viernes, 21 de septiembre de 2012

Miedo y Gobierno



                Dos peligrosos pronunciamientos en el máximo nivel del Estado han ocupado la atención y los comentarios políticos la semana que pasó. Ambos han recurrido, en forma directa o indirecta, a un viejo mecanismo autoritario para el ejercicio del poder: la siembra de temor.

                Mediante el primero de ellos, se ha exhortado a los argentinos a tenerle a la presidenta de la Nación “un poquito de miedo”. La exhortación-amenaza fue proferida por la propia presidenta, en una pieza oratoria en la que, además de los ya corrientes ataques a la prensa que no causan efecto alguno por las callosidades mentales que han generado en la población, ha concentrado las municiones verbales en “los que viajan”, en los empresarios y en sus propios funcionarios. Todos ellos debieran, en palabras de la presidenta, “tenerle miedo a Dios, y un poquito a mí”.

                La presidenta ha olvidado que en un estado de derecho, a quien hay que temer es a la ley. En un estado autoritario, la ley es reemplazada por la voluntad discrecionalidad del funcionario. En nuestro caso, la transición desde el estado de derecho que comenzamos a edificar con el liderazgo de Alfonsín en 1983 y empezó su deterioro en el 2002 está terminando de desarticularse con la gestión de Cristina Kirchner en estos días.

El Estado autoritario está caracterizado por el vaciamiento institucional y la concentración del poder, en forma cada vez más autocrática, en la persona de la presidenta de la Nación. Los organismos del Estado dejan de cumplir su misión específica –educar a los niños, aislar a los delincuentes, recaudar impuestos, discutir asignación de recursos- para convertirse en herramientas discrecionales del uso del poder.

Estas violaciones normativas no están motivadas por la construcción de una sociedad más equitativa, como –equivocada pero comprensiblemente- sostenía la vieja izquierda cuando justificaba las violaciones de derechos y garantías de las personas con las “dictaduras proletarias”. 

En nuestro caso, la concentración de poder se asemeja mucho más a las dictaduras bananeras, en las que tiranuelos corruptos con poco de proletarios aislaban a sus países del mundo para convertirlos en cotos de caza en los que sus patrimonios crecían sin límites con la contracara del estancamiento y el atraso de sus pueblos. No hay en la axiología ni en los objetivos oficialistas razones éticas de ninguna naturaleza que justifiquen semejante violación a las libertades de los ciudadanos.

El segundo pronunciamiento pertenece a una figura rutilante del entorno presidencial, vergonzosamente calificada en la tapa de la revista “Veja” en el Brasil como el “Ministro Kicilove”. Sin empacho ni vergüenza se refirió a un conocido y prestigioso empresario argentino con la misma autosuficiencia de la Jefa del Estado: “deberíamos fundirlo”, dijo, como si entre sus facultades naturales estuviera decidir la vida o la muerte económica de las personas o las empresas. 

El empresario había declarado que desde 2008 la Argentina había perdido competitividad, lo que no es ningún descubrimiento: nueve puestos por debajo que en la anterior medición del Foro Económico Mundial, superada por todo el entorno regional y latinoamericano y compartiendo un devaluado prestigio con Namibia, Mongolia y Grecia. Pero aunque sea cierto, para la visión oficial no debe decirse, al igual que la inflación, la fuga de divisas o los desequilibrios emocionales de la presidenta.

 Y en realidad, aunque “fundir” a una persona no está entre las facultades naturales o institucionales de un funcionario, sí lo está entre sus facultades fácticas. De hecho, hemos llegado a una situación en que un funcionario puede decretar el fin de su vida económica, como ha hecho con miles de empresas agropecuarias, con tamberos, empresas inmobiliarias, inversores, empresas cambiarias, sus dueños y trabajadores. No ya como resultado de políticas equivocadas, sino por la puntual, discrecional y perversa decisión de la autoridad política.

La política del miedo, que impulsa el gobierno con sus herramientas de fiscalización utilizadas para represaliar opiniones diferentes, no sólo es inconstitucional: es miserable. No tiene respetabilidad ni justificación. Es inmoral en el fondo y en la forma. Y para quienes se sienten indemnes ante los juicios morales, es bueno recordarles que tampoco tiene fundamentos políticos, constitucionales o legales.

La justicia, tendiendo a adocenarse definitivamente, no termina de advertir el daño que su demora o su evasión de responsabilidades genera no sólo para el presente, sino para el futuro. Sin su decisión justa y oportuna poniendo límites al poder, no sólo afecta los derechos de las personas que viven hoy en el país, sino que notifica a quienes puedan pensar invertir en el futuro que las normas en la Argentina rigen –o no…- según la duración del gobierno de turno.

Lo que están haciendo –oficialismo y jueces- bordea –y “bardea”- el estado de derecho. Sólo se justifica en el marco de la construcción de un país totalitario, con ciudadanos convertidos en súbditos aprisionados por las fronteras –económicas, políticas, aduaneras- del país.

Los argentinos ya aprendieron en suficientes lecciones sufridas en carne viva que el miedo no tiene cabida en sus valores cívicos y se han sacado de encima aprendices de dictadores peores que éstos. La inédita multiplicación espontánea de invitaciones por Internet a las marchas del próximo jueves “por la libertad y la Constitución”, en muchos lugares del país, muestran esta saludable reacción.

Por el bien del país, de nuestro pueblo y del propio oficialismo, sería bueno que los jueces vuelvan a la sana práctica de convertir a la Constitución y la ley en lo único temible. Y que los funcionarios se dediquen, en el marco de ese estado de derecho, a hacer aquello para lo que se les paga y que en este último tiempo deja mucho que desear: gobernar.

Ricardo Lafferriere

Un hito



                Un cuarto de millón de personas, autoconvocadas.

                Cierto es que muchas de ellas se agrupan en páginas de Facebook. También que son instadas por amigos o vínculos gestados en las redes sociales. Pero no hubo ningún partido político, organización sindical, o factor de poder importante que hubiera fogoneado –o meramente tomado en serio- la movilización de ayer, antes de su realización.

                Un cuarto de millón de personas, autoconvocadas. Quienes pudimos observar de cerca la gigantesca concentración capitalina no dejamos de asombrarnos por la pacífica alegría de los participantes, de los que no salió un solo agravio personal a la figura presidencial. Obviamente, sí, fuerte discrepancias con sus políticas, especialmente las centradas en las que limitan la libertad ciudadana por vías arbitrarias o autoritarias.

                La mayoría de los improvisados carteles portados por los manifestantes reclamaban “No a la reforma constitucional”, “no tenemos miedo”, “no a la Re-re-elección” y “Por la vigencia de la Constitución Nacional”. Quienes asistieron respondieron con nobleza a los ejes de la convocatoria lanzada por diferentes compatriotas en las redes, apenas quince días atrás: Por la libertad y la Constitución Nacional.

                Esas personas conformaron por unas horas lo mejor del pueblo argentino. Superaron el miedo, se expresaron libremente –aún con la sospecha de que algún grupo oficialista intemperante pudiera provocar episodios lamentables-, y con todos sus matices llenaron la histórica plaza, provocando un fuerte campanazo de atención que, aunque no lo confiese, seguramente será leído atentamente por la presidenta y su equipo.

                Un hito, porque hay un antes y un después. Por lo pronto, el miedo se ha disipado. Los argentinos que conforman la base de la “oposición” –o de las oposiciones- demostraron que pueden convivir a pesar de sus enfoques diferentes, que es lo mismo que decir que pueden convivir en democracia. Lo han hecho en la calle, en conversaciones mano a mano, que hubieran podido estar cargadas de tensión y sin embargo rebosaban alegría y optimismo.

La gran incógnita es por qué esa misma convivencia no puede expresarse en las conducciones de las fuerzas no oficialistas, articulando iniciativas comunes, esforzándose en construir una alternativa de gobierno que comience con el trabajo legislativo conjunto, por qué no son capaces de armar un “contenedor opositor” en el que se discutan y acuerden desde las pautas programáticas para un período de gobierno de recuperación institucional, hasta las elecciones internas abiertas en todos los niveles, a fin de concentrar las fuerzas no oficialistas para detener el intento continuista, pero más que ello para detener el gigantesco deterioro institucional a que está siendo sometida la democracia argentina.

Desde esta columna especial no podemos dejar de felicitar a dos sectores que marcaron su presencia con una mayoría abrumadora: los jóvenes y las mujeres. Fueron el corazón de la marcha. También quienes la potenciaron multiplicando las invitaciones, convenciendo a los dudosos, entusiasmando a sus padres y abuelos –que también los había, con ejemplos emocionantes superando limitaciones físicas compensadas con el entusiasmo – y persuadiendo a sus amigos, escribiendo afiches sostenidos con tenacidad, y pancartas expresando los pedidos.

Ha sido curiosa la actitud de las fuerzas políticas. Algunos dirigentes importantes –los menos y más lúcidos- jugaron su prestigio apoyando la realización de la marcha antes que se produjera. Otros esperaron prudentemente su resultado, para montarse en la ola. Incluso hubo los que generaron fuertes dudas inducidas en sus propios cuadros, poniendo en sospecha la limpieza de la convocatoria, y después aparecieron saludándola ante su rotundo éxito. Y también –los menos- que prefirieron gastar su tiempo en elucubraciones de café buscando con lupa adherentes con cuya historia discrepara, para justificar culposamente su ausencia.

Lo cierto es que en el “después”, muchos más se animarán y otros advertirán su error con futuras conductas que apuntarán a enmendarlo e interpretar mejor el estado de ánimo de los ciudadanos.

En él, sin dudas la gravedad de la situación económica incide. Sin embargo, la ausencia de consignas económicas fue notable. No se vio ni un solo cartel reclamando por el dólar, la inflación o la creciente desocupación. La sensación es que todos entendían que esos problemas –y muchos otros, como la seguridad que sí se mencionaba en algunos, el deterioro educativo y la exclusión social- tienen una sola forma de enfrentarse: con una democracia más perfecta, con una república funcionando, con una Constitución respetada. Construyendo ciudadanía, en lugar de clientelismo.

Un antes y un después. El antes que parecía caer en el miedo difuso impregnando la vida cotidiana y confundiendo a las dirigencias no oficialistas, se ha trocado en un después en el que el camino de libertad ha recibido un gran impulso refrescando las mentes calenturientas para las que sólo cabía interpretar todo tras los lentes de un pretendido ideologismo que atrasa medio siglo.

El antes, de la gente oscilando entre el miedo y la indignación y la dirigencia debatiendo en mesas de café la “pureza ideológica” de las posibles alianzas, ha quedado atrás y atrás quedarán quienes no entiendan las características de la etapa que se abre. Una etapa en la que no tendrá cabida el miedo, ni la indignación, ni la intemperancia ideológica, enorme impostura que permite avanzar a quienes no respetan, ni quieren ni cuidan a la democracia como sistema político.

Una etapa en la que un pueblo libre, con dirigentes lúcidos de vocación patriótica, retomará la tarea que recomenzó en 1983 para proseguir la construcción, eterna e inconclusa, de una sociedad cada día mejor.

Ricardo Lafferriere