucesores. También éstas se están sorteando con capacidad de gobierno y el acompañamiento de la mayoría de los argentinos.

Mientras el mundo –y la región- avanzaron en estos años al punto de casi duplicar su producción –en el año 2000 el PB global no llegaba a 40 billones de dólares y hoy está en 75 billones-, el PBI argentino se mantiene prácticamente niveles similares al comienzo del siglo. Lo que tuvimos de más en estos años buenos de la década de la super-soja, “nos lo comimos”. Hasta el último gramo.

En consecuencia, ese retraso es un incentivo. Aún en una situación de estancamiento global –que está lejos de ser una verdad revelada- para alcanzar ese nivel tenemos que crecer rápidamente.

Pasado a hechos: se destrozaron los trenes, debemos reconstruirlos.

Se desmanteló el sistema energético, debemos rearmarlo.

Se paralizó la construcción de viviendas, debemos construirlas.

Se congeló el sistema de comunicaciones en las inversiones de los 90, debemos actualizarlo.

Se sometió a los barrios humildes a la clientelización sin agua potable, sin cloacas, sin gas, sin pavimento, sin servicios: debemos urbanizar los hábitats de más de tres millones de compatriotas.

 Se primarizó la economía, concentrándola en el agro y la minería –luego de su expoliación-: debemos diversificarla con una gigantesca ofensiva emprendedora.

Se destrozó el sistema educativo buscando una generación de “zombies”: debemos ponerlo de pie y modernizarlo.

Donde se fije la vista, aparecen necesidades y oportunidades. Energías renovables, rutas y autopistas, gasoductos, sistema de distribución eléctrica, modernización de las telecomunicaciones con los nuevos formatos hacia la convergencia digital,  puertos, agua potable, defensas contra inundaciones… y así donde miremos. Para eso sirven y se utilizan los créditos.

La “era Trump” afectará al mundo, pero aún con las peores perspectivas, difícilmente lleguen sus efectos a la Argentina. Con una conducción prudente, el nuestro volvió a ser un país de  oportunidades. Para nosotros y “para todos los hombres del mundo…”

Lo que seguramente más se notará es una demanda al sistema político: una maduración acelerada. Se achicarán los espacios para razonamientos primarios y consignismos grotescos.

Ello no significa unanimidad –que mata las democracias- sino acuerdos básicos sin perjuicio de la lucha política cotidiana. Ya lo vivimos en los “años gloriosos” de 1880 a 1930.

El otro gran actor de la política argentina, el peronismo, lo está asumiendo. Surgen allí nuevas dirigencias modernas y algunas viejas dirigencias sensatas, con patriotismo y sentido común.

La construcción de consensos nacionales estratégicos será imprescindible. El mundo retrocede peligrosamente en el estado de derecho y avanzarán las políticas pre-Naciones Unidas.

Veremos probablemente un mundo de alianzas bilaterales y regionales, en el que el gran juego será probablemente absorbido por los tres o cuatro grandes bloques de poder  –americano, europeo, ruso, chino- y algunos menos grandes –como debiera ser el Mercosur- con multiplicidad de relaciones cruzadas de intereses coincidentes y divergentes.

No será probablemente un “mundo en guerra” sino en tensión y debates permanentes por acuerdos bilaterales e inter-regionales, en el que la política internacional trabajosamente construida desde la Segunda Guerra probablemente sea reemplazada por juegos de poder, influencias, inversiones pautadas y comercio administrado.

Desde esa perspectiva, nuestra pertenencia regional debiera ser afianzada con una puesta a punto de un Mercosur Serio, alejado de los berrinches ideológicos –cuando no infantiles- y asentado en los intereses reales de nuestras sociedades.

En un tablero global de poder, no es lo mismo ir al juego solos que con socios que incrementen la capacidad negociadora, el mercado y las oportunidades con los cuales se jugará el nuevo Gran Juego del nuevo escenario mundial.

Obviamente, hay muchos a los que ese mundo les dolerá. Está ya ocurriendo en los países bálticos, Polonia, Ucrania o Siria. También en los países más pequeños del Mar de la China y en las personas que se sienten demócratas y pacifistas en el Oriente Medio. El nuevo “Sheriff” de la región está mostrando cómo actuará allí para garantizar “el orden”, bombardeando con misiles mar-tierra desde sus acorazados en el Mediterráneo, desde cientos de kilómetros de distancia, a ciudades con decenas de miles de habitantes civiles, como Aleppo. Y hoy mismo anuncia el “Times”, de Londres, el emplazamiento de misiles rusos con cabeza nuclear en el corazón de Europa, en el enclave ruso de Kaliningrado –entre Lituania y Polonia-.

Estamos lejos de esos escenarios, y debiéramos mantenernos políticamente lejos aunque cercanos en la solidaridad. Triste para el mundo, retroceso para los derechos humanos y el derecho internacional. También espacio demandante para la solidaridad con los afectados, como ha sido siempre, en toda la historia, la actitud de la Nación Argentina y de la mayoría de los argentinos.

¿Nos afecta, entonces, el “mundo Trump”? 

Sí, como ciudadanos de un planeta que sufrirá la incomprensión y el retroceso hacia formas de convivencia menos humanizadas y más salvajes, más desinteresado de la “casa común” y más indiferente a los sufrimientos de las personas comunes. 

No, si en el contenido de la pregunta nos referimos a los efectos directos en comercio, inversiones, desarrollo económico y posibilidades de recuperar el terreno perdido por nuestro país estos años.

Tampoco se frenará la globalización económica –porque es imposible-, aunque estará más reglamentada, con mayores controles “políticos” –al estilo actual de China y Rusia-.

Como se ha venido diciendo en estos meses: la Argentina es la única buena noticia del mundo. Aprovechémosla tirándonos menos zancadillas y sin pelearnos tanto entre nosotros.


Ricardo Lafferriere

jueves, 10 de noviembre de 2016

Más complejo que un simple populismo

Está claro que el populismo, en momentos de estrechez económica, es un formidable catalizador electoral de los más necesitados. Al igual que el chauvinismo, moviliza los instintos más primarios y las reacciones más viscerales. En momentos como esos la historia muestra que los fenómenos se repiten como calcados.

Pero también está claro que usualmente es un relato que se usa para esconder los propósitos reales. Acá lo vimos durante más de una década: fue el cortinado tras el cual se ocultó un gigantesco plan de saqueo de las finanzas públicas.

No es probable que en el caso norteamericano el propósito sea el mismo. Más bien es posible imaginar que EEUU ha asumido la etapa global de reacomodamiento –que, desde esta columna, venimos anunciando desde hace casi una década- en la que el “hiper-imperio” que lideró la globalización hasta ahora se retraerá hacia sus fronteras para evitar la sangría económica que le implica su papel de “gendarme global”, desempeñado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Garantizado ya –como está- su autoabastecimiento energético, es imaginable que se dedique a defender sus intereses estratégicos más directos –territorio, vías comerciales y seguridad interior-. Éste es el tema central, más que la presentación guaranga y xenófoba del nuevo relato, forma compatible al fin y al cabo tanto con el libertino “liberalismo socialdemócrata” de Straus-Kahn, el autoritarismo pederasta del “revolucionario” Daniel Ortega y el repugnante machismo del derechista Trump.

En ese contexto, el resto del mundo es considerado como un terreno “bárbaro”, coexistiendo con islotes de prosperidad sobre los que se diseñará un nuevo entramado económico, probablemente alrededor de zonas portuarias en todos los continentes.

Es imaginable que el principal objetivo se concentre en preservar los lazos fundamentales de la globalización –finanzas y tecnologías, nunca mencionadas por Trump en su discurso del regreso al país “cerrado”- pero que, en una estrategia dual, retornen a los países las fábricas de bienes sobre los que el actual costo e inseguridad del transporte de larga distancia sea neutralizado con plantas locales y tecnologías modulares aprovechando la miniaturización en los equipos, las impresoras 3D y la mano de obra que la primera etapa de la globalización dejó desocupada. Consolidadas las columnas globalizadoras, los trabajos residuales –transformados y modernizados- volverán a las zonas que los perdieron.

El camino que Trump propone para el desempeño de su país en el nuevo escenario es más desmatizado y grotesco que el propuesto por Hillary, en cuyo relato persisten los ideales wilsonianos que han caracterizado a los demócratas en los últimos tiempos y ha sido la marca distintiva de Obama. Su simpleza le permitió la comprensión.

Aunque el triunfo de Trump, por lo inesperado, ayuda a descorrer el velo de la nueva realidad ante la opinión pública mundial, el papel de EEUU en el nuevo mundo no cambiaría mucho con el otro resultado. Los votantes de Clinton, no olvidemos, fueron más que los de Trump, y ni la base productiva del mundo –ni los problemas globales- cambiarán por esta elección. Fuerza es reconocer, sin embargo, que mientras Hilary imaginaba un camino prudente, Trump postula la “cirujía mayor sin anestesia”…

En otras palabras, llega un cambio de estilo denso, tal vez con episodios traumáticos y probablemente con un retroceso coyuntural planetario en la vigencia de Derechos Humanos, el multilateralismo y el propio derecho internacional, al debilitarse la organización mundial que escenificó la posguerra. La elección de Trump es un hito más, que notifica al mundo cómo actuarán los Estados Unidos en esta nueva etapa.

Este escenario tiene perdedores, no ya económicos sino políticos. Los países más débiles de las zonas sensibles –los bálticos, los balcánicos, el medio oriente, incluso el sudeste asiático- probablemente sufran la prepotencia de sus vecinos fuertes. Algo del mundo “pre-Segunda Guerra” habrá renacido, abriéndose a posibles coaliciones regionales defensivas con las que se intente establecer balances de poder más o menos equilibrados. Vuelve la “geopolítica” con sus juegos y fantasías, pero con una característica nueva: deberá coexistir con un sistema económico que ya no puede fragmentarse.

Hace diez años, en su recordada obra “Une breve Histoire de l’Avenir” Jacques Attali visionaba este escenario. El “imperio mercante” – la hegemonía norteamericana- sería reemplazado por un desorden global basado en regiones prósperas, con puertos ágiles y llanuras productivas inmediatas que las hicieran autosuficientes en alimentos, funcionando en red sobre un planeta en el que el poder, tal como lo conocemos, habría desaparecido y sería territorio sin ley.

Un mundo donde conflictos de “todos contra todos”, por los motivos más disímiles –desde agua potable hasta energía, desde alimentos hasta discusiones milenarias por límites territoriales- brotarían por doquier, al haber desaparecido las fuerzas que las contuvieron durante el último siglo. Y en el que cada uno debería valerse –y hacerse valer- por sí mismo.

Ese mundo está en las puertas. Se apoya en una base productiva que ha dado un salto gigantesco, pero raquítica en la construcción de un poder global en condiciones de disciplinar tanto al delito como a las fuertes tendencias polarizantes de la economía dejada a su libre juego.

El salto gigantesco –lo hemos repetido hasta el cansancio- ha sacado de la miseria a centenares de millones de seres humanos en pocas décadas, pero a la vez produjo una generación de poder financiero y una polarización económica irritante en el mejor de los casos y desesperante en el peor que hoy se expresa en el renacido nacionalismo populista generalizado.

La “culpa” –si puede hablarse en esos términos- de estas deformaciones la tienen los liderazgos personales y partidarios que están siendo removidos por la ola populista, que no supieron –o no quisieron, o no pudieron- encauzar adecuadamente el cambio para que al interior de las sociedades, donde manda la política, no se produjeran efectos tan negativos como los que vemos: desocupación, pobreza, deuda, migraciones, delitos, terrorismo.

El G-20 es, en este sentido, un encomiable esfuerzo de los liderazgos políticos mundiales por retomar el control, en el borde mismo de su posibilidad temporal, porque puede ser tarde. Las decisiones de Hangzhou de combatir el dinero negro, impulsar fuertemente la infraestructura, acentuar las políticas inclusivas y compartir tecnologías van en esta dirección.

¿Qué hacer por acá? La reacción instintiva es defensiva. Recrear nuestros lazos de solidaridad nacional, unir proyectos con los vecinos de la región, reconstruir el Mercosur, articularlo con la Alianza del Pacífico, la Unasur, México, incluso con los grandes espacios de prosperidad –las costas de Estados Unidos, el sudeste de Asia-Pacífico, el África del Sur-. Y un protagonismo consciente, lúcido, inteligente y matizado en el esfuerzo de construir la política global. Es la única chance de que el cambio –inexorable- duela menos y le saquemos el mayor provecho.

En ese marco, se hace apremiante el diseño y ejecución de agresivas políticas internas de integración, geográficas y sociales, aprovechando que, a diferencia de los países centrales que hoy sufren crisis, no son las regiones las que en nuestro caso más sufren, debido a la ausencia de una dominante presencia industrial tradicional devenida obsoleta.

Debiéramos hacerlo con infraestructura actualizada, tecnología avanzada y gran impulso al conocimiento, cuidando de manera especial la inclusión social que, en nuestro caso, nos lleva a focalizar en los cinturones de las grandes ciudades los esfuerzos en la provisión de bienes básicos.

Por último, es urgente reconstruir el poder de la defensa nacional, otro de los pilares de cualquier sociedad madura, que ha sido desmantelada por la acción de relatos entre infantiles y  perversos, reforzándola con alianzas regionales estratégicas.

El mundo que viene se ha instalado de pronto, mostrando todo su potencial pero también todos sus peligros. El mensaje podría sintetizarse diciendo que, por un tiempo, todo dependerá casi exclusivamente de lo que hagamos nosotros en nuestra convivencia, de los lazos que logremos establecer con los vecinos y de la inteligencia con que actuemos en el nuevo escenario global, mezcla –como nunca- de ajedrez y juegos de estrategia.


Ricardo Lafferriere

viernes, 4 de noviembre de 2016

El legado de Cambiemos

El aparente fatal dilema que ataca a Macri desde ambos flancos es el cabal reflejo del país sin diálogo.

Para unos es el monstruo neoliberal, privatizador y sin sentimientos inclusivos, sólo preocupado por la rentabilidad de las empresas, haciendo gala de un desinterés inhumano por la suerte de los más necesitados. Frente a eso, “nos pintamos de guerra”, como dijera días atrás un legislador provincial peronista de Chubut.

Para otros, Macri es apenas un “kirchnerista con buenas maneras”, indiferente ante el desequilibrio de las cuentas públicas, fogoneador de un endeudamiento irresponsable para financiar políticas populistas que desalientan cualquier posibilidad inversora. Frente a eso, reclaman el despido de un millón de empleados públicos, la paralización del plan de infraestructuras, la reducción de los impuestos y el tradicional recetario ortodoxo: educación, salud, provincias y el “gasto de la política”, convertido en el taquillero caballito de batalla de la banalidad –y no sólo de la ortodoxa-.

El gobierno, por su parte, evita esta “no win situation” y está asumiendo por sucesivas aproximaciones un programa desarrollado en grandes etapas que adelantó en los primeros días de su gestión: revertir el crecimiento inflacionario, lograr que después de cinco años estancado el país vuelva a crecer y por último atacar los desequilibrios fiscales. Y lo hace en el orden adecuado, con claridad de rumbo y prudencia en la ejecución. Ha destinado a gasto social el mayor porcentaje presupuestario de la historia argentina, respeta y refuerza el federalismo y mantiene un dialogo permanente con todos los sectores sociales, aún los más duros opositores.

¿Hay otro camino? En opinión de quien escribe, el rumbo tomado se asemeja al único posible en nuestro país, en nuestra circunstancia político-cultural y en la actual coyuntura global.

No vivimos en la Alemania de posguerra, con un pueblo dispuesto al sacrificio y un empresariado desafiado a lavar sus culpas desatando una inversión inédita. Vivimos en un país aún impregnado culturalmente de la mentalidad rentista y clientelar, un empresariado protegido acostumbrado a ganar dinero en sociedad con amigos funcionarios y estructuras políticas-gremiales aún creyentes que el Estado es un barril sin fondo, al estilo de las tierras realengas de la Colonia. Ese es el país que dejaron los años reciente y la influencia secular de la rudimentaria “intelligenza” criolla.

Imaginemos por un instante el fin del período de gobierno de Cambiemos. Para no enturbiar el ejercicio no incursionaremos en si se producirá en tres años o en siete. Sólo en los legados.

Un escenario: el país unió todas sus capitales de provincias con autopistas. Construyó un millón y medio de viviendas quedando al borde de superar su centenario déficit habitacional. Brinda agua potable a la totalidad de la población, cloacas al 80 %, gas natural a todas las ciudades, reestructuró su matriz energética con un inédito aporte de energías renovables, urbanizó todas sus antiguas “Villas de emergencia”, llevó la banda ancha inalámbrica a todo el territorio, sus puertos y aeropuertos se encuentran entre los más modernos del mundo, terminó el cruce ferroviario a Chile, agregó dos pasos cordilleranos hacia el Pacífico, reactivó la Hidrovía, logró el cambio del perfil productivo enganchándolo al desarrollo mundial con empleos de calidad e incorporación científica y técnica a las empresas nacionales más dinámicas que ya habrán logrado su consolidación en el mercado global. Está lidiando con una deuda homologable con el promedio de la deuda pública externa del mundo –o sea, porcentualmente el doble que la actual-, con un PBI que ha avanzado en forma sostenida durante todo el período y renegocia en forma inteligente y sostenible sus obligaciones financieras, discutidas en un parlamento plural e inteligente.

Otro escenario: aún contando con fuentes de financiamientos baratas y abiertas por la gran liquidez internacional, el país pone como primera meta recuperar su equilibrio fiscal a cualquier costo. Para lograrlo, sigue desatendiendo su infraestructura y su déficit de viviendas. Sigue arrastrando la deuda social en temas tan básicos como agua y desagües, pavimentos destrozados y calles pantanosas, los trenes siguen deteriorados y produciendo periódicamente accidentes fatales por su obsolescencia, las inversiones en autopistas se detienen para no engrosar el déficit, el país se encierra y envejece aislado no sólo del mundo sino de sus vecinos: no funciona la Hidrovía, se paralizó la construcción de los pasos cordilleranos, los aeropuertos son nidos de contrabandistas y traficantes en aviones “públicos”  cada vez más inseguros, las “maras” y mafias se adueñaron de villas cada vez más pobres y hacinadas, la presión fiscal sobre el campo volvió a tensionar el país como en el 2008 y se fomenta la explotación indiscriminada de bosques y recursos minerales no renovables para sostener un sistema político cada vez más clientelar, corrupto y violento. Nadie –ni por asomo- siquiera se plantea la hipótesis de invertir en una Argentina al borde de la explosión social. Pero –eso sí- las cuentas públicas son una “pinturita”, sin deuda externa y sin déficit fiscal. En la miseria, pero prolijitos.

Y un tercero: El país regresó al rumbo que llevaba hasta diciembre del 2015. No es necesario describir el resultado por ser suficientemente conocido: la Venezuela de Chávez y Maduro.

Son los finales posibles, por supueso que caricaturizados para su mejor comprensión. No imagino a Macri ni a Cambiemos en el escenario de los adoradores del Excel ni en el de empujar el país hacia su implosión final. Los veo trabajando por el primero, navegando el mar tormentoso con vientos cruzados,  incomprensiones, picardías ventajistas de poco vuelo y honestas preocupaciones por el futuro.

En el rumbo grande, el país tiene su proa hacia donde debe. Como todo gobierno, pueden existir claroscuros en sus políticas públicas desagregadas. Pueden existir aciertos y errores. Lo que, en todo caso, se extraña es una madurez mayor en el debate público, abandonando el estilo de la riña de gallos propia del “panelazgo” televisivo ansioso de peleas que estimulen el rating, aún a costa de banalizar la reflexión sobre el país.

Porque –y esto lo hemos repetido hasta el cansancio- el país somos todos. Faltarle el respeto, insultar, descalificar, agredir o destratar a cualquiera, es hacerlo con el país y no sólo con el adversario en el debate. Ninguna discusión llega a buen fin si comienza con dogmas y no está abierta a aceptar las miradas ajenas. Ese, tal vez, es el legado menos destacable de la década pasada, y el que debiera concitar nuestro esfuerzo de convivencia para volver a sentirnos orgullosos de cada compatriota y enemigo de ninguno.

Ricardo Lafferriere


lunes, 5 de septiembre de 2016

De vuelta al mundo

Es Macri, pero es la Argentina.

Es la Argentina, pero es Macri.

Las distinciones recibidas por el presidente de la República en la Cumbre del G 20 ubican nuevamente a nuestro país en una senda de respetabilidad y reconocimiento internacional singularmente prometedor.

Obama, Xi Jinping y Vladimir Putin, no se destacan, precisamente, por regalar elogios.
El primero: “Felicito al presidente Macri por el rumbo que le está dando a la economía argentina”.
El segundo: “Celebro que hayan vuelto al mundo”.

El tercero: “Estamos listos para avanzar en los acuerdos entre YPF y GASPRON”; “Sabemos que próximamente la Argentina presidirá el Mercosur y queremos avanzar con el acuerdo de cooperación comercial y económica con la Unión Económica de Eurasia”.

También las reuniones bilaterales con el presidente de la India, el jefe de gobierno español y directivos de importantes empresas chinas que anunciaron inversiones importantes en sus filiales en Argentina, señalan el espíritu positivo con que se ha recibido en los ámbitos de decisión más importantes del mundo la transformación que se está produciendo en la economía y la política argentinas.

El presidente, por su parte, ratificó la identificación de la República Argentina con las metas del G-20 –firmadas en Londres en el 2009- entre las cuales el desarrollo económico, la protección ambiental, la lucha contra el terrorismo y el trabajo conjunto por la equidad económico-social son ejes destacados. 

Ese acuerdo fue firmado por nuestro país durante la presidencia de Cristina Kirchner, quien aunque concurrió a esa reunión y no lo firmó personalmente, dio instrucciones al Canciller que así lo hiciera, luego que ella se retirara anticipándose al final de la reunión. Pequeñeces internas al margen, este nuevo papel de la Argentina profundizado por Macri puede considerarse entonces una política de Estado.

Hoy, la República Argentina tiene una voz coherente y eso es reconocido por todos.

El año próximo, la sede del G-20 será en nuestro país. Sería bueno aprovechar el escenario para profundizar la imbricación cosmopolita retomando el camino que Argentina supo desempeñar en sus tiempos de auge: respeto universal por derechos humanos, convivencia en paz, vigencia del estado de derecho en el plano internacional y solución pacífica de las controversias.

Es una nueva oportunidad de cuyo potencial debemos tomar conciencia y aprovecharlo.


Ricardo Lafferriere

domingo, 28 de agosto de 2016

Las "contradicciones" y la responsabilidad de gobernar

El método de las contradicciones es ya escasamente utilizado en los análisis sociopolíticos. La llegada de la posmodernidad, licuando las fronteras entre clases y fragmentándolas casi hasta el infinito, derrumbó epistemológicamente lo que aún podría brindar para orientar la interpretación de los problemas sociales. Sin embargo, si algo de él pudiera utilizarse para indagar los choques sociales de la Argentina actual, está muy claro que muy pocas similitudes existen, en términos de “clases” y “contradicciones” entre el país que vivimos al promediar la segunda década del siglo XXI con el que existía en 1983, en 1995 o incluso en 2002. Ni hablar de la Argentina de la primera mitad del siglo XX, con el mundo atravesando las grandes guerras o la segunda mitad, con la bipolaridad marcando las características de la dinámica global –y gran parte de la nacional-.

Hoy la realidad muestra en todo caso un gran contencioso diferente. La modernización del país no tiene como rivales a los sectores agropecuarios, al movimiento obrero,  los militares o los partidos políticos –aún el peronismo-. En estos pocos meses transcurridos con la nueva gestión, en los que se han producido cambios radicales en las bases económicas y políticas del país, estos sectores han sido protagonistas de acuerdos plurales, expresos y tácitos, que alcanzaron al gobierno, los gobernadores, los bloques legislativos –en los que la oposición tiene clara mayoría-, los sindicatos y hasta los vínculos externos dinámicos de la economía. 

No ha sido ni es de ellos desde donde ha surgido la mayor oposición al cambio. Al contrario, con una pluralidad admirable han convivido en el campo del progreso, poniendo sufridamente el hombro en la búsqueda de un país mejor. Han ayudado a aprobar leyes, a designar jueces, a arreglar los mecanismos de la deuda y hasta a trabajar para aislar a los violentos, aún a costa de precios políticos ineludibles ante el diferente ritmo entre la realidad que sale a la luz inexorable y la toma de conciencia mayoritaria sobre ella.

Es otro el campo reaccionario, y en él se notan dos grandes agregados: los que perdieron el botín y los que están perdiendo las prebendas. Sobre los primeros, avanza la justicia. Sobre los segundos, el desmantelamiento de sus prácticas oligopólicas y casi mafiosas. Ninguno de ambos está feliz y, por el contrario, dan una lucha feroz y por momentos salvaje e inmisericorde.

Junto a ellos crujen los entrelazados corporativos y delictivos que conformaron el país corrupto y estancado de la decadencia. Las redes policiales, políticas, judiciales y hasta empresariales del narcotráfico y el delito organizado, los empresarios “protegidos” que cooptaron los escalones públicos, entre los cuales las obras públicas y la Aduana son centrales, los acuerdos oligopólicos internos escondidos tras falsas banderas proteccionistas, las estructuras políticas corrompidas en simbiosis con los agentes locales de lo peor del mundo, ocultos tras los estandartes de algunos –pocos- movimientos sociales, las mafias policiales en simbiosis con el delito organizado, esos son –en la realidad- quienes buscan desesperadamente frenar el torrente del cambio.

El gobierno se encuentra hoy, por esos albures de la historia, con la responsabilidad de liderar este proceso. No debiera caer en la tentación de confundir lo grande con lo pequeño. Lo grande, lo que espera la sociedad, es consolidar el espacio del cambio, que no se agota –ni mucho menos- en Cambiemos, entendiendo la dinámica de la democracia y que ella exige tolerancia y disposición, incluso, a perder el gobierno en el momento en que los ciudadanos lo decidan. Lo pequeño sería creer que el poder es propio –al estilo K- y convertir al país en una lucha de sectas entre un oficialismo encerrado en su carozo peleando solo contra su contrapartida del pasado, que no se reduce al kirchnerismo residual en vías de desaparición sino que tiene una potencia aún considerable y no siempre “en la superficie”, porque tiene una gran capacidad para la mimetización y el “camouflage”.

Por eso es saludable el trascendido de la gran convocatoria presidencial que filtró algún diario del fin de semana. Ya llegará el momento de disputar electoralmente y seguramente ahí las novedades de la nueva política nos ofrecerán un saludable espectáculo de nuevas tecnologías y formas participativas adecuadas a los tiempos para las “luchas festivas” que son los comicios. Pero mientras tanto, hay que gobernar y para ello el gobierno tiene la responsabilidad de articular un bloque de cambio gigantesco, en condiciones de superar las anclas del atraso en todos sus frentes y proyectarse en el tiempo, continúe o no en la gestión del poder.

El piso es el estado de derecho, al que de a poco todos deben acomodarse. No sólo debe “meter la política en la Constitución”, sino que también debe hacerlo la justicia, los empresarios, los trabajadores, y, en fin, la totalidad de los ciudadanos que convivimos en este país. Esta es la etapa del “patriotismo constitucional”, que permitió a países como Alemania salir de su dura situación de posguerra y edificar una nación exitosa, solidaria, democrática, libre y hasta señera.

No más, entonces, “Federales y unitarios”, “radicales o conservadores”, “peronistas o gorilas”, “alfonsinistas o golpistas”. Son ésas las contradicciones de la historia, saldadas en su momento con mayor o menor éxito. Las del hoy y del mañana son y serán por un tiempo la del “estado de derecho, republicano y democrático o estado autoritario, anómico y excluyente”, “Justicia independiente o justicia adocenada”, “ley para todos o convivencia en la selva”. Y por debajo, estancamiento o modernidad, paz o violencia, leyes o discrecionalidad. En suma, un país de ciudadanos, cada vez más autónomos frente a las “clases” y las viejas divisas.

La Argentina está resolviendo su vieja agenda y recibiendo la nueva. Tiene frente a sí decisiones similares a las que ocupan la reflexión global: garantizar los derechos humanos antiguos y “nuevos”, proteger el ambiente, abrir a todos posibilidades similares en la lucha por la vida, establecer un piso de dignidad humana con independencia de la situación económica y social, articular la agregación tecnológica y producción automatizada con necesarios ingresos democratizados aún a pesar de la reducción del trabajo estable inherente a la modernidad, respaldar el esfuerzo personal potenciando el “emprendedurismo” como herramienta económico-social sostén de la democracia que viene, erradicar el delito organizado, anular los espacios del terrorismo y la violencia, y lograr el paso hacia el “estado de justicia”, estadio superador firmemente asentado en su cimiento ineludible, el estado de derecho.

El pueblo argentino está dando un gran ejemplo. Está acompañando. Tiene derecho a no ser tratado como menor de edad, a conocer todo lo que pasa, bueno y malo y a ser informado acabadamente de los motivos de cada decisión pública. Está sufriendo los efectos del cambio de paradigma consciente de que existen precios dolorosos, pero también sabiendo que al final del camino el país que viene será entusiasmante. 

El maremágnum ofrecido por “el escenario” no debe asustar. Decía Yrigoyen que “todo taller de forja parece un mundo que se derrumba” y algo de eso hay en los estertores del viejo entramado que resiste el cambio. Muchos argentinos lo intuyen y muchos lo saben.

Se trata, ni más ni menos, que de confiar en ellos. En un mundo que no es ya el de las contradicciones ni el de los Estados todopoderosos, gobernar es informar, es transparencia, es apertura, es humildad. Al fin y al cabo, el país son sus ciudadanos, cada uno de nosotros.

Ricardo Lafferriere


martes, 16 de agosto de 2016

El botin y el ejemplo

EL BOTÍN Y EL EJEMPLO

No queremos que suban las tarifas.
No queremos que suban los impuestos.
No queremos que suba la deuda.

 Con estos “no queremos” debe lidiar el gobierno, al que a la vez se le exige que no haya cortes de luz, que no falte gas –y mucho menos agua-, que “baje el déficit fiscal” pero –eso sí- que no lo haga deteniendo la obra pública, ni despidiendo empleados, ni reduciendo salarios. Por supuesto: que ni se le ocurra tampoco reducir los fondos enviados a las provincias, a las Universidades, a las obras sociales o al sistema de seguridad social.

Ah...y además, que baje la inflación...

Ese es el cuadro. Si cualquiera de esas cosas no queridas pasa, allí están, con las piedras en la mano, los que gestionaron todo durante más de una década para traernos hasta aquí, listos para hacer tronar el escarmiento.

Puede resultar curioso, pero no extraño. Así funciona el razonamiento populista, distribuyendo los flancos de ataque según la situación. El mensaje requiere –para cerrar- un “pueblo-jardín-de-infantes”. En lo posible, con poca o nula ciudadanía, escasa capacidad de análisis y mucho menos pensamiento crítico. Es compatible con una educación mediocre, poco diálogo y mucho ruido, sin ninguna vocación nacional y una obsesión, permanente, constante, visceral: recuperar el botín.

El botín es el Estado. Se han visto en estos meses y se sigue viendo la capacidad casi infinita de proveer riqueza a quien lo detente sin escrúpulos. Han salido a la luz mecanismos que –se asegura- son sólo la punta del “iceberg”, pero que han impregnado la totalidad de la estructura pública. Estado nacional, provincias, municipios, entes autárquicos, bancos, organismos de la seguridad social, organizaciones asistenciales, justicia, seguridad… una orgía sin antecedentes en el país –y seguramente pocos en el mundo- con tal grado de angurria, por el lado de quikienes tenían el botín en sus manos, y de indiferencia por el lado de quienes –en teoría- eran los dueños, adormecidos por un relato-canción-de-cuna tipo “arroz con leche”, mientras se le vaciaba la casa.

En este escenario y este drama algunos van despertando. Otros quieren volver a adormecerse y seguir soñando (es tan lindo ignorar las cosas y –en todo caso- descargar las culpas en otros…). Y otros han asumido como su obligación personal correr los velos y mostrar las lacras, aun enfrentando la tendencia somnolienta de quienes pretenden adormecerse nuevamente porque no se sienten capaces de mirar de frente tal desquicio.

“Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, canta Serrat. Afortunadamente estamos en la Argentina, especialista en salir de situaciones traumáticas. Pero lamentablemente estamos en Argentina, especialista en escaparle a los problemas sin solucionarlos. Esas dos características de la Argentina están jugando hoy en la escena pública, con protagonistas basculando entre la responsabilidad patriótica y la ventaja oportunista. Porque –también hay que decirlo- tantos años de jardín no fueron gratis y muchos parecieran querer seguir eternamente en la niñez.

Esperando que papá arregle todo. Enojándose con papá si no trae caramelos. Y atormentando con berrinches infantiles la convivencia hogareña.

El país maduro está cerca, pero requiere constancia en el rumbo y un singular patriotismo. En una sociedad tan afecta a los logros deportivos, tal vez hoy sea útil mirar el ejemplo de Del Potro. Hace apenas tres meses, no sabía siquiera si podría volver a las canchas. No se adormeció: con práctica, tesón, sacrificio, profesionalismo y fundamentalmente una voluntad de hierro, trae una medalla olímpica que nadie le regaló.

El otro ejemplo fue el fútbol.

Esas son las opciones para nuestras vidas individuales. También para el futuro colectivo.

Ricardo Lafferriere

lunes, 15 de agosto de 2016

Todo empieza con la violencia verbal

 Suele decirse que la violencia explotó en nuestro país en los años setenta.

Sin embargo, fue más precisamente un par de años después del golpe de 1966 que el relato guerrillero comenzó a instalarse en el debate político.

Quienes fuimos jóvenes en esos tiempos recordamos las interminables discusiones con los grupos “ultras”, que con diversos matices se desarrollaron principalmente en las Universidades.

Las causas fueron diversas y concatenadas. No hubo sólo una. La interrupción constitucional de 1966 fue, sin dudas, un hito decisivo, que dejó varios saldos. El primero fue la sensación de que un proceso democrático era endeble si no se encontraba sostenido por una fuerte base que superara las tradicionales divisiones agonales de la política argentina.

Era imposible sostener un sistema democrático si un sector importante de la política conspiraba contra él. En ese caso, fue gran parte del peronismo, con las burocracias gremiales y el propio jefe del movimiento peronista sumado a la conspiración. Tal vez era explicable: discusiones al margen sobre la situación de la democracia republicana en 1955, lo cierto es que la oposición en bloque –radicales, socialistas, comunistas, conservadores, Iglesia- se había sumado a la Revolución Libertadora que terminó con el gobierno peronista y las heridas estaban aún abiertas.

Luego de esos años de fuerte inestabilidad que transcurrieron de 1955 a 1966, quedó claro que el resentimiento y la división, fuere o no justificada, no era funcional a la reconstrucción democrática en el país. Y comenzó a gestarse en las universidades y en las calles una gran confluencia sostenida por los estudiantes reformistas en el primer caso, y por la “CGT de los argentinos” en el segundo, hasta que logró llegar a las conducciones en 1970 y desembocar en la conformación de “La Hora del Pueblo”, que juntó por primera vez en quince años a los derrocados en 1955, los derrocados en 1962 y los derrocados en 1966 en una confluencia democrática que posibilitó la salida constitucional de 1973.

El período peronista fue, sin embargo, teñido de aquellas semillas que se habían sembrado en los años anteriores. El relato violento, acicateado por el fuerte ideologismo reflejo del mundo bipolar, se instaló con fuerza agrediendo al propio gobierno democrático de Perón y su muerte precipitó la crisis.

La lucha por el poder se hizo sangrienta. La sociedad quedó en el medio de un fuego cruzado que enfrentó a la “Triple A” y el gobierno de Isabel Perón con la insurgencia armada expresada por las formaciones guerrilleras.

Todo, sin embargo, había empezado con el relato violento de años anteriores. Es que esa prédica de la muerte como consigna se instala muy fácil cuando la democracia está ausente y con más razón lo hizo al ser acicateada por fuerzas que tenían al mundo entero como teatro de batalla.

Así llegó 1976, donde todas las barreras éticas se rompieron y el país vivió la orgía de sangre cuyos coletazos aún hoy sentimos.

Muchos, en esos tiempos, nos negamos a sumarnos al jolgorio de la muerte. Seguimos levantando las banderas democráticas sin rendirnos, sufriendo el fuego cruzado junto a la mayoría de nuestro pueblo. A la dictadura le reclamábamos elecciones, y resistíamos a los grupos insurgentes en los espacios militantes en los que era posible, con diferente suerte. Es que el populismo violento es seductor, pero a la postre es impotente. Así lo demostraron los hechos.

Esa militancia fue la base que permitió a Raúl Alfonsín liderar un gigantesco proceso movilizador que expulsó a la Dictadura y aisló a la guerrilla. Fue la reacción de un pueblo en marcha, despreciando los caminos sin salida que le ofrecían los “combatientes” cuyo mensaje sólo conducía a un enfrentamiento eterno y sangriento.

El recuerdo hoy no es casual. Está renaciendo en la sociedad, alimentada por quienes pretenden utilizar el escudo protector de la ideología para defenderse de delitos vergonzosos, una prédica violenta que ya ni siquiera se esconde.

Es minoritaria, pero tiene su objetivo claro –como en los años 70-: mimetizarse con sectores del peronismo, que mayoritariamente está sumado al escenario democrático y quiere respaldarlo para disputar en su momento el gobierno, porque se siente y es un partido de poder. Como cualquier partido de poder, no le interesa que las cosas marchen mal sino lo mejor posible, para eventualmente tener una herencia positiva sobre la que continuar la marcha. Una profundización de la crisis afectaría, además, a los numerosos espacios de gestión que conserva, que la sufrirían como todo el país.

No es ese, sin embargo, el propósito del relato violento: desea acentuar la tensión, impedir el dialogo, sabotear cualquier camino superador de los lascerantes problemas que dejaron y hundir al país en una etapa de odio, enfrentamiento y, si fuera posible, nuevamente sangre en la calle.

El gobierno conforma una coalición amplia, tolerante y plural. Sin embargo, aislar a la violencia no es una tarea que pueda ni deba emprender solo. Es el peronismo maduro, el del Perón de su último tiempo, el de La Hora del Pueblo, el gran jugador de este proceso. En su seno se está instalando una tensión: la de la mirada chiquita y la acción oportunista, que confunde la lucha política con el sabotaje al gobierno para que fracase, y la de la mirada estratégica, patriótica y superior, de convertirse en el otro gran soporte –junto a Cambiemos, su “rival” pero también su “socio”- en la reconstrucción de la convivencia madura de un país lanzado, con alternancia democrática, a conquistar su futuro en paz y convivencia fructífera.

El gobierno y la oposición madura tal vez debieran profundizar sus espacios de dialogo. El mundo no es el de hace cuatro décadas, no hay más guerra fría ni escenario bipolar, ni “Tricontinental de La Habana” ni “Plan Cóndor”. Tenemos una democracia vibrante y libre, con justicia independiente, parlamento plural y una sociedad civil cada vez más sofisticada. 

Pero el mundo está muy inestable, la violencia se está extendiendo como mancha de aceite en forma anárquica –como lo vemos en el Oriente Medio, en Europa, en México, en los propios Estados Unidos- y daríamos una ingenua ventaja si dejamos espacio para que los violentos de estos pagos puedan terminar abriendo sucursales del populismo terrorista, como lo hicieron antes, abriendo una brecha de intolerancia en nuestra sana convivencia.

Afortunadamente, no tenemos aún por acá a los Trump, los “ISIS”, los Erdogan o los Maduro. No les dejemos espacios para que se acerquen.


Ricardo Lafferriere

martes, 9 de agosto de 2016

G 20, o la lucha de la política por recuperar el control

En setiembre próximo se reunirá en China el grupo que integran los países desarrollados con los que se ubican en el escalón más industrializados de los “en desarrollo”. La Argentina pertenece a ese privilegiado espacio de diseño global desde su formación, en el 2008.

Lejos ya de la posibilidad de ser expulsada del grupo –decisión que estuvo a punto de ser tomada en 2009, a raíz de las continuas provocaciones de la ex presidenta Fernández de Kirchner-, avanza la propuesta de aceptar el pedido del presidente Macri de atribuir a nuestro país la presidencia por dos años, a partir del 2018, fecha en la que está previsto que la reunión bianual se realice en Argentina.

El significado del G 20 no es menor. El enorme desequilibrio de poder que ha generado como contrapartida un creciente “desmadre” de tendencias globales decisivas, tanto en lo financiero como en los espacios cercanos a la violencia, el delito internacional y las migraciones, requiere la formación de un espacio de gobernabilidad global que lo ponga en caja.

A diferencia de las iniciativas del mundo pre-globalizado, en los que claramente existía un pequeño grupo de países con fuerte diferencia en poder –económico, militar y político- con el resto del planeta, la característica hoy es la de actores extra-estatales que han logrado una dimensión superior a muchos Estados y llegan a poner en jaque hasta a los países más importantes.

Alcanza para ejemplificar esta realidad una muy rápida observación al sector “simbólico” de las finanzas. Mientras la relación entre el Producto Global anual de todo el planeta y las operaciones financieras alcanzaba una relación de paridad hacia mediados del siglo XX, una vez lanzado el proceso globalizador desde la década de los años 70 del siglo pasado el desequilibrio ha sido constante y crecientemente acelerado.

A comienzos del siglo XXI, la relación era ya de 4 a 1. En la actualidad, frente a un estimado PB global de 70 billones de dólares, que suma todos los bienes y servicios producidos en el planeta entero durante un año completo, se encuentra un mundo de transacciones virtuales diarias que asciende a diez veces más en su valor: 700 billones, o sea una relación de 10 a 1. 

En el plano económico, el mundo ha adoptado la forma de una pirámide invertida, apoyada en una pequeña base económica-productiva que soporta un gigantesco edificio financiero, o, invirtiendo la imagen, es parecido a una enorme montaña de nieve en la que en cualquier momento un simple copo de más puede provocar una mega-avalancha de consecuencias absolutamente impredecibles.

Es un ejemplo, que sin embargo podría replicarse al campo de la seguridad –en el que billones de dólares en armamentos no pueden garantizar la vida a oficinistas en el centro de Nueva York, o a turistas en una playa francesa, o a familias destrozadas por el narcotráfico en nuestros pagos-. O en el campo ambiental, en el que el desmadre ha desatado un deterioro generalizado del aire respirable y amenaza con convertir al planeta en un páramo inhabitable en algunas décadas.

En otros tiempos, los Estados Nacionales contenían la tensión virtuosa entre las fuerzas de la economía y la racionalidad humana, que intentaba expresar la política. La globalización, inexorable e irreversible, ha superado las fronteras de los Estados, impotentes para garantizar un hábitat saludable a sus ciudadanos, pero que además ya no limitan transferencias de riquezas, ni el desplazamiento de personas, ni la organización del terrorismo, ni la persecución de la corrupción.

Hay que organizar una gobernanza planetaria en condiciones de contener las deformaciones que llegaron como consecuencias no deseadas de la globalización. Ésta sacó de la pobreza ancestral a cientos de millones de seres humanos en China, en India, en diversos países de Asia, en Brasil, y lo está haciendo en África. Fue su gran aporte positivo. Pero a la vez, fue acompañada de todos esos fenómenos que amenazan la convivencia universal y que es necesario contener.

El G 20 es el intento de construir una política planetaria. Está lejos de ser un foro para discutir el pasado: su objetivo es pararse en el presente y mirar al futuro. Alcanza para advertirlo dar una hojeada a su documento más “programático”, firmado en Londres en 2009, que constituyó un compromiso adoptado por todos sus integrantes como metas del grupo. Expresa implícitamente las miradas más avanzadas de los pensadores que conforman el “cutting edge” de la inteligencia mundial, desde neomarxistas como Ulrich Beck hasta futuristas del post-capitalismo, como Jeremy Rifkin o futuristas como Ray Kurzwail.

Una asociación que busque reconstruir una política útil, que custodie la preservación del planeta, logre la vigencia real de los derechos humanos para todos los congéneres sin dobles estándares ni conveniencias políticas, ponga en caja a las finanzas, erradique la pobreza, garantice la seguridad y consolide una convivencia en paz y libertad, es el lugar natural de los argentinos.

El camino no es lineal. Está sembrado de obstáculos montados en fuertes intereses económicos, en fuerzas terroristas, en ladrones de guante blanco, en mecanismos de lavado y corrupción, en líderes políticos de relatos y prácticas discriminantes, integristas, violentas y chauvinistas. Sin embargo, es el rumbo que la humanidad debe tomar y está tomando para hacer mejor su vida. A pesar de los Trump, los Erdogan, los ISIS, los Maduro y sus socios latioamericanos ya en desgracia, viejos rivales de otros tiempos se asocian para bucear las chances del futuro.

Para los argentinos, esta etapa en la que le tocará presidir el organismo –si los planes logran concretarse- podrá significar su reingreso a la consideración global con su imagen fundacional: la de la convocatoria “a todos los hombres del mundo” a convivir en una sociedad abierta, democrática, pujante y solidaria, ahora de dimensión planetaria.


Ricardo Lafferriere


lunes, 25 de julio de 2016

¿Hacia dónde vamos?

La política tiene dos etapas: la de lucha –agonal- y la de construcción –arquitectónica-.

Un año sin elecciones es un buen momento para dialogar. Ya habrá, cuando lleguen los comicios, los tiempos de discutir.

El 2015 los argentinos eligieron un rumbo. Debiéramos ahora, en la construcción de ese rumbo, encontrar espacios de diálogo. Y debe reconocerse que, a pesar de las tensiones que trasladan al presente la proliferación de hechos de corrupción del tiempo que se fue, hemos sido aceptablemente exitosos en comenzar a elaborarlos.

El parlamento, donde nadie manda, obliga a responder a los ciudadanos con madurez. Ha dado muestras en este año de una práctica dialoguista aprobando leyes importantísimas –como la de la ratificación de la ley de ministerios, el arreglo de la deuda externa, la designación de los jueces faltantes en la Corte, la ley de autopartes, la ley de promoción de Pequeñas y Medianas Empresas, la ley de blanqueo e incluso la ley de reforma previsional- tratadas y sancionadas con la casi olvidada práctica virtuosa de considerar las iniciativas enriqueciéndolas con el aporte de todas las voces, salvo las que decidan automarginarse y elijan –en todo su derecho- el discurso testimonial.

Las fuerzas políticas con historia y vocación de gobierno han respondido asumiendo la gravedad del momento y la responsabilidad que tienen. Superando sus naturales disensos internos, han sabido lograr resultados. El sistema político argentino se está rearmando girando alrededor del tratamiento de los problemas y dejando libertad para que quienes prefieren situarse en el margen lo hagan, pero sin afectar la marcha de la gestión y de la sociedad.

Es obvio que en política un cambio copernicano como el que se ha producido luego de una gestión de más de una década no podía ser lineal y no lo es. El rumbo de colisión, advertido durante mucho tiempo por quienes fueron oposición en ese lapso pudo evitarse, y con él el estallido del campo minado que el país debió atravesar y aún atraviesa, no sin asumir decisiones que en tiempos normales cualquier gobierno hubiera evitado cuidadosamente por su efecto en el ingreso de los ciudadanos.

Debe reconocerse, sin embargo, que ante el horizonte que se visualizaba hace un año –ejemplificado por el drama que atraviesa el hermano pueblo venezolano- la conducción de estos meses ha sido exitosa en impedir un colapso gigantesco. Es mérito del gobierno, está claro, pero también de la oposición responsable.

El rumbo estratégico es lo que hoy debiera convocar a un diálogo más franco entre quienes, en el gobierno y en la oposición con vocación de gobierno, se sienten responsables de la marcha del país. Unos y otros conducirán la Argentina en los momentos en que el pueblo lo decida. Por eso y sin perjuicio de las naturales luchas “agonales”, el país necesita, de cara al mundo, una orientación permanente de sustentabilidad.

El país no puede empezar de nuevo en cuatro años. Es más: no puede dejar dudas que no intentará empezar de nuevo en cuatro años. Esa tarea no es sólo responsabilidad del gobierno, sino de quienes puedan sucederlo. Y –también debe reconocerse- que aún con rispideces y alguna intemperancia, en la oposición sensata esta actitud se insinúa, tanto con el trabajo parlamentario como con los acuerdos entre la Nación y las provincias, que expresan un colorido plural de orígenes políticos pero ello no resulta óbice para el trabajo cooperativo.

Es natural en política que cada uno “busque posicionarse” de cara a sus posibilidades electorales, se encuentre gobernando o aspire a hacerlo en el futuro. Sin embargo, esa búsqueda deja de ser natural si pone en riesgo el horizonte de largo plazo, que debieran aclarar entre las fuerzas mayoritarias con la mayor claridad posible, para ayudar a definir actitudes de inversión, no sólo externas sino –y principalmente- internas, de aquellos compatriotas que están en condiciones de incidir, con sus decisiones económicas, el país que volveremos a construir.

Hay y habrá siempre innumerables temas para discutir y construir el mensaje electoral de cada uno, en el momento de la lucha. Así ocurrió en tiempos del anterior gran salto adelante, durante el medio siglo que fue de 1880 a 1930. Los protagonistas discutieron duramente por el matrimonio civil, la ley de educación, la ley de servicio militar, la ley de sufragio libre, la ley de arrendamientos, la Reforma Universitaria y otras iniciativas de diverso orden. Sin embargo, el rumbo estaba claro para todos y el resultado fue la multiplicación de la población y el crecimiento constante del producto, convirtiendo a la Argentina en uno de los países más avanzados de la época.

El escenario global hoy nos muestra una agenda que no podemos evadir y que debemos enfrentar en conjunto, como comunidad nacional. Es una nueva oportunidad, no ya sólo por nuestra coyuntura económica y política, sino por la coyuntura mundial. Cambios portentosos en el plano tecnológico están diseñando un nuevo mapa productivo, que repercute en un nuevo alineamiento geopolítico.

Grandes de otra época empequeñecen y pequeños de otra época se agrandan. Una gran dinámica binaria de "sociedad-rivalidad" entre los dos principales protagonistas del escenario mundial –EEUU y China- pone el marco y define los perfiles por los que debemos transitar y aprovechar, según nuestras posibilidades. Nuevas formas geopolíticas, comerciales y financieras plurales surgen como novedades más que interesantes, así como esbozos de una nueva gobernanza global. 

Nuevos mercados de financiamiento y de comercio, nuevos competidores y nuevas potencialidades propias indican la necesidad de nuevas actitudes. 

Los cultivos extensivos que nos permitieron el gran salto de hace un siglo siguen –parece mentira- aportando su fuerza y son aún hoy la última reserva estratégica del país. Sin embargo, con ellos solos ya no nos alcanza para crecer. 

Hoy lo dinámico es el conocimiento, la tecnología aplicada, el emprendedurismo local pero también el con vocación global, la agregación de inteligencia, la incorporación a las cadenas globales de valor construyendo eslabones competitivos basados en la capacidad creadora de nuestra gente, la economía verde, la infraestructura modernizada, la inteligencia artificial y la robótica, el Estado abierto, la gestión en red. En síntesis, la educación, la capacitación permanente, los desafíos tecnológicos.

Y sí. Es obvio que siempre se pueden hacer mejor las tareas desagradables, como la actualización de las tarifas para reconstruir nuestro sistema energético. Y si se mejoran, también serían aún más mejorables. Sólo que es mucho más necesario poner el calor reflexivo en la agenda grande de lo que viene, más que gastarlo en lo que, en pocas semanas más, pertenecerá al anecdotario del que no se recordará nada. Ese no puede -no debería- ser el tema central de la agenda política. 

Los argentinos nos merecemos más. Entre otras cosas, no ser tratados como chicos de Jardín, ni por el gobierno, ni por la oposición, ni por los periodistas, ni por los “monos y monas” sabios de la inteligencia criolla.

Ricardo Lafferriere



viernes, 22 de julio de 2016

CK, Justicia y Estado de Derecho

La Sra. ex presidenta Cristina Fernández ha reclamado la libertad de Milagros Sala, con el motivo de que “le duele” su detención. No le interesa ni toma en cuenta la cantidad de imputaciones y procesamientos, realizados por una justicia cuyos integrantes fueron designados durante la gestión de un gobernador de su partido, que militaba además en su propia línea interna. Esas imputaciones son graves y trascienden la corrupción: llegan hasta el homicidio.

La misma ex funcionaria reclamó hace pocas semanas por la vigencia del Estado de Derecho, en razón de que ­–según su opinión- se la estaba sometiendo a investigaciones injustificadas. Los jueces que la investigan, en las diferentes causas, también fueron designados por ella o por su esposo, cuando ocuparon el Poder Ejecutivo y con el acuerdo del Senado, cuerpo en el que su partido y su línea interna tenían no sólo mayoría sino quórum propio y hasta los dos tercios.

Un ciudadano, militar de profesión, detenido con la imputación de haber cometido delitos de lesa humanidad, que está preso desde hace varios años en condiciones lamentables, ha comenzado una huelga de hambre reclamando detención domiciliaria –tiene más de 70 años- pidiendo la vigencia de garantías jurídicas de raigambre constitucional y reclamando también el Estado de Derecho. Un grupo de camaradas en situación parecida estarían por sumársele.

El empresario Lázaro Báez se encuentra procesado por lavado de dinero, pero impugna la imparcialidad del Juez que instruye la causa achacándole un direccionamiento parcializado hacia su persona en lugar de hacerlo hacia las autoridades superiores –obviamente, el Ministro de Infraestructura y la propia Sra. ex Presidenta de la Nación-. Según él, esta conducta viola el Estado de Derecho. El Juez que instruye su causa fue designado también por esta persona en oportunidad de desempeñarse como Jefa del Estado.

Un numeroso grupo de ciudadanos, militares y civiles, que se encuentra detenido sin proceso –y en algunos casos, sin siquiera declaración indagatoria- también por sufrir imputación de “delitos de lesa humanidad” que no han sido probados, ni alterado de alguna forma su presunción de inocencia, llevan años en esa condición, bajo la manda de jueces que –en su totalidad- fueron designados durante la gestión de la última década. Reclaman la vigencia del Estado de Derecho.

La señora ex presidenta invoca también la vigencia de presunción de inocencia en su favor, y varios comunicadores insisten en crear la tensión periodística sobre su eventual detención cuando se produzcan hechos procesales más graves –se habla de su procesamiento- en algunas de las causas que se le siguen. Es insólito –dicen- que en muchos casos existan detenciones durante años sin siquiera existir procesamiento, y quien tiene ya procesamientos en su haber siga gozando de libertad. Al igual que la señora, reclaman la presunción de inocencia. Tienen razón. Ambos.

En las causas por presuntos delitos de “lesa humanidad” es también curiosa y cuestionable la diferente “vara” con que son medidos los hechos en casos similares. El ex Jefe del III Cuerpo de Ejército, Gral. Menéndez, tiene prisión domiciliaria luego de haber sido condenado a tres prisiones perpetuas. El Gral. Ríos Hereñú, que fuera Jefe de Estado Mayor durante el gobierno del ex presidente Alfonsín, también condenado a prisión perpetua, tiene negada la prisión domiciliaria, al igual que otros condenados. 

Entre éstos –a su vez- hay condenados a penas gravísimas ciudadanos cuyos actos, en tiempos del proceso, fueron simplemente haber revistado en organismos en los que se ejecutaron hechos represivos, o haber cumplido órdenes de detención que –como ocurre en algún caso especial- terminó con la liberación a los pocos días de la persona detenida, sin ninguna secuela. Mientras tanto, oficiales en situación similar o más grave –como el Gral. Milani- se desempeñaron en el máximo nivel de la fuerza y sigue gozando de su libertad –justa, en cuanto no tiene sentencia que disponga lo contrario pero injusta desde el principio de igualdad ante la ley-.

El Estado de Derecho no es una frase vacía que pueda aplicarse según la ola de simpatía o antipatía en la opinión pública ante determinados casos. Es un conjunto de normas y procedimientos que protegen los derechos de las personas, civiles y militares, culpables o inocentes, ricos y pobres, víctimas y delincuentes, por hechos graves o simples.

Se apoya en los principios básicos de raigambre constitucional, última referencia legal de la convivencia de una sociedad. Los nuestros son claros: los sancionaron los Constituyentes de 1853 y no han sufrido modificaciones en sus enunciados, entre otros: todos los ciudadanos son iguales ante la ley; presunción de inocencia hasta sentencia en contrario; prohibición de tribunales especiales y sometimiento a jueces “designados por la ley antes del hecho de la causa”; cárceles sanas y limpias, para seguridad general y no para castigo de los detenidos en ella; irretroactividad de la ley penal; prohibición de confiscaciones; prohibición de detenciones sin pena luego de juicio previo; prohibición de la pena de muerte por cuestiones políticas; jueces independientes, designados por un procedimiento especial y vitalicios para evitar su manipulación política.

Son principios escritos en nuestro pacto mayor de convivencia recogiendo los duros años de las luchas civiles, asumiendo las pasiones que éstas despertaron y llevaron a crímenes atroces de los que habla la historia, que les tocó sufrir a los perdedores circunstanciales de luchas políticas en manos de vencedores también circunstanciales hasta que la suerte de la política o de las armas cambiara. El estado de derecho no es una consigna enseñada por viejos profesores de derecho constitucional: es la diferencia entre la arbitrariedad y la justicia, es la barrera entre la vida y la muerte, es lo que separa la convivencia humana de la selva.

El Estado de Derecho somete a todos y garante a todos. A él debe sujetarse el ejercicio del poder, los que mandan y los que obedecen, los ricos y los pobres, los funcionarios y los ciudadanos “de a pie”. Los presidentes, los legisladores, los jueces, los funcionarios, los empresarios, los dirigentes gremiales, los gobernadores, los intendentes, los concejales, los periodistas. Rige a todos. Iguala a todos.

El Estado de Derecho, por último, tiene una garantía formal de última instancia: la Justicia, y en ella, el tribunal superior del país, la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Por eso es tan importante la majestad de su independencia, la necesaria respetabilidad e intachabilidad de sus miembros, la intangibilidad de su prestigio y la valentía de sus integrantes.

Pero hay algo más poderoso aún que la Corte: los ciudadanos. El celoso seguimiento y la atenta fiscalización de quienes conformamos el pueblo, los que como decían las viejas fórmulas al designar los reyes en Aragón “nos, que somos tanto como vos y juntos, más que vos”, el “poder constituyente” de la soberanía del pueblo, hemos fallado en cumplir con celo nuestra responsabilidad pero también hemos aprendido.

Así como designamos presidente, legisladores, gobernadores, cuerpos colegiados, también debemos observar con prudencia pero con la mirada fría el desempeño de nuestros jueces. Ellos son nuestra suprema garantía. De entre todos nosotros, tienen la obligación de ser los mejores. Y si no pueden, no se animan o tienen miedo, deben tener la dignidad de irse.

Ricardo Lafferriere