viernes, 25 de noviembre de 2016

La insoportable levedad de las "primeras planas"

La primera lectura fue sobresaltante.

“El Gobierno acuerda repartir $ 30.000 millones por la emergencia social”. Tapa. Cinco columnas. Letras, sino “catástrofe”, sí cercana. El verbo, por su parte (“repartir”) traslada un mensaje de dispendio e irresponsabilidad que asusta. Imaginar, en la situación fiscal actual, una cantidad de dinero de tal magnitud volcada a la economía significaría un golpe inflacionario indisimulable que daría por tierra con el esfuerzo del año de todo un país.

Hay que ir a la página 10, columna sexta, últimas líneas, para luego de leer toda la página, anoticiarse que “El desembolso comprometido es de $ 30.000 millones en tres años”, y que, usándose para generar puestos de trabajo en las cooperativas, “podría pasarse de los 300.000 actuales a más de 500.000”.

30.000 millones en tres años. O sea, 10.000 millones por año. Advirtamos la diferencia de impacto, porque no es inocente. Comparémoslo con el monto total del presupuesto nacional enviado al Congreso: a $2.363.619,9 millones. La incidencia real del acuerdo, en el total de la magnitud del gasto es del 0,00423. Es decir, cuatro milésimos. O sea, en términos macroeconómicos, realmente insignificante.

Tampoco se “reparte”, sino ayudará a generar 200.000 puestos de trabajo, volcados a la infinidad de obras públicas de alcance local –cunetas, pavimentos, cloacas, red de agua, viviendas populares-, a un costo claramente inferior para los municipios que los empleos formales en el Estado.

La impresión que deja el titular, alarmista y con una perversa dosis de cinismo, sin embargo, en nada refleja ambas realidades de la noticia. Tan flagrante la inexactitud provocó que el propio gran matutino que la ubicara en tan destacado lugar no mantuviera el titular en su edición en Internet, donde la cabeza de la nota ya era “El Gobierno acordó la emergencia social y destinará $ 30.000 millones adicionales”, en una tibia concesión a la objetividad periodística.

En el otro extremo del “arco”, otro titular intenta describir una agonía inexistente: “Macri en Emergencia”. Quien mira de pasada en un kiosco la tapa, ésta a seis columnas, percibe un clima de inestabilidad angustiante. 

Más opinable, por supuesto, que el titular anterior, cotejado con los números es clara su inexactitud. Macri conserva, a un año de gestión, una valoración positiva que supera el 50 %, prácticamente cuadruplicando la que exhibía a un año de su gestión (2008) la anterior presidenta. No ha generado grandes movilizaciones populares en su contra –en el mismo lapso, la ex presidenta había sufrido ya las dos más grandes concentraciones en contra de un presidente en ejercicio de toda la historia argentina, en Rosario y en el Monumento de los Españoles- y sin contar con mayoría legislativa ha logrado la sanción de la mayoría de sus iniciativas. Su herencia, sin embargo, fue notablemente más complicada que la que recibiera CFK en diciembre de 2007.

“Patéticas miserabilidades”, diría Yrigoyen. Los argentinos, en el medio, oficialistas, opositores o independientes, ansiamos que las cosas marchen. Vemos en el gobierno, en gran parte de la oposición y en las organizaciones sociales y sindicales una madurez que alienta la esperanza de dirigirnos a un país plural, con debates y diferencias de enfoques, pero centrado con honestidad en la búsqueda de su camino.

No ayudan a ese esfuerzo, sin embargo, las impostaciones oficialistas ni opositoras, pero mucho menos las insoportables levedades de las primeras planas. 

Ricardo LafferriereLa

martes, 22 de noviembre de 2016

¿Nos afecta el “mundo Trump”?

La gran herencia del kirchnerismo fue el atraso, frente al avance global. Esa situación, curiosamente, es también una gran oportunidad.

La –en este aspecto, afortunada- soberbia de CK la llevó a ignorar uno de los principios históricos fundamentales del peronismo (dejar a quien lo suceda un país endeudado hasta la médula, como una bomba de tiempo) y eso ha permitido a Cambiemos diseñar una estrategia de salida de la crisis amortiguándola con un mayor nivel de endeudamiento.

El kirchnerismo dejó al país con una gran deuda… consigo mismo. Infraestructura, energía, comunicaciones, pasividades, educación, salud, corrupción, desorden administrativo general. Pero con poca deuda externa, gracias a la tozuda incapacidad para acordar con los “holds out” que le cerró las puertas a una nueva deuda populista. Afortunadamente.

Hace una semana, en la nota “El legado de Cambiemos” analizaba esta situación. El país tiene margen suficiente para tomar endeudamiento destinado a rutas, viviendas, autopistas, defensas hídricas, puertos, energía, comunicaciones, que no se hicieron desde el 2000. También para aliviar la transición. Y lo está haciendo con prudencia.

CK dejó otras bombas –es cierto-, que resultaron manejables porque dependen de la habilidad política interna, lo que ella jamás imaginó que podrían exhibir sus sucesores. También éstas se están sorteando con capacidad de gobierno y el acompañamiento de la mayoría de los argentinos.

Mientras el mundo –y la región- avanzaron en estos años al punto de casi duplicar su producción –en el año 2000 el PB global no llegaba a 40 billones de dólares y hoy está en 75 billones-, el PBI argentino se mantiene prácticamente niveles similares al comienzo del siglo. Lo que tuvimos de más en estos años buenos de la década de la super-soja, “nos lo comimos”. Hasta el último gramo.

En consecuencia, ese retraso es un incentivo. Aún en una situación de estancamiento global –que está lejos de ser una verdad revelada- para alcanzar ese nivel tenemos que crecer rápidamente.

Pasado a hechos: se destrozaron los trenes, debemos reconstruirlos.

Se desmanteló el sistema energético, debemos rearmarlo.

Se paralizó la construcción de viviendas, debemos construirlas.

Se congeló el sistema de comunicaciones en las inversiones de los 90, debemos actualizarlo.

Se sometió a los barrios humildes a la clientelización sin agua potable, sin cloacas, sin gas, sin pavimento, sin servicios: debemos urbanizar los hábitats de más de tres millones de compatriotas.

 Se primarizó la economía, concentrándola en el agro y la minería –luego de su expoliación-: debemos diversificarla con una gigantesca ofensiva emprendedora.

Se destrozó el sistema educativo buscando una generación de “zombies”: debemos ponerlo de pie y modernizarlo.

Donde se fije la vista, aparecen necesidades y oportunidades. Energías renovables, rutas y autopistas, gasoductos, sistema de distribución eléctrica, modernización de las telecomunicaciones con los nuevos formatos hacia la convergencia digital,  puertos, agua potable, defensas contra inundaciones… y así donde miremos. Para eso sirven y se utilizan los créditos.

La “era Trump” afectará al mundo, pero aún con las peores perspectivas, difícilmente lleguen sus efectos a la Argentina. Con una conducción prudente, el nuestro volvió a ser un país de  oportunidades. Para nosotros y “para todos los hombres del mundo…”

Lo que seguramente más se notará es una demanda al sistema político: una maduración acelerada. Se achicarán los espacios para razonamientos primarios y consignismos grotescos.

Ello no significa unanimidad –que mata las democracias- sino acuerdos básicos sin perjuicio de la lucha política cotidiana. Ya lo vivimos en los “años gloriosos” de 1880 a 1930.

El otro gran actor de la política argentina, el peronismo, lo está asumiendo. Surgen allí nuevas dirigencias modernas y algunas viejas dirigencias sensatas, con patriotismo y sentido común.

La construcción de consensos nacionales estratégicos será imprescindible. El mundo retrocede peligrosamente en el estado de derecho y avanzarán las políticas pre-Naciones Unidas.

Veremos probablemente un mundo de alianzas bilaterales y regionales, en el que el gran juego será probablemente absorbido por los tres o cuatro grandes bloques de poder  –americano, europeo, ruso, chino- y algunos menos grandes –como debiera ser el Mercosur- con multiplicidad de relaciones cruzadas de intereses coincidentes y divergentes.

No será probablemente un “mundo en guerra” sino en tensión y debates permanentes por acuerdos bilaterales e inter-regionales, en el que la política internacional trabajosamente construida desde la Segunda Guerra probablemente sea reemplazada por juegos de poder, influencias, inversiones pautadas y comercio administrado.

Desde esa perspectiva, nuestra pertenencia regional debiera ser afianzada con una puesta a punto de un Mercosur Serio, alejado de los berrinches ideológicos –cuando no infantiles- y asentado en los intereses reales de nuestras sociedades.

En un tablero global de poder, no es lo mismo ir al juego solos que con socios que incrementen la capacidad negociadora, el mercado y las oportunidades con los cuales se jugará el nuevo Gran Juego del nuevo escenario mundial.

Obviamente, hay muchos a los que ese mundo les dolerá. Está ya ocurriendo en los países bálticos, Polonia, Ucrania o Siria. También en los países más pequeños del Mar de la China y en las personas que se sienten demócratas y pacifistas en el Oriente Medio. El nuevo “Sheriff” de la región está mostrando cómo actuará allí para garantizar “el orden”, bombardeando con misiles mar-tierra desde sus acorazados en el Mediterráneo, desde cientos de kilómetros de distancia, a ciudades con decenas de miles de habitantes civiles, como Aleppo. Y hoy mismo anuncia el “Times”, de Londres, el emplazamiento de misiles rusos con cabeza nuclear en el corazón de Europa, en el enclave ruso de Kaliningrado –entre Lituania y Polonia-.

Estamos lejos de esos escenarios, y debiéramos mantenernos políticamente lejos aunque cercanos en la solidaridad. Triste para el mundo, retroceso para los derechos humanos y el derecho internacional. También espacio demandante para la solidaridad con los afectados, como ha sido siempre, en toda la historia, la actitud de la Nación Argentina y de la mayoría de los argentinos.

¿Nos afecta, entonces, el “mundo Trump”? 

Sí, como ciudadanos de un planeta que sufrirá la incomprensión y el retroceso hacia formas de convivencia menos humanizadas y más salvajes, más desinteresado de la “casa común” y más indiferente a los sufrimientos de las personas comunes. 

No, si en el contenido de la pregunta nos referimos a los efectos directos en comercio, inversiones, desarrollo económico y posibilidades de recuperar el terreno perdido por nuestro país estos años.

Tampoco se frenará la globalización económica –porque es imposible-, aunque estará más reglamentada, con mayores controles “políticos” –al estilo actual de China y Rusia-.

Como se ha venido diciendo en estos meses: la Argentina es la única buena noticia del mundo. Aprovechémosla tirándonos menos zancadillas y sin pelearnos tanto entre nosotros.


Ricardo Lafferriere

jueves, 10 de noviembre de 2016

Más complejo que un simple populismo

Está claro que el populismo, en momentos de estrechez económica, es un formidable catalizador electoral de los más necesitados. Al igual que el chauvinismo, moviliza los instintos más primarios y las reacciones más viscerales. En momentos como esos la historia muestra que los fenómenos se repiten como calcados.

Pero también está claro que usualmente es un relato que se usa para esconder los propósitos reales. Acá lo vimos durante más de una década: fue el cortinado tras el cual se ocultó un gigantesco plan de saqueo de las finanzas públicas.

No es probable que en el caso norteamericano el propósito sea el mismo. Más bien es posible imaginar que EEUU ha asumido la etapa global de reacomodamiento –que, desde esta columna, venimos anunciando desde hace casi una década- en la que el “hiper-imperio” que lideró la globalización hasta ahora se retraerá hacia sus fronteras para evitar la sangría económica que le implica su papel de “gendarme global”, desempeñado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Garantizado ya –como está- su autoabastecimiento energético, es imaginable que se dedique a defender sus intereses estratégicos más directos –territorio, vías comerciales y seguridad interior-. Éste es el tema central, más que la presentación guaranga y xenófoba del nuevo relato, forma compatible al fin y al cabo tanto con el libertino “liberalismo socialdemócrata” de Straus-Kahn, el autoritarismo pederasta del “revolucionario” Daniel Ortega y el repugnante machismo del derechista Trump.

En ese contexto, el resto del mundo es considerado como un terreno “bárbaro”, coexistiendo con islotes de prosperidad sobre los que se diseñará un nuevo entramado económico, probablemente alrededor de zonas portuarias en todos los continentes.

Es imaginable que el principal objetivo se concentre en preservar los lazos fundamentales de la globalización –finanzas y tecnologías, nunca mencionadas por Trump en su discurso del regreso al país “cerrado”- pero que, en una estrategia dual, retornen a los países las fábricas de bienes sobre los que el actual costo e inseguridad del transporte de larga distancia sea neutralizado con plantas locales y tecnologías modulares aprovechando la miniaturización en los equipos, las impresoras 3D y la mano de obra que la primera etapa de la globalización dejó desocupada. Consolidadas las columnas globalizadoras, los trabajos residuales –transformados y modernizados- volverán a las zonas que los perdieron.

El camino que Trump propone para el desempeño de su país en el nuevo escenario es más desmatizado y grotesco que el propuesto por Hillary, en cuyo relato persisten los ideales wilsonianos que han caracterizado a los demócratas en los últimos tiempos y ha sido la marca distintiva de Obama. Su simpleza le permitió la comprensión.

Aunque el triunfo de Trump, por lo inesperado, ayuda a descorrer el velo de la nueva realidad ante la opinión pública mundial, el papel de EEUU en el nuevo mundo no cambiaría mucho con el otro resultado. Los votantes de Clinton, no olvidemos, fueron más que los de Trump, y ni la base productiva del mundo –ni los problemas globales- cambiarán por esta elección. Fuerza es reconocer, sin embargo, que mientras Hilary imaginaba un camino prudente, Trump postula la “cirujía mayor sin anestesia”…

En otras palabras, llega un cambio de estilo denso, tal vez con episodios traumáticos y probablemente con un retroceso coyuntural planetario en la vigencia de Derechos Humanos, el multilateralismo y el propio derecho internacional, al debilitarse la organización mundial que escenificó la posguerra. La elección de Trump es un hito más, que notifica al mundo cómo actuarán los Estados Unidos en esta nueva etapa.

Este escenario tiene perdedores, no ya económicos sino políticos. Los países más débiles de las zonas sensibles –los bálticos, los balcánicos, el medio oriente, incluso el sudeste asiático- probablemente sufran la prepotencia de sus vecinos fuertes. Algo del mundo “pre-Segunda Guerra” habrá renacido, abriéndose a posibles coaliciones regionales defensivas con las que se intente establecer balances de poder más o menos equilibrados. Vuelve la “geopolítica” con sus juegos y fantasías, pero con una característica nueva: deberá coexistir con un sistema económico que ya no puede fragmentarse.

Hace diez años, en su recordada obra “Une breve Histoire de l’Avenir” Jacques Attali visionaba este escenario. El “imperio mercante” – la hegemonía norteamericana- sería reemplazado por un desorden global basado en regiones prósperas, con puertos ágiles y llanuras productivas inmediatas que las hicieran autosuficientes en alimentos, funcionando en red sobre un planeta en el que el poder, tal como lo conocemos, habría desaparecido y sería territorio sin ley.

Un mundo donde conflictos de “todos contra todos”, por los motivos más disímiles –desde agua potable hasta energía, desde alimentos hasta discusiones milenarias por límites territoriales- brotarían por doquier, al haber desaparecido las fuerzas que las contuvieron durante el último siglo. Y en el que cada uno debería valerse –y hacerse valer- por sí mismo.

Ese mundo está en las puertas. Se apoya en una base productiva que ha dado un salto gigantesco, pero raquítica en la construcción de un poder global en condiciones de disciplinar tanto al delito como a las fuertes tendencias polarizantes de la economía dejada a su libre juego.

El salto gigantesco –lo hemos repetido hasta el cansancio- ha sacado de la miseria a centenares de millones de seres humanos en pocas décadas, pero a la vez produjo una generación de poder financiero y una polarización económica irritante en el mejor de los casos y desesperante en el peor que hoy se expresa en el renacido nacionalismo populista generalizado.

La “culpa” –si puede hablarse en esos términos- de estas deformaciones la tienen los liderazgos personales y partidarios que están siendo removidos por la ola populista, que no supieron –o no quisieron, o no pudieron- encauzar adecuadamente el cambio para que al interior de las sociedades, donde manda la política, no se produjeran efectos tan negativos como los que vemos: desocupación, pobreza, deuda, migraciones, delitos, terrorismo.

El G-20 es, en este sentido, un encomiable esfuerzo de los liderazgos políticos mundiales por retomar el control, en el borde mismo de su posibilidad temporal, porque puede ser tarde. Las decisiones de Hangzhou de combatir el dinero negro, impulsar fuertemente la infraestructura, acentuar las políticas inclusivas y compartir tecnologías van en esta dirección.

¿Qué hacer por acá? La reacción instintiva es defensiva. Recrear nuestros lazos de solidaridad nacional, unir proyectos con los vecinos de la región, reconstruir el Mercosur, articularlo con la Alianza del Pacífico, la Unasur, México, incluso con los grandes espacios de prosperidad –las costas de Estados Unidos, el sudeste de Asia-Pacífico, el África del Sur-. Y un protagonismo consciente, lúcido, inteligente y matizado en el esfuerzo de construir la política global. Es la única chance de que el cambio –inexorable- duela menos y le saquemos el mayor provecho.

En ese marco, se hace apremiante el diseño y ejecución de agresivas políticas internas de integración, geográficas y sociales, aprovechando que, a diferencia de los países centrales que hoy sufren crisis, no son las regiones las que en nuestro caso más sufren, debido a la ausencia de una dominante presencia industrial tradicional devenida obsoleta.

Debiéramos hacerlo con infraestructura actualizada, tecnología avanzada y gran impulso al conocimiento, cuidando de manera especial la inclusión social que, en nuestro caso, nos lleva a focalizar en los cinturones de las grandes ciudades los esfuerzos en la provisión de bienes básicos.

Por último, es urgente reconstruir el poder de la defensa nacional, otro de los pilares de cualquier sociedad madura, que ha sido desmantelada por la acción de relatos entre infantiles y  perversos, reforzándola con alianzas regionales estratégicas.

El mundo que viene se ha instalado de pronto, mostrando todo su potencial pero también todos sus peligros. El mensaje podría sintetizarse diciendo que, por un tiempo, todo dependerá casi exclusivamente de lo que hagamos nosotros en nuestra convivencia, de los lazos que logremos establecer con los vecinos y de la inteligencia con que actuemos en el nuevo escenario global, mezcla –como nunca- de ajedrez y juegos de estrategia.


Ricardo Lafferriere

viernes, 4 de noviembre de 2016

El legado de Cambiemos

El aparente fatal dilema que ataca a Macri desde ambos flancos es el cabal reflejo del país sin diálogo.

Para unos es el monstruo neoliberal, privatizador y sin sentimientos inclusivos, sólo preocupado por la rentabilidad de las empresas, haciendo gala de un desinterés inhumano por la suerte de los más necesitados. Frente a eso, “nos pintamos de guerra”, como dijera días atrás un legislador provincial peronista de Chubut.

Para otros, Macri es apenas un “kirchnerista con buenas maneras”, indiferente ante el desequilibrio de las cuentas públicas, fogoneador de un endeudamiento irresponsable para financiar políticas populistas que desalientan cualquier posibilidad inversora. Frente a eso, reclaman el despido de un millón de empleados públicos, la paralización del plan de infraestructuras, la reducción de los impuestos y el tradicional recetario ortodoxo: educación, salud, provincias y el “gasto de la política”, convertido en el taquillero caballito de batalla de la banalidad –y no sólo de la ortodoxa-.

El gobierno, por su parte, evita esta “no win situation” y está asumiendo por sucesivas aproximaciones un programa desarrollado en grandes etapas que adelantó en los primeros días de su gestión: revertir el crecimiento inflacionario, lograr que después de cinco años estancado el país vuelva a crecer y por último atacar los desequilibrios fiscales. Y lo hace en el orden adecuado, con claridad de rumbo y prudencia en la ejecución. Ha destinado a gasto social el mayor porcentaje presupuestario de la historia argentina, respeta y refuerza el federalismo y mantiene un dialogo permanente con todos los sectores sociales, aún los más duros opositores.

¿Hay otro camino? En opinión de quien escribe, el rumbo tomado se asemeja al único posible en nuestro país, en nuestra circunstancia político-cultural y en la actual coyuntura global.

No vivimos en la Alemania de posguerra, con un pueblo dispuesto al sacrificio y un empresariado desafiado a lavar sus culpas desatando una inversión inédita. Vivimos en un país aún impregnado culturalmente de la mentalidad rentista y clientelar, un empresariado protegido acostumbrado a ganar dinero en sociedad con amigos funcionarios y estructuras políticas-gremiales aún creyentes que el Estado es un barril sin fondo, al estilo de las tierras realengas de la Colonia. Ese es el país que dejaron los años reciente y la influencia secular de la rudimentaria “intelligenza” criolla.

Imaginemos por un instante el fin del período de gobierno de Cambiemos. Para no enturbiar el ejercicio no incursionaremos en si se producirá en tres años o en siete. Sólo en los legados.

Un escenario: el país unió todas sus capitales de provincias con autopistas. Construyó un millón y medio de viviendas quedando al borde de superar su centenario déficit habitacional. Brinda agua potable a la totalidad de la población, cloacas al 80 %, gas natural a todas las ciudades, reestructuró su matriz energética con un inédito aporte de energías renovables, urbanizó todas sus antiguas “Villas de emergencia”, llevó la banda ancha inalámbrica a todo el territorio, sus puertos y aeropuertos se encuentran entre los más modernos del mundo, terminó el cruce ferroviario a Chile, agregó dos pasos cordilleranos hacia el Pacífico, reactivó la Hidrovía, logró el cambio del perfil productivo enganchándolo al desarrollo mundial con empleos de calidad e incorporación científica y técnica a las empresas nacionales más dinámicas que ya habrán logrado su consolidación en el mercado global. Está lidiando con una deuda homologable con el promedio de la deuda pública externa del mundo –o sea, porcentualmente el doble que la actual-, con un PBI que ha avanzado en forma sostenida durante todo el período y renegocia en forma inteligente y sostenible sus obligaciones financieras, discutidas en un parlamento plural e inteligente.

Otro escenario: aún contando con fuentes de financiamientos baratas y abiertas por la gran liquidez internacional, el país pone como primera meta recuperar su equilibrio fiscal a cualquier costo. Para lograrlo, sigue desatendiendo su infraestructura y su déficit de viviendas. Sigue arrastrando la deuda social en temas tan básicos como agua y desagües, pavimentos destrozados y calles pantanosas, los trenes siguen deteriorados y produciendo periódicamente accidentes fatales por su obsolescencia, las inversiones en autopistas se detienen para no engrosar el déficit, el país se encierra y envejece aislado no sólo del mundo sino de sus vecinos: no funciona la Hidrovía, se paralizó la construcción de los pasos cordilleranos, los aeropuertos son nidos de contrabandistas y traficantes en aviones “públicos”  cada vez más inseguros, las “maras” y mafias se adueñaron de villas cada vez más pobres y hacinadas, la presión fiscal sobre el campo volvió a tensionar el país como en el 2008 y se fomenta la explotación indiscriminada de bosques y recursos minerales no renovables para sostener un sistema político cada vez más clientelar, corrupto y violento. Nadie –ni por asomo- siquiera se plantea la hipótesis de invertir en una Argentina al borde de la explosión social. Pero –eso sí- las cuentas públicas son una “pinturita”, sin deuda externa y sin déficit fiscal. En la miseria, pero prolijitos.

Y un tercero: El país regresó al rumbo que llevaba hasta diciembre del 2015. No es necesario describir el resultado por ser suficientemente conocido: la Venezuela de Chávez y Maduro.

Son los finales posibles, por supueso que caricaturizados para su mejor comprensión. No imagino a Macri ni a Cambiemos en el escenario de los adoradores del Excel ni en el de empujar el país hacia su implosión final. Los veo trabajando por el primero, navegando el mar tormentoso con vientos cruzados,  incomprensiones, picardías ventajistas de poco vuelo y honestas preocupaciones por el futuro.

En el rumbo grande, el país tiene su proa hacia donde debe. Como todo gobierno, pueden existir claroscuros en sus políticas públicas desagregadas. Pueden existir aciertos y errores. Lo que, en todo caso, se extraña es una madurez mayor en el debate público, abandonando el estilo de la riña de gallos propia del “panelazgo” televisivo ansioso de peleas que estimulen el rating, aún a costa de banalizar la reflexión sobre el país.

Porque –y esto lo hemos repetido hasta el cansancio- el país somos todos. Faltarle el respeto, insultar, descalificar, agredir o destratar a cualquiera, es hacerlo con el país y no sólo con el adversario en el debate. Ninguna discusión llega a buen fin si comienza con dogmas y no está abierta a aceptar las miradas ajenas. Ese, tal vez, es el legado menos destacable de la década pasada, y el que debiera concitar nuestro esfuerzo de convivencia para volver a sentirnos orgullosos de cada compatriota y enemigo de ninguno.

Ricardo Lafferriere