Por fin comienzan a reconocerse las cifras.
146.000 millones de pesos reconoció la presidenta que, con la herramienta de los superpoderes, ha dilapidado su administración y la de su marido durante la gestión kirchnerista. Dinero que ha sido incautado a argentinos que producen, trabajando y arriesgando su capital para generar riqueza, que sería alegremente incautada y “redistribuida” para alinear voluntades, distribuir entre amigos y construir clientelismo.
Pero no ha sido el único costo.
En 2005, luego de una renegociación de deuda que muchos criticamos en aquel momento, la administración justicialista “K” resolvió ofrecer a los acreedores un arreglo de la deuda realizándoles una “quita” de alrededor de Sesenta mil millones de dólares. Gran parte de esos acreedores eran ahorros previsionales de argentinos, que forzosamente habían sido canjeados por títulos públicos, a los que la operación les licuó su valor en una vergonzosa acción aplaudida por gran parte de la “claque” de entonces –no eran muchos los opositores-, que presentó el hecho poco menos que como una gesta épica, a pesar de que se trataba de una virtual confiscación de fondos de argentinos que habían confiado en las leyes de su país, ahorraban para su futuro y fueron trampeados una vez más por las decisiones púbicas. Años después se completaría el robo con la confiscación de lo que quedaba en las cuentas, pero es otro cantar. Alrededor de veinte mil millones de dólares de acreencias externas –las que podían elegir aceptar o no la incautación- no la aceptaron, y son aún una materia pendiente que, con intereses llega ya a los treinta mil millones que, en algún momento, los argentinos deberemos enfrentar para conseguir reingresar al mundo.
La deuda “bajó” en sesenta mil millones de dólares en el 2005, y hoy, sin embargo, está nuevamente en el mismo nivel que antes de la renegociación.
Por otra parte, setenta y cinco mil millones de dólares “extra” son los que ingresaron al país por la bonanza internacional de los precios agropecuarios durante la administración kirchnerista. De ellos, en grandes agregados, la mitad la recibieron los productores, y la otra mitad la incautó el Estado vía retenciones. La parte de los productores la podemos ver en el gigantesco avance tecnológico, las supercosechadoras con control satelital, las sembradoras con métodos optimizados de siembra directa con control informático, la genética mejorada, los pueblos del interior renacidos y hasta en el auge de la construcción en las ciudades.
Pero si realizáramos similar emercicio con los fondos que incautó la gestión peronista “K” por retenciones y nuevo endeudamiento y pretendiéramos juzgar sus resultados, debiéramos buscar dónde se gastaron los casi cien mil millones de dólares adicionales que, entre retenciones confiscadas y nueva deuda pública, le ha costado al país la alegre fábula de los superpoderes.
Porque es mucho dinero. Algunos ejemplos: construir treinta mil kilómetros de autopistas, por ejemplo, modernizaría todo el transporte del país y costaría Treinta mil millones de dólares (hoy contamos con menos de mil kilómetros y récord mundial de muertos en accidentes). Recuperar la red ferroviaria demandaría otros diez mil, electrificando los principales ramales. Modernizar la infraestructura portuaria con equipamiento de última tecnología, costaría Dos mil quinientos millones de dólares. Construir cuatro centrales nucleares nuevas demandaría aproximadamente diez mil millones de dólares, terminando con nuestro problema energético por tres décadas.
Desarrollar cuatro centros de investigación de alta tecnología en las ciencias de vanguardia –nanotecnología, nuevos materiales, biotecnología y tecnología de comunicación e información- costaría, con el equipamiento más avanzado existente en el mundo, alrededor de quinientos millones de dólares cada uno, permitiendo a nuestros científicos y técnicos imbricar fuertemente a la Argentina en la red mundial científico-técnica, dar un impulso gigantesco a la investigación de base y ponerla a la vanguardia de la región. Proveer con una computadora a cada alumno argentino, desde el jardín de infantes hasta todo el sistema universitario de grado y de posgrado, y a la totalidad de sus docentes, costaría alrededor de dos mil millones de dólares. Con cinco mil millones de dólares serían suficientes para reparar, recuperar y poner en condiciones la totalidad de las deficiencias edilícias de las Escuelas, Colegios y Universidades de todo el país.
Terminar con el déficit de viviendas en la Argentina construyendo dos millones de viviendas nuevas, costaría Veinte mil millones de dólares. Y proveer de agua potable y cloacas a todas las localidades del país que aún no cuentan con ellas supondría una inversión de Diez mil millones de dólares. Cinco mil millones de dólares serían suficientes para recuperar hospitales y centros de salud que, en algunos casos, parecieran no haber sido mantenidos durante décadas.
Y reequipar a las Fuerzas Armadas para reconstruir la capacidad de defensa con la finalidad de contar con fuerzas altamente profesionales, pequeñas y con alta capacidad de combate, demandaría dos mil quinientos millones de dólares.
Sumando todas estas inversiones, nos restarían aún diez mil millones para proyectos de energías renovables, limpiar las cuencas del Riachuelo y el Reconquista, activar los pasos cordilleranos ferroviarios y carreteros, y algún otro gasto menor.
Pasaron seis años. Se acabó lo que se daba. No hay más precios internacionales de excelencia, porque el auge pasó y ahora parece que el mundo volvió a la normalidad. Nadie le presta al país ni un centavo, porque seguimos sin arreglar nuestras trampas a los acreedores. La Argentina no tiene autopistas nuevas, ni trenes, ni centros de investigación, ni viviendas, ni cloacas, ni agua potable, ni alumnos con computadoras, ni centrales nucleares, ni puertos con alta tecnología, ni sus cuencas hídricas recuperadas, ni inversión en nuevas fuentes energéticas, ni pasos cordilleranos adecuados que faciliten nuestra inserción internacional.
Tiene, sí, largas colas de compatriotas clientelizados –cada vez más, por la crisis productiva lograda por la asfixia kirchnerista-, colectivos que se caen de a pedazos y polucionan agresivamente el ambiente, trenes que avergüenzan, gobernadores que no pueden pagar sueldos y están al borde de reemitir las cuasi monedas de triste recuerdo, una empresa aérea que absorbe por día el equivalente de Un millón doscientas mil raciones de alimentos que podrían llegar a compatriotas que no llegan a comer una vez por día.... y gente viviendo en la calle que se ha duplicado en un año. ¡El cuarenta por ciento de los argentinos bajo la línea de pobreza, ha dicho la Iglesia!
Es la herencia que está dejando la administración kirchnerista. Herencia demasiado seria como para tener que aceptar que la vocesita impostada, una vez más asumiendo actitudes de soberbia, venga a decirnos a los argentinos que los superpoderes fueron una fábula.
En todo caso, fueron una fábula demasiado cara, de la que debiéramos tomar debida nota y estamparla en nuestro recuerdo compartido para nunca más recaer en ella. Pero, además, para exigir que el daño ocasionado al país y a su futuro no quede impune o sobreviva en los indecentes incrementos patrimoniales de la pareja presidencial y su banda que, esos sí, han sido fabulosos.
Ricardo Lafferriere
Sentaku es una palabra japonesa con dos acepciones: limpieza, y elección. Abarcan lo que soñamos para la Argentina: un país que haya limpiado sus lacras históricas, y que elija con inteligencia su futuro. Limpiamente, libremente.
miércoles, 29 de julio de 2009
domingo, 26 de julio de 2009
Equilibrio inestable
A pesar del acelerado retroceso ordenado que intenta gestionar el oficialismo con pasos políticos impensables hace apenas poco más de un mes, la pendiente por la que se desliza el país está lejos de ser lineal y tranquila. Por el contrario, el equilibrio social pende de un hilo y alcanzaría que uno sólo de los sectores que están sufriendo el salvaje ajuste kirchnerista se “desmadre” para que el país entero se convierta en un maremagnum de consecuencias insospechadas.
Paulatinamente la presidenta va tomando conciencia del pedestal de barro en el que se encuentra, pero en lugar de asumirlo insiste en su rumbo. El empresariado de amigos, otrora calificado con un dejo intelectualoide como “burguesía nacional”, se aleja al mismo ritmo que la terminación de la caja. El “movimiento obrero”, como ampulosamente se autocalifica el conjunto de burocracias sindicales de diverso pelaje, cobra cada vez más caro mantener adormecidas a sus bases. Los “movimientos sociales”, como se calificaba a varias patotas financiadas ilícitamente con dineros públicos, no toleran el raquitismo implacable de los subsidios. Los “jefes distritales y provinciales” del peronismo entran en estado de asamblea para buscar sucesor en el liderazgo, sin que a nadie se le pase por la cabeza ni remotamente consultar al otrora “capomafia” indiscutido de la banda gobernante.
Hasta el jefe mayor de la patota “bolivariana”, único sostén internacional del régimen kirchnerista, ha entrado en una declinación tal que tiene que pedir al “imperio” que intervenga en un pobre país centroamericano que se atrevió a birlarle el golpe de Estado trabajosamente preparado durante meses por su delegado local, y manda a sus segundas líneas –incluyendo a nuestra presidenta- a cometer papelón tras papelón olvidando sus verdaderas obligaciones como mandataria del país, con problemas infinitamente más graves que servir de vocera de las obsesiones de Chávez. A tal punto llega su aislamiento y desprestigio internacional que, a seis meses de la asunción del nuevo presidente de los Estados Unidos, no ha logrado siquiera una entrevista o una foto con el nuevo mandatario, a pesar de sus repetidos intentos.
El poder se diluye. El dinero se acaba. La gente sin recursos se acerca a los límites de su desesperación. La gente con recursos aprendió por experiencia la vocación cleptómana del régimen y los ha puesto a buen reguardo, fuera o dentro del país. Cada vez más argentinos se dan cuenta del desnudo presidencial, instalando crudamente una realidad crecientemente advertida: no hay salida con los Kirchner gobernando, porque el motivo fundamental de la crisis es de credibilidad. La del régimen se ha derrumbado y no hay forma de recuperarla, mucho menos con la obsesión enfermiza por la mentira que implica insistir en la falsificación de las estadísticas, fraguar las verdaderas reservas del Banco Central, negar cualquier autocrítica que al menos abra una esperanza de un cambio de rumbo e insistir en la soberbia autosuficiencia del “maestro de Siruela” –“que no sabía leer, y puso escuela”-.
Sin embargo, hay que soportarla aún dos años y medio. Cómo hacerlo, tal es la cuestión.
En situaciones como las presentes, los países serios conforman gobiernos responsables de amplia coalición. Nuestra Constitución, fuertemente presidencialista, deja en manos del Jefe del Estado demasiadas facultades como para pensar que sin abrir el poder, el país no estalle.
Hoy la Argentina circula por un estrecho desfiladero. De un lado, el autismo oficial. Del otro, el país acercándose al límite de la tolerancia. En el medio, la oposición, que ha recibido la mayoría abrumadora de la representación política del país y que debe asumir el desafío de encontrar un camino para ejercer esa representación sin alterar el juego institucional, pero sin desligarse de la responsabilidad que le ha sido atribuida. Si lo logra, puede construir un pedestal sólido para décadas de renacimiento argentino. Pero si no lo logra, el riesgo –más cerca, cada día que pasa...- es que el torrente de desesperación de gente al borde de la sobrevivencia puede generar que vuelvan los reclamos de “que se vayan todos”. Unos y otros. Y eso puede ser fatal, como ya lo sabemos.
Es cierto que el 2011 es apetecible y que no pueden reclamarse actitudes que olviden ese gran desafío a partidos y dirigentes que tienen su razón de ser en la lucha por el poder. Pero también lo es que si se comienza gestando crecientes políticas de consenso en el arco opositor –donde hay radicales y peronistas, Cívicos y Pros, “neo-peronistas”, provinciales y progresistas-, al que le toque en el 2011 no se verá obligado a asumir una brasa ardiendo, sino un país en marcha. Porque de cara al país y a los ciudadanos, la razón de ser de la política no es el poder sino la adecuada gestión de los problemas de todos.
La Constitución permite ese camino, vía la potestad parlamentaria de remoción del Jefe de Gabinete de Ministros (art. 101) que abre la posibilidad de un gabinete de base parlamentaria, conviviendo con una presidencia que deberá acostumbrarse a ser cada vez más protocolar –aunque para ello deba aprender puntualidad...-. Alguna vez le tocó tal situación a políticos tan prestigiosos como Mitterrand y el propio Chirac, a quienes no se les cayeron los anillos cogobernando con sus opositores que habían recibido de los ciudadanos la mayoría electoral, en el medio de su mandato presidencial. Y es sencillo: la democracia no permite gobernar en nombre del pueblo sin tener su respaldo.
La gravedad de la situación indicaría la conveniencia que, tanto gobierno como oposición, se preparen para ese camino, el único que podría recuperar la confianza perdida, comenzar a reconstruir el pedestal del futuro y sentar las bases de un relanzamiento nacional. De lo contrario, las alternativas no parecieran ser halagüeñas, ya que quedarían reducidas a´la apertura de Juicio Político a la señora presidenta por incapacidad manifiesta de gobierno, lo que culminaría con su destitución, o el peligro de una conmoción social general de resultados insospechados y final aún más incierto.
Ricardo Lafferriere
Paulatinamente la presidenta va tomando conciencia del pedestal de barro en el que se encuentra, pero en lugar de asumirlo insiste en su rumbo. El empresariado de amigos, otrora calificado con un dejo intelectualoide como “burguesía nacional”, se aleja al mismo ritmo que la terminación de la caja. El “movimiento obrero”, como ampulosamente se autocalifica el conjunto de burocracias sindicales de diverso pelaje, cobra cada vez más caro mantener adormecidas a sus bases. Los “movimientos sociales”, como se calificaba a varias patotas financiadas ilícitamente con dineros públicos, no toleran el raquitismo implacable de los subsidios. Los “jefes distritales y provinciales” del peronismo entran en estado de asamblea para buscar sucesor en el liderazgo, sin que a nadie se le pase por la cabeza ni remotamente consultar al otrora “capomafia” indiscutido de la banda gobernante.
Hasta el jefe mayor de la patota “bolivariana”, único sostén internacional del régimen kirchnerista, ha entrado en una declinación tal que tiene que pedir al “imperio” que intervenga en un pobre país centroamericano que se atrevió a birlarle el golpe de Estado trabajosamente preparado durante meses por su delegado local, y manda a sus segundas líneas –incluyendo a nuestra presidenta- a cometer papelón tras papelón olvidando sus verdaderas obligaciones como mandataria del país, con problemas infinitamente más graves que servir de vocera de las obsesiones de Chávez. A tal punto llega su aislamiento y desprestigio internacional que, a seis meses de la asunción del nuevo presidente de los Estados Unidos, no ha logrado siquiera una entrevista o una foto con el nuevo mandatario, a pesar de sus repetidos intentos.
El poder se diluye. El dinero se acaba. La gente sin recursos se acerca a los límites de su desesperación. La gente con recursos aprendió por experiencia la vocación cleptómana del régimen y los ha puesto a buen reguardo, fuera o dentro del país. Cada vez más argentinos se dan cuenta del desnudo presidencial, instalando crudamente una realidad crecientemente advertida: no hay salida con los Kirchner gobernando, porque el motivo fundamental de la crisis es de credibilidad. La del régimen se ha derrumbado y no hay forma de recuperarla, mucho menos con la obsesión enfermiza por la mentira que implica insistir en la falsificación de las estadísticas, fraguar las verdaderas reservas del Banco Central, negar cualquier autocrítica que al menos abra una esperanza de un cambio de rumbo e insistir en la soberbia autosuficiencia del “maestro de Siruela” –“que no sabía leer, y puso escuela”-.
Sin embargo, hay que soportarla aún dos años y medio. Cómo hacerlo, tal es la cuestión.
En situaciones como las presentes, los países serios conforman gobiernos responsables de amplia coalición. Nuestra Constitución, fuertemente presidencialista, deja en manos del Jefe del Estado demasiadas facultades como para pensar que sin abrir el poder, el país no estalle.
Hoy la Argentina circula por un estrecho desfiladero. De un lado, el autismo oficial. Del otro, el país acercándose al límite de la tolerancia. En el medio, la oposición, que ha recibido la mayoría abrumadora de la representación política del país y que debe asumir el desafío de encontrar un camino para ejercer esa representación sin alterar el juego institucional, pero sin desligarse de la responsabilidad que le ha sido atribuida. Si lo logra, puede construir un pedestal sólido para décadas de renacimiento argentino. Pero si no lo logra, el riesgo –más cerca, cada día que pasa...- es que el torrente de desesperación de gente al borde de la sobrevivencia puede generar que vuelvan los reclamos de “que se vayan todos”. Unos y otros. Y eso puede ser fatal, como ya lo sabemos.
Es cierto que el 2011 es apetecible y que no pueden reclamarse actitudes que olviden ese gran desafío a partidos y dirigentes que tienen su razón de ser en la lucha por el poder. Pero también lo es que si se comienza gestando crecientes políticas de consenso en el arco opositor –donde hay radicales y peronistas, Cívicos y Pros, “neo-peronistas”, provinciales y progresistas-, al que le toque en el 2011 no se verá obligado a asumir una brasa ardiendo, sino un país en marcha. Porque de cara al país y a los ciudadanos, la razón de ser de la política no es el poder sino la adecuada gestión de los problemas de todos.
La Constitución permite ese camino, vía la potestad parlamentaria de remoción del Jefe de Gabinete de Ministros (art. 101) que abre la posibilidad de un gabinete de base parlamentaria, conviviendo con una presidencia que deberá acostumbrarse a ser cada vez más protocolar –aunque para ello deba aprender puntualidad...-. Alguna vez le tocó tal situación a políticos tan prestigiosos como Mitterrand y el propio Chirac, a quienes no se les cayeron los anillos cogobernando con sus opositores que habían recibido de los ciudadanos la mayoría electoral, en el medio de su mandato presidencial. Y es sencillo: la democracia no permite gobernar en nombre del pueblo sin tener su respaldo.
La gravedad de la situación indicaría la conveniencia que, tanto gobierno como oposición, se preparen para ese camino, el único que podría recuperar la confianza perdida, comenzar a reconstruir el pedestal del futuro y sentar las bases de un relanzamiento nacional. De lo contrario, las alternativas no parecieran ser halagüeñas, ya que quedarían reducidas a´la apertura de Juicio Político a la señora presidenta por incapacidad manifiesta de gobierno, lo que culminaría con su destitución, o el peligro de una conmoción social general de resultados insospechados y final aún más incierto.
Ricardo Lafferriere
jueves, 16 de julio de 2009
Los dichos y los hechos
“Fijense en lo que hago, y no en lo que digo”, parece ser que fue, en su momento, la frase con que el ex presidente Kirchner trató de conformar a los empresarios españoles luego de su primera visita a Madrid, al comienzo de su gestión.
Tal desafío es el que se presenta a los argentinos luego del abrupto giro que, a quince días de los comicios, estaría dando la gestión de su esposa, al convocar al diálogo e incluso tolerar condicionamientos impensables tan sólo un mes atrás impuestos por la oposición como requisitos para concurrir a una mesa de conversación.
Las dudas sobre la honestidad de la palabra oficial no son caprichosas: derivan de los contradictorios gestos y pronunciamientos –que aún continúan- de quien los argentinos consideran el verdadero titular del poder en el país, el ex presidente Kirchner. Mientras la convocatoria al diálogo parece ser amplia, el ex presidente recorre la Argentina repartiendo agravios e incoherencias y negando la estrepitosa derrota electoral que sufriera hace dos semanas, cuando votaron en su contra siete de cada diez bonaerenses.
Los argentinos, por su parte, miran la escena con alto escepticismo, pero también con temor. No les creen a la pareja presidencial, pero están también temerosos de los pasos que pudieran dar en su eventual retirada, sea repitiendo sus antecedentes cleptómanos con las reservas del Banco Central o los depósitos bancarios, sea incentivando el conflicto social con sus apuestas al odio y el conflicto. La apertura de un diálogo con la oposición que se prepara para ser relevo de gobierno, así sea plagado de desconfianzas, le trae la tranquilidad de que, por primera vez en años, puede comenzar a pensar en la existencia de límites al voluntarismo y el irresponsable capricho que ha gestionado el país desde el 2003.
La oposición, por su parte, debe vencer sus temores a no quedar entrampada en un “abrazo de oso”, que intente asociarla a las consecuencias dramáticas que el desgobierno y la inoperancia kirchnerista han provocado en la convivencia nacional. Porque la crisis que sufrimos –sea en la inseguridad, en la exclusión social, en la parálisis económica, en la proliferación del narcotráfico, en el desmantelamiento institucional, en la ruptura del diálogo social-, quede bien en claro, no tiene otra causa que la gestión de un proyecto impuesto con soberbia y desprecio hacia los argentinos por parte de la pareja patagónica.
Es entendible, en ese sentido, la prevención mayor de Elisa Carrió, quien como una gladiadora tenaz no bajó su voz en todos estos años y sufriera en carne propia las groserías de los Fernández, el destrato del ex presidente e incluso el intento de su condena judicial. Quizás no esté mal su ausencia en un diálogo que, no por necesario, sea por eso fluido para las conciencias de quienes sueñan con un país ubicado en las antípodas de esta gestión. Los legisladores de su fuerza política no han restado su hombro a la responsabilidad de trabajar por acuerdos parlamentarios, que son los que en última instancia importan.
Pero quienes fueron, hicieron bien. Interpretaron los recelos y también los temores de los argentinos, que lejos del escenario de la política nacional, viven diariamente en una realidad que le es cada vez más hostil –para vivir sin el riesgo de vida cuando sale a la calle, para conservar su trabajo con una economía en paralización creciente, para conseguirlo el que no lo tiene, para conservar en lo que se pueda el poder adquisitivo de sus salarios frente al descomunal ajuste kirchnerista consecuencia de los dislates de estos años pasados y de la gigantesca corrupción del matrimonio Kirchner y su banda-.
Frente a los restos de una administración de opereta en retirada, se sentó la imagen madura de la Argentina que viene. Ese es el hecho que importa. Se diga lo que se diga.
Ricardo Lafferriere
Tal desafío es el que se presenta a los argentinos luego del abrupto giro que, a quince días de los comicios, estaría dando la gestión de su esposa, al convocar al diálogo e incluso tolerar condicionamientos impensables tan sólo un mes atrás impuestos por la oposición como requisitos para concurrir a una mesa de conversación.
Las dudas sobre la honestidad de la palabra oficial no son caprichosas: derivan de los contradictorios gestos y pronunciamientos –que aún continúan- de quien los argentinos consideran el verdadero titular del poder en el país, el ex presidente Kirchner. Mientras la convocatoria al diálogo parece ser amplia, el ex presidente recorre la Argentina repartiendo agravios e incoherencias y negando la estrepitosa derrota electoral que sufriera hace dos semanas, cuando votaron en su contra siete de cada diez bonaerenses.
Los argentinos, por su parte, miran la escena con alto escepticismo, pero también con temor. No les creen a la pareja presidencial, pero están también temerosos de los pasos que pudieran dar en su eventual retirada, sea repitiendo sus antecedentes cleptómanos con las reservas del Banco Central o los depósitos bancarios, sea incentivando el conflicto social con sus apuestas al odio y el conflicto. La apertura de un diálogo con la oposición que se prepara para ser relevo de gobierno, así sea plagado de desconfianzas, le trae la tranquilidad de que, por primera vez en años, puede comenzar a pensar en la existencia de límites al voluntarismo y el irresponsable capricho que ha gestionado el país desde el 2003.
La oposición, por su parte, debe vencer sus temores a no quedar entrampada en un “abrazo de oso”, que intente asociarla a las consecuencias dramáticas que el desgobierno y la inoperancia kirchnerista han provocado en la convivencia nacional. Porque la crisis que sufrimos –sea en la inseguridad, en la exclusión social, en la parálisis económica, en la proliferación del narcotráfico, en el desmantelamiento institucional, en la ruptura del diálogo social-, quede bien en claro, no tiene otra causa que la gestión de un proyecto impuesto con soberbia y desprecio hacia los argentinos por parte de la pareja patagónica.
Es entendible, en ese sentido, la prevención mayor de Elisa Carrió, quien como una gladiadora tenaz no bajó su voz en todos estos años y sufriera en carne propia las groserías de los Fernández, el destrato del ex presidente e incluso el intento de su condena judicial. Quizás no esté mal su ausencia en un diálogo que, no por necesario, sea por eso fluido para las conciencias de quienes sueñan con un país ubicado en las antípodas de esta gestión. Los legisladores de su fuerza política no han restado su hombro a la responsabilidad de trabajar por acuerdos parlamentarios, que son los que en última instancia importan.
Pero quienes fueron, hicieron bien. Interpretaron los recelos y también los temores de los argentinos, que lejos del escenario de la política nacional, viven diariamente en una realidad que le es cada vez más hostil –para vivir sin el riesgo de vida cuando sale a la calle, para conservar su trabajo con una economía en paralización creciente, para conseguirlo el que no lo tiene, para conservar en lo que se pueda el poder adquisitivo de sus salarios frente al descomunal ajuste kirchnerista consecuencia de los dislates de estos años pasados y de la gigantesca corrupción del matrimonio Kirchner y su banda-.
Frente a los restos de una administración de opereta en retirada, se sentó la imagen madura de la Argentina que viene. Ese es el hecho que importa. Se diga lo que se diga.
Ricardo Lafferriere
sábado, 11 de julio de 2009
Insoportable silencio
Son ya cerca de doscientos los muertos y más de mil los heridos por la represión del gobierno chino por las protestas ocurridas en Xinjiang. Ya más de diez días de redadas sangrientas, ante una población que reclama igualdad de derechos fundamentales, negados por una estructura política dictatorial y esclerótica que algunos miran hasta con admiración, por su capacidad de hacer trabajar gratis a millones de personas y apoyar sobre esta superexplotación el resurgimiento de su país.
Y cerca de un mes lleva ya la represión, también sangrienta, del fundamentalismo religioso iraní sobre una población –fundamentalmente, jóvenes- que reclaman cuotas de libertad y limpieza en los procedimientos electorales, en el último de los cuáles han “sobrado” –literalmente- más de dos millones de votos con respecto al total del padrón de votantes, para respaldar la reelección del nazi Amahdinejah, amigo de Chávez y nuevo habitué por nuestra región latinoamericana.
En el caso de Irán, el heroísmo de las luchas juveniles por la libertad ha quedado patentizado por la represión sangrienta de miles de universitarios, entre los cuales se destaca el fusilamiento a sangre fría de la joven Neda, realizado por los matones de la banda fascista “Guardia Revolucionaria de Irán”, que fuera observado por cientos de millones de personas gracias a la poderosa herramienta comunicacional que Internet y Youtube ponen al servicio de la transparencia de la información.
En ambos casos, la República Argentina ha mantenido un silencio que se hace ya insoportable.
Lejos está este reclamo de adherir a un idealismo sin responsabilidad en temas que puedan analizarse a la luz de las conveniencias comerciales o dinerarias. Pero en estos casos no se trata de comercio ni aranceles, sino de seres humanos violados en sus derechos esenciales de igualdad, libertad y justicia.
Los reclamos de chinos e iraníes están amparados por la legislación internacional: tanto China como Irán forman parte de las Naciones Unidas, y aunque sólo sea por este hecho están obligados a hacer respetar en su territorio la vigencia de los derechos humanos que fueron fundamento originario de la entidad internacional, cristalizados en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. El propio silencio de las Naciones Unidas habla pobremente del prestigio que le queda a esta institución ante la comunidad internacional.
Pero si no lo hacen esos gobiernos, es intolerable que nada diga al respecto el gobierno de la Nación Argentina. Un país que desde 1983 ha incluido la defensa de los derechos humanos como constante de su política exterior, con alcance universal, merece que sus autoridades se pronuncien al respecto, en las formas diplomáticas que sean convenientes, pero expresando su condena más enérgica a hechos realizados por gobiernos que no lo son de países-fallidos, “no-Estados” o dominados por mafias de delincuentes, sino por dos naciones milenarias que han dado mucho de sí al avance de la civilización y a la construcción de la tolerancia y el respeto entre los seres humanos.
La Nación Argentina –lo hemos repetido muchas veces- es un país joven, pero nació como tal invocando que su causa “es la causa del género humano”. Lo expresaron los documentos fundacionales de la propia Primera Junta al sancionar el Decreto de Suspensión de Honores y la Asamblea de 1813 al abolir las formas coloniales de explotación indígena, sancionar la libertad de vientres y quemar los instrumentos de tortura. Lo ratificó el Libertador al proclamar la independencia del Perú. Lo estampamos en nuestra Constitución, garantizando en nuestro territorio esos derechos a “todos los hombres del mundo” que quieran habitar en nuestro suelo. Y lo transformó en política de Estado desde la recuperación de la democracia, cuando Raúl Alfonsín inauguró el diálogo entre los poderes constitucionales recién conformados remitiendo, en su primer acto de gobierno, el Pacto de San José de Costa Rica para su ratificación parlamentaria, y luego cuando Carlos Menem incorporó a la Argentina como uno de los países promotores de la creación de la Corte Penal Internacional.
La defensa de los derechos humanos no puede sufrir el reduccionismo de discutibles mascaradas realizadas por nuestra presidenta por instrucciones del autócrata caribeño. Mucho más importante que pasar la tarde con las segundas líneas bolivarianas en el aeropuerto de San Salvador –sin siquiera ser recibidos por el presidente del país local- interviniendo en un problema interno de Honduras y poniendo en riesgo en forma irresponsable la producción de un baño de sangre en dicho país, es advertir dónde se están violando hoy con más claridad los derechos humanos, y decir en alta voz la condena de la Nación Argentina.
Pocas veces ha quedado tan clara como en estos días la manipulación discursiva de un tema mayor y universal, en el que lo mejor de la historia patria tiene mucho por decir, para esconder propósitos menores de política corta. Y pocas veces a la vez, como en estos días el silencio de la Argentina sobre dos injustificables masacres ha sido tan insoportable para el honor de su propio pueblo y de quienes en el mundo trabajan para construir una humanidad basada en el derecho, la libertad y la justicia.
Ricardo Lafferriere
insoportable
Y cerca de un mes lleva ya la represión, también sangrienta, del fundamentalismo religioso iraní sobre una población –fundamentalmente, jóvenes- que reclaman cuotas de libertad y limpieza en los procedimientos electorales, en el último de los cuáles han “sobrado” –literalmente- más de dos millones de votos con respecto al total del padrón de votantes, para respaldar la reelección del nazi Amahdinejah, amigo de Chávez y nuevo habitué por nuestra región latinoamericana.
En el caso de Irán, el heroísmo de las luchas juveniles por la libertad ha quedado patentizado por la represión sangrienta de miles de universitarios, entre los cuales se destaca el fusilamiento a sangre fría de la joven Neda, realizado por los matones de la banda fascista “Guardia Revolucionaria de Irán”, que fuera observado por cientos de millones de personas gracias a la poderosa herramienta comunicacional que Internet y Youtube ponen al servicio de la transparencia de la información.
En ambos casos, la República Argentina ha mantenido un silencio que se hace ya insoportable.
Lejos está este reclamo de adherir a un idealismo sin responsabilidad en temas que puedan analizarse a la luz de las conveniencias comerciales o dinerarias. Pero en estos casos no se trata de comercio ni aranceles, sino de seres humanos violados en sus derechos esenciales de igualdad, libertad y justicia.
Los reclamos de chinos e iraníes están amparados por la legislación internacional: tanto China como Irán forman parte de las Naciones Unidas, y aunque sólo sea por este hecho están obligados a hacer respetar en su territorio la vigencia de los derechos humanos que fueron fundamento originario de la entidad internacional, cristalizados en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. El propio silencio de las Naciones Unidas habla pobremente del prestigio que le queda a esta institución ante la comunidad internacional.
Pero si no lo hacen esos gobiernos, es intolerable que nada diga al respecto el gobierno de la Nación Argentina. Un país que desde 1983 ha incluido la defensa de los derechos humanos como constante de su política exterior, con alcance universal, merece que sus autoridades se pronuncien al respecto, en las formas diplomáticas que sean convenientes, pero expresando su condena más enérgica a hechos realizados por gobiernos que no lo son de países-fallidos, “no-Estados” o dominados por mafias de delincuentes, sino por dos naciones milenarias que han dado mucho de sí al avance de la civilización y a la construcción de la tolerancia y el respeto entre los seres humanos.
La Nación Argentina –lo hemos repetido muchas veces- es un país joven, pero nació como tal invocando que su causa “es la causa del género humano”. Lo expresaron los documentos fundacionales de la propia Primera Junta al sancionar el Decreto de Suspensión de Honores y la Asamblea de 1813 al abolir las formas coloniales de explotación indígena, sancionar la libertad de vientres y quemar los instrumentos de tortura. Lo ratificó el Libertador al proclamar la independencia del Perú. Lo estampamos en nuestra Constitución, garantizando en nuestro territorio esos derechos a “todos los hombres del mundo” que quieran habitar en nuestro suelo. Y lo transformó en política de Estado desde la recuperación de la democracia, cuando Raúl Alfonsín inauguró el diálogo entre los poderes constitucionales recién conformados remitiendo, en su primer acto de gobierno, el Pacto de San José de Costa Rica para su ratificación parlamentaria, y luego cuando Carlos Menem incorporó a la Argentina como uno de los países promotores de la creación de la Corte Penal Internacional.
La defensa de los derechos humanos no puede sufrir el reduccionismo de discutibles mascaradas realizadas por nuestra presidenta por instrucciones del autócrata caribeño. Mucho más importante que pasar la tarde con las segundas líneas bolivarianas en el aeropuerto de San Salvador –sin siquiera ser recibidos por el presidente del país local- interviniendo en un problema interno de Honduras y poniendo en riesgo en forma irresponsable la producción de un baño de sangre en dicho país, es advertir dónde se están violando hoy con más claridad los derechos humanos, y decir en alta voz la condena de la Nación Argentina.
Pocas veces ha quedado tan clara como en estos días la manipulación discursiva de un tema mayor y universal, en el que lo mejor de la historia patria tiene mucho por decir, para esconder propósitos menores de política corta. Y pocas veces a la vez, como en estos días el silencio de la Argentina sobre dos injustificables masacres ha sido tan insoportable para el honor de su propio pueblo y de quienes en el mundo trabajan para construir una humanidad basada en el derecho, la libertad y la justicia.
Ricardo Lafferriere
insoportable
martes, 7 de julio de 2009
Honduras: golpe, democracia y un pato para la boda...
Si algo faltaba para confundir más las cosas en la crisis de Honduras, es Raúl Castro pidiendo que se respete la democracia...
De cualquier forma, la sensación que deja esta crisis para observadores imparciales es el juego de hipocresías cruzadas, con jugadores a los que lo que menos les interesa es Honduras y los hondureños.
A estar a lo informado por la prensa de ese país, luego de una crisis de poderes que tensionó el sistema político en las últimas semanas, el Congreso formó una Comisión Investigadora que detectó la intención de Zelaya de provocar un “autogolpe” el domingo al mediodía, con la mecánica de apoyarse en resultados “boca de urna” de la consulta prohibida, con el apoyo de formaciones armadas venezolanas que habían arribado al país en forma clandestina días antes y la organización de tumultos que darían la impresión de apoyo popular. El autogolpe consistiría en disolver el Congreso y remover los miembros de la Corte Suprema, designando nuevos jueces que permitirían avanzar en lo que la Constitución de Honduras prohibe en forma más enfática que ningúna otra constitución americana: la reelección presidencial.
Ante esa perspectiva, el Congreso, anticipándose a los hechos, dispone –a las seis de la mañana- la destitución de Zelaya y la designación del sucesor constitucional, el presidente de la Cámara de Diputados. La Corte Suprema, por su parte, al desconocerse por parte de Zelaya su prohibición de realizar el plebiscito, había ordenado al Ejército detenerlo y sacarlo del país, lo que se produjo una hora antes de la destitución parlamentaria.
Cabe destacar, a este respecto, que la Carta Magna hondureña no prevé la institución del Juicio Político y que por el contrario cuenta con un artículo, el 239, que expresamente dispone que el sólo hecho de proponer la modificación de la cláusula que prohibe la reelección conlleva para cualquier funcionario público su inmediato cese y su inhabilitación por diez años.
El proceso institucional de destitución ha sido avalado, además, no sólo por la virtual unanimidad del Congreso (122 diputados que corresponden al oficialista partido Liberal (62), el opositor Partido Nacional (55), la Democracia Cristiana (3) y el Partido Innovación y Unidad (2) frente a 6 ausencias correspondientes al partido Unificación Democrática (5) y una disidente demócrata cristiana), sino también por la Corte, la Iglesia y los dos principales candidatos presidenciales para las próximas elecciones de noviembre, el Sr. Elvin Santos, del partido liberal –el mismo de Zelaya- y el Sr. Porfirio Lobo, del Partido Nacional –opositor-.
Ahora bien: si esto es así, ¿por qué el alineamiento internacional ha sido automático en la defensa de Zelaya?
El juego de hipocresías llega aquí al máximo.
Por un lado, el espacio “bolivariano” –al que el viaje de Cristina para actuar en conjunto con Lugo, Correa y Chávez parece haber adscripto definitivamente a la Argentina-, no se resigna a que el Congreso y la Corte hondureñas se le hayan adelantado al autogolpe tan cuidadosamente preparado por Chávez y Zelaya durante varios meses, con la provisión de petróleo gratuito, armamento y hasta personal armado.
Por el otro lado, Estados Unidos encuentra una oportunidad excepcional para sobreactuar su distancia de los actores (con los que, efectivamente, nada tuvo que ver) para borrar su tradicional imagen de impulsor de golpes de Estado y rupturas institucionales en el Continente. El “reacomodamiento” de la imagen americana es una prioridad en la política exterior de Obama, que actuará con ese objetivo como lo ha mostrado en sus iniciativas en el Medio Oriente y Rusia, cualquiera sea su consecuencia para terceros. Un intrascendente escarceo de un pequeño país –indiferente para sus intereses globales- no sólo no lo moverá de su objetivo, sino que le ofrece esa oportunidad excepcional para aparecer alineado con la “opinión democrática” de toda América Latina y el mundo, a la que la sola mención de la palabra “golpe de estado” hace ubicar instintivamente en la vereda opuesta. Si este alineamiento, además, coincide con el posicionamiento tanto de los bolivarianos como del propio Raúl Castro, nadie buscará matices.
Honduras queda así convertido el en pato de la boda de un ajedrez geopolítico de influencias cruzadas del que es una víctima cuya suerte a nadie interesa seriamente. Sólo queda desear que la amenaza de intervención militar que están realizando los bolivarianos de la región (verbalizada por Daniel Ortega) no convierta al país en un baño de sangre, con la indiferencia de Washington y del resto del mundo. Baño de sangre del que Cristina tendrá su cuota de culpa, al adherir sin matices a un juego al que la Argentina debiera concurrir con prudencia, diplomacia y vocación de dialogo.
Tres virtudes que no son, precisamente, atributos kirchneristas.
Ricardo Lafferriere
antesdefensa
De cualquier forma, la sensación que deja esta crisis para observadores imparciales es el juego de hipocresías cruzadas, con jugadores a los que lo que menos les interesa es Honduras y los hondureños.
A estar a lo informado por la prensa de ese país, luego de una crisis de poderes que tensionó el sistema político en las últimas semanas, el Congreso formó una Comisión Investigadora que detectó la intención de Zelaya de provocar un “autogolpe” el domingo al mediodía, con la mecánica de apoyarse en resultados “boca de urna” de la consulta prohibida, con el apoyo de formaciones armadas venezolanas que habían arribado al país en forma clandestina días antes y la organización de tumultos que darían la impresión de apoyo popular. El autogolpe consistiría en disolver el Congreso y remover los miembros de la Corte Suprema, designando nuevos jueces que permitirían avanzar en lo que la Constitución de Honduras prohibe en forma más enfática que ningúna otra constitución americana: la reelección presidencial.
Ante esa perspectiva, el Congreso, anticipándose a los hechos, dispone –a las seis de la mañana- la destitución de Zelaya y la designación del sucesor constitucional, el presidente de la Cámara de Diputados. La Corte Suprema, por su parte, al desconocerse por parte de Zelaya su prohibición de realizar el plebiscito, había ordenado al Ejército detenerlo y sacarlo del país, lo que se produjo una hora antes de la destitución parlamentaria.
Cabe destacar, a este respecto, que la Carta Magna hondureña no prevé la institución del Juicio Político y que por el contrario cuenta con un artículo, el 239, que expresamente dispone que el sólo hecho de proponer la modificación de la cláusula que prohibe la reelección conlleva para cualquier funcionario público su inmediato cese y su inhabilitación por diez años.
El proceso institucional de destitución ha sido avalado, además, no sólo por la virtual unanimidad del Congreso (122 diputados que corresponden al oficialista partido Liberal (62), el opositor Partido Nacional (55), la Democracia Cristiana (3) y el Partido Innovación y Unidad (2) frente a 6 ausencias correspondientes al partido Unificación Democrática (5) y una disidente demócrata cristiana), sino también por la Corte, la Iglesia y los dos principales candidatos presidenciales para las próximas elecciones de noviembre, el Sr. Elvin Santos, del partido liberal –el mismo de Zelaya- y el Sr. Porfirio Lobo, del Partido Nacional –opositor-.
Ahora bien: si esto es así, ¿por qué el alineamiento internacional ha sido automático en la defensa de Zelaya?
El juego de hipocresías llega aquí al máximo.
Por un lado, el espacio “bolivariano” –al que el viaje de Cristina para actuar en conjunto con Lugo, Correa y Chávez parece haber adscripto definitivamente a la Argentina-, no se resigna a que el Congreso y la Corte hondureñas se le hayan adelantado al autogolpe tan cuidadosamente preparado por Chávez y Zelaya durante varios meses, con la provisión de petróleo gratuito, armamento y hasta personal armado.
Por el otro lado, Estados Unidos encuentra una oportunidad excepcional para sobreactuar su distancia de los actores (con los que, efectivamente, nada tuvo que ver) para borrar su tradicional imagen de impulsor de golpes de Estado y rupturas institucionales en el Continente. El “reacomodamiento” de la imagen americana es una prioridad en la política exterior de Obama, que actuará con ese objetivo como lo ha mostrado en sus iniciativas en el Medio Oriente y Rusia, cualquiera sea su consecuencia para terceros. Un intrascendente escarceo de un pequeño país –indiferente para sus intereses globales- no sólo no lo moverá de su objetivo, sino que le ofrece esa oportunidad excepcional para aparecer alineado con la “opinión democrática” de toda América Latina y el mundo, a la que la sola mención de la palabra “golpe de estado” hace ubicar instintivamente en la vereda opuesta. Si este alineamiento, además, coincide con el posicionamiento tanto de los bolivarianos como del propio Raúl Castro, nadie buscará matices.
Honduras queda así convertido el en pato de la boda de un ajedrez geopolítico de influencias cruzadas del que es una víctima cuya suerte a nadie interesa seriamente. Sólo queda desear que la amenaza de intervención militar que están realizando los bolivarianos de la región (verbalizada por Daniel Ortega) no convierta al país en un baño de sangre, con la indiferencia de Washington y del resto del mundo. Baño de sangre del que Cristina tendrá su cuota de culpa, al adherir sin matices a un juego al que la Argentina debiera concurrir con prudencia, diplomacia y vocación de dialogo.
Tres virtudes que no son, precisamente, atributos kirchneristas.
Ricardo Lafferriere
antesdefensa
domingo, 5 de julio de 2009
Estatal, privado, izquierda, derecha
Es curioso observar el renacimiento que parece insinuarse en el debate político argentino de conceptos propios de la primer modernidad, escasamente utilizados en el debate político contemporáneo –por su polisemia- pero que son utilizados entre nosotros como etiquetas sentenciosas y admonitorias –cuando no como gritos de guerra-, aturdiendo a ciudadanos que han demostrado su indiferencia ante ellos una y otra vez en los últimos veinte años.
Quienes votaron a Kirchner fueron los mismos que votaron a Menem. Quienes votaron al PRO en la Capital antes habían votado a Carrió, y antes a Macri, y ahora nuevamente a Michetti, a Prat Gay y ¡a Solanas! Y antes, a de la Rúa. Y antes, a Alfonsín. En todos los casos lo hicieron porque vieron la posibilidad de cambios para mejorar sus vidas, para equilibrar el poder, por propuestas puntuales a las que adhieren o por simple simpatía personal, no por categorías ideológicas que, en última instancia, suelen ocultar la carencia de ideas.
El mundo de hoy no se asusta por privatizar, ni se asusta por estatizar, mientras se respeten las reglas de juego y las leyes vigentes en cada caso. Pero no se conforma con el enunciado sino que pide objetivos, proyectos, “carnadura”. No utiliza el “o” de otros tiempos, sino el “y”, poniendo el acento en la mejor articulación pública-privada posible para obtener en cada caso los resultados buscados al menor costo social y económico.
Privatizar para trasladar un monopolio público a uno privado, sin resguardar los derechos de los usuarios, sin reglas de juego que deban respetarse, convenios que deban cumplirse y obligaciones que deban honrarse no arregla nada en forma estable.
Estatizar para trasladar los déficits crónicos de empresas privadas a nuevas empresas públicas cooptadas por las mafias sindicales aliadas a “gestores” públicos sin idoneidad que dilapiden –o directamente incauten- recursos de los impuestos, no respondan a ninguna planificación estratégica y tampoco respeten a los usuarios, tampoco arregla nada en forma estable.
Privatizar la prestación de servicios públicos en un marco regulatorio controlado por un Estado eficaz, honesto, consciente y alineado claramente con el país y los usuarios, puede liberar recursos públicos para otros destinos para los que tal vez es difícil conseguirlos como salud, educación, seguridad, justicia. Acotemos que primero hay que tener ese Estado...
Estatizar para asegurar la provisión de bienes básicos imprescindibles que ningún privado quiera asumir por los costos y los riesgos, no sólo puede ser bueno, sino una real obligación de la organización estatal.
Pero todo ese debate no puede ser el comienzo sino el final. El Estado, antes que justificarse por su intervención en la economía, debe hacerlo por su aporte a bienes públicos que nadie más aportará, porque nadie tiene esa obligación. Darle seguridad a los ciudadanos, garantizar una justicia imparcial y rápida, defenderlo de peligros delictivos externos e internos, garantizar el servicio de salud y terminar con la falta de techo para todas las familias argentinas, custodiar celosamente el ambiente con reglas adecuadas y ejercer un serio poder de policía. Ninguna de estas tareas puede demorarse, mediatizarse o relegarse con el argumento de que hay que destinar recursos públicos para... ¡estatizar empresas!
Aerolíneas absorbe un millón de dólares por día de fondos públicos. Esos recursos van a las mafias de pilotos, proveedores, funcionarios y matones sindicales y a subsidiar a quienes viajan en avión, mientras los trabajadores que toman el tren, el subte o los colectivos diariamente para concurrir a su trabajo viajan como sardinas, o en peor situación que las vacas que van a Liniers –a las que, al menos, se las cuida para no estresarlas porque pueden perder peso-. La mayoría de los países han terminado con sus “líneas de bandera” justamente por su costo y la virtual inexistencia de beneficios públicos que no puedan ser cubiertos por la infinidad de líneas pequeñas, medianas y grandes que existen en el mundo y una seria regulación estatal en la concesión de rutas, control de seguridad y defensa de los usuarios.
Destinar así sea un peso a subsidiar a los ricos mientras se siguen asesinando jóvenes por las bandas de narcotráfico, mientras la policía no tiene chalecos antibala, mientras nuestros niños son los peor educados del continente por carencias educativas, mientras renacen las enfermedades de la pobreza como el dengue, la tuberculosis, el chagas o la influenza por falta de prevención y atención a la salud, mientras miles de compatriotas tienen el cielo como techo por falta de viviendas, mientras los jóvenes sin horizontes –entre otras cosas por falta de compromiso educativo estatal- caen en las redes del narcotráfico, o los jubilados deben esperar años –y hasta décadas- en juicios tramitados ante una justicia desbordada por los incumplimientos del Estado es absolutamente inmoral, aunque se invoque en su defensa un hermético “modelo”.
Nadie puede decir que ese camino es progresista. Es patéticamente reaccionario. No tiene vínculo alguno con la solidaridad, con la justicia ni con la ética, tradicionales valores sobre los que la “izquierda” ha construido históricamente su imaginario.
Tanto como lo es privatizar monopolios de servicios públicos sin controles de tarifas, ni información empresarial, ni límites a las ganancias. ¿O no recordamos los macrobeneficios de las telefónicas, que gracias a la normativa benevolente con que el peronismo-menemista privatizó ENTEL, que significó que el Estado virtualmente renunciara a su papel en manos de la propia empresa privatizada, alcanzaron ganancias que provocaban escozor a sus propios dueños? ¿o las descomunales superganancias de obras públicas adjudicadas a los amigos del poder por el peronismo-kirchnerista, a precios aberrantes? ¿Desde cuando garantizar monopolios privados o robar fondos públicos son banderas de la “derecha” o de la “izquierda”?
Los ciudadanos del siglo XXI coinciden en preocupaciones cada vez más compartidas: la protección del ambiente y preservacion de los recursos naturales, el rechazo visceral a la violación de los derechos humanos, la condena sin matices tanto a la violencia, como a la intolerancia y la discriminación, la construcción de un “piso de dignidad” que garantice a todos los bienes vitales básicos –vivienda, educación, salud, seguridad- y todo ello asentado en el reclamo de una convivencia regida por normas sencillas y claras surgidas del estado de derecho, la transparencia en la gestión pública. Sobre estos y otros valores, las personas deciden sus “políticas de vida” sin delegar en nadie su libertad personal, que custodian celosamente –ni en el Estado, ni en los partidos políticos, ni en ninguna ideología, mucho menos impuesta desde el poder-.
La polarización entre lo “estatal o privado”, de “izquierda o derecha” y sus toscos “modelos” está agotada. En nuestra historia reciente, ambas etiquetas no han significado otra cosa que grandes imposturas. El intento de alinear la política de los años que vienen tras los rótulos de “socialdemócratas” y “neoliberales” es como si a mediados del siglo XX se hubiera pretendido agrupar a las opciones de entonces entre “porteños” y “provincianos”, cuando no entre “unitarios” y “federales”. Tal actitud sería en el mejor de los casos, una ingenua y estéril añoranza y en el peor, una patraña para embaucar incautos, como lo han demostrado los años kirchneristas.
¿Cómo identificar, entonces, para quienes han –hemos- sostenido en otros tiempos aquellas viejas categorías, los nuevos ejes convocantes? ¿Han perdido vigencia los valores?
De ninguna manera. El admirable pensador austríaco Ulrich Beck sugiere que en muchos casos, para poder seguir defendiendo los valores permanentes, es necesario someter a análisis las “instituciones” con que otras épocas se los defendía, ya que privilegiar las “instituciones” puede conducir, en la actual realidad, a negar los valores. Todo hoy debe analizarse a la luz de los objetivos buscados partiendo de las condiciones existentes, a las que deben adecuarse las propuestas de cambio, desde las estructuras políticas hasta las gremiales, desde las internacionales hasta las educativas, desde las previsionales hasta las asistenciales.
El diseño de las categorías políticas imprescidibles para el funcionamiento equilibrado de la democracia del siglo XXI no puede referirse entonces a viejos rotulos o a antiguas épicas cuyos ecos apenas contienen a viejos luchadores pero son inocuas para motivar a las generaciones jóvenes, interesadas en el mundo que viene. Abrir la mente, interpretar el presente, mirar el horizonte del país y el mundo, comprender el celoso resguardo de los jóvenes de su libertad cultural, intelectual, conductual, comprender la inasibilidad del portentoso colorido de la sociedad actual en los estrechos marcos de las disciplinantes ideologías del siglo XX: tales son los desafíos que deben enfrentar los protagonistas políticos. Quienes más rápido y mejor lo logren serán los depositario de la esperanza y del futuro. Entre nosotros, lo han comprendido, cada cual a su manera, la CC y el PRO, y se está insinuando afortunadamente en el radicalismo y el peronismo “no K”.
Los ciudadanos se sentirán convocados si se les habla de las cosas que importan. Reconstruir el estado de derecho, gobernar con la ley en la mano, formar decisiones públicas en el Congreso, con debates maduros sin alaridos y con razones, fijar objetivos concretos en cada sector de la sociedad –desde la eliminación del renacido analfabetismo, hasta la desaparición de la mortalidad infantil, desde la reconversión energética priorizando los “electrones limpios”, las redes inteligentes y los consumos optimizados hasta la erradicación de la quema de hidrocarburos fósiles, desde la desconcentración poblacional del país hasta la reconstrucción de una infraestructura tecnológicamente avanzada, desde la seguridad cotidiana hasta la asociación con quienes en el mundo trabajan por una normativa internacional contra el delito, desde la jerarquización de la vida universitaria hasta su imbricación con el sistema científico y técnico global y la difusión de los beneficios de la portentosa revolución tecnológica universal a las grandes mayorías-.
Estatal, privado, izquierda, derecha...¡hay tantas cosas que hacer para recuperar el siglo perdido, que resulta casi obsceno motorizar el debate público alrededor de estas rudimentarias categorías que hasta el más ingenuo de los compatriotas sabe o intuye que esconden más de lo que dicen!
Ricardo Lafferriere
Quienes votaron a Kirchner fueron los mismos que votaron a Menem. Quienes votaron al PRO en la Capital antes habían votado a Carrió, y antes a Macri, y ahora nuevamente a Michetti, a Prat Gay y ¡a Solanas! Y antes, a de la Rúa. Y antes, a Alfonsín. En todos los casos lo hicieron porque vieron la posibilidad de cambios para mejorar sus vidas, para equilibrar el poder, por propuestas puntuales a las que adhieren o por simple simpatía personal, no por categorías ideológicas que, en última instancia, suelen ocultar la carencia de ideas.
El mundo de hoy no se asusta por privatizar, ni se asusta por estatizar, mientras se respeten las reglas de juego y las leyes vigentes en cada caso. Pero no se conforma con el enunciado sino que pide objetivos, proyectos, “carnadura”. No utiliza el “o” de otros tiempos, sino el “y”, poniendo el acento en la mejor articulación pública-privada posible para obtener en cada caso los resultados buscados al menor costo social y económico.
Privatizar para trasladar un monopolio público a uno privado, sin resguardar los derechos de los usuarios, sin reglas de juego que deban respetarse, convenios que deban cumplirse y obligaciones que deban honrarse no arregla nada en forma estable.
Estatizar para trasladar los déficits crónicos de empresas privadas a nuevas empresas públicas cooptadas por las mafias sindicales aliadas a “gestores” públicos sin idoneidad que dilapiden –o directamente incauten- recursos de los impuestos, no respondan a ninguna planificación estratégica y tampoco respeten a los usuarios, tampoco arregla nada en forma estable.
Privatizar la prestación de servicios públicos en un marco regulatorio controlado por un Estado eficaz, honesto, consciente y alineado claramente con el país y los usuarios, puede liberar recursos públicos para otros destinos para los que tal vez es difícil conseguirlos como salud, educación, seguridad, justicia. Acotemos que primero hay que tener ese Estado...
Estatizar para asegurar la provisión de bienes básicos imprescindibles que ningún privado quiera asumir por los costos y los riesgos, no sólo puede ser bueno, sino una real obligación de la organización estatal.
Pero todo ese debate no puede ser el comienzo sino el final. El Estado, antes que justificarse por su intervención en la economía, debe hacerlo por su aporte a bienes públicos que nadie más aportará, porque nadie tiene esa obligación. Darle seguridad a los ciudadanos, garantizar una justicia imparcial y rápida, defenderlo de peligros delictivos externos e internos, garantizar el servicio de salud y terminar con la falta de techo para todas las familias argentinas, custodiar celosamente el ambiente con reglas adecuadas y ejercer un serio poder de policía. Ninguna de estas tareas puede demorarse, mediatizarse o relegarse con el argumento de que hay que destinar recursos públicos para... ¡estatizar empresas!
Aerolíneas absorbe un millón de dólares por día de fondos públicos. Esos recursos van a las mafias de pilotos, proveedores, funcionarios y matones sindicales y a subsidiar a quienes viajan en avión, mientras los trabajadores que toman el tren, el subte o los colectivos diariamente para concurrir a su trabajo viajan como sardinas, o en peor situación que las vacas que van a Liniers –a las que, al menos, se las cuida para no estresarlas porque pueden perder peso-. La mayoría de los países han terminado con sus “líneas de bandera” justamente por su costo y la virtual inexistencia de beneficios públicos que no puedan ser cubiertos por la infinidad de líneas pequeñas, medianas y grandes que existen en el mundo y una seria regulación estatal en la concesión de rutas, control de seguridad y defensa de los usuarios.
Destinar así sea un peso a subsidiar a los ricos mientras se siguen asesinando jóvenes por las bandas de narcotráfico, mientras la policía no tiene chalecos antibala, mientras nuestros niños son los peor educados del continente por carencias educativas, mientras renacen las enfermedades de la pobreza como el dengue, la tuberculosis, el chagas o la influenza por falta de prevención y atención a la salud, mientras miles de compatriotas tienen el cielo como techo por falta de viviendas, mientras los jóvenes sin horizontes –entre otras cosas por falta de compromiso educativo estatal- caen en las redes del narcotráfico, o los jubilados deben esperar años –y hasta décadas- en juicios tramitados ante una justicia desbordada por los incumplimientos del Estado es absolutamente inmoral, aunque se invoque en su defensa un hermético “modelo”.
Nadie puede decir que ese camino es progresista. Es patéticamente reaccionario. No tiene vínculo alguno con la solidaridad, con la justicia ni con la ética, tradicionales valores sobre los que la “izquierda” ha construido históricamente su imaginario.
Tanto como lo es privatizar monopolios de servicios públicos sin controles de tarifas, ni información empresarial, ni límites a las ganancias. ¿O no recordamos los macrobeneficios de las telefónicas, que gracias a la normativa benevolente con que el peronismo-menemista privatizó ENTEL, que significó que el Estado virtualmente renunciara a su papel en manos de la propia empresa privatizada, alcanzaron ganancias que provocaban escozor a sus propios dueños? ¿o las descomunales superganancias de obras públicas adjudicadas a los amigos del poder por el peronismo-kirchnerista, a precios aberrantes? ¿Desde cuando garantizar monopolios privados o robar fondos públicos son banderas de la “derecha” o de la “izquierda”?
Los ciudadanos del siglo XXI coinciden en preocupaciones cada vez más compartidas: la protección del ambiente y preservacion de los recursos naturales, el rechazo visceral a la violación de los derechos humanos, la condena sin matices tanto a la violencia, como a la intolerancia y la discriminación, la construcción de un “piso de dignidad” que garantice a todos los bienes vitales básicos –vivienda, educación, salud, seguridad- y todo ello asentado en el reclamo de una convivencia regida por normas sencillas y claras surgidas del estado de derecho, la transparencia en la gestión pública. Sobre estos y otros valores, las personas deciden sus “políticas de vida” sin delegar en nadie su libertad personal, que custodian celosamente –ni en el Estado, ni en los partidos políticos, ni en ninguna ideología, mucho menos impuesta desde el poder-.
La polarización entre lo “estatal o privado”, de “izquierda o derecha” y sus toscos “modelos” está agotada. En nuestra historia reciente, ambas etiquetas no han significado otra cosa que grandes imposturas. El intento de alinear la política de los años que vienen tras los rótulos de “socialdemócratas” y “neoliberales” es como si a mediados del siglo XX se hubiera pretendido agrupar a las opciones de entonces entre “porteños” y “provincianos”, cuando no entre “unitarios” y “federales”. Tal actitud sería en el mejor de los casos, una ingenua y estéril añoranza y en el peor, una patraña para embaucar incautos, como lo han demostrado los años kirchneristas.
¿Cómo identificar, entonces, para quienes han –hemos- sostenido en otros tiempos aquellas viejas categorías, los nuevos ejes convocantes? ¿Han perdido vigencia los valores?
De ninguna manera. El admirable pensador austríaco Ulrich Beck sugiere que en muchos casos, para poder seguir defendiendo los valores permanentes, es necesario someter a análisis las “instituciones” con que otras épocas se los defendía, ya que privilegiar las “instituciones” puede conducir, en la actual realidad, a negar los valores. Todo hoy debe analizarse a la luz de los objetivos buscados partiendo de las condiciones existentes, a las que deben adecuarse las propuestas de cambio, desde las estructuras políticas hasta las gremiales, desde las internacionales hasta las educativas, desde las previsionales hasta las asistenciales.
El diseño de las categorías políticas imprescidibles para el funcionamiento equilibrado de la democracia del siglo XXI no puede referirse entonces a viejos rotulos o a antiguas épicas cuyos ecos apenas contienen a viejos luchadores pero son inocuas para motivar a las generaciones jóvenes, interesadas en el mundo que viene. Abrir la mente, interpretar el presente, mirar el horizonte del país y el mundo, comprender el celoso resguardo de los jóvenes de su libertad cultural, intelectual, conductual, comprender la inasibilidad del portentoso colorido de la sociedad actual en los estrechos marcos de las disciplinantes ideologías del siglo XX: tales son los desafíos que deben enfrentar los protagonistas políticos. Quienes más rápido y mejor lo logren serán los depositario de la esperanza y del futuro. Entre nosotros, lo han comprendido, cada cual a su manera, la CC y el PRO, y se está insinuando afortunadamente en el radicalismo y el peronismo “no K”.
Los ciudadanos se sentirán convocados si se les habla de las cosas que importan. Reconstruir el estado de derecho, gobernar con la ley en la mano, formar decisiones públicas en el Congreso, con debates maduros sin alaridos y con razones, fijar objetivos concretos en cada sector de la sociedad –desde la eliminación del renacido analfabetismo, hasta la desaparición de la mortalidad infantil, desde la reconversión energética priorizando los “electrones limpios”, las redes inteligentes y los consumos optimizados hasta la erradicación de la quema de hidrocarburos fósiles, desde la desconcentración poblacional del país hasta la reconstrucción de una infraestructura tecnológicamente avanzada, desde la seguridad cotidiana hasta la asociación con quienes en el mundo trabajan por una normativa internacional contra el delito, desde la jerarquización de la vida universitaria hasta su imbricación con el sistema científico y técnico global y la difusión de los beneficios de la portentosa revolución tecnológica universal a las grandes mayorías-.
Estatal, privado, izquierda, derecha...¡hay tantas cosas que hacer para recuperar el siglo perdido, que resulta casi obsceno motorizar el debate público alrededor de estas rudimentarias categorías que hasta el más ingenuo de los compatriotas sabe o intuye que esconden más de lo que dicen!
Ricardo Lafferriere
miércoles, 1 de julio de 2009
La fuga de Kirchner
Como una ironía del destino, el presidente que bastardeó la dignidad del rol presidencial burlándose groseramente de la suerte de su antecesor, ha terminado su vida política en un papel tan triste que hasta generaría lástima destacarlo, si no recordáramos el enorme daño que su gestión produjo en el sistema institucional argentino.
No se fue en helicóptero luego de una conmoción social desatada por la inmisericorde confluencia de la presión externa –canalizada por la decisión del Fondo Monetario de utilizar a la Argentina como ejemplo de castigo por atrasarse en su deuda- e interna –desatada por los caudillejos del conurbano potenciando las duras necesidades sociales generadas por la crisis, aunque costara muertos-.
Tampoco renunció ante el Congreso de la Nación, como lo había hecho dignamente su antecesor, consciente de que el escaso poder con que contaba le hacía imposible enfrentar la crisis económica más grande de la historia del país sin la solidaridad consciente de todas las fuerzas políticas.
Esta huida de Kirchner fue cobarde en las formas e indigna en el fondo.
Una huida mandada por casette, grabado en una conferencia de prensa semi clandestina fabricada con dos amigos de la agencia estatal en la guarida de Olivos, fue el instrumento por el que el todopoderoso señor de la “nueva política” delegó en su subordinado el poder del partido oficial, no sin antes darle instrucciones (“le dije...”) de que renunciara a su diputación electa y se hiciera cargo de la gobernación de la principal provincia argentina.
Sin dar la cara. Sin presentarse ante sus pares de la conducción de su partido ni ante su Congreso partidario. Sin reunir a sus compañeros políticos, a quienes condujo a la derrota más dura que haya sufrido nunca el peronismo en democracia, al menos para despedirse, si su soberbia le impedía disculparse.
Y no se fue echado por el Fondo Monetario (a quien pagó todo lo que el país le debía, antes de tiempo) ni por los aparatos mafiosos del conurbano (en los que se apoyó hasta último momento), sino por el 75 % de sus compatriotas en una jornada electoral en el que renació el civismo republicano.
Kirchner se fugó en forma vergonzosa. La historia chica del peronismo seguramente tomará nota de su deserción como una de sus anécdotas más negativas. La historia grande del país lo ubicará como uno de los más indignos dirigentes políticos que haya tenido nunca la democracia argentina.
Ricardo Lafferriere
No se fue en helicóptero luego de una conmoción social desatada por la inmisericorde confluencia de la presión externa –canalizada por la decisión del Fondo Monetario de utilizar a la Argentina como ejemplo de castigo por atrasarse en su deuda- e interna –desatada por los caudillejos del conurbano potenciando las duras necesidades sociales generadas por la crisis, aunque costara muertos-.
Tampoco renunció ante el Congreso de la Nación, como lo había hecho dignamente su antecesor, consciente de que el escaso poder con que contaba le hacía imposible enfrentar la crisis económica más grande de la historia del país sin la solidaridad consciente de todas las fuerzas políticas.
Esta huida de Kirchner fue cobarde en las formas e indigna en el fondo.
Una huida mandada por casette, grabado en una conferencia de prensa semi clandestina fabricada con dos amigos de la agencia estatal en la guarida de Olivos, fue el instrumento por el que el todopoderoso señor de la “nueva política” delegó en su subordinado el poder del partido oficial, no sin antes darle instrucciones (“le dije...”) de que renunciara a su diputación electa y se hiciera cargo de la gobernación de la principal provincia argentina.
Sin dar la cara. Sin presentarse ante sus pares de la conducción de su partido ni ante su Congreso partidario. Sin reunir a sus compañeros políticos, a quienes condujo a la derrota más dura que haya sufrido nunca el peronismo en democracia, al menos para despedirse, si su soberbia le impedía disculparse.
Y no se fue echado por el Fondo Monetario (a quien pagó todo lo que el país le debía, antes de tiempo) ni por los aparatos mafiosos del conurbano (en los que se apoyó hasta último momento), sino por el 75 % de sus compatriotas en una jornada electoral en el que renació el civismo republicano.
Kirchner se fugó en forma vergonzosa. La historia chica del peronismo seguramente tomará nota de su deserción como una de sus anécdotas más negativas. La historia grande del país lo ubicará como uno de los más indignos dirigentes políticos que haya tenido nunca la democracia argentina.
Ricardo Lafferriere
Un voto republicano
Una sensación de tranquilidad inundó el espíritu de los argentinos en las últimas horas del domingo. No respondía a entusiasmos ideológicos, ni a pasiones desatadas que hubieren logrado concretarse. La sensación era de desahogo, distensión, liberación.
Tampoco fue una expresión “antiperonista”, como lo intentó instalar, voz en cuello, el ex presidente Kirchner durante la campaña. Numerosos dirigentes peronistas ganaron en sus distritos y provincias, sin participación del presidente del Partido Justicialista, invitado a no acercarse por su negativo efecto electoral.
Por el contrario, lo mejor de la Argentina histórica habló en este comicio. Como si el eco del bicentenario, al que nos acercamos, amplificado por el mensaje republicano de nuestro último muerto ilustre, Raúl Alfonsín, hubiera impregnado la decisión ciudadana superando barreras de identificaciones partidarias, sociales, regionales, educativas.
La Argentina habló con voz republicana. El setenta por ciento de los compatriotas, una mayoría de dimensión realmente “constitucional”, puso en caja la tendencia al desborde autoritario, al mandonaje y a la falta de respeto del poder hacia los ciudadanos. Pidió diálogo, generación de consensos, patriotismo, humildad.
Esa mayoría es la base de la reconstrucción de la Argentina exitosa. Un país que con este pronunciamiento se reencauzará en sus valores históricos retomando el camino iniciado hace dos siglos cuando decidió darse a la tarea de construir una Nación sobre la base de principios fundacionales expresados magistralmente en los documentos iniciales.
“Mayo, progreso, democracia”, sintetizaba con visión el Dogma Socialista, instrumento canónico dela “Generación del 37”. Un país “republicano, representativo y federal”, sentenciaba, a su turno, la Constitución Nacional.
No son palabras vacías. Mayo es el autogobierno, la autodeterminación, la libertad para decidir el destino común. Progreso, que significa acrecentar la riqueza, mejorar la calidad de vida, incluir cada vez a más cantidad de compatriotas en los frutos del crecimiento. Y democracia, que califica la independencia y el progreso con el requisito ineludible del respeto a los ciudadanos, que en conjunto y conformando el “pueblo”, son la justificación última de cualquier poder.
Ese fue el sentido del voto. Ni oficialista, ni opositor. Republicano. Porque fue oficialista en algunos distritos y opositor en otros. Pero en todos los casos, atravesado por la decisión de erradicar este reverdecer de la intolerancia, del “anti-mayo”, del “anti-progreso” y de la “anti-democracia” enseñoreado en el país a partir de la última y dolorosa crisis de cambio de siglo.
Republicano es también volver al Preámbulo. Es curioso percibir cómo aquellos objetivos diseñados a mediados del siglo XIX como justificación de la decisión de darle una base normativa a la vida en común mantienen, entrando el siglo XXI, cuando cambian los paradigmas, se cosmopolitiza el mundo, se globaliza la economía, se universalizan los reclamos de dignificación de los excluidos y se extiende la protección de los derechos humanos más allá de las fronteras, aquel rezo laico recitado por tantas generaciones de argentinos sigue siendo la brújula que reorienta a la opinión nacional en cada momento de conmociones y crisis.
Un voto republicano de ciudadanos que no han dejado de serlo y que hace reverdecer el íntimo orgullo de ser argentinos.
Ricardo Lafferriere
Tampoco fue una expresión “antiperonista”, como lo intentó instalar, voz en cuello, el ex presidente Kirchner durante la campaña. Numerosos dirigentes peronistas ganaron en sus distritos y provincias, sin participación del presidente del Partido Justicialista, invitado a no acercarse por su negativo efecto electoral.
Por el contrario, lo mejor de la Argentina histórica habló en este comicio. Como si el eco del bicentenario, al que nos acercamos, amplificado por el mensaje republicano de nuestro último muerto ilustre, Raúl Alfonsín, hubiera impregnado la decisión ciudadana superando barreras de identificaciones partidarias, sociales, regionales, educativas.
La Argentina habló con voz republicana. El setenta por ciento de los compatriotas, una mayoría de dimensión realmente “constitucional”, puso en caja la tendencia al desborde autoritario, al mandonaje y a la falta de respeto del poder hacia los ciudadanos. Pidió diálogo, generación de consensos, patriotismo, humildad.
Esa mayoría es la base de la reconstrucción de la Argentina exitosa. Un país que con este pronunciamiento se reencauzará en sus valores históricos retomando el camino iniciado hace dos siglos cuando decidió darse a la tarea de construir una Nación sobre la base de principios fundacionales expresados magistralmente en los documentos iniciales.
“Mayo, progreso, democracia”, sintetizaba con visión el Dogma Socialista, instrumento canónico dela “Generación del 37”. Un país “republicano, representativo y federal”, sentenciaba, a su turno, la Constitución Nacional.
No son palabras vacías. Mayo es el autogobierno, la autodeterminación, la libertad para decidir el destino común. Progreso, que significa acrecentar la riqueza, mejorar la calidad de vida, incluir cada vez a más cantidad de compatriotas en los frutos del crecimiento. Y democracia, que califica la independencia y el progreso con el requisito ineludible del respeto a los ciudadanos, que en conjunto y conformando el “pueblo”, son la justificación última de cualquier poder.
Ese fue el sentido del voto. Ni oficialista, ni opositor. Republicano. Porque fue oficialista en algunos distritos y opositor en otros. Pero en todos los casos, atravesado por la decisión de erradicar este reverdecer de la intolerancia, del “anti-mayo”, del “anti-progreso” y de la “anti-democracia” enseñoreado en el país a partir de la última y dolorosa crisis de cambio de siglo.
Republicano es también volver al Preámbulo. Es curioso percibir cómo aquellos objetivos diseñados a mediados del siglo XIX como justificación de la decisión de darle una base normativa a la vida en común mantienen, entrando el siglo XXI, cuando cambian los paradigmas, se cosmopolitiza el mundo, se globaliza la economía, se universalizan los reclamos de dignificación de los excluidos y se extiende la protección de los derechos humanos más allá de las fronteras, aquel rezo laico recitado por tantas generaciones de argentinos sigue siendo la brújula que reorienta a la opinión nacional en cada momento de conmociones y crisis.
Un voto republicano de ciudadanos que no han dejado de serlo y que hace reverdecer el íntimo orgullo de ser argentinos.
Ricardo Lafferriere
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