Mi primer discurso en público fue en
1970.
Era una de esas periódicas asambleas
clandestinas (o semi clandestinas) con la que el partido radical
recibía las giras solitarias de Ricardo Balbín por todo el país,
en tiempos del General Onganía, designado presidente por el gobierno militar de la "Revolución Argentina" que derrocara a Arturo Illia. Fue en el campo de Carlos Contín, nuestro
dirigente local, que en lo interno no coincidía del todo con nuestra
prédica de unidad contra la dictadura -porque como todos los de su
generación desconfiaba visceralmente del peronismo, contra el que
había luchado toda su vida- pero era absolutamente solidario con la
tarea de reorganización de la Juventud Radical, en la que estábamos
empeñados con otros jóvenes militantes de entonces, entre ellos
Carlitos, su hijo y nuestro querido amigo, levantando la bandera de
la unidad contra la dictadura y por la recuperación democrática.
Nos tocó -a Carlitos y a mí- hablar
en nombre de la Juventud Radical al finalizar la reunión que había
juntado a unos 500 dirigentes y afiliados del departamento. Los
nervios -por supuesto- me mataban: debía hablar frente a una leyenda, un hombre que comenzó su militancia en la Juventud Radical junto a Yrigoyen y ante centenares de hombres y mujeres de rostro curtido, mirada seria y compromiso honesto y sin dobleces. Por supuesto, no podría recordar todo lo que dije pero sí de ese, mi primer
discurso, un concepto: “mientras el país debería estar planeando
su incorporación a la era tecnológica y a los cambios
paradigmáticos que se dan en el mundo, recibimos con emoción al
presidente del Comité Nacional en su interminable viaje clandestino,
recorriendo caminos polvorientos de la patria avasallada para
predicar lo mismo por lo que luchó Yrigoyen: vigencia de la
Constitución, estado de derecho, respeto de las libertades, sufragio
libre, moral administrativa”.
Desde ese acto pasaron ¡cincuenta
años!. Y la tristeza que genera la situación del país es que,
quienes suceden hoy a Balbín -y a Illia, y a Alfonsín, y a Perette,
y a tantos otros- deben aún seguir luchando por lo mismo por lo que
luchó Yrigoyen, mientras el mundo despega en un acelerado cambio
tecnológico muchísimo más rápido que hace medio siglo. Medio
siglo en el que nuestra distancia con los países de avanzada se ha
agrandado, pasando ya a estar en el pelotón del fondo. No nos
comparamos más -como entonces- con España, Suecia o Francia.
Superados por todos nuestros vecinos del entorno, compartimos los
últimos lugares en todos los índices en la zona estadística de Venezuela, Corea
del Norte, Somalia o Togo.
La democracia, que creímos recuperada
para siempre en 1983, sufre un deterioro imparable con la cínica
justificación de una pandemia. El Congreso funcionando en ralentí,
la justicia autocongelada, los ciudadanos presos en sus casas por
disposiciones del poder sin ninguna base constitucional ni legal, el
poder concentrándose en una persona que asume facultades absolutas,
incluso las que corresponden al Parlamento, sin control de ninguna
clase. Periodistas amordazados por el miedo o el soborno, opositores
perseguidos con los métodos perversos de su proscripción mediática,
intento de coartar la libertad de expresión en las redes sociales,
licuación de los haberes previsionales (única propiedad de
millones de argentinos que han trabajado toda su vida y es expropiada
indirectamente con la disolución cotidiana de sus haberes),
congelamiento de las paritarias, actos sectarios de un gobierno que
no gobierna, y otro gobierno en las sombras frente al que el poder
elegido cede las facultades que, previamente, le expropió al sistema
institucional.
La Argentina está siendo empujada a la
pobreza, cada vez más claro que como objetivo político más que
como consecuencia no deseada. El “pobrismo” de la línea V-V
(Venezuela-Vaticano) se apropia de todos los resortes importantes del
poder, logrando lo que no ocurrió nunca en la historia moderna:
hacer retroceder la producción nacional en más del 20 %, con el
objetivo evidente de poner en dependencia del Estado a la mayoría de
los ciudadanos, vía subsidios, planes, impuestos, favores y
discriminaciones voluntaristas que buscan “aplastar” la pirámide
de ingresos hasta llevar el promedio al mismo que Venezuela,
Nicaragua o la propia Cuba. Sus voceros más extremos y menos
cuidadosos lo dicen sin disimulo: “Tenemos que abandonar la
prudencia y pasar a la dureza” (Sabattella) y “hagamos Venezuela
ya” (el “artista” K estrella, desde su piso de lujo en Puerto
Madero). O el inefable amigo del Papa, exigiendo la reforma agraria
(¡en pleno siglo XXI!) y la ocupación de casas particulares. La
clase media sobra -porque piensa- y es imprescidible que todos sean
iguales … en la pobreza. Nunca en la historia un gobierno tuvo como
objetivo aplastar los que producen y empobrecer a su país. Es lo
nuevo.
Cierto es que el mundo está raro.
Nuestro faro democrático de las últimas décadas, España, está
cayendo en las mismas distorsiones institucionales que las de por
acá, aunque afortunadamente limitadas por un sistema
político-institucional más maduro y sólido. Estados Unidos se
debate en las ocurrencias de un liderazgo de otra época, apoyado en
un mensaje populista sin debate creativo, provocando un daño grande
a la opinión democrática del mundo. Brasil, nuestro vecino, está
complicado por otra administración populista resultado de la
corrupta gestión del frente progresista que lo gobernó por años.
Bolivia se revuelve en el esfuerzo por encarrilar la desarticulación
institucional que dejó el gobierno de Morales. Perú está sufriendo
los efectos de una corrupción que también inundó todo el
continente.Solo queda por estos pagos la pareja del siempre admirado
Uruguay, retomando su papel de la Suiza de América, y la novedad del
Paraguay sacudiéndose su modorra de décadas y pasando a liderar el
crecimiento regional.
El dolor por la Argentina es
indisimulable. Con todo a favor, sigue en caída libre. Su producción
paralizada, sus instituciones destrozadas, su estado de derecho
desarticulado, las libertades cada día un poco más limitadas, su
moneda desaparecida, y el nivel de su máxima conducción proclamando
a cuatro vientos que “se acabó el tiempo de la meritocracia”.
”Alpargatas sí, libros no”, pareciera que gritaran retomando la
triste consigna del peronismo de otras épocas, que creíamos que ya
había superado sus deformaciones originarias y estaba integrado,
desde 1983, al juego democrático.Como en Cambalache: “el que no
llora no mama, y el que no afana es un gil”.
Quienes hemos estado medio siglo
poniendo granitos de arena para la construcción de un país de
progreso y de futuro, no podemos menos que sentir una angustia
existencial casi traumática. Ver la naturalidad de la
“transfugización” en figuras que fueron importantes y hasta
llevan apellidos ilustres defendiendo la corrupción y la impunidad
de quienes vaciaron el país, sus riquezas y sus instituciones, o
legisladores elegidos por las listas opositoras sumados al alegre
jolgorio del populismo irresponsable o hasta a jueces que por el
cambio de gobierno cambian de criterio y levantan la feria
autoimpuesta al solo efecto de liberar delincuentes corruptos, pensamos
en la lucha de décadas, desde 1890 en adelante, para que la
Argentina tomara el rumbo que Belisario Roldán declamara en tiempos del Centenario, en 1910: el destino de convertirse en el
“contrapeso meridional del Continente”.
Una confesión íntima. Una vez al mes,
hago una pequeña y solitaria peregrinación, laica y ciudadana. Me
voy hasta la Recoleta, y me quedo un largo rato frente al Panteón
de los Caídos. Allí están Alem, Yrigoyen, Elpidio González,
Martín Irigoyen, Arturo Illia. Miro las placas conmemorativas y
pienso en ellos, en sus sueños, en sus luchas, en la pobreza en la
que terminaron sus días duros en vida y gloriosos en la muerte. Y
reflexiono si los de hoy, somos dignos de esos grandes.
Y no puedo ocultar una inevitable
tristeza y desazón. Tal vez parecida a la que expresó Belgrano en
su lecho de muerte: “¡Ay, patria mía!”. O Alem, tomando su
decisión suprema para despertar a los adormecidos actores del 90 y
convocando a las “nuevas generaciones” a asumir su
responsabilidad.
Hay, sin embargo, quienes luchan, y
luchan, y luchan. Con tenacidad admirable. En varios espacios
ciudadanos, en tenaces tribunas de opinión, en diferentes fuerzas políticas. Son los que mantienen
el ánimo, alimentan la esperanza, sostienen la llamita que quizás
en algún momento -en cualquier momento- se encenderá como la
rebelión visceral del país aplastado, que quiere ser, trabajar,
progresar, tener derechos, volver al mérito, retomar el camino,
reincorporarse a la marcha del mundo, como en cuatro años mostramos
que era posible.
A ellos, el saludo. Son la esperanza de
la Argentina renacida, cuando termine esta pesadilla, que en algún
momento, más temprano que tarde, será un triste recuerdo de la
historia. O ni siquiera eso.
Ricardo Lafferriere