Hace un par de años, economistas del FMI dieron a conocer un documento con recomendaciones sobre la viabilidad de los sistemas previsionales en el mundo, cuyas características reafirman la línea de interpretación que la ortodoxia económica mantiene sobre el tema desde hace décadas. Al parecer, siguen en lo mismo..
Obviamente, el organismo aclaró lo que también es rutina: las opiniones de sus funcionarios no comprometen necesariamente a la organización y son realizadas a título de colaboración académica. Lo que no puede ignorarse es que esas opiniones terminan influyendo, en forma directa o indirecta, en las decisiones de los países que lo integran y en no pocas oportunidades también son tenidas en cuenta cuando las autoridades del propio Banco tienen que tomar decisiones acerca del apoyo financiero a los países que no hacen esfuerzo alguno para diseñar caminos alternativos viables y terminan aceptando a ojos cerrados la imposición ortodoxa.
El diagnóstico es parecido en todo el mundo y no sorprende. Se alarga la vida probable de las personas, aumentando el tiempo durante el cual el sistema debe abonar pasividades a sus retirados y se reducen las fuentes de trabajo estables por las que los activos aportan para sostener el sistema. En suma, menos ingresos -cada vez menos- frente a más egresos -cada vez más-.
Los consejos no son novedosos: aumentar la edad jubilatoria para bajar el número de retirados, reducir la indexación de los haberes desacoplándolos de la inflación y mantener separadas las cuentas del sistema de las correspondientes al presupuesto estatal. Con esto, los objetivos son “aritmético-financieros”: no afectar los recursos calculados para el repago de los préstamos. No estaría mal, si sólo fuera un elemento más de una ecuación amplia, ya que obviamente, a los créditos hay que pagarlos. Lamentablemente, expuesto con esa pobreza conceptual resulta socialmente miope, tanto como política y económicamente inviable e incompatible con el marco democrático. Y pecan de una generalización simplista.
Con el aumento de la edad jubilatoria se busca recuperar la relación de cuatro activos por cada pasivo. Estrechando el lapso temporal durante el cual los pasivos cobran -es decir, acercándolo cada vez más a la muerte- la cuenta de egresos se reduce. De la misma manera actúa la reducción del número de aportantes en relación a los pasivos: al haber menos pasivos, la relación 4-1 tiende a recuperarse.
Ambas recetas son tan simples que no parecen haber sido diseñadas por especialistas con años de estudio, sino más bien en un ejercicio de aritmética de escuela primaria. La sociedad, sin embargo, es bastante más compleja que una simple operación de regla de tres.
Ambas soluciones, en efecto, son corridas día a día por la realidad. Ocurre que la edad probable de muerte -o sea, el envejecimiento promedio de la población- no se estabiliza sino que sigue aumentando año a año, a raíz de los avances en medicina y en salud, y que el paro tecnológico -vale decir, la automatización progresiva de los procesos productivos- se hace exponencial, acercándose a la frutilla del postre: el reemplazo liso y llano de los operarios humanos por robots, que no hacen aportes previsionales y por lo tanto no contribuyen a sostener el sistema, al menos por esa vía.
Llevando las predicciones al absurdo social -ya que aritméticamente no es tan absurdo- se llegaría al caso de un sistema sin aportantes, y por lo tanto sin jubilados. O tal vez una edad jubilatoria de 100 años, para hacer “viable” a un sistema con los pocos aportantes subsistentes.
La inviabilidad de la solución tradicional a mediano y largo plazo se hace entonces inexorable, porque parte de supuestos inexistentes: un sistema edificado sobre la base del trabajo estable, como lo son todos los subsistemas construidos en el siglo XX: una sociedad crecientemente industrializada, con empleos de largo plazo, carreras escalafonadas y una estratificación social con alto grado de rigidez.
Este diagnóstico de sociedad industrial temprana no resultó eterno. La evolución tecnológica y el agotamiento del paradigma del capitalismo de base en el que se asentaba fueron marcando sus límites. Leer hoy “El Capital”, de Marx, donde describía el funcionamiento de la sociedad capitalista del siglo XIX en forma cruda y desmatizada es como pretender interpretar a las modernas sociedades de bienestar con las descripciones de Dickens. Sencillamente, aunque la pobreza sigue existiendo, su situación es diferente a la del siglo XIX y sus mecanismos no coinciden con el mantenimiento de un “ejército de reserva” con el propósito de mantener los sueldos bajos, como en los capitalismos originarios.
Los problemas son complejos, mucho más complejos. Sus mecanismos, más sofisticados. La discrecionalidad del capital, enseñoreada en los escenarios del siglo XIX, fue crecientemente limitada durante el siglo XX por el desarrollo de sistemas impositivos cada vez más inteligentes que pusieron coto a la ganancia, entonces sólo limitada por la competencia capitalista.
El reconocimiento a la esencial dignidad de la condición humana como resultado de luchas sociales que ritmaron todo el transcurso del siglo XX construyó sistemas de seguridad social, previsionales y asistenciales desconocidos en los tiempos del capital originario. Éstos limitaron la “plusvalía” capitalista como resultado de la interacción de instituciones orgánicas y legal-asistenciales -sindicatos, paritarias, seguros de salud, seguros de desempleo, regulación de precios de determinados productos, sistemas impositivos sofisticados, etc.- incorporados por las democracias modernas.
Varias de estas instituciones legal-asistenciales, incluso, trascienden la vida laboral activa y se extienden hacia la vejez, donde ya se insinúan mecanismos de ingresos indiferentes a los aportes realizados en la vida activa, como la Asignación Universal al Adulto Mayor, o previos, como la Asignación Universal por Hijos, que incluyen el seguro de salud generalizado, al estilo del PAMI en nuestro país.
Las formaciones productivas fueron independizándose de sus titulares originarios y pasaron a ser propiedad de anónimas formaciones concentradas de capitales gerenciadas por una clase profesional global altamente profesionalizada pero de alta rotación, en un fenómeno que se dio también al interior de los países, como lo demuestra la comparación de la evolución de las grandes empresas en las últimas décadas: siguieron existiendo -y aumentando-, pero sus titulares, rubros, ejecutivos e importancia relativa cambian constantemente.
En un proceso paralelo las grandes masas poblacionales de todo el planeta fueron reduciendo sus condiciones infrahumanas de existencia al punto de llegar a las primeras décadas del siglo XXI con la menor cantidad proporcional de pobres en toda la historia humana.
A comienzos del siglo XIX, con 1.000 millones de habitantes, el mundo tenía un Producto Bruto Global equivalente a alrededor de 1.500 millones de dólares -valor año 2000-. Al terminar la segunda década siglo XXI, con una población de 7400 millones de habitantes, el mundo tiene un Producto Bruto Global de 77.000 millones de dólares. En dos siglos, la población se multiplicó por 7, el producto por 54, medido en dólares constantes.
El ingreso a comienzos del siglo XIX se concentraba en los muy pocos ricos detentadores de tierras, nóveles emprendimientos industriales y aventureros del naciente capital tecnológico: líneas ferroviarias, telégrafos, bancos, líneas navieras. Un 5 % de la población. La enorme mayoría -85 %- luchaba en la línea de pobreza por la simple sobrevivencia, sin servicios médicos, previsionales ni asistenciales que trascendieran las respuestas solidarias, casi siempre locales. El 10 % restante estaba integrado por la naciente clase media -profesionales, comerciantes, algunos artesanos y servicios-.
La pobreza -definida por el BM- alcanza hoy a cerca del 20 % de la población, de las cuales la mitad viven en la situación límite -equivalente a las narraciones de Dickens-. Estos números indican que aunque en cantidades absolutas hay más pobres que nunca porque la población es mayor, también nos marcan que nunca en la historia de la economía moderna ha existido un menor porcentaje de pobres que ahora.
Los sistemas previsionales se incluyen en ese entramado de atenuación de la pobreza y tendencia histórica a la inclusión -al igual que la gratuidad y el subsidio a algunos servicios públicos, en diferentes medidas-. Sus bases conceptuales, definidas por los sistemas pioneros de fines del siglo XIX y principios del XX se apoyaban en cálculos “actuariales” estadísticos, al estilo de los que hoy repiten sin ningún aporte novedoso los técnicos del FMI. De lo que se trata, sin embargo, es de levantar la mirada al horizonte para intentar develar el rumbo de la sociedad y la economía en los años que vienen, comprender sus cambios, interpretar sus cambiantes actores y prepararnos para esa nueva situación.
Se acerca una sociedad con pocos salarios -y en consecuencia, pocos aportes-; una economía en la que gran parte de la producción será robotizada -sin salarios ni aportes atados a ellos-; una población con una creciente presencia de mayores de 65 años; una gran cantidad de personas ejerciendo tareas alejadas de la economía formal; por último, vendrán demandas crecientes de acceso a servicios básicos -cada vez más bienes serán considerados así- de alcance general. Esos son los problemas que debieran concitar la reflexión de los técnicos por cuya formación la sociedad ha gastado intentes recursos y paga hoy salarios millonarios.
Que el sistema actual es inviable no es novedad. Lo ha reconocido el parlamento, que decidió la formación de una comisión de estudio para su reforma integral. Sin embargo, no parece adecuado resignarse a aceptar como respuesta la simple actualización de datos en tablas informáticas que realizan automáticamente nuevos cálculos y suponen abarcar a millones de seres humanos, cada vez más individualizados, en la forma uniforme de los “sistemas actuariales” que en su momento fueron revolucionarios pero hoy son insuficientes para responder a la complejidad de las sociedades modernas. El documento del FMI sobre los sistemas previsionales adolece de estas características: obsoleto, arcaico, impracticable.
Nuevas formas previsionales, asistenciales y educativas requerirán necesariamente nuevos recursos, que llevarán a una reforma imprescindible del sistema impositivo a la vez que a la homologable y transparente verificación de su uso. El límite del 35 % del impuesto a las ganancias, por ejemplo, fruto de una vieja interpretación de la Corte sobre la prohibición constitucional de la “confiscatoriedad”, es incompatible con la nueva realidad, así como la dilapidación de recursos en la mayoría de los sistemas de servicios públicos que han sido inundados por el clientelismo, las corporaciones sectoriales y la corrupción sistémica. Algo así ocurre con el sistema de planes sociales, sospechados por la intermediación parasitaria, su aún escasa transparencia y el uso político que es realizado por algunos al más puro estilo clientelar.
Gran parte de las reformas deben darse al interior del propio Estado, cuyo peso es insoportable más que por su tamaño, por su inoperancia. Escuelas que no enseñan, superposición extravagante de gastos en salud -salud pública general financiada con impuestos, obras sociales obligatorias financiadas con descuentos obligatorios a los salarios, seguros privados financiados por pagos privados realizados por quienes pagan además los dos sistemas anteriores que no usan, sistemas de emergencia médica, abonados también por privados para prevenir urgencias-, organismos públicos sin funciones pero demandantes de ingentes recursos, y su consecuencia obvia, la insuficiencia de recursos disponibles para áreas estratégicas, son sólo algunas de las reformas que deben acompañar a la reforma impositiva.
No faltan sugerencias para explorar, que trascienden ideologías: el ingreso universal, el impuesto negativo sobre la renta, el trabajo cívico, o diversas combinaciones que busquen similares propósitos viabilizando políticas inclusivas que no sólo no frenen sino que al contrario, estimulen el crecimiento económico. La adopción del diagnóstico del FMI y -peor aún- el desestímulo al crecimiento económico -respaldo final del sistema, porque si no se genera riqueza ninguna alquimia ni fórmula será sostenible- será perjudicial para todos.
No vendría mal, entonces, poner en contexto las opiniones de los “técnicos del FMI”, que “no obligan a la Institución”. No son ni deben ser más que un aporte, insuficiente y bastante mediocre, para enfocar un tema que requiere la atención seria, informada y transparente, de todos los ciudadanos e instituciones que deseen participar en ese debate.
Sería de desear que, en un momento en que el sistema previsional entra en debate por la virtual imposibilidad de mantener funcionando el actual mecanismo, la decisión política no sea alinearse con los viejos conceptos del FMI ignorando las demandas del mundo que vivimos y vendrá. Escucharlos, tenerlos en cuenta, pero entender que su análisis “puro y duro” lleva a un callejón sin salida cuyo final es la desaparición del sistema.
La obligación de la política, al contrario, es encontrar una vía que contemple el financiamiento impositivo -para reforzar la declinante recaudación del trabajo que retrocede- pero que no considere a los pasivos como simples números de una tabla de Exel, sino como actores que durante toda su vida activa pusieron su esfuerzo y trabajo para la construcción del país y en la confianza de estar ahorrando para su futuro.
Ricardo Lafferriere