Hace 154 años, el puerto de Buenos Aires se federalizó y pasó a pertenecer a todo el país. Treinta años después, la propia ciudad de Buenos Aires era derrotada en las sangrientas trincheras de la revolución de 1880. El puerto dejó de ser manejado por la oligarquía porteña, aunque el país pasara a ser gobernado por las oligarquías de todo el territorio nacional, organizadas en el aparato político del roquismo. De hecho, el último presidente argentino nativo de la Capital fue Marcelo T. de Alvear, en 1922, y de su gestión no se ha escuchado hasta ahora a nadie acusarlo de centralista.
Los males que siguieron, en consecuencia, no pueden ser puestos en la cuenta de los porteños, que sufrieron como todos los avatares de la construcción de un país con claroscuros, pero que dio el gigantesco salto a cuyo fin, cinco décadas después, lo habría llevado a ser uno de los más importantes del mundo de entonces. Esas oligarquías hicieron el país moderno, al que las cuotas de equidad que le faltó las agregó el radicalismo, la democracia progresista, los socialistas y años después el peronismo.
Dice, sin embargo el presidente Mujica una verdad: ese país -éste país- recibió millones de seres humanos de las más diferentes nacionalidades. Entre otras, la oriental, fundida en la convivencia nacional sin recelo de ningún tipo y considerada –como todos los inmigrantes que llegaron y llegan a la Argentina en general y a Buenos Aires en particular- iguales en derecho, respetados en su dignidad y hermanos en los afectos. Si una constante ha tenido la historia argentina ha sido la lealtad a la vocación cosmopolita de la Revolución que le dio origen, que definiera San Martín en Lima con su histórica frase "Nuestra causa es la causa del género humano".
Llegaron italianos, españoles, polacos, franceses, ingleses, alemanes, rusos, austríacos, noruegos, judíos, árabes, paraguayos, chilenos, bolivianos, brasileños, africanos. De todos nos sentimos "hermanos" y todos han aportado a la construcción de una cultura de convivencia que nos hace ser abiertos, tolerantes y solidarios, aún en momentos duros -que hemos pasado muchas veces-.
No mezclemos entonces las pasiones del fútbol con campos que les son ajenos. Las tentaciones siempre existen, pero pueden llevar a crear problemas donde no los hay.
Los uruguayos pueden “hinchar” por quienes les surja de sus afectos o de su gusto futbolístico. Eso en nada cambiará ni el cariño ni el respeto que los argentinos sienten por ellos. Y por los italianos, los españoles, los alemanes, o cualquier país de latinoamérica y del mundo. El mundial, el fútbol mismo, es nada más que un juego, que despierta emociones pasajeras pero que en nada cambia los procesos económicos, sociales y políticos vividos por las sociedades y los ciudadanos. Éstos corren por otros cauces, con otras normas y con otros protagonistas.
Pero, por sobre todo, no intente interpretaciones históricas que pueden dañar sensibilidades más que la simpatía o antipatía deportiva. No, al menos, desde el respetado pináculo que implica la presidencia del país hermano más caro a nuestros afectos nacionales.
Ricardo Lafferriere
http://www.lanacion.com.ar/1709065-jose-mujica-hincha-por-la-argentina-en-la-final-y-admite-que-hay-muchos-uruguayos-calientes