viernes, 29 de mayo de 2020

Concesión autobiográfica


Mi primer discurso en público fue en 1970.

Era una de esas periódicas asambleas clandestinas (o semi clandestinas) con la que el partido radical recibía las giras solitarias de Ricardo Balbín por todo el país, en tiempos del General Onganía, designado presidente por el gobierno militar de la "Revolución Argentina" que derrocara a Arturo Illia. Fue en el campo de Carlos Contín, nuestro dirigente local, que en lo interno no coincidía del todo con nuestra prédica de unidad contra la dictadura -porque como todos los de su generación desconfiaba visceralmente del peronismo, contra el que había luchado toda su vida- pero era absolutamente solidario con la tarea de reorganización de la Juventud Radical, en la que estábamos empeñados con otros jóvenes militantes de entonces, entre ellos Carlitos, su hijo y nuestro querido amigo, levantando la bandera de la unidad contra la dictadura y por la recuperación democrática.

Nos tocó -a Carlitos y a mí- hablar en nombre de la Juventud Radical al finalizar la reunión que había juntado a unos 500 dirigentes y afiliados del departamento. Los nervios -por supuesto- me mataban: debía hablar frente a una leyenda, un hombre que comenzó su militancia en la Juventud Radical junto a Yrigoyen y ante centenares de hombres y mujeres de rostro curtido, mirada seria y compromiso honesto y sin dobleces. Por supuesto, no podría recordar todo lo que dije pero sí de ese, mi primer discurso, un concepto: “mientras el país debería estar planeando su incorporación a la era tecnológica y a los cambios paradigmáticos que se dan en el mundo, recibimos con emoción al presidente del Comité Nacional en su interminable viaje clandestino, recorriendo caminos polvorientos de la patria avasallada para predicar lo mismo por lo que luchó Yrigoyen: vigencia de la Constitución, estado de derecho, respeto de las libertades, sufragio libre, moral administrativa”.

Desde ese acto pasaron ¡cincuenta años!. Y la tristeza que genera la situación del país es que, quienes suceden hoy a Balbín -y a Illia, y a Alfonsín, y a Perette, y a tantos otros- deben aún seguir luchando por lo mismo por lo que luchó Yrigoyen, mientras el mundo despega en un acelerado cambio tecnológico muchísimo más rápido que hace medio siglo. Medio siglo en el que nuestra distancia con los países de avanzada se ha agrandado, pasando ya a estar en el pelotón del fondo. No nos comparamos más -como entonces- con España, Suecia o Francia. Superados por todos nuestros vecinos del entorno, compartimos los últimos lugares en todos los índices en la zona estadística de Venezuela, Corea del Norte, Somalia o Togo.

La democracia, que creímos recuperada para siempre en 1983, sufre un deterioro imparable con la cínica justificación de una pandemia. El Congreso funcionando en ralentí, la justicia autocongelada, los ciudadanos presos en sus casas por disposiciones del poder sin ninguna base constitucional ni legal, el poder concentrándose en una persona que asume facultades absolutas, incluso las que corresponden al Parlamento, sin control de ninguna clase. Periodistas amordazados por el miedo o el soborno, opositores perseguidos con los métodos perversos de su proscripción mediática, intento de coartar la libertad de expresión en las redes sociales, licuación de los haberes previsionales (única propiedad de millones de argentinos que han trabajado toda su vida y es expropiada indirectamente con la disolución cotidiana de sus haberes), congelamiento de las paritarias, actos sectarios de un gobierno que no gobierna, y otro gobierno en las sombras frente al que el poder elegido cede las facultades que, previamente, le expropió al sistema institucional.

La Argentina está siendo empujada a la pobreza, cada vez más claro que como objetivo político más que como consecuencia no deseada. El “pobrismo” de la línea V-V (Venezuela-Vaticano) se apropia de todos los resortes importantes del poder, logrando lo que no ocurrió nunca en la historia moderna: hacer retroceder la producción nacional en más del 20 %, con el objetivo evidente de poner en dependencia del Estado a la mayoría de los ciudadanos, vía subsidios, planes, impuestos, favores y discriminaciones voluntaristas que buscan “aplastar” la pirámide de ingresos hasta llevar el promedio al mismo que Venezuela, Nicaragua o la propia Cuba. Sus voceros más extremos y menos cuidadosos lo dicen sin disimulo: “Tenemos que abandonar la prudencia y pasar a la dureza” (Sabattella) y “hagamos Venezuela ya” (el “artista” K estrella, desde su piso de lujo en Puerto Madero). O el inefable amigo del Papa, exigiendo la reforma agraria (¡en pleno siglo XXI!) y la ocupación de casas particulares. La clase media sobra -porque piensa- y es imprescidible que todos sean iguales … en la pobreza. Nunca en la historia un gobierno tuvo como objetivo aplastar los que producen y empobrecer a su país. Es lo nuevo.

Cierto es que el mundo está raro. Nuestro faro democrático de las últimas décadas, España, está cayendo en las mismas distorsiones institucionales que las de por acá, aunque afortunadamente limitadas por un sistema político-institucional más maduro y sólido. Estados Unidos se debate en las ocurrencias de un liderazgo de otra época, apoyado en un mensaje populista sin debate creativo, provocando un daño grande a la opinión democrática del mundo. Brasil, nuestro vecino, está complicado por otra administración populista resultado de la corrupta gestión del frente progresista que lo gobernó por años. Bolivia se revuelve en el esfuerzo por encarrilar la desarticulación institucional que dejó el gobierno de Morales. Perú está sufriendo los efectos de una corrupción que también inundó todo el continente.Solo queda por estos pagos la pareja del siempre admirado Uruguay, retomando su papel de la Suiza de América, y la novedad del Paraguay sacudiéndose su modorra de décadas y pasando a liderar el crecimiento regional.

El dolor por la Argentina es indisimulable. Con todo a favor, sigue en caída libre. Su producción paralizada, sus instituciones destrozadas, su estado de derecho desarticulado, las libertades cada día un poco más limitadas, su moneda desaparecida, y el nivel de su máxima conducción proclamando a cuatro vientos que “se acabó el tiempo de la meritocracia”. ”Alpargatas sí, libros no”, pareciera que gritaran retomando la triste consigna del peronismo de otras épocas, que creíamos que ya había superado sus deformaciones originarias y estaba integrado, desde 1983, al juego democrático.Como en Cambalache: “el que no llora no mama, y el que no afana es un gil”.

Quienes hemos estado medio siglo poniendo granitos de arena para la construcción de un país de progreso y de futuro, no podemos menos que sentir una angustia existencial casi traumática. Ver la naturalidad de la “transfugización” en figuras que fueron importantes y hasta llevan apellidos ilustres defendiendo la corrupción y la impunidad de quienes vaciaron el país, sus riquezas y sus instituciones, o legisladores elegidos por las listas opositoras sumados al alegre jolgorio del populismo irresponsable o hasta a jueces que por el cambio de gobierno cambian de criterio y levantan la feria autoimpuesta al solo efecto de liberar delincuentes corruptos, pensamos en la lucha de décadas, desde 1890 en adelante, para que la Argentina tomara el rumbo que Belisario Roldán declamara en tiempos del Centenario, en 1910: el destino de convertirse en el “contrapeso meridional del Continente”.

Una confesión íntima. Una vez al mes, hago una pequeña y solitaria peregrinación, laica y ciudadana. Me voy hasta la Recoleta, y me quedo un largo rato frente al Panteón de los Caídos. Allí están Alem, Yrigoyen, Elpidio González, Martín Irigoyen, Arturo Illia. Miro las placas conmemorativas y pienso en ellos, en sus sueños, en sus luchas, en la pobreza en la que terminaron sus días duros en vida y gloriosos en la muerte. Y reflexiono si los de hoy, somos dignos de esos grandes.

Y no puedo ocultar una inevitable tristeza y desazón. Tal vez parecida a la que expresó Belgrano en su lecho de muerte: “¡Ay, patria mía!”. O Alem, tomando su decisión suprema para despertar a los adormecidos actores del 90 y convocando a las “nuevas generaciones” a asumir su responsabilidad.

Hay, sin embargo, quienes luchan, y luchan, y luchan. Con tenacidad admirable. En varios espacios ciudadanos, en tenaces tribunas de opinión, en diferentes fuerzas políticas. Son los que mantienen el ánimo, alimentan la esperanza, sostienen la llamita que quizás en algún momento -en cualquier momento- se encenderá como la rebelión visceral del país aplastado, que quiere ser, trabajar, progresar, tener derechos, volver al mérito, retomar el camino, reincorporarse a la marcha del mundo, como en cuatro años mostramos que era posible.

A ellos, el saludo. Son la esperanza de la Argentina renacida, cuando termine esta pesadilla, que en algún momento, más temprano que tarde, será un triste recuerdo de la historia. O ni siquiera eso.

Ricardo Lafferriere


jueves, 21 de mayo de 2020

Lo que viene

Las incógnitas de la que hablan especialistas de diversas áreas al imaginar lo que viene ratifican una afirmación que he realizado repetidas veces en mis notas: el futuro es opaco y lo es cada vez más desde hace varios lustros. Quien se tome el trabajo de leer los pronósticos de especialistas de todo el mundo, principalmente economistas, en los últimos treinta años y los coteje con lo que realmente pasó lo verificará en forma incontestable.

En este caso, la convicción se acrecienta por la diversidad de campos afectados por la pandemia, que ha atravesado desde la economía y la política hasta la convivencia cotidiana y la cultura. Seguramente varias cosas volverán a ser iguales. Otras habrán cambiado sustancialmente.

Seguramente cambiarán las opciones geográficas de vida. Si las grandes ciudades atraían como poderosos imanes, es posible que -al igual que la gran pandemia europea del siglo XIV- recuperen valor los pequeños pueblos, la vida en el interior y en el campo, las casas con terrenos propios frente a los departamentos, la vida más sobria y menos espectacular. Porque habrá nuevas pandemias y el recuerdo de ésta estará grabado a fuego en la memoria de todos.

Las dos grandes guerras dejaron países paralizados. La pandemia también. Pero, a diferencia de esos momentos, hoy los países no están destrozados, como sí lo estaban -muchos de ellos- luego de los grandes conflictos del siglo XX. El desafío global ahora no será reconstruir, sino reactivar. Debería ser sustancialmente más sencillo, si se apoyara en la confianza para restaurar el crédito.

Las crisis económicas dejaron a muchas familias endeudadas. Hoy, no pareciera que sea ese el problema mayor -la deuda de las familias- sino en todo caso el crecimiento enorme de la desocupación, difícilmente recuperable hasta que no se recupere toda la cadena de producción, que seguramente seguirá controlada por mucho tiempo y seguramente se pondrá en marcha con menos demanda laboral y más automatización, trabajo on-line e incorporación de tecnología.

Las economías paradas necesitarán “combustible” monetario para volver a funcionar y ésto muy probablemente se dará a través de fondos públicos volcados a la reactivación. Podrán recurrir a este mecanismo más o menos fácilmente los países o uniones estratégicas de países con “espaldas económicas” para sostenerlo, con sociedades maduras y un aceptable nivel de cohesión social. 

Estados Unidos está volcando ingentes sumas para mantener en pie su economía y Europa debate mega-ayudas que cubren desde las moratorias de deudas estaduales y empresarias hasta la emisión de deudas sin retorno, sólo generadora de intereses, para volcar a las empresas grandes, medianas y pequeñas y también a los emprendedores y las familias.

Si esto es así en el mundo, qué decir de la Argentina. Sin muchas espaldas económicas, su “resto” para ayudar a su propia economía no está en su mejor momento. Su gobierno ha optado por el aislamiento, lo que la priva de potenciales aliados. Su alejamiento de su espacio prioritario de inserción internacional, la región, se debilita con las decisiones asumidas con respecto al Mercosur.

Su actitud amenazante con los organismos internacionales la aleja de la potencial ayuda para conseguir fondos externos, y su voluntarismo ubicándose fuera del gran consenso político global -el G20- no abre precisamente las puertas a una relación fluida con el mundo que importa.

Internamente, el voluntarismo se repite. La dramática paralización provocada por la cuarentena llevó a la decisión de fogonear la demanda con una alucinante emisión de papel moneda -papel de colores, sin respaldo- mientras se mantiene aplastada la oferta por la conjunción de la paralización del comercio, la incertidumbre sobre el futuro y la actitud de destrato y desinterés hacia los actores económicos productivos y sus problemas de subsistencia.

La “realización de la ganancia” que hace funcionar la cadena económica descansa en última instancia en la venta final a los consumidores. Pero...la gente no gasta y probablemente no gastará, aunque tenga dinero. Ello se prevé en el mundo, y con más razón es previsible por nuestros pagos. ¿Por qué habría de ser diferente aquí?

Ante tantas incógnitas, todos prefieren guardar. Ahora bien: en EEUU se guarda en dólares, en Europa en Euros, en el Reino Unido en Libras, en Rusia en Rublos, en China en Yuanes. En todos esos países el consumo se derrumbó y el cambio de actitud de la sociedad fue similar. 

El gran problema en nuestro caso, es que la única forma de ahorrar que ve posible cualquiera -desde un empresario grande, mediano o chico, hasta un jubilado con la mínima que guarda el 0,1 % de su sueldo para “lo que pueda pasar”- es lo que aprendió en ochenta años de inflación: comprando activos externos y entre ellos, principalmente dólares, en los que confía más que en cualquier acción o promesa del gobierno, de cualquier signo.

Ante una oferta de productos que desaparece y una actitud de consumo en franca retracción, la presión sobre la moneda norteamericana es y será exponencial. Peso que se vuelque a la economía, peso que buscará comprar dólares. Cueste cien o cueste mil. Cualquier valor es mayor que un peso inexistente en el que no cree nadie, desde el presidente del BCRA y el de la República para abajo.

Entonces... ¿qué es lo que viene?

El futuro es opaco, porque tampoco hay actores visibles que puedan catalizar un proceso de cambio dentro del conglomerado oficialista. En ese conglomerado pueden verse, a grandes rasgos, dos líneas diferentes: quienes adhieren a una especie de “eje V-V-” (Venezuela-Vaticano), cuyo imaginario apunta a lo que se ha dado en llamar “el pobrismo” -una inmensa mayoría de pobres, dependiente del Estado, muy pocos ricos gestores de ese Estado o sus socios, y en el medio nada-; y quienes sueñan con volver a mediados del siglo XX  -empresariado rentista protegido, corporaciones gremiales corrompidas, nacionalismo de cartón-, ambos modelos incompatibles entre sí, con la marcha del mundo y con un curso exitoso del país en su conjunto. Coinciden sin embargo en su propósito de aislamiento internacional, su indiferencia ante la perfomance nacional y la concepción del Estado como botín, así como su despreocupación por el sistema legal y la limpieza institucional.

El desemboque de la cuarentena y el regreso de la agenda a los temas normales retirará un velo tras el que hoy se ocultan ambos proyectos, pero no aclarará el futuro. Es previsible que en lo económico la cantidad portentosa de papel moneda y la escasez de divisas para el ahorro provoquen un deterioro terminal del peso, el que para evitar un proceso hiperinflacionario, se intente controlar con medidas policiales cada vez más leoninas -prohibición de tenencia de divisas, nuevos impuestos a los titulares de activos externos, estén en el país o en el exterior, medidas policiales de persecución a la negociación de divisas, etc-. 

Es previsible que lo que no falte sea dinero -al fin y al cabo, es facil de obtener con una imprenta- sino bienes para comprar y divisas para ahorrar. El derrumbe del valor en divisas de los precios inmobiliarios y empresas exportadoras es una probabilidad cada vez más posible, así como el derrumbe de las exportaciones agropecuarias, desalentadas por una presión fiscal y una discriminación cambiaria intolerables.

¿Hay camino alternativo? Por supuesto que lo hay, aunque es difícil imaginarlo en los actuales actores del poder. El apoyo externo, el respaldo a las iniciativas productivas grandes, medianas y chicas, la liberación de la capacidad de innovación, la vinculación con el mundo para aprovechar las posibilidades de un comercio que estará en expansión luego de la pandemia para los productos que genera la Argentina, especialmente el complejo agropecuario y agro-industrial e industrias del conocimiento, servicios “cerebrointensivos” y empresas nacionales con inserción global, etc., son caminos al alcance del país. Lo logran todos los vecinos, desde Brasil hasta Uruguay, desde Perú hasta Chile y Bolivia, todos cuyos niveles de “riesgo-país” oscilan en los 200 puntos.

El desajuste fiscal tiene solución, a condición de recuperar seriedad. La nivelación fiscal debería figurar entre los propósitos respaldados por un gran acuerdo sociopolítico, el que requeriría la condición de una inserción internacional sensata y un funcionamiento institucional impecable, con independencia de la justicia y respeto a los derechos y libertades constitucionales de los ciudadanos.
Con estas bases, la renegociación de la deuda pública sería de rápida solución, como lo fue en el 2016 apenas la Argentina comenzó a hablar con el lenguaje universal abandonando su autoencierro.

Pero todo ésto es una incógnita que recién comenzará a disiparse cuando al fin de la pandemia vuelva la normalidad del debate político y la agenda hoy oculta. Al despertar, el país verá claramente las consecuencias institucionales, económicas y sociales de su elección de 2019.

Será el momento de los realineamientos en el frente oficial y en el frente opositor. Y recomenzará la marcha de la historia. Con el futuro abierto.

Ricardo Lafferriere

martes, 12 de mayo de 2020

Alberto, Suecia, Solón y Creso

Cuenta Herodoto que estando Creso, rey de Lidia, en la cumbre de su poder y esplendor, recibió la visita de Solón, a quien agasajó con fiestas y festines como nunca éste había visto en su vida.

Orgulloso de su poderío y riquezas le preguntó a Solón si había alguien más feliz que él en el mundo, a lo que éste respondió: "No sé, ésto no ha terminado". Al tiempo, Creso era derrotado por Ciro, rey de Persia, quien lo convirtió en su esclavo. Recién entonces pudo comprender el desgraciado Creso la sentencia de Solón.

Suecia está terminando su paso por la pandemia. Su índice de muertos se ubica en el promedio de muertes que tendrán todos cuando ésta termine. La habrán pasado sin afectar su bienestar, su economía ni sus logros sociales. Pudieron hacerlo por contar con un sistema de salud robusto, que en ningún momento sufrió el riesgo de ser desbordado por la cantidad de casos. Los desgraciados efectos de la pandemia no fueron más letales allí que en otras partes pero la atravesaron con la mayor rapidez y el menor daño posible a la sociedad.

En nuestro país, sus gobernantes aterrados por la insuficiencia, carencias y deterioro del sistema de salud, prefirieron extender temporalmente la pandemia con medidas cuyos efectos lograron que no desbordara el sistema sanitario -hasta ahora- pero al precio de destrozar -y destrozarán- aún más una economía que lleva ocho años de recesión.

Cuando termine, la pandemia habrá dejado posiblemente el mismo porcentaje de casos fatales que en todo el mundo. La diferencia con Suecia, en todo caso, será el escenario que quede.

Comparándolos, no creo que los suecos tuvieren en su momento muchas cosas para envidiarnos.

Ricardo Lafferriere