No es el de la Argentina un problema cultural. Mucho menos religioso. Es, crudamente, un problema institucional.
Muchos países, con similares raíces culturales que el nuestro, han organizado su convivencia en forma virtuosa y muestran un envidiable crecimiento no sólo económico, sino integral. Muchos más, con similares creencias religiosas a las de nuestro pueblo, generan admiración por haber encontrado el camino de despegue reduciendo su pobreza, incorporando millones de seres humanos a los beneficios de la sociedad formal y transitando un camino reflexivo de construcción.
No pasa por ahí la raíz de nuestros problemas, sino en la destrucción institucional que comenzamos en 1930 y que no se ha detenido, a pesar de chispazos de reacción, siempre abortados.
La destrucción institucional tiene dos líneas de fractura. Una es comunmente mencionada y se refiere al olvido de la separación de poderes y competencias entre los órganos del Estado, singularmente grave al ser el nuestro un país de raíz federal y en consecuencia haber logrado diseñar en su Constitución un complicado sistema de equilibrios cruzados destinados a resguardar la imbricación virtuosa entre los poderes del Estado nacional y de las autonomías provinciales, por donde pasan la mayoría de las necesidades básicas de los ciudadanos. Las groserías institucionales que rompen ese equilibrio, agravadas hasta el paroxismo por la administración kirchnerista, han minado el consenso constitucional al someter la justicia y el parlamento a la discrecionalidad de una persona que ni siquiera cuenta con legitimidad de origen o del desempeño de un cargo público, pero que se ha convertido en el gran decisor de impuestos y gastos, condenando a quien se le ocurra y beneficiando a quien lo apoye con recursos confiscados en forma arbitraria a millones de compatriotas.
No sólo eso: el diseño de un sistema de coacción a la justicia muestra hoy a magistrados aterrorizados ante cualquier causa que implique investigar al oficialismo, en condiciones de terminar la carrera judicial con procesos amañados administrados por una institución que en los diferentes países en los que existe fue pensada para aumentar la independencia del Poder Judicial, pero ha sido convertida en la Argentina en una especie de Comité de Salud Pública de la Revolución francesa. La gran cantidad de jueces que se excusan en la causa que investiga por corrupción al diputado Kunkel, comisario político del oficialismo en el Consejo de la Magistratura, es la aberrante demostración de ese disciplinamiento, tanto como el cínico comentario del imputado: “Hacen bien en excusarse”. Por mucho menos que esto, el país sufrió las guerras civiles que demoraron en varias décadas su organización institucional.
Pero la otra línea de fractura es muchísimo más grave, porque atraviesa en mayor o menor grado a la mayoría de las fuerzas políticas: es la fractura entre la soberanía de los ciudadanos y las competencias del poder. Esta fractura, cuyo inicio más nítido puede observarse en el golpe de 1930, se apoya en la creencia de que existe un “poder” superior a los ciudadanos, con una presunta legitimidad superior justificada en los “estados de excepción”, que cada gobierno sucesivamente se encargaría de interpretar en diferentes formas alegando también distintas circunstancias y necesidades, y en virtud de la cual podrían imponerse a las personas “sumisiones o supremacías” al margen de las previstas en la carta constitucional, desde la confiscación de sus ahorros hasta la prohibición del comercio, desde la incautación arbitraria de sus bienes hasta la invasión de su privacidad, desde la coacción de su libertad de expresión hasta eliminación lisa y llana de su libertad de elegir.
Y sostenemos su gravedad sustancial porque una vez rota la convicción de que el poder surge de la soberanía de los ciudadanos, la tentación es legitimarlo en construcciones premodernas, étnicas, nacionalistas, ideológicas, integristas, culturales o religiosas. “Los pueblos originarios”, la “patria”, la “revolución”, o el propio “Dios” reemplazan a las personas, en cuanto ciudadanos, de su condición de base fundamental y última del sistema legal y político.
Ambas rupturas son la explicación de la decadencia argentina, que no responde a orientaciones filosóficas, ubicaciones ideológicas o raíces culturales.
Una visión pan-óptica de esta realidad nos mostrará, por supuesto, grisitudes. Hay personas, y fuerzas políticas y sociales “progresistas” y “moderadas”, que extrañan la institucionalidad y sienten una ansiedad casi genética por la vigencia del estado de derecho. Creen en el destino de una Argentina abierta y plural, democrática e integrada al mundo, libre y equilibrada, apoyada en hombres y mujeres dueños de su destino. En el otro extremo, hay personas y fuerzas que se sienten desobligadas totalmente de las instituciones constitucionales, aunque sus representantes hayan jurado “por Dios y los Santos Evangelios” disponer del poder dentro de los límites y formas de la Constitución, llegando en estos tiempos al extremo ya mencionado que no conmueve en lo más mínimo a quienes sostienen el actual –inconstitucional- marco de poder, el que no podría disponer de la discrecionalidad que muestra sin contar con respaldo en el Congreso, en la formación política que lo apaña y en los co-beneficiados de sus incautaciones y caprichos. Pero a fuer de ser honestos, debemos decir que hay también, entre ambos extremos, diferentes gradaciones que se ubican más o menos cerca de la ortodoxia institucional, o más o menos cerca de la justificación del robo y la arbitrariedad.
La Argentina ha ido retornando, desde hace ocho décadas, a la lucha que comenzó con la Revolución de Mayo y que le diera su partida de nacimiento en el concierto internacional: aquélla dirigida a institucionalizar su convivencia en los marcos de la modernidad. Tuvo en estos casi ochenta años avances y retrocesos, sin lograr hasta ahora que su proyecto modernizador fuera respetado por quienes juraron por él, en diferentes etapas de su historia contemporánea. Devaneos seudoideológicos, deformaciones dogmáticas nacionalistas, estructuras populistas y clientelares premodernas, más propias de la Colonia que de la gesta revolucionaria, han tironeado hacia atrás tratando de hacer retroceder el reloj de la historia patria a tiempos oscuros. En este retroceso se asientan, hoy, contradictoriamente, los nuevos desafíos del mundo del tercer milenio.
Su mejor símbolo lo ha dado la propia señora presidenta, al sugerir que su mandato responde a un “designio de Dios” como lo ha expresado días atrás en Villa Dolores, ignorando que el destino de los hombres es el resultado de su propia construcción y que significa un escapismo culpar a Dios de los bienes o males que son de nuestra propia responsabilidad.
Es responsabilidad de los propios argentinos a quién elegimos como nuestros representantes. Es responsabilidad de los representantes cumplir con la normas que juraron respetar. Es responsabilidad de cada persona, de cada ciudadano, expresar con claridad sus convicciones y participar con madurez en la reflexión y decisión sobre el futuro común.
Y es, por último, responsabilidad de todos encarrilar al país nuevamente en el estado de derecho, corrigiendo escrupulosamente las usurpaciones y deformaciones que está sufriendo, no sólo por el arbitrario comportamiento de un sicópata, sino de la canallesca complicidad de muchos que, pudiendo y debiendo detenerlo, prefieren esperar que el destino, o el “designio de Dios” corrija lo que está, ineludiblemente, en la responsabilidad secular.
Dios, para quienes creen en él y en él se inspiran, se encargará en el otro mundo de acercar su gracia, premiar y castigar a quién lo merezca. Mientras tanto, señora, sería bueno que recuerde que usted está allí porque los ciudadanos –y no Dios- la votaron para que ejerza su rol –a usted, y a nadie más que usted-, detro de las normas y con los límites claros que establece la Constitución y las leyes. Y que si no lo hace, de su falta o incapacidad no será responsable Dios, sino usted misma y quienes se lo permiten, y por ello deberán responder de lo que hacen ante los tribunales seculares mucho antes de tener que enfrentar el juicio trascendente.
Ricardo Lafferriere
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