miércoles, 20 de julio de 2022

APUNTES PARA PENSAR: Sobre el dólar, la devaluación, los precios y el comercio exterior.




 

Teniendo en cuenta que tenemos un superávit comercial que se mantiene a pesar de la crisis ¿existe realmente un dólar “atrasado”? ¿o hay más bien un calentamiento del precio de las divisas libres por el exceso de pesos en el mercado y la desconfianza en el gobierno sobre lo que puede hacer con el valor del peso?

Si el problema fuera el primero (dólar “atrasado”), no habría superávit comercial como el que tenemos.

Si el problema es el segundo (exceso de pesos), no se ganaría nada provocando una devaluación de la moneda argentina en su cotización “oficial”. Más bien al contrario: sus efectos serían más perjudiciales que beneficiosos porque agravaría la inflación sin solucionar ningún otro problema. ¿O alguien piensa que una devaluación de 20 % -por ejemplo- aliviaría la presión sobre la divisa de quienes quieren desesperadamente huir del peso hacia las divisas fuertes?

¿Entonces? Lo obvio: lo que debe hacerse es generar la confianza en el poder político y en la divisa, y ahí las medidas no son económicas sino de esquema político: coincidir en un diagnóstico transtemporal sostenido por un arco suficientemente amplio como para remover desconfianzas y desate un proceso de inversión, o sea hacer crecer la economía. Ese propósito está ausente tanto del reclamo devaluatorio como del propósito oficial. De eso estamos a años luz. O sea: el peso seguirá devaluándose y con él, salarios, jubilaciones y activos argentinos.

DEVALUAR NO ES SOLO CAMBIAR UN NÚMERO: SIGNIFICA REDUCIR SALARIOS



Al igual que las retenciones y los impuestos del “30+45%”, la devaluación no es simplemente cambiar un número:  significa menos valor de los salarios y de los activos argentinos. Si no hubiera más remedio porque existiera un desequilibrio en el sector externo, podría ser una medida correcta. No es el caso argentino, en el que no hay una presión externa sino un calentamiento interno del precio de las divisas libres por exceso de pesos en el mercado.

En efecto: luego del acuerdo con el FMI y la reestructuración con los acreedores privados, la presión en el sector externo se alivió. Hoy la presión sobre la divisa es interna, no externa, producto de la emisión monetaria enorme que desbalancea la oferta de dinero con la producción de bienes requeridos por las personas y las empresas.

Esa presión interna sobre la divisa tiene además otra causa: la desconfianza en el valor futuro de la moneda nacional por la incertidumbre de las personas y las empresas sobre la acción dilapidadora e irresponsable del gobierno y la inexistencia de reglas de juego estables que permitan ahorrar en pesos cuyo valor se conserve en el tiempo.

El ahorro en pesos que todavía subsiste no está motivado por las razones virtuosas clásicas -mantener el valor de la suma ahorrada, y que ésta se canalice a la inversión vía sistema bancario-.

Sus razones son viciosas: En primer lugar, la obligación -directa o indirecta- impuesta por el gobierno a bancos, empresas públicas y aún privadas. Y en segundo lugar, aprovechar la mencionada incertidumbre interna y destinar los depósitos para financiar el desequilibrio fiscal, que requiere apropiarse de ahorros internos para sostener un déficit improductivo y parasitario.

BENEFICIADOS Y PERJUDICADOS

¿A quiénes beneficiaría y a quienes perjudicaría una devaluación del peso?



Beneficiaría en primer lugar y directamente a las grandes firmas exportadoras de cereales, que vienen conteniendo sus liquidaciones de exportación en espera de una mejora en el tipo de cambio y tienen capacidad de crear un “clima” de presión -comunicacional- para lograrlo cuando las cuentas públicas necesitan divisas. Es la situación actual.

En segundo lugar, indirectamente, a los empresarios rentistas y protegidos, ya que el poder de compra de los argentinos vis a vis con el mundo se reduciría en la medida de la devaluación pero al cerrar más la economía, reforzando el “cepo-coto de caza” en el que se ha convertido el mercado interno y al dejar éste en manos de los empresarios “nacionales”, la agresión a los ingresos populares por parte de este empresariado sería mayor.

Beneficiaría a los tenedores de bonos en dólares o ajustados por el valor del dólar, ya que sus créditos valdrían más.

Por el contrario, perjudicaría a quienes reciben sueldos fijos -activos y pasivos- y a los tenedores de deuda en pesos. Se encarecían aún más los alimentos por “rebote” del incremento de su precio de exportación medido en pesos.

Perjudicaría a quienes deben abonar precios con contenido total o parcial en divisas, entre ellos tarifas de servicios públicos y energía -sean los usuarios si se reajustan las tarifas, sea el Estado subsidiador si debe hacerse cargo de la diferencia costo-precio de la energía-. Con el actual nivel de importación de energía, una devaluación golpearía muy fuertemente en las finanzas públicas, que deberían pagar más pesos por los dólares necesarios para abonar esas importaciones. Aumentaría aún más el déficit -y con él, la emisión y con ella, la inflación-.

Y perjudicaría el valor de los activos argentinos, que reducirían su valor en la medida de la devaluación.

¿Qué ganaría la economía haciendo más pobre a ciudadanos, empresas y bonistas argentinos?

Poco o nada.

CONSECUENCIAS

En primer lugar, consolidaría el incremento de precios inflacionario reconociendo un nuevo escalón superior en el deterioro del valor del peso.

En segundo lugar desataría una nueva vuelta de tuerca hacia la transferencia de ingresos a los dueños de activos en divisas, ya que las empresas argentinas, los inmuebles y en general los activos en pesos serían más baratos para quien tenga divisas en su poder.

Contra lo que se “da por supuesto”, no mejoraría la situación de los productores agropecuarios, a quienes lo que realmente perjudica son las retenciones, arbitrarias e inconstitucionales, que sin embargo están presentes en el “estado cultural” de casi toda la dirigencia política, la “intelligenzia” y los comunicadores integrantes de la Coalición de la Decadencia.

Para eliminar las retenciones que impiden el crecimiento agropecuario genuino, deberían cambiarse las reglas de juego de la economía para impulsar el crecimiento -y con ello, la recaudación también genuina-, haciendo reglas permanentes, previsibles y generadoras de confianza. Con un proceso de crecimiento lanzado, las retenciones -impuestos contra el crecimiento- serían reemplazadas naturalmente por los impuestos normales de cualquier economía.

El crecimiento de las exportaciones que llegaría de la mano con la eliminación de las retenciones permitiría avanzar hacia un tipos de cambio único y libre como el que existe en todo el mundo civilizado, terminando con el “aquelarre” de cambios múltiples y arbitrarios que facilitan tantos mecanismos de corrupción.

Paralelamente, sería imprescindible un manejo macroeconómico serio, que priorice y planifique los gastos según las posibilidades de la economía. La emisión descontrolada y sostenida termina desequilibrando tanto los precios relativos como la presión sobre la divisa.

Como el “cepo” no provee de dólares oficiales, las empresas son empujadas a proveerse de los productos intermedios importados vía los mercados “libres”, lo que al final se termina trasladando a los precios finales al convertirse el dólar (el “libre”, el único que cualquier persona toma en cuenta) en la moneda de referencia para toda la economía. Y la descomunal presión impositiva a quienes requieren divisas para fines personales o económicamente justificados -por ejemplo, viajar, estudiar o a las propias empresas- le pone a la divisa un “piso” que más que duplica el valor oficial. Ese termina siendo el nivel con el que tiende a nivelarse el sistema de precios relativos, al ser las únicas divisas disponibles y la única “moneda” como unidad de cuenta que usan los ciudadanos para planificar su economía.

Eso es inflación. Que desata el justo reclamo de los titulares de ingresos fijos de incrementos salariales. Y sigue la cadena.

CONCLUSIÓN

Sea Guzmán, Batakis o Mandrake, en este sistema de controles voluntaristas no hay chance de frenar la inflación y mucho menos de comenzar un proceso virtuoso de crecimiento. Y muchísimo menos de conseguir el necesario apoyo externo imprescindible para financiar una transición con un costo social no traumático.

El problema entonces es político y en su base está la incompetencia gobernando como escudo que oculta las apropiaciones de rentas de la Coalición de la Decadencia. Lamentablemente, con el beneplácito de muchos argentinos, cuando votan y de muchos de sus dirigentes, cuando gobiernan.

En síntesis: no hay ninguna posibilidad de mejoramiento de la situación económica, ni siquiera de un cambio de tendencia, en el marco del actual esquema económico y orientación política.

Los hechos demostrarán que recién cuando cambie el gobierno luego de las elecciones de 2023 puede haber alguna chance de revertir este deterioro. Claro que partiendo de una base más pobre aún de la que tenemos hoy, ya que nos falta un año y medio de caída libre.

Ricardo Lafferriere

viernes, 1 de julio de 2022

Argentina: ¿en riesgo de desintegración?

 

 


El rumbo que está tomando el mundo no es nada tranquilizador. Sin embargo, no está en nuestras manos incidir en él. Nuestra influencia y peso relativo han declinado en las últimas décadas al ritmo de nuestra anomia y desorden interno, conocidos por todos.

Es imprescindible tomar conciencia que el mundo está abandonado los esfuerzos post-2ª Guerra para institucionalizar las relaciones entre países marchando hacia la construcción de instituciones mediadoras de los conflictos de toda clase que son propios de la convivencia planetaria. En rigor, esos esfuerzos comenzaron con la primera experiencia de la Sociedad de las Naciones, que aún con su fracaso en evitar las guerras, dejó la herencia de algunas instituciones tempranas -como la OIT y la Corte Permanente de Justicia Internacional-.

Pareció que las Naciones Unidas habían sintetizado la tensión secular entre el idealismo de considerar a todos iguales y la “realpolitik” que obligaba a tratar a los más fuertes de manera diferente, como condición de eficacia. La Asamblea -en la que todos valen uno- y el Consejo de Seguridad -elegido por la Asamblea, con la excepción de los “cinco grandes” con derecho a veto, reconocimiento de su poder de hecho- sintetizaban una realidad emergente de la segunda guerra y este diseño parecía superar la “ecuación de Hobbes”. Era eso o nada. El acuerdo tácito fué que los “cinco grandes” no utilizarían en forma directa su poder en enfrentamientos entre sí, y asumían una especie de “policía global” para mantener al planeta en paz. Por la Carta de las UN, todos los países signatarios se comprometen a no usar la fuerza para solucionar sus diferendos.


La historia no puede reconocerse como lineal, pero a grandes rasgos los grandes no entraron en conflicto y con sus contradicciones y grises, fueron aceptando la marcha dialéctica hacia instituciones y espacios plurales, de esos que hoy abundan en el escenario internacional. El avance del multilateralismo fue constante e inexorable. El entramado multilateral, aún insuficiente, es sustancialmente más grande que antes de la creación de las Naciones Unidas.


Hasta ahora. La invasión salvaje de Rusia a Ucrania configuró el final de esta marcha y reabrió las puertas a un conflicto global. No es un tema que pase sin secuelas: aceptar, así sea como tributo al realismo, el “derecho” de un país grande y poderoso a violar sus tratados e invadir a un vecino con la sencilla justificación de que se siente inseguro, retrotrae ese escenario a tiempos anteriores no ya de las Naciones Unidas, sino de la propia Sociedad de las Naciones.

La “realpolitik” vuelve a instalarse a pleno. No hay más normas que se reconozcan o respeten, ni siquiera las leyes de la guerra. Los ataques a civiles, la destrucción de poblaciones enteras, la masacre de pueblos y bombardeos indiscriminados sobre ciudades, los crímenes salvajes de violaciones y asesinatos a no combatientes proliferando sin consecuencias, implican un retroceso de décadas en la convivencia, en dirección a un mundo sin normas. Habían existido hasta ahora, pero nunca con el cinismo abierto de la salvaje invasión de Rusia a Ucrania.



Esta nueva realidad también nos interpela sobre nuestras propias realidades.

Como consecuencia de tiempos negros de nuestra historia reciente, la Argentina desmanteló su poder militar. Hoy es el país más vulnerable de la región, superado ampliamente en su capacidad de lucha por sus vecinos. Un cotejo con nuestro admirado vecino mayor -cuyas FFAA ocupan el décimo lugar en el mundo- nos presenta un desequilibrio de no menos de 15 a 1 en la capacitación y equipamiento de la herramienta militar de tierra. En la marina y la Fuerza Aérea ni siquiera es posible una comparación, porque han sido reducidas virtualmente a su inexistencia.

Tampoco en la frontera oeste mantenemos capacidad disuasoria: con  un poder militar ya claramente inferior a nuestros vecinos, el país debe soportar estoicamente  la vergüenza que un grupo terrorista, invocando inexistentes lazos “originarios”, ocupe porciones del territorio con total impunidad y con la aceptación del gobierno de quienes pretenden y proclaman la formación de un “Estado” con gran parte del territorio argentino y del territorio chileno, país hermano que responde con mucha mayor dignidad y sentido nacional a este desafío insólito.

En el interior, el país está agredido desde dentro por un poder narco que construye poderes paralelos en conglomerados aluvionales -como el conurbano- e incluso en la ciudad más importante del interior, Rosario, sin que a pesar de los años de persistencia de esta inexorable tarea de construcción de ilegalidad los poderes constituidos hayan podido avanzar en su desmantelamiento.

Cierto es que nuestra región es una zona de paz. También lo era Yugoslavia. Antes de la invasión de Crimea, también lo era Ucrania -a tal punto que había cedido todo el armamento nuclear en su poder luego de la disolución de la URSS, bajo el compromiso de Rusia -y Gran Bretaña y Estados Unidos a los que luego se agregó Francia- de garantizar la intangibilidad de las fronteras ucranianas, en los Protocolos de Budapest, de 1994.



Todos estamos en paz, hasta que dejamos de estarlo. Nadie puede estar seguro del futuro y por eso nadie puede descuidar su seguridad, a menos que ésta no interese porque el afecto nacional no es lo suficientemente fuerte como para plantearse defender lo propio ante eventuales ataques o desafíos. Ucrania misma no contaría con la solidaridad y ayuda de toda la opinión democrática del mundo si no hubiera dado muestras desde el comienzo de la invasión de su decisión indeclinable de defender su país, si era necesario con las armas en la mano.

Un escenario global tan lábil y con procesos políticos internos tan intensos, imprevisibles, cambiantes y polarizados hace arriesgado en grado sumo confiar ciegamente en los tratados, por cercanos que estén a nuestros afectos. No está muy lejos el tiempo en que bordeamos una guerra con un vecino entrañable, o que con nuestro vecino mayor nos embarcábamos en una carrera nuclear afortunadamente desmantelada por los acuerdos de Alfonsín con Sarney. Que -bueno es recordarlo- así como se dieron hubieran podido no darse, escalando un conflicto que podría haber llegado hasta límites insospechados.



Hoy, la Argentina no es lo que era. Se ha convertido en un país insignificante, mirado con extrañeza en el mundo y con indisimulable menosprecio por toda la región, aún por aquellos más cercanos a la “ideología” del gobierno actual. El trato recibido por los compatriotas que tienen algún problema de salud en Bolivia y pretenden la mínima asistencia sanitaria es una muestra. Y los calificativos de Maduro hacia el propio Fernández meses atrás son otra.

Podemos seguir alegremente en curso de suicidio, como si nada pasara. Pero si lográramos revertir esto, en la reconstrucción de este gran país que podemos ser cuando finalice la pesadilla, no podemos ignorar la reconstrucción del poder militar y de la inclusión inteligente en las redes de alianzas internacionales en las que podamos confiar en caso de peligrar nuestra integridad territorial, nuestra soberanía política y nuestra seguridad. Éstas deben coincidir con nuestros intereses realistas y en nuestras utopías idealistas, las que esta Nación definió ya en el preámbulo de la Constitución de la vieja "Confederación" y que siguen tan vigentes como entonces.

Ni uno ni otro, ni el realismo para comprender las potencialidades y riesgos reales del país, ni el idealismo de nuestros trascendentes principios fundacionales, forman parte hoy de la reflexión, la decisión ni la  acción de los argentinos ni de su dirigencia. Son sencillamente ignorados.

Ojalá que esta ignorancia no resulte fatal.


Ricardo Lafferriere