La observación y el seguimiento de la opinión académica y especializada sobre la naturaleza de la crisis económica y sus perspectivas confirman una afirmación realizada hace algunos meses desde esta columna: sus características son lo más parecido imaginable a un episodio catastrófico natural y terminará... cuando termine.
Desde esa convicción, es poco lo que pueda hacerse, como no sea destinar los recursos con que se cuente para paliar los efectos más dramáticos en las personas más afectadas. Ello significa: alimentos, medicamentos y alojamiento, que son las necesidades básicas más lascerantes que deben enfrentar quienes cuentan con pocas reservas de recursos, limitados a la venta de su fuerza de trabajo, que se encontrará sin “compradores” mientras la crisis dure y no se retome la dinámica de crecimiento.
La crisis, por lo demás, es global. No hay en esta calificación ideologismo alguno. El diagnóstico es sostenido por investigadores y sabios del norte y del sur, del Este y del Oeste, del mundo desarrollado y del mundo en desarrollo, de Universidades y de “think tanks” públicos y privados. No se ha escuchado en ese espacio a nadie que realmente interese escuchar, sostener que los diagnósticos sobre la globalidad del problema sean de “agoreros” o de “neoliberales”. Aún reconociendo las limitaciones epistemológicas del conocimiento económico –y social-, ciertos hechos y fenómenos existen, son observables, cuantificables y analizables.
No existen respuestas locales a los problemas globales. Esta es otra afirmación que se ha hecho axioma, con una vigencia creciente a medida que se instala en el planeta el paradigma cosmopolita, al que nadie puede escapar sino al precio del aislamiento, la represión, el estancamiento y la caída en estados policiales como intento supremo de disciplinar la avasallante tendencia en las personas de todo nivel educativo y social de incorporarse al nuevo paradigma, apoyado en la economía funcionando sobre bases mundializadas.
¿Nada se puede hacer, entonces, desde lo local? Siempre se puede.
Hemos adelantado nuestra convicción: se pueden hacer cosas, a condición de comprender la naturaleza global del proceso, de tener conciencia de las limitaciones de los recursos con que se cuenta y de determinar con lucidez las prioridades a que se destinarán esos recursos de emergencia, hasta que el mundo recupere su marcha.
La propia actitud norteamericana frente a la crisis es paradigmática. La incertidumbre sobre la dimensión de los recursos “evaporados” hace imposible, aún contando con ilimitada cantidad de recursos, salvar a todos. En consecuencia, el paquete de recursos fiscales solicitado por la Administración al Congreso fue objeto de un profundo debate en el que los legisladores, representantes del pueblo y los Estados, determinaron las prioridades de asignación. No se trata de Ochocientos mil millones de dólares en forma de cheque en blanco: se trata de una definición de urgencias que incluirá la ayuda para mantener la vivienda, reforzar los servicios sociales, ayudar a las actividades económicas más ligadas al empleo y, en suma, construir una especie de “tinglado” para que, ante el derrumbe generalizado de todo, defienda a las personas reales de los daños más lascerantes. Todo eso pueden hacerlo, en última instancia, porque tienen recursos, y a los propios pueden sumar lo recibido de todo el mundo que ha corrido a refugiarse en la seguridad –política, jurídica y militar- que le ofrece la mayor democracia, el mejor estado de derecho y la máxima potencia militar del planeta.
Pretender emular ese plan vendiendo heladeras, planchas y cocinas financiadas a tasas de liquidación con fondos que, no olvidemos, se han incautado como salteadores a los ahorristas privados destrozando el Estado de Derecho y la confianza pública en el Estado, es dilapidar con alegre irresponsabilidad propagandística los escasos recursos públicos que en tres o cuatro meses no tendremos para dar comida a los millones de compatriotas que andarán deambulando por las calles pidiendo o exigiendo pan para sus hijos. Detrás de un ideologismo impostado se esconde la mayor incompetencia y falta de previsión para atender los problemas que vendrán y que se están asomando en forma dramática con la caída en la construcción, el derrumbe en la producción –y venta, y exportación- de automóviles y la creciente desocupación que se puede palpar, ya, en las calles de las principales ciudades argentinas.
En algún tiempo tendremos dramas sociales que hacía tiempo no veíamos; y no tendremos recursos –que se están dilapidando- para enfrentarlos ni capacidad de endeudamiento –que sí tienen los países serios- para conseguirlos. Es difícil imaginar el grado de las conmociones que pueden darse en nuestra sociedad ante una cúpula de gobierno que alquila “fracs” para adornar a los sindicalistas amañados en recepciones diplomáticas, mientras el país se sumerge cada vez más en las consecuencias de los cinco años de latrocinio “K” que viene sufriendo desde el 2003. Nunca, en toda su historia, la Argentina dilapidó tan irresponsablemente condiciones tan beneficiosas para construir su futuro con inteligencia.
En ese lapso, Brasil ahorró Doscientos mil millones de dólares para enfrentar tiempos de vacas flacas. La Argentina del peronismo “K”, con mayores excedentes proporcionales que su vecino, no sólo “se gastó todo” sino que volvió a endeudarse a niveles previos a la crisis del 2001, deuda que provocó el derrumbe que todos recordamos.
Aunque su responsabilidad es superlativa, sería injusto culpar de todo a la inefable pareja gobernante. Fueron acompañados por la mayoría del peronismo, y en el último gran robo, también por la bancada socialista, que –dicho como una digresión desde el dolor de viejos afectos inundados por la frustración- se rasga las vestiduras impugnando “ideológicamente” a un honesto y lúcido dirigente como Ricardo López Murphy mientras olvida su vergonzosa asociación con el hampa kirchnerista para incautar los ahorros previsionales de nueve millones de argentinos, como si se pudiera ser socio de los ladrones y a la vez integrar la comisión de ética de la legión de los honestos. La pareja gobernante no es la única responsable del dislate: también lo son quienes, conociendo más que ellos –por su experiencia de gobierno, por su formación, por sus contactos- sabían a conciencia hacia dónde estaba siendo conducido el país y, pudiendo poner límites y cambiar el rumbo, prefirieron sumarse a los beneficios de la “piñata”.
Ahora, la claque aplaude cómo despilfarran los fondos incautados a los incautos ciudadanos que creyeron en el país. Hasta se siguen juntando para otorgar aplausos de compromiso a las genialidades del devaluado atril, convertido en oficina de venta de cocinas y heladeras. Esperan todos “lo que le toca a cada uno”: créditos “blandos”, envíos de fondos para obras públicas que se pagarán pero nunca se realizarán, subsidios a gobernadores e intendentes alineados... hasta que se termine la caja. Seguramente entonces, los mismos, “descubrirán” la irresponsabilidad que han tenido los K al fogonear la crisis y liquidar las herramientas que cuando se necesiten no estarán. “Los K” serán en ese momento los “chivos emisarios” de los que aparecerán como “sorprendidos” al emerger crudamente la dimensión de la crisis y probablemente –entonces- se “indignen” con el robo previsional y el nuevo endeudamiento.
Es momento de diseñar planes de defensa de los compatriotas más pobres. Organizar en el escaso tiempo que queda un plan alimentario de emergencia sin connotaciones clientelistas, liberar rápidamente la economía de la asfixia extorsiva y la corrupción, diseñar y poner en marcha un programa sanitario que contenga los efectos más fuertes de la pobreza, convocar a ONGs y especialistas para diseñar rápidamente un programa de viviendas económicas que les garantice techo a las familias que lo perderán o no podrán solventar ni siquiera un alquiler misérrimo, prever –nuevamente- que las Escuelas deberán responder a una nueva situación de emergencia... y concurrir con disposición y ánimo abierto a los espacios internacionales donde se generan las medidas globales, no a dictar cátedras desde la soberbia ignorancia del “maestro de Siruela, que no sabía leer, y puso escuela” o reclamar esperpénticos “copyright”, sino a escuchar con humildad a los que saben y tratar que el mundo vuelva a tomarnos en serio.
Debieran reaccionar. No se logrará revertir la crisis global vendiendo heladeras baratas. El propio Obama ha dado el ejemplo, organizando un gabinete con adversarios, convocando a medidas de unidad y ofreciendo la mano tendida hasta a los enemigos de su país que quieran recomenzar el diálogo. Seguir en el rumbo actual puede tener consecuencias terribles. No parece precisamente el momento adecuado para seguir jugando con fuego.
Ricardo Lafferriere
Sentaku es una palabra japonesa con dos acepciones: limpieza, y elección. Abarcan lo que soñamos para la Argentina: un país que haya limpiado sus lacras históricas, y que elija con inteligencia su futuro. Limpiamente, libremente.
domingo, 8 de febrero de 2009
Por la gracia de Dios
No es el de la Argentina un problema cultural. Mucho menos religioso. Es, crudamente, un problema institucional.
Muchos países, con similares raíces culturales que el nuestro, han organizado su convivencia en forma virtuosa y muestran un envidiable crecimiento no sólo económico, sino integral. Muchos más, con similares creencias religiosas a las de nuestro pueblo, generan admiración por haber encontrado el camino de despegue reduciendo su pobreza, incorporando millones de seres humanos a los beneficios de la sociedad formal y transitando un camino reflexivo de construcción.
No pasa por ahí la raíz de nuestros problemas, sino en la destrucción institucional que comenzamos en 1930 y que no se ha detenido, a pesar de chispazos de reacción, siempre abortados.
La destrucción institucional tiene dos líneas de fractura. Una es comunmente mencionada y se refiere al olvido de la separación de poderes y competencias entre los órganos del Estado, singularmente grave al ser el nuestro un país de raíz federal y en consecuencia haber logrado diseñar en su Constitución un complicado sistema de equilibrios cruzados destinados a resguardar la imbricación virtuosa entre los poderes del Estado nacional y de las autonomías provinciales, por donde pasan la mayoría de las necesidades básicas de los ciudadanos. Las groserías institucionales que rompen ese equilibrio, agravadas hasta el paroxismo por la administración kirchnerista, han minado el consenso constitucional al someter la justicia y el parlamento a la discrecionalidad de una persona que ni siquiera cuenta con legitimidad de origen o del desempeño de un cargo público, pero que se ha convertido en el gran decisor de impuestos y gastos, condenando a quien se le ocurra y beneficiando a quien lo apoye con recursos confiscados en forma arbitraria a millones de compatriotas.
No sólo eso: el diseño de un sistema de coacción a la justicia muestra hoy a magistrados aterrorizados ante cualquier causa que implique investigar al oficialismo, en condiciones de terminar la carrera judicial con procesos amañados administrados por una institución que en los diferentes países en los que existe fue pensada para aumentar la independencia del Poder Judicial, pero ha sido convertida en la Argentina en una especie de Comité de Salud Pública de la Revolución francesa. La gran cantidad de jueces que se excusan en la causa que investiga por corrupción al diputado Kunkel, comisario político del oficialismo en el Consejo de la Magistratura, es la aberrante demostración de ese disciplinamiento, tanto como el cínico comentario del imputado: “Hacen bien en excusarse”. Por mucho menos que esto, el país sufrió las guerras civiles que demoraron en varias décadas su organización institucional.
Pero la otra línea de fractura es muchísimo más grave, porque atraviesa en mayor o menor grado a la mayoría de las fuerzas políticas: es la fractura entre la soberanía de los ciudadanos y las competencias del poder. Esta fractura, cuyo inicio más nítido puede observarse en el golpe de 1930, se apoya en la creencia de que existe un “poder” superior a los ciudadanos, con una presunta legitimidad superior justificada en los “estados de excepción”, que cada gobierno sucesivamente se encargaría de interpretar en diferentes formas alegando también distintas circunstancias y necesidades, y en virtud de la cual podrían imponerse a las personas “sumisiones o supremacías” al margen de las previstas en la carta constitucional, desde la confiscación de sus ahorros hasta la prohibición del comercio, desde la incautación arbitraria de sus bienes hasta la invasión de su privacidad, desde la coacción de su libertad de expresión hasta eliminación lisa y llana de su libertad de elegir.
Y sostenemos su gravedad sustancial porque una vez rota la convicción de que el poder surge de la soberanía de los ciudadanos, la tentación es legitimarlo en construcciones premodernas, étnicas, nacionalistas, ideológicas, integristas, culturales o religiosas. “Los pueblos originarios”, la “patria”, la “revolución”, o el propio “Dios” reemplazan a las personas, en cuanto ciudadanos, de su condición de base fundamental y última del sistema legal y político.
Ambas rupturas son la explicación de la decadencia argentina, que no responde a orientaciones filosóficas, ubicaciones ideológicas o raíces culturales.
Una visión pan-óptica de esta realidad nos mostrará, por supuesto, grisitudes. Hay personas, y fuerzas políticas y sociales “progresistas” y “moderadas”, que extrañan la institucionalidad y sienten una ansiedad casi genética por la vigencia del estado de derecho. Creen en el destino de una Argentina abierta y plural, democrática e integrada al mundo, libre y equilibrada, apoyada en hombres y mujeres dueños de su destino. En el otro extremo, hay personas y fuerzas que se sienten desobligadas totalmente de las instituciones constitucionales, aunque sus representantes hayan jurado “por Dios y los Santos Evangelios” disponer del poder dentro de los límites y formas de la Constitución, llegando en estos tiempos al extremo ya mencionado que no conmueve en lo más mínimo a quienes sostienen el actual –inconstitucional- marco de poder, el que no podría disponer de la discrecionalidad que muestra sin contar con respaldo en el Congreso, en la formación política que lo apaña y en los co-beneficiados de sus incautaciones y caprichos. Pero a fuer de ser honestos, debemos decir que hay también, entre ambos extremos, diferentes gradaciones que se ubican más o menos cerca de la ortodoxia institucional, o más o menos cerca de la justificación del robo y la arbitrariedad.
La Argentina ha ido retornando, desde hace ocho décadas, a la lucha que comenzó con la Revolución de Mayo y que le diera su partida de nacimiento en el concierto internacional: aquélla dirigida a institucionalizar su convivencia en los marcos de la modernidad. Tuvo en estos casi ochenta años avances y retrocesos, sin lograr hasta ahora que su proyecto modernizador fuera respetado por quienes juraron por él, en diferentes etapas de su historia contemporánea. Devaneos seudoideológicos, deformaciones dogmáticas nacionalistas, estructuras populistas y clientelares premodernas, más propias de la Colonia que de la gesta revolucionaria, han tironeado hacia atrás tratando de hacer retroceder el reloj de la historia patria a tiempos oscuros. En este retroceso se asientan, hoy, contradictoriamente, los nuevos desafíos del mundo del tercer milenio.
Su mejor símbolo lo ha dado la propia señora presidenta, al sugerir que su mandato responde a un “designio de Dios” como lo ha expresado días atrás en Villa Dolores, ignorando que el destino de los hombres es el resultado de su propia construcción y que significa un escapismo culpar a Dios de los bienes o males que son de nuestra propia responsabilidad.
Es responsabilidad de los propios argentinos a quién elegimos como nuestros representantes. Es responsabilidad de los representantes cumplir con la normas que juraron respetar. Es responsabilidad de cada persona, de cada ciudadano, expresar con claridad sus convicciones y participar con madurez en la reflexión y decisión sobre el futuro común.
Y es, por último, responsabilidad de todos encarrilar al país nuevamente en el estado de derecho, corrigiendo escrupulosamente las usurpaciones y deformaciones que está sufriendo, no sólo por el arbitrario comportamiento de un sicópata, sino de la canallesca complicidad de muchos que, pudiendo y debiendo detenerlo, prefieren esperar que el destino, o el “designio de Dios” corrija lo que está, ineludiblemente, en la responsabilidad secular.
Dios, para quienes creen en él y en él se inspiran, se encargará en el otro mundo de acercar su gracia, premiar y castigar a quién lo merezca. Mientras tanto, señora, sería bueno que recuerde que usted está allí porque los ciudadanos –y no Dios- la votaron para que ejerza su rol –a usted, y a nadie más que usted-, detro de las normas y con los límites claros que establece la Constitución y las leyes. Y que si no lo hace, de su falta o incapacidad no será responsable Dios, sino usted misma y quienes se lo permiten, y por ello deberán responder de lo que hacen ante los tribunales seculares mucho antes de tener que enfrentar el juicio trascendente.
Ricardo Lafferriere
Muchos países, con similares raíces culturales que el nuestro, han organizado su convivencia en forma virtuosa y muestran un envidiable crecimiento no sólo económico, sino integral. Muchos más, con similares creencias religiosas a las de nuestro pueblo, generan admiración por haber encontrado el camino de despegue reduciendo su pobreza, incorporando millones de seres humanos a los beneficios de la sociedad formal y transitando un camino reflexivo de construcción.
No pasa por ahí la raíz de nuestros problemas, sino en la destrucción institucional que comenzamos en 1930 y que no se ha detenido, a pesar de chispazos de reacción, siempre abortados.
La destrucción institucional tiene dos líneas de fractura. Una es comunmente mencionada y se refiere al olvido de la separación de poderes y competencias entre los órganos del Estado, singularmente grave al ser el nuestro un país de raíz federal y en consecuencia haber logrado diseñar en su Constitución un complicado sistema de equilibrios cruzados destinados a resguardar la imbricación virtuosa entre los poderes del Estado nacional y de las autonomías provinciales, por donde pasan la mayoría de las necesidades básicas de los ciudadanos. Las groserías institucionales que rompen ese equilibrio, agravadas hasta el paroxismo por la administración kirchnerista, han minado el consenso constitucional al someter la justicia y el parlamento a la discrecionalidad de una persona que ni siquiera cuenta con legitimidad de origen o del desempeño de un cargo público, pero que se ha convertido en el gran decisor de impuestos y gastos, condenando a quien se le ocurra y beneficiando a quien lo apoye con recursos confiscados en forma arbitraria a millones de compatriotas.
No sólo eso: el diseño de un sistema de coacción a la justicia muestra hoy a magistrados aterrorizados ante cualquier causa que implique investigar al oficialismo, en condiciones de terminar la carrera judicial con procesos amañados administrados por una institución que en los diferentes países en los que existe fue pensada para aumentar la independencia del Poder Judicial, pero ha sido convertida en la Argentina en una especie de Comité de Salud Pública de la Revolución francesa. La gran cantidad de jueces que se excusan en la causa que investiga por corrupción al diputado Kunkel, comisario político del oficialismo en el Consejo de la Magistratura, es la aberrante demostración de ese disciplinamiento, tanto como el cínico comentario del imputado: “Hacen bien en excusarse”. Por mucho menos que esto, el país sufrió las guerras civiles que demoraron en varias décadas su organización institucional.
Pero la otra línea de fractura es muchísimo más grave, porque atraviesa en mayor o menor grado a la mayoría de las fuerzas políticas: es la fractura entre la soberanía de los ciudadanos y las competencias del poder. Esta fractura, cuyo inicio más nítido puede observarse en el golpe de 1930, se apoya en la creencia de que existe un “poder” superior a los ciudadanos, con una presunta legitimidad superior justificada en los “estados de excepción”, que cada gobierno sucesivamente se encargaría de interpretar en diferentes formas alegando también distintas circunstancias y necesidades, y en virtud de la cual podrían imponerse a las personas “sumisiones o supremacías” al margen de las previstas en la carta constitucional, desde la confiscación de sus ahorros hasta la prohibición del comercio, desde la incautación arbitraria de sus bienes hasta la invasión de su privacidad, desde la coacción de su libertad de expresión hasta eliminación lisa y llana de su libertad de elegir.
Y sostenemos su gravedad sustancial porque una vez rota la convicción de que el poder surge de la soberanía de los ciudadanos, la tentación es legitimarlo en construcciones premodernas, étnicas, nacionalistas, ideológicas, integristas, culturales o religiosas. “Los pueblos originarios”, la “patria”, la “revolución”, o el propio “Dios” reemplazan a las personas, en cuanto ciudadanos, de su condición de base fundamental y última del sistema legal y político.
Ambas rupturas son la explicación de la decadencia argentina, que no responde a orientaciones filosóficas, ubicaciones ideológicas o raíces culturales.
Una visión pan-óptica de esta realidad nos mostrará, por supuesto, grisitudes. Hay personas, y fuerzas políticas y sociales “progresistas” y “moderadas”, que extrañan la institucionalidad y sienten una ansiedad casi genética por la vigencia del estado de derecho. Creen en el destino de una Argentina abierta y plural, democrática e integrada al mundo, libre y equilibrada, apoyada en hombres y mujeres dueños de su destino. En el otro extremo, hay personas y fuerzas que se sienten desobligadas totalmente de las instituciones constitucionales, aunque sus representantes hayan jurado “por Dios y los Santos Evangelios” disponer del poder dentro de los límites y formas de la Constitución, llegando en estos tiempos al extremo ya mencionado que no conmueve en lo más mínimo a quienes sostienen el actual –inconstitucional- marco de poder, el que no podría disponer de la discrecionalidad que muestra sin contar con respaldo en el Congreso, en la formación política que lo apaña y en los co-beneficiados de sus incautaciones y caprichos. Pero a fuer de ser honestos, debemos decir que hay también, entre ambos extremos, diferentes gradaciones que se ubican más o menos cerca de la ortodoxia institucional, o más o menos cerca de la justificación del robo y la arbitrariedad.
La Argentina ha ido retornando, desde hace ocho décadas, a la lucha que comenzó con la Revolución de Mayo y que le diera su partida de nacimiento en el concierto internacional: aquélla dirigida a institucionalizar su convivencia en los marcos de la modernidad. Tuvo en estos casi ochenta años avances y retrocesos, sin lograr hasta ahora que su proyecto modernizador fuera respetado por quienes juraron por él, en diferentes etapas de su historia contemporánea. Devaneos seudoideológicos, deformaciones dogmáticas nacionalistas, estructuras populistas y clientelares premodernas, más propias de la Colonia que de la gesta revolucionaria, han tironeado hacia atrás tratando de hacer retroceder el reloj de la historia patria a tiempos oscuros. En este retroceso se asientan, hoy, contradictoriamente, los nuevos desafíos del mundo del tercer milenio.
Su mejor símbolo lo ha dado la propia señora presidenta, al sugerir que su mandato responde a un “designio de Dios” como lo ha expresado días atrás en Villa Dolores, ignorando que el destino de los hombres es el resultado de su propia construcción y que significa un escapismo culpar a Dios de los bienes o males que son de nuestra propia responsabilidad.
Es responsabilidad de los propios argentinos a quién elegimos como nuestros representantes. Es responsabilidad de los representantes cumplir con la normas que juraron respetar. Es responsabilidad de cada persona, de cada ciudadano, expresar con claridad sus convicciones y participar con madurez en la reflexión y decisión sobre el futuro común.
Y es, por último, responsabilidad de todos encarrilar al país nuevamente en el estado de derecho, corrigiendo escrupulosamente las usurpaciones y deformaciones que está sufriendo, no sólo por el arbitrario comportamiento de un sicópata, sino de la canallesca complicidad de muchos que, pudiendo y debiendo detenerlo, prefieren esperar que el destino, o el “designio de Dios” corrija lo que está, ineludiblemente, en la responsabilidad secular.
Dios, para quienes creen en él y en él se inspiran, se encargará en el otro mundo de acercar su gracia, premiar y castigar a quién lo merezca. Mientras tanto, señora, sería bueno que recuerde que usted está allí porque los ciudadanos –y no Dios- la votaron para que ejerza su rol –a usted, y a nadie más que usted-, detro de las normas y con los límites claros que establece la Constitución y las leyes. Y que si no lo hace, de su falta o incapacidad no será responsable Dios, sino usted misma y quienes se lo permiten, y por ello deberán responder de lo que hacen ante los tribunales seculares mucho antes de tener que enfrentar el juicio trascendente.
Ricardo Lafferriere
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