jueves, 29 de febrero de 2024

Fondo, forma y actitudes

 

Siempre hemos escuchado -y repetido- que gran parte de la definición de democracia radica en las formas y no sólo en el fondo. Pero además de ambas cosas, se requieren actitudes.

El gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” requiere aceptar que la mayoría de la población es la que tiene el derecho de formar gobierno. Difícil discutir esa afirmación, aún con las falencias que el sentido común encuentra muchas veces en la opinión de la mayoría. Se llega a esta afirmación por descarte: si no existiera esa regla, la base del poder radicaría en la fuerza, virtual o desatada.

Sin embargo, la afirmación se completa con el necesario respeto a las minorías, y en última instancia a la suprema minoría, que es el hombre solo. Para garantizar este objetivo, se han ido elaborando a través del tiempo particiones y limitaciones al poder en el plano legal cuyo propósito es darles a las minorías y a las personas un haz protector de derechos que ni siquiera las mayorías más abrumadoras puedan desconocer.

Ambas cosas han sido recibidas en nuestra Constitución Nacional, programa de unión del nuevo país del plata a mediados del siglo XIX.

El mundo ha avanzado, y mucho en estos casi dos siglos. Hemos tenido violaciones al primer principio -con los gobiernos de base electoral restringida y luego con los golpes de estado- y al segundo -con gobiernos de base popular que no respetaron derechos constitucionales de las minorías ni de las personas-.

La reiniciación democrática iniciada en 1983 pareció terminar con ambas falencias. Sin embargo, asoman de nuevo, peligrosamente, en los últimos lustros.

La Argentina, a tono con este nuevo mundo de polarizaciones e intolerancias recíprocas, ha adoptado la confrontación como forma de resolver los conflictos públicos. El virtuoso entrelazado de normas constitucionales, la distribución de competencias entre los ciudadanos, las provincias y la Nación, la división del poder en tres órganos con definidas facultades propias, la artesanía procedimental diseñada por la Constitución para la sanción de las leyes, en suma, todo el edificio institucional, es impregnado por el conflicto permanente sin límites claros entre las acciones permitidas a los actores, que se invaden entre sí y nos acercan a la anarquía, sin que sea ajena a esta realidad el deterioro ético del comportamiento social. Claro: todo este mecanismo funciona si existe compromiso nacional y honestidad en los actores.

Cuesta encontrar una salida compartida que encarrile esta deriva de final más que incierto. Como marchan las cosas, todo parece encaminarse a un “todos contra todos” al precio de poner en riesgo la propia existencia nacional. Hace años que, personalmente, lo venimos observando y advirtiendo, desde las aciagas jornadas de diciembre del 2001.  Hoy es más dramático, porque no se avizoran actores sociales importantes con vocación de consenso ni patriotismo inclusivo. Los protagonistas de “la escena” no parecen advertir -y si lo advierten, no parecen inmutarse- del peligro al que están conduciendo a la Nación, cada uno con su intransigencia y cada intransigencia ajena esgrimida para justificar la propia. Así comienzan los conflictos abiertos. Nadie puede predecir cómo ni dónde terminan. Por lo pronto se ven muchas fuerzas centrífugas y muy pocas centrípetas actuando en el todo nacional.

Nuestro país terminó de nacer a mediados del siglo XIX primero con un conflicto armado que abarcó a toda la Cuenca del Plata, luego con un consenso entre triunfadores y derrotados y por último con administraciones que tenían el norte de la vigencia constitucional, pero que marcharon hacia ese norte bordeando en el camino las normas de la constitución jurada, mediante intervenciones federales, ejércitos punitivos y elecciones de base electoral reducida. Lograr la “república verdadera” costó más de medio siglo.

Y ahora, a lo nuestro.

La deriva de la Argentina en lo que va de este siglo aceleró su decadencia nacional. El país “anómico” definido por Carlos Nino se acostumbró a vivir sin reglas y con reglas a medias. La disgregación fue una constante voluntariamente inadvertida, hasta que tomamos conciencia de ella.

Mientras tanto, el mundo cambió su escenario de conflictos pero no sus consensos básicos, fundamentalmente al ritmo de una economía transnacionalizada que hace asociarse hasta a enemigos violentos. La arquitectura institucional global que se pensó hace siete décadas como la garantía contra las grandes guerras (ONU, FMI, etc.) demuestra diariamente su pavorosa inutilidad, resultado de su cooptación burocrática para poner sus hilachas al servicio del respectivo interés. El mundo se ha asociado al realismo más extremo de poder y en este marco cada uno se prepara y hace su juego.

Esa agenda no es percibida entre nosotros, entretenidos en los juegos de la política local, cada vez más parecida a un juego de adolescentes. Esta situación agrava los problemas internos y los peligros externos. Un mundo derivando al realismo de la fuerza no es precisamente un buen escenario para un país que renunció a pensar en su defensa y decide, como el avestruz, dejar de mirar lo que pasa y desinteresarse de sus futuro y de los peligros.

La miopía es extrema, el desinterés por el rumbo es notable, la sensación de pertenecer a un colectivo nacional compartido -que antes se llamaba patriotismo- es de una debilidad innegable, la ignorancia de las normas que rigen económicamente el mundo -aún entre rivales que hasta guerrean entre sí- asombra y las peleas por las migajas que quedan del país señero son patéticas.

En este campo de batalla no puede asombrar la negación de las formas, que también muestran el retroceso. Tampoco los insultos cruzados, muestra de la estrechez de miras -o exclusividad de enfoques- de unos y otros.  

Por un lado, el presidente. Sus conocimientos de excelencia se concentran en el estudio de la economía, ciencia en la que uno de los males tal vez más extremos es la inflación desbocada. Su “ética” profesional le indica la prioridad de desarticular y desterrar la inflación, cuya causa última es la abundancia de dinero. Toda su obsesión gira alrededor de este objetivo, nada menor si observamos la lascerante decadencia a que nos ha llevado ignorar ese capítulo y su ascenso a primerísima prioridad del electorado. Sin ánimo de faltar el respeto, se observa que trascendiendo ese objetivo, en los demás temas no hay en su mirada un capítulo que descuelle o sea postulado con similar fuerza: son lábiles y provisorios, como lo hemos visto incluso con sus otrora definiciones estrambóticas, cambiadas al ritmo de cada necesidad política coyuntural. Si hubiera que definir en una frase su constante, ésta sería: “más allá de en lo que gastemos, no podemos hacerlo en más cantidad que lo que hay”.

Por el otro lado, está el tradicional “escenario” público -hoy llamado genérica y desdibujadamente “la casta”, que cada uno entiende a su manera-. Su praxis política se ha concentrado tradicionalmente en la distribución del ingreso, cada vez más pequeño debido a la indiferencia, por ignorancia o por desinterés en el funcionamiento económico. Los capítulos que mueven sus inquietudes son variados y representativos de sectores, ideologías, partidos y convicciones plurales, sin negar incluso la apropiación indebida de ingresos públicos y tráfico de influencias.  Sin embargo, ante la extrema gravedad terminal de la situación argentina, todos esos capítulos pierden terreno mientras la inflación no sea dominada, porque su frase guía esta vez sería, en mayor o menor dimensión: “no me importa si no hay recursos, necesito cubrir estos gastos de cualquier forma”, sin terminar de aclarar -y sin que le importe demasiado- de dónde se obtendrán esos recursos ni quién resultará afectado.

En el medio, lo que queda del “estado de derecho” está convertido en una herramienta de lucha más que de solución de conflictos, que cada cual interpreta perfilado hacia su propio objetivo. Zamarreado y tironeado hacia uno y otro lado, sufre la tensión de ser interpretado en forma parcial por unos y otros, sin que tampoco se vea por parte de la sociedad un soporte sólido a sus reglas. Hay, por suerte y debe reconocerse, actores de lo público -partidos, bloques y dirigentes-, en las diversas fuerzas, que logran dominar sus “ethos” agonales y buscan un funcionamiento institucional virtuoso. Es de desear que se multipliquen.

Mientras, en el campo de debate, campea lamentablemente la degradación de las conductas, que también en diferente medida se ha hecho predominante en polémicas que no buscan resultados, sino triunfo a cualquier precio.

Difícil ser optimista en tal escenario. La proyección hacia el futuro sólo contiene incertidumbres y una clara predominancia de lucha sin fin ni objetivos compartidos.

Lo que sí parece claro es que de no imponerse un cambio en el “ethos” de los actores del escenario y de la propia sociedad recreando la solidaridad nacional y la responsabilidad por las propias decisiones, el horizonte no parece promisorio y las peores pesadillas pueden llegar a imponerse, sea en la disgregación territorial o política del país, sea en el surgimiento de una alternativa de “puro poder”, ordenando la convivencia al borde de la Constitución y las leyes.

“Hay que empezara de nuevo”, le dijo don Hipólito a don Marcelo luego de su derrocamiento. Hoy, empezar de nuevo tal vez sea una obligación ciudadana: retomar la actitud republicana desde el pequeño ejemplo de cada uno, en la ilusión que llegue a incidir en la conducta de los actores del escenario, desde el presidente hasta los gobernadores, legisladores, comunicadores y twitteros. Asumir la idea de “proceso”, de prioridades, de etapas. Y entender que el país no es ni del gobierno ni de la oposición sino de los ciudadanos, que miran hoy azorados como puede desvanecerse la esperanza de cambio, una vez más, simplemente por no saber acordar.

Ricardo Lafferriere

29/2/2024

 

 

 

 

lunes, 12 de febrero de 2024

Liderazgo de crisis

La situación de Argentina, compleja y cuasi terminal, obliga a incorporar al análisis una mirada abarcativa e integral. No es sólo lo económico: el momento muestra crisis política, cultural, ética. Esa crisis polifacética necesariamente requiere una comprensión multidimensional.

Cien años de caída no son gratis. Dejan cicatrices en la capacidad de comprensión, acostumbran a lo que debiera ser excepcional y extienden la resignación. En los grupos más activos y convencidos, endurece las posiciones respectivas quitando flexibilidad a unos y otros. Eso daña aún más la convivencia y hace más complicado acordar salidas. Cada uno suele ver en el otro sus perfiles más negativos y endurece la intransigencia de las propias miradas.

La historia muestra que en estos casos, no hay soluciones puras. Ni las ortodoxias económicas, ni las políticas, ni las culturales, ni las éticas. Lo que puede sonar horroroso en tiempo normales, deja de serlo cuando se llega al borde de la propia existencia.

Difícilmente pueda salirse de una crisis multidimensional como la argentina sin la preeminencia de un liderazgo político -impuesto o electo- en condiciones de disciplinar y alinear a los actores. Si algo conserva aún la Argentina es el rito recuperado de elegir liderazgos en procesos electivos. No es un logro menor, habida cuenta de los atajos autoritarios a que recurrido en su historia.

Sin embargo, el deterioro de las fuerzas políticas les ha impedido cumplir con su cometido más importante: generar liderazgos democráticos. La presión corporativa, la declinación ético-cultural y la propia inercia decadente esterilizó estos almácigos dirigenciales que debieran ser los partidos políticos, aplastando a sus brotes más sanos por la inmisericorde presión de las malezas.

Los liderazgos surgentes, entonces, carecen del “cursus honorum” exigidos por las democracias estables y virtuosas. Es un dato, frente al que poco puede hacerse sino tomarlo como una inexorabilidad.

Nos queda, en un extremo, la necesidad de conducción que evite la anarquía a la que conduce la caída sin freno. En el otro, liderazgos que no nacen de procesos maduros de experiencia, estudio, compromiso y virtudes, sino de la angustiante necesidad del cuerpo social, cercana a la desesperación, de frenar la decadencia y reordenar la convivencia para retomar la marcha.

En el proceso, valiosos reclamos y miradas prudentes suelen ser desplazados frente a las urgencias críticas. Ahí quedarán, para tiempos posteriores, conservando su esencial justicia para cuando esa justicia sea posible. El torrente ordenancista arrastrará lo que encuentre a su paso, con el respaldo en gran medida irreflexivo de mayorías angustiadas.

Las exigencias de madurez institucional, de matices en la economía, de proporcionalidad en las medidas, de rigor ético, siguen existiendo y condimentando el proceso social, pero cediendo por la fuerza de los hechos ante la gravedad que no tolera “medias tintas”, tal vez justas pero sin espacio y sin tiempo.

Si el proceso resulta ser virtuoso, el liderazgo aprenderá sobre la marcha a separar lo principal de lo accesorio, a comprender a los sectores, a moderar las urgencias y matizar sus discursos. Si por el contrario, es vicioso, la caída o el retroceso volverá con más fuerza, tal vez para una etapa terminal.

No hay forma de conocer el futuro, de ahí la angustia de quienes tienen convicciones diferentes y discrepan total o parcialmente con el rumbo adoptado. Quizás el mejor aporte que puedan hacer es expresar sus recelos sin tono de trinchera, aceptando con humildad que la mayoría -supremo juez de una convivencia democrática- ha fijado un rumbo diferente, y dejando con buena fe y mejor talante su opinión y consejo, sin ponerse frente al torrente que terminará aplastándolo. Mucho menos tratar de frenarlo. “Vox populi, vox Dei”...

No significa dejar valores de lado: al contrario, significa sublimarlos e insertarlos en la tolerancia democrática, preservándose para tomar eventualmente el timón ante un fracaso y preparándose para aportar lo mejor para perfeccionar y emprolijar el resultado, si fuera exitoso pero insuficiente. Al final, todo en la vida es insuficiente y siempre quedan cosas por hacer.

Lo que tal vez menos sirva sea impostar errores de forma, volverse intransigentes frente a minucias, asumir actitudes arrogantes o hasta no comprender que verdades que consideraba ya incorporadas a la cultura colectiva, esa misma cultura colectiva no las adopta como centrales; y que será necesario retomar la prédica, el trabajo, la lucha tesonera, para que vuelvan a ser valores incorporados a la conciencia ético-política de la mayoría para cuando elija sus futuros liderazgos.

Como que robar no está bien, que la ley está para ser respetada, que los delitos -grandes y chicos- deben ser sancionados, que no existe convivencia cualitativamente superior al estado de derecho y que lo que une a una sociedad por encima de las distintas visiones y creencias de sus miembros es la solidaridad nacional, o sea el patriotismo.

Ricardo Lafferriere

 

 

miércoles, 7 de febrero de 2024

El "estilo argentino"

 

En su libro “Principios para enfrentarse al Nuevo Orden Mundial”, Ray Dalio -prestigioso inversionista titular de la firma “Bridgewater Associates”- realiza un magistral abordaje a las diferencias de estilo entre la práctica norteamericana y la china. Luego de sostener que ese contencioso está marcando y marcará por varios lustros el ritmo de la evolución global, expresa las dos formas de trabajo en que los liderazgos políticos enfrentan su gestión. Cualquiera de ambos tiene atractivos para los inversores, a condición de conocer y seguir sus reglas.

En el caso americano, el individualismo no sólo impregna su Constitución y sus creencias más profundas. En ese individualismo caben todas las maneras de ver el mundo y de actuar en él, donde el “piedra libre” alcanza desde las corporaciones más grandes hasta las iniciativas más pequeñas de los emprendedores, muchos de ellos inmigrantes centro (o latino-) americanos expulsados de sus países y exitosos en el de adopción. Una sociedad que permite y respeta a las minorías y modas más insólitas, que luego se extienden a todo el mundo occidental.

En el chino, por el contrario, su estilo es el del pensamiento a largo plazo, organicista si se quiere, pero privilegiando al conjunto -la familia, el partido, el país- y planificando objetivos medidos en décadas, cuando no en siglos. El propio Deng Xiao Ping, iniciador de la modernización y el “milagro” chino, dejó el liderazgo a sus sucesores fijando, ya en 1980, las metas para un cuarto de siglo y para mediados del siglo XXI: multiplicar por cuatro su PBI para fines del siglo XX -lo logró en 1995- y llegar al 2050 con el mismo nivel de vida para toda su población que el de los países occidentales medianamente desarrollados. Van encaminados.

¿Cuál es nuestro “estilo”? O más sutil aún ¿tenemos un “estilo”?

Como con aguda intuición lo desarrollara hace un par de décadas Daniel Larriqueta en sus dos libros “La Argentina imperial” y “La Argentina renegada”, nuestro país no tiene una herencia unívoca sino dos: la originaria, que él denominaba “tucumanesa”, estamental y organicista, que fue el resultado del trasplante de los reinos medioevales europeos de tiempos de los Austria en épocas de la conquista y la colonización temprana y que terminó haciendo simbiosis con las civilizaciones autocráticas indígenas del Perú; y la “atlántica”, que llegó con las revoluciones burguesas-liberales-independentistas de los siglos XVIII y XIX, cuando el absolutismo medioeval fue sucedido por el tiempo de las leyes, la limitación del poder, las Constituciones, los “códigos” y, en fin, por la modernidad. La revolución emancipadora -abierta y liberal- desalojó del poder a la vieja sociedad colonial, cerrada y estamental. La Constitución y luego la llegada de los inmigrantes parecieron marcar el triunfo definitivo de la Argentina atlántica, pero fue un espejismo que duró hasta el retorno del país cerrado que duraría un siglo, desde los años 30 del siglo XX hasta hoy.

Esas dos improntas aún conviven como herencias genéticas en nuestra sociedad, obviamente con impregnaciones recíprocas, pero predominando ora una, ora otra, sin terminar de definir un “estilo” que pueda entenderse como caracterizador de la Argentina.

La creatividad popular lo expresa a menudo con el conocido apotegma que presuntamente nos define: africanos que quieren vivir como europeos, pagar impuestos como en Burundi pero recibir servicios públicos como en España, tener la libertad de iniciativa de EEUU pero con un Estado que regule y controle todo lo que pueda -a los demás...-, admiradores del Che Guevara pero reclamantes de “mano dura, que ponga orden”, aunque a la vez resistentes a cualquier autoridad legal, aún las que actúan dentro de sus competencias.

Por no hablar de la inmisericorde calificación de sus gobiernos. De la Rúa era “estirado, distante, le faltaba calle”. Pero Milei es un “payaso” que “no respeta la investidura que inviste, como Menem”. Alfonsín “no sabía nada de economía” -aunque debió soportar 13 paros generales-... y Macri “un niño bien que no le gustaba trabajar”.  A eso suele reducirse la política, donde la reflexión y el debate sobre los años que vienen -y sobre la comprensión de los datos de la realidad- suelen estar ausentes de la discusión, impidiendo cualquier mirada estratégica compartida y dejando en manos del destino lo que pueda pasar. Mucho menos gestar un consenso estratégico nacional.

Esa calidad del debate -el que se da en lo “público”, el que encuadra las acciones de quienes deben gobernar, y al que no son ajenos los diseñadores de escenario mediático- se acerca más al estilo americano que al chino. El bochornoso tratamiento de la ley de “Bases...”, por unos y otros, muestra este aquelarre.

¿Es esto bueno o malo, para atraer inversores -en términos de Dalio- e incluso para convivir? Mi respuesta: es contradictorio y auto bloqueante. En el estilo americano, individualista, el reclamo al Estado es mínimo, casi inexistente, mientras que en Argentina el individualismo tiene frente al Estado una actitud bifronte: quiere que haga todo, pero que no se meta en nada. Que dé salud pública y seguridad, pero que no cobre impuestos. Que dé jubilaciones a todos, pero que no recaude aportes. Que garantice la educación, pero que no exija rigor académico ni docente. Que no tenga déficit público, pero que no se desprenda de empresas ultra-deficitarias, innecesarias para la gestión ni limite el gasto. Que respete el federalismo pero que mantenga los envíos de fondos extra-coparticipables a las provincias. Que frene la inflación, pero sin bajar gastos ni cobrar más impuestos.

También es contradictorio y auto bloqueante si lo cotejamos con el estilo chino, que cosecha admiradores por su capacidad de crecimiento, planificación, fijación de objetivos y eficiencia. Pero que también -debemos recordarlo- no admite el derecho de huelga, ni la disidencia política, ni la libertad de opinión alternativa al Partido Comunista de China, ni el cuestionamiento al poder sea por los ciudadanos de a pie, sea por los grandes empresarios a los que disciplina en forma hasta grotesca cuando según su criterio se apartan de los objetivos del gobierno. O sea, una libertad acotada sólo admisible dentro del sistema, que no afecte las metas definidas por el poder tanto en lo público como en temas inherentes a la vida privadas.

Puestos a buscar similitudes, los partidos “republicanos” argentinos -libertarios, radicales, pro, socialistas- se reflejan en el pluralismo de los partidos occidentales de los países desarrollados, aunque sin su aceptable disciplina interna, mientras que el justicialismo tiene un “acuerdo estratégico” con el Partido Comunista de China, firmado hace algún tiempo por Gildo Insfrán, en su carácter de -entonces- vicepresidente de esa fuerza. Ninguna de esas afinidades tampoco dice mucho, en ninguno de ambos casos. En el primero, porque la ortodoxa disciplina económica y política de los partidos occidentales de todo el arco ideológico es mediatizada hasta el cansancio por los locales, y en el segundo porque la planificación esencial del modelo chino no es precisamente una virtud del justicialismo, que a esta altura no tiene idea -y si la tiene, no la expresa- de las metas y objetivos que postula para el país para las próximas décadas, o años.

En suma, la Argentina es un misterio politológico. Y así le va. Sin orientaciones claras en su rumbo estratégico, marcha a los tumbos administrando coyunturas nada más que para subsistir. Su política se edifica en consignas infantiles sin conclusiones proyectuales. Su estilo es inexistente y, en todo caso, también es un misterio hasta cuándo el conglomerado de personas que vive en su territorio se tolerará recíprocamente formando un pueblo. Tal es el deterioro que se entusiasma con la novedad de un discurso de casi dos siglos de antigüedad y un estilo que destila chabacanería, el que sin embargo es admirado por “popular”, como lo fuera el (¿distinto?) de las groserías artísticas y “culturales” de la gestión anterior kirchnerista.

Hay voces lúcidas -y muchas- en nuestro país en su espacio público y aún político. Aún asumiendo la injusticia inherente a todas las generalizaciones, asombra sin embargo su incapacidad para gestar, como estamento, un proyecto común de largo plazo. En esa marcha, llega a nosotros el mundo con su nuevo paradigma, el que supera las lecturas anteriores y altera la “geografía ideológica” llevando a las viejas izquierdas a alianzas ultramontanas y las viejas derechas a ser a veces el único refugio de antiguos progresistas. Nunca el futuro -lejano y cercano- ha sido tan imprevisible.

Ricardo Lafferriere