domingo, 5 de julio de 2009

Estatal, privado, izquierda, derecha

Es curioso observar el renacimiento que parece insinuarse en el debate político argentino de conceptos propios de la primer modernidad, escasamente utilizados en el debate político contemporáneo –por su polisemia- pero que son utilizados entre nosotros como etiquetas sentenciosas y admonitorias –cuando no como gritos de guerra-, aturdiendo a ciudadanos que han demostrado su indiferencia ante ellos una y otra vez en los últimos veinte años.
Quienes votaron a Kirchner fueron los mismos que votaron a Menem. Quienes votaron al PRO en la Capital antes habían votado a Carrió, y antes a Macri, y ahora nuevamente a Michetti, a Prat Gay y ¡a Solanas! Y antes, a de la Rúa. Y antes, a Alfonsín. En todos los casos lo hicieron porque vieron la posibilidad de cambios para mejorar sus vidas, para equilibrar el poder, por propuestas puntuales a las que adhieren o por simple simpatía personal, no por categorías ideológicas que, en última instancia, suelen ocultar la carencia de ideas.
El mundo de hoy no se asusta por privatizar, ni se asusta por estatizar, mientras se respeten las reglas de juego y las leyes vigentes en cada caso. Pero no se conforma con el enunciado sino que pide objetivos, proyectos, “carnadura”. No utiliza el “o” de otros tiempos, sino el “y”, poniendo el acento en la mejor articulación pública-privada posible para obtener en cada caso los resultados buscados al menor costo social y económico.
Privatizar para trasladar un monopolio público a uno privado, sin resguardar los derechos de los usuarios, sin reglas de juego que deban respetarse, convenios que deban cumplirse y obligaciones que deban honrarse no arregla nada en forma estable.
Estatizar para trasladar los déficits crónicos de empresas privadas a nuevas empresas públicas cooptadas por las mafias sindicales aliadas a “gestores” públicos sin idoneidad que dilapiden –o directamente incauten- recursos de los impuestos, no respondan a ninguna planificación estratégica y tampoco respeten a los usuarios, tampoco arregla nada en forma estable.
Privatizar la prestación de servicios públicos en un marco regulatorio controlado por un Estado eficaz, honesto, consciente y alineado claramente con el país y los usuarios, puede liberar recursos públicos para otros destinos para los que tal vez es difícil conseguirlos como salud, educación, seguridad, justicia. Acotemos que primero hay que tener ese Estado...
Estatizar para asegurar la provisión de bienes básicos imprescindibles que ningún privado quiera asumir por los costos y los riesgos, no sólo puede ser bueno, sino una real obligación de la organización estatal.
Pero todo ese debate no puede ser el comienzo sino el final. El Estado, antes que justificarse por su intervención en la economía, debe hacerlo por su aporte a bienes públicos que nadie más aportará, porque nadie tiene esa obligación. Darle seguridad a los ciudadanos, garantizar una justicia imparcial y rápida, defenderlo de peligros delictivos externos e internos, garantizar el servicio de salud y terminar con la falta de techo para todas las familias argentinas, custodiar celosamente el ambiente con reglas adecuadas y ejercer un serio poder de policía. Ninguna de estas tareas puede demorarse, mediatizarse o relegarse con el argumento de que hay que destinar recursos públicos para... ¡estatizar empresas!
Aerolíneas absorbe un millón de dólares por día de fondos públicos. Esos recursos van a las mafias de pilotos, proveedores, funcionarios y matones sindicales y a subsidiar a quienes viajan en avión, mientras los trabajadores que toman el tren, el subte o los colectivos diariamente para concurrir a su trabajo viajan como sardinas, o en peor situación que las vacas que van a Liniers –a las que, al menos, se las cuida para no estresarlas porque pueden perder peso-. La mayoría de los países han terminado con sus “líneas de bandera” justamente por su costo y la virtual inexistencia de beneficios públicos que no puedan ser cubiertos por la infinidad de líneas pequeñas, medianas y grandes que existen en el mundo y una seria regulación estatal en la concesión de rutas, control de seguridad y defensa de los usuarios.
Destinar así sea un peso a subsidiar a los ricos mientras se siguen asesinando jóvenes por las bandas de narcotráfico, mientras la policía no tiene chalecos antibala, mientras nuestros niños son los peor educados del continente por carencias educativas, mientras renacen las enfermedades de la pobreza como el dengue, la tuberculosis, el chagas o la influenza por falta de prevención y atención a la salud, mientras miles de compatriotas tienen el cielo como techo por falta de viviendas, mientras los jóvenes sin horizontes –entre otras cosas por falta de compromiso educativo estatal- caen en las redes del narcotráfico, o los jubilados deben esperar años –y hasta décadas- en juicios tramitados ante una justicia desbordada por los incumplimientos del Estado es absolutamente inmoral, aunque se invoque en su defensa un hermético “modelo”.
Nadie puede decir que ese camino es progresista. Es patéticamente reaccionario. No tiene vínculo alguno con la solidaridad, con la justicia ni con la ética, tradicionales valores sobre los que la “izquierda” ha construido históricamente su imaginario.
Tanto como lo es privatizar monopolios de servicios públicos sin controles de tarifas, ni información empresarial, ni límites a las ganancias. ¿O no recordamos los macrobeneficios de las telefónicas, que gracias a la normativa benevolente con que el peronismo-menemista privatizó ENTEL, que significó que el Estado virtualmente renunciara a su papel en manos de la propia empresa privatizada, alcanzaron ganancias que provocaban escozor a sus propios dueños? ¿o las descomunales superganancias de obras públicas adjudicadas a los amigos del poder por el peronismo-kirchnerista, a precios aberrantes? ¿Desde cuando garantizar monopolios privados o robar fondos públicos son banderas de la “derecha” o de la “izquierda”?
Los ciudadanos del siglo XXI coinciden en preocupaciones cada vez más compartidas: la protección del ambiente y preservacion de los recursos naturales, el rechazo visceral a la violación de los derechos humanos, la condena sin matices tanto a la violencia, como a la intolerancia y la discriminación, la construcción de un “piso de dignidad” que garantice a todos los bienes vitales básicos –vivienda, educación, salud, seguridad- y todo ello asentado en el reclamo de una convivencia regida por normas sencillas y claras surgidas del estado de derecho, la transparencia en la gestión pública. Sobre estos y otros valores, las personas deciden sus “políticas de vida” sin delegar en nadie su libertad personal, que custodian celosamente –ni en el Estado, ni en los partidos políticos, ni en ninguna ideología, mucho menos impuesta desde el poder-.
La polarización entre lo “estatal o privado”, de “izquierda o derecha” y sus toscos “modelos” está agotada. En nuestra historia reciente, ambas etiquetas no han significado otra cosa que grandes imposturas. El intento de alinear la política de los años que vienen tras los rótulos de “socialdemócratas” y “neoliberales” es como si a mediados del siglo XX se hubiera pretendido agrupar a las opciones de entonces entre “porteños” y “provincianos”, cuando no entre “unitarios” y “federales”. Tal actitud sería en el mejor de los casos, una ingenua y estéril añoranza y en el peor, una patraña para embaucar incautos, como lo han demostrado los años kirchneristas.
¿Cómo identificar, entonces, para quienes han –hemos- sostenido en otros tiempos aquellas viejas categorías, los nuevos ejes convocantes? ¿Han perdido vigencia los valores?
De ninguna manera. El admirable pensador austríaco Ulrich Beck sugiere que en muchos casos, para poder seguir defendiendo los valores permanentes, es necesario someter a análisis las “instituciones” con que otras épocas se los defendía, ya que privilegiar las “instituciones” puede conducir, en la actual realidad, a negar los valores. Todo hoy debe analizarse a la luz de los objetivos buscados partiendo de las condiciones existentes, a las que deben adecuarse las propuestas de cambio, desde las estructuras políticas hasta las gremiales, desde las internacionales hasta las educativas, desde las previsionales hasta las asistenciales.
El diseño de las categorías políticas imprescidibles para el funcionamiento equilibrado de la democracia del siglo XXI no puede referirse entonces a viejos rotulos o a antiguas épicas cuyos ecos apenas contienen a viejos luchadores pero son inocuas para motivar a las generaciones jóvenes, interesadas en el mundo que viene. Abrir la mente, interpretar el presente, mirar el horizonte del país y el mundo, comprender el celoso resguardo de los jóvenes de su libertad cultural, intelectual, conductual, comprender la inasibilidad del portentoso colorido de la sociedad actual en los estrechos marcos de las disciplinantes ideologías del siglo XX: tales son los desafíos que deben enfrentar los protagonistas políticos. Quienes más rápido y mejor lo logren serán los depositario de la esperanza y del futuro. Entre nosotros, lo han comprendido, cada cual a su manera, la CC y el PRO, y se está insinuando afortunadamente en el radicalismo y el peronismo “no K”.
Los ciudadanos se sentirán convocados si se les habla de las cosas que importan. Reconstruir el estado de derecho, gobernar con la ley en la mano, formar decisiones públicas en el Congreso, con debates maduros sin alaridos y con razones, fijar objetivos concretos en cada sector de la sociedad –desde la eliminación del renacido analfabetismo, hasta la desaparición de la mortalidad infantil, desde la reconversión energética priorizando los “electrones limpios”, las redes inteligentes y los consumos optimizados hasta la erradicación de la quema de hidrocarburos fósiles, desde la desconcentración poblacional del país hasta la reconstrucción de una infraestructura tecnológicamente avanzada, desde la seguridad cotidiana hasta la asociación con quienes en el mundo trabajan por una normativa internacional contra el delito, desde la jerarquización de la vida universitaria hasta su imbricación con el sistema científico y técnico global y la difusión de los beneficios de la portentosa revolución tecnológica universal a las grandes mayorías-.
Estatal, privado, izquierda, derecha...¡hay tantas cosas que hacer para recuperar el siglo perdido, que resulta casi obsceno motorizar el debate público alrededor de estas rudimentarias categorías que hasta el más ingenuo de los compatriotas sabe o intuye que esconden más de lo que dicen!


Ricardo Lafferriere

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