¿Cuándo el término “progresista” comenzó a ser usado en forma despectiva? ¿Y cuándo el de “liberales” comenzó a identificarse con una extrema minoría?
Las calificaciones mencionadas, así como las de “izquierda”
y “derecha” ocultan más que lo que definen. Son categorías estratégicas o
tácticas más que ideológicas, destinadas a aprovechar la coyuntural simpatía -o
antipatía- de moda en algún momento del devenir político, pero
sin ningún común denominador que permita una definición de éstas de alcance
general.
De ahí, justamente, el peligro de su uso en el debate político
democrático.
Populistas son Trump y Cristina Kirchner, Orbán y el
comandante Ortega, Maduro y Bolsonaro. Si una línea -sutil, ya que no sólida-
unifica a todos es su cuestionamiento -o débil adhesión- al estado democrático
de derecho. En el contenido de sus políticas caben relatos revolucionarios y
conservadores, represores y autócratas, estatistas y liberales a ultranza.
Tal vez pocos ejemplos son más claros que la trayectoria del
peronismo en la Argentina: estatista con Perón, liberales con Menem,
ultraestatistas con los Kirchner, pero todos montados en el común denominador
de reducir al mínimo posible los límites del estado de derecho y ampliar al
máximo la discrecionalidad del poder y la vulnerabilidad ciudadana.
“Progresistas” es otra cosa. Nació el término en España en la segunda mitad del siglo XIX, en la lucha contra la monarquía absoluta, vehiculizada por el
Partido Progresista de Espartero y luego el general Prim, protagonistas de la
revolución de 1868 que puso fin a la monarquía absoluta de Isabel II. Fue -si
no yerro en mi información- la primera utilización del término en español,
derivados de los “reformistas” que tomaron distancia de los “revolucionarios”
de la mitad del siglo XIX en Francia e Inglaterra.
En el pensamiento político fue un componente fundamental del
centro político que protagonizaría en el siglo XX la gran fuerza constructora
del mundo de posguerra. Ese “centro” se conformó como resultado de la confluencia
dialéctica entre los socialdemócratas -socialistas que valoraban ciertamente la
democracia- con los liberales que valoraban políticas inclusivas rechazando las
democracias limitadas sólo a sectores sociales poderosos. Los primeros, se
alejaron de los revolucionarios. Los segundos, de los conservadores ultramontanos.
Esa “izquierda del centro”, en Europa se llamó “socialdemocracia” (y en la Argentina “democracia social”) y la flanquearon por la izquierda, sus
antiguos socios revolucionarios derivados hacia el comunismo estalinista. La “derecha
del centro” fue flanqueada por sus antiguos socios conservadores, derivados
hacia los fascismos de entreguerras y los fundamentalismos “de mercado”.
Ese “centro” compuesto de “centroizquierdas” y “centroderechas”
construyó las economías avanzadas, los estados de bienestar, las democracias
inclusivas, los derechos sociales, las grandes instituciones modernas de la
salud y la educación pública, el reconocimiento legal de los sindicatos obreros
y las instituciones de previsión. Imbricaron virtuosamente sus principios al
punto que en ocasiones era difícil distinguirlos en las coyunturas sin bucear
en sus orígenes históricos.
Sus nuevos rivales fueron en la primera mitad siglo XX los
autoritarismos, que no atacaban ya las reformas sociales sino la vigencia
democrática. El fascismo -por derecha- y el comunismo stalinista -por
izquierda- negaron la supremacía del orden legal democrático por sobre el puro poder.
Al contrario, el poder pasó a ser considerado como superior a cualquier límite
democrático y el orden legal comenzó a ser considerado y usado como un instrumento
de las ideologías totalizadoras abandonando su neutralidad. Era una herramienta
para construir la “sociedad sin clases” o para defender la “soberanía del Estado”.
El ciudadano, base de toda la construcción democrática social, desaparecía como
protagonista de la sociedad política.
La democracia triunfó y, con sus más y sus menos, construyó
el mundo occidental de post-segunda guerra mundial. Tuvo sus matices
expresados por el colorido de sus partidos en juego virtuoso: los “populares” y
“demócratas cristianos”, más centrados en el desarrollo económico, los “socialdemócratas”,
más centrados en los derechos sociales, los “liberales”, recelosos de las
grandes empresas y de los Estados fuertes y aferrados a los derechos de las
personas, confluyeron en un mundo crecientemente desarrollado, cada vez más
libre, más igualitario, más inclusivo.
Estos valores fueron aceptados por todas las fuerzas en
juego a pesar del mayor o menor peso específico que cada una concibiera como predominante
en cada momento del proceso económico y social. La “izquierda” y la “derecha” se
volcaron, por su parte, a los extremos de la intolerancia recíproca, acercándose
a las posiciones ultras en los extremos del arco político.
Los últimos cambios de paradigma mundial trajeron nuevos
fenómenos. Surgieron los reclamos de época, como las políticas de género, la
defensa del ambiente, la ampliación de los derechos de las personas y las
nuevas concepciones de derechos humanos. El impresionante crecimiento de la
economía mundial desplazó el eje del debate social y político global hacia las
nuevas demandas, sustancialmente más complejas, y comenzaron a aparecer las
opciones populistas con simplificaciones de rápida llegada al gran público,
pero inútiles para solucionar problemas. “Retro-progresistas” por un lado (añorando
la épica revolucionaria), “libertarios” por otro (extrañando al mundo ultraconservador)
y “populistas puros” (usando en forma utilitaria parches de uno u otro origen útiles
para sus reales metas: la conservación del poder a cualquier precio) configuraron
los nuevos extremos.
Si de algo deben considerarse herederas estas opciones es del
pensamiento antidemocrático de los antiguos fascismos, estalinismos y conservadores
ultramontanos. Están tan alejadas del progresismo como de la democracia, la
economía moderna y la inclusión social. Confundirlos es errar peligrosamente en
el diagnóstico y a partir de allí, abrir el peligro de una división en la
solidez del “centro” para sostener la estructura económica, social y política
de una sociedad moderna y para luchar políticamente contra el populismo.
Progresistas contemporáneos son -y han sido- Obama y
Fernando Enrique Cardoso, Felipe González, Bachelet y Raúl Alfonsín. Liberales de
estos tiempos son -y han sido- Kohl, Merkel, Sarkozy, Sanguinetti, Macron y el
propio Macri. Ninguno de ellos tendría punto alguno de contacto con el
populismo autoritario y cleptocrático del kirchnerismo ni con los ultraconservadores
antidemocráticos o las dictaduras de Cuba, Nicaragua, Corea del Norte o la
propia China. Y tampoco caería en error de atacar al progresismo como tal porque
alguien que se autocalifique de esa forma cometa los latrocinios
injustificables que se han sufrido en la Argentina en los años K contra el
estado de derecho, el estado de bienestar, el crecimiento económico, la
libertad de los ciudadanos y su pretensión de regimentar la totalidad de la
vida de las personas. Tampoco cuestionarían al liberalismo por su prédica
constante por una economía sana, el respeto al derecho de propiedad, un Estado limitado
y eficiente y su reclamo de los espacios de libertad para los ciudadanos en la
construcción de su vida ni la defensa de las empresas en una sociedad libre de
mercado.
Tengamos cuidado, entonces, con las calificaciones y las
descalificaciones que puedan abrir nuevas brechas montadas en afectos y épicas
de una realidad que ya no existe. La Argentina -y el mundo- necesitan construir
una férrea muralla contra el populismo que libere la potencialidad económica de
los ciudadanos y que también canalice sus mejores sentimientos solidarios,
expresados tanto en la vida cotidiana como en la política.
Una sociedad estable necesita una economía sólida y en
crecimiento, el respeto de los derechos, la vigencia de la ley, la justicia
independiente y un Estado neutral promotor de una sociedad libre y equitativa.
Esas son banderas de los verdaderos progresistas, y también de los liberales
contemporáneos, enemigos ambos del populismo y naturales protagonistas en la
creación de esa sociedad deseada.
Todas esas banderas se expresan con nitidez en la Constitución
Nacional, el gran “centro” que construyó el país moderno, el que el populismo -no el progresismo ni el liberalismo- está destrozando.
Ricardo Lafferriere