jueves, 27 de diciembre de 2018

"Los que viven del Estado..."



El Estado es un gran redistribuidor de ingresos. Entre otras cosas, para eso está.

La afirmación viene a cuento de la proliferación de reclamos “ortodoxos” que hacen ver al Estado como la materialización del mal, llegando en ocasiones al extremo de reclamar su lisa y llana desaparición.

Sin embargo, la sociedad imaginable sin Estado sería la selva. Porque los que “cobran del Estado” (algunos cálculos de consultoras privadas hablan de más de 19 millones de personas, entre trabajadores públicos en los tres niveles, jubilados, pensionados y beneficiarios de planes sociales) y salvando los despreciables actos de corrupción y aprovechamiento son, en primer lugar y en general, quienes más necesitan. En segundo lugar, porque con sus claroscuros implica el germen de construcción de un “piso de ciudadanía y dignidad humana” que ayuda a atenuar la polarización social. Y en tercer lugar, porque los que pagan impuestos son todos quienes viven en el país, ricos y pobres.

Los que más necesitan son, en grandes números, quienes no tienen capacitación técnica ni etológica como para enfrentar el desafío de un trabajo estable. Conforman un cuarto de la población, que aunque pobres, son personas. Esas personas, por el sólo hecho de serlo, deben ser consideradas en su dignidad básica de seres humanos, condición que en el mundo civilizado no se niega ni a los delincuentes más sanguinarios. Esta fue una de las conquistas más importantes de la ilustración y la modernidad, que desarrolló el concepto de ciudadanía, cuyos derechos -y también obligaciones- son la base de los estados democráticos modernos.

Otra cosa es la extensión de ese “piso” y la forma de aplicación práctica de esos mecanismos, donde -como en todo- existen malos y buenos métodos, y opiniones diversas. Eso forma parte de otro debate, rico y profundo, pero relativamente desvinculado de la magnitud del “gasto” que, sea como sea que se apliquen, seguirá existiendo. Y otra cosa también distinta es los que se aprovechan de la opacidad para, sin necesitarlo, acceder a fondos públicos en forma no siempre legal y limpia, a través de mecanismos que deben desmantelarse.

La función igualadora del Estado avanzó, principalmente en el siglo XX, hacia la cobertura de necesidades básicas que la conciencia moral impide que sean lanzadas al desamparo, o sobre las que se justifiquen tratos diferentes. El acceso universal a la salud pública y la gratuidad de la enseñanza son los paradigmas de esta función, agregados modernos a las tradicionales funciones de seguridad, defensa y justicia.

El Estado respondió en el siglo XX a esa demanda de servicios básicos universales subsidiándolos total o parcialmente, abriendo el camino hacia otro debate que se va instalando junto al avance tecnológico, la robotización creciente de la economía y el desarrollo de la Inteligencia Artificial que desplaza al trabajo estable: un ingreso básico garantizado para todos, por el sólo hecho de compartir la condición humana. Ese ingreso no es imaginable como el “único”, sino como el “piso”, que cada cual podrá incrementar con su iniciativa, educación, emprendedurismo, riesgo o inversión. Ese debate atraviesa ideologías, con diversas propuestas, como la “renta negativa” de Milton Friedman, el “trabajo cívico” de Ulrich Beck o el “ingreso universal” de Sygmund Bauman. Quizás sea bueno recordar que también los primeros pasos en los gastos sociales del Estado fueron dados por conservadores: el Bismarck, en Alemania y los conservadores ingleses.

El sistema previsional que atienda a los últimos años de las personas es el otro gran “redistribuidor”. ¿Qué hacer con los viejos, cuando ya el mecanismo tradicional del cuidado familiar es incompatible con la vida moderna? La respuesta ha sido un sistema de retiros adecuado a las posibilidades de cada economía, en el que los activos sostienen a los pasivos. Una vez más, cómo se aplica, a quienes alcanza y en qué magnitud son temas a resolver en cada sociedad y posibilidades económicas, pero es absurdo imaginar una sociedad que se desentienda de sus viejos. Los matices del sistema previsional son distintos en cada lugar, pero ninguna sociedad avanzada discute la necesidad de su existencia.

Por último, cuando al reclamar contra algún impuesto se repite obsesivamente “cuántos viven del Estado” se omite recordar que a ese Estado lo sostienen todos. Desde una gran empresa petrolera que explota Vaca Muerta hasta un niño de jardín de infantes que compra un caramelo. Tal vez, incluso, desde la perspectiva individual, sea mayor el aporte de las familias pobres, que forzosamente tributan el 21 % de su ingreso, aunque vivan de limosnas, al comprar los bienes destinados a su alimentación, vestido, tarifas o medicamentos. O una simple entrada a un cine, un festival o un baile, cuando le alcance para hacerlo. Los que aportan al estado son muchísimos más que los que reciben del Estado algún beneficio directo. Y los que los reciben, lo hacen porque existen decisiones de la sociedad, a través de sus representantes, que así lo han establecido mediante las leyes de presupuesto sancionadas anualmente o leyes especiales que lo disponen.

Maticemos, entonces, la rotundidad del juicio descalificante hacia “los que viven del Estado”. Porque muchos de ellos también “hacen vivir” al Estado con su aporte, y todos, sin el Estado verían posiblemente su vida convertida en una selva. Sólo cabría imaginar lo que ocurriría en la sociedad si desaparecieran los gastos sociales, los sistemas asistenciales en salud, el sistema previsional, la educación gratuita, no se hicieran más obras públicas de agua, cloacas, gas, rutas y trenes y se cerraran los hospitales. No se trataría ya de contratar los servicios “privados” sino de seguir contando con una convivencia que pueda llamarse “sociedad”. Médicos, maestros, policías, militares, enfermeros, personal de registros, de obras públicas, de tránsito, administrativos, “viven del Estado” pero aportan valiosos servicios para la integración social. Y cobran por ellos.

Cierto es que cuando la economía se estanca, casi siempre por mala praxis de los gobernantes, el “peso” del Estado parece agigantarse rompiendo una regla de oro: los gastos deben estar siempre equilibrados con los ingresos, simplemente porque dos más dos son cuatro. Pero esa afirmación no se termina en “los que viven del Estado” y “los que sostienen el Estado”, sino que avanza hacia el gran tema, ausente, realmente ausente, del centro del debate nacional: la mirada hacia adentro del Estado, donde se han construido históricamente corporaciones de complicidades que llevan a contar con un mal sistema de salud, un mal sistema de educación, un mal sistema de seguridad, un mal equipamiento de defensa, un mal sistema de justicia y una mala distribución del gasto social. Y hacia la mala praxis económica, que lleva a olvidar los límites exigiéndole a la economía más de lo que realmente puede brindar para sostener todo el edificio social.

La lógica debiera indicarnos mirar hacia allí: la cooptación de la estructura estatal por corporaciones y mafias defensoras de privilegios que no ayudan a los ciudadanos, sino que los agreden. Corporaciones de empresarios asociados con determinados políticos para apropiarse de fondos públicos con mecanismos de coimas -lo estamos viendo-, corporaciones de gremios que no se sienten servidores de los ciudadanos sino dueños -como en AA, o la propia educación-, corporaciones de laboratorios y gremios de la salud que olvidan su función de servicio y la identifican con sus propios intereses, y hasta actitudes políticas sin austeridad y no ejemplificadoras que parecen considerar a los fondos públicos como los inagotables “bienes mostrencos” de la Colonia, puestos allí  por el destino para ser apropiados por el poder.

El Estado es el gran actor del mundo moderno. El Estado democrático es el mayor logro de la historia política de la humanidad. Hasta que el mundo consiga establecer un sistema inclusivo y democrático de gobernanza global -que seguramente estará basado en los actuales Estados-, es la mejor herramienta que tenemos para que nuestra vida no se convierta en una selva. Mejorémoslo, sometámoslo a crítica para corregir sus falencias y liberarlo de sus vicios y cooptadores, modernicémoslo para que pueda cumplir su función en forma adecuada, seamos implacables denunciando sus injusticias y opacidades exigiendo la corrección.

Pero defendámoslo. La alternativa a él es “todos contra todos”, donde sólo los fuertes -ni los viejos, ni los niños, ni los débiles, ni los enfermos, ni los discapacitados, ni los pobres pero tampoco los ricos- saldrán ganando.

Ricardo Lafferriere

miércoles, 19 de diciembre de 2018

"...plata en el bolsillo de los trabajadores"...


-        “Es increíble, no sé como no entienden, para salir de la crisis simplemente hay que poner plata en el bolsillo de los trabajadores, para reactivar el consumo. No puedo comprender (golpeándose la cabeza con las manos) cómo no lo entienden, no puedo”… (diputado de FPV, en el programa de Maximiliano Montenegro).

En realidad, lo increíble es que durante todas las décadas que llevamos de democracia la frase se reitere, y hasta existan empresarios, gremialistas y políticos bien intencionados o no tanto que la repitan una y otra vez, como el Santo Grial de la economía.

Nadie, sin embargo, adelanta de dónde saldría esa “plata” para poner “en el bolsillo de los trabajadores”. Simplemente porque los atajos que usaron en estas casi cuatro décadas terminaron con una deuda gigantesca, varias hiperinflaciones y una economía hecha trizas. Porque las fuentes de esa “plata” no son muchas: más impuestos, o más deuda, o más inflación. No existen otras.

Si fuera tan sencillo, no habría país pobre en el planeta. Con comprarse una imprenta, comenzar a fabricar billetes y repartirlos, desaparecería la pobreza en el mundo como por arte de magia. ¿Por qué entonces no se han dado cuenta de una verdad tan sencilla y elemental? ¿Necesitan diputados peronistas que vayan y le expliquen?

En realidad, la plata que puede repartirse ya se repartió, y con creces. Lo que no se repartió es porque no existe. Argentina es el país con mayor gasto social por habitante en todo el Continente, el mayor gasto por habitante en salud, el mayor en educación. El único en el que tanto salud como educación son de acceso libre y gratuito, en todos los niveles.

El Estado Nacional subsidia al sistema previsional con una enorme tajada de sus impuestos, que debe distraer de otras obligaciones -como las mencionadas de salud y educación, la infraestructura destrozada, el desmantelamiento de la defensa, el raquitismo del equipamiento en seguridad, y otras obligaciones importantes que le son reclamadas a diario-. Y cuenta con un entrelazado de planes sociales, asignaciones universales por hijo y a la ancianidad y a discapacitados que no tienen varios de los países más ricos del planeta. ¿De dónde sacar entonces esa famosa “plata” extra para poner “en el bolsillo de los trabajadores”?

Es de conceder que la consigna es linda. ¿Cómo no va a gustar una promesa de maná que llueva del cielo, sin hacer nada? Así como linda, es tan rudimentaria que avergüenza escucharla en palabras de dirigentes. No hay que desgastarse en filigranas filosóficas para explicar qué es el populismo. Eso es.

En realidad, falta mucho para llegar a la meta de una sociedad con igualdad de oportunidades, sin pobreza y con un pueblo pujante y entusiasta. Nadie bien nacido, con empatía hacia los compatriotas más pobres puede negar esa verdad. Pero tampoco puede negarse la otra: para sostener un sistema equitativo como el que queremos, se necesita una economía que genere la riqueza necesaria. Caso contrario, la ecuación no cierra.

Ese es el desafío hoy, forzados como hemos sido a acelerar la marcha al terminarse el financiamiento que nos permitía el camino “gradualista”, ese que ya no es posible porque no hay quien nos preste. Las dificultades se agigantan cuando en el escenario aparecen voces como la mencionada al comienzo, sin sonrojarse ni recibir siquiera repreguntas lúcidas de quien opera de conductor, para marcar la insuficiencia propositiva de alguien que contribuye a formar la opinión política del país, aunque sea desde la oposición.

No hay peor sordo que el que no quiere oír. Es el viejo aforisma que llega a la memoria apenas observamos el nivel de reflexión y debate del escenario público. Afortunadamente, sin embargo, muchos argentinos, tal vez la mayoría, se resisten a caer en el espejismo de los magos y siguen trabajando, invirtiendo, estudiando, emprendiendo.

De ellos es el futuro.

Ricardo Lafferriere

Diciembre de 2018

sábado, 1 de diciembre de 2018

¿Sirve para algo el G 20?


En el 2008, una tempestad financiera amenazaba con hacer estallar las economías de todo el planeta.

El crecimiento sin límites del capital financiero y el derrumbe del valor “físico” sobre el que se asentaba -el precio de las viviendas hipotecadas en Estados Unidos- comenzó un dominó que contagió rápidamente a los sistemas bancarios de todo el mundo. Ningún país podía hacer nada solo, porque la caída actuaba en cadena y arrastraba a todos. El “capital simbólico” multiplicaba ya por varias veces el valor de la economía real en la que se apoyaba.

Fue en ese momento en que las autoridades norteamericanas -primero, Bush y luego Obama- decidieron recurrir a ese germen de acuerdo global que conformaba el G 20, hasta entonces jurisdicción casi exclusiva de los responsables económicos de las principales economías del planeta. La crisis pudo revertirse, mostrando que una acción estatal combinada era la única forma de poner en caja a las fuerzas financieras.

Algo más importante aún: renacía el papel de la política, esta vez en la escala global que requería un fenómeno económico, también global.

A partir de allí, las reuniones anuales de presidentes fueron edificando una práctica que comenzó a abrirse hacia los temas de agenda planetarios más urgentes. Regulación y supervisión financieras, reformas financieras, cambio climático, migraciones, equidad de género, inclusión, combate al delito global, al terrorismo, al lavado de dinero, a la corrupción, al narcotráfico, por la democratización del conocimiento científico, la difusión de la tecnología de comunicaciones, la apertura del mercado laboral a las mujeres y jóvenes, y muchos otros temas que fueron formando parte de los sucesivos encuentros.

¿Tuvieron algún efecto? Vaya si lo tuvieron. Vaya si lo sabremos los argentinos. Aún recordamos los dramáticos sucesos del 2001, cuando ante un desequilibrio fiscal y financiero muy inferior al actual, el país golpeó inútilmente las puertas del Fondo Monetario para atravesar la crisis coyuntural mientras arreglaba sus cuentas, recibiendo respuestas agraviantes de los mandamases de entonces, encerrados en una ortodoxia cerril. A raíz de esa actitud, perdimos más de una década de nuestra historia y el país sufrió lo que sufrió. Con menos del 20 % de la ayuda que recibimos este año, la Argentina no hubiera sufrido lo que sufrió en la crisis de cambio de siglo.

Hoy, el mundo es diferente. No fueron necesarias horas de humillantes antesalas ante burócratas desinteresados del FMI. Una fluida relación política y comunicaciones telefónicas entre los presidentes -de EEUU, de Rusia, de China, de Alemania, del Reino Unido, de Japón, entre otros- logró en pocas horas que el FMI respondiera con el mayor paquete de apoyo del que se tenga memoria en el país. Y eso es, en gran medida, resultado del G 20, que ha “intervenido” virtualmente a todos los organismos internacionales, a través de sus respectivos representantes nacionales.

Cierto, el G20 es un “grupo” sin organigrama propio. Sin embargo, es de una altísima efectividad porque “pone en valor” a los organismos internacionales existentes por encima de sus burocracias. Un estudio realizado por la Universidad de Toronto, en 2016, donde se encuentra la base de datos del G 20, publicó un informe sobre el cumplimiento de las decisiones de las reuniones anuales del grupo, agrupándolas por temas. La primera conclusión es que año a año, el porcentual de cumplimiento ha sido inexorablemente superior al anterior. A 2016 en algunos campos el cumplimiento de los acuerdos rozó el 90 %, en ningún caso bajó del 55 % y en todos los casos el rumbo de reformas coincidió con lo firmado. Es la contracara de las naturales dificultades en elaborar los documentos, porque lo que se firma, se debe cumplir. Y -obviamente- cada país tiene sus particularidades cuyos negociadores deben tener en cuenta, tanto en contenido como en ritmo.

No son campos menores. La decisión global de luchar contra la corrupción, por ejemplo, ha achicado el espacio de este flagelo en todo el mundo, al subordinar al sistema financiero a un sistema de alertas tempranas, fiscalización permanente, reducción del espacio de los “paraísos fiscales” y judicialización inmediata de los hechos que se detecten con el compromiso de la colaboración judicial internacional. En el mundo ya no son comunes esas noticias y en nuestro país -firmante y cumplidor- vemos cómo se ha roto con la tradición de impunidad y más de dos docenas de ex encumbrados funcionarios se encuentran en prisión, mientras importantísimos empresarios merodean los juzgados con procesamientos que no respetan investiduras. Y ni hablar de lo que está ocurriendo en Brasil.

La persecución del lavado de dinero fue otro beneficio: en 2016 más de 120.000 millones de dólares de riqueza de argentinos que estaban “en negro” ingresaron al control fiscal, facilitando reformas internas que han permitido que prácticamente se terminara con el déficit crónico de las finanzas provinciales. Blanquearon, porque no podrían ocultar más los bienes por los compromisos globales del G 20.

Hay claroscuros. Tal vez el de más dificultoso avance sea el control del cambio climático, en el que el principal emisor de GEI -EEUU- se resiste, y más desde la asunción del presidente Trump, a incorporarse al Acuerdo de París, aunque es necesario reconocer que los principales Estados de la Unión están tomando medidas regulatorias -comenzando con California, que por sí sola conforma al 8ª economía del mundo- de rígidos controles anti contaminantes y promoción de energías renovables. También es necesario decir que esa reticencia no es acompañada por nadie -mejor dicho, casi nadie, porque mantiene como partner a Arabia Saudita-.

El listado de temas se trabaja en reuniones sectoriales permanentes de los responsables de las políticas específicas, siendo la reunión de presidentes el hecho formal que pasa revista de lo logrado y define las líneas de acción del año siguiente.

Atacar al G 20 es conspirar contra la reconstrucción de la política y reconocer a las fuerzas de hecho -grandes corporaciones, concentraciones financieras, terrorismo, delincuencia internacional y depredadores de diverso género- libertad para moverse en un mundo sin reglas. Una gran selva, donde los grandes perdedores son siempre los más débiles.

Obviamente, lo que no puede hacer el G 20 es intervenir en los países. Se basa en el consenso. Los problemas y el ordenamiento de cada país dependen de sí mismo. Su secreto es el logro de acuerdos que pasen por encima de las diferencias políticas, y eso permite que coincidan en él desde Trump hasta Putin y Xi Jinping, Merkel, May y Abe, Macri, López Obrador y Mori, el príncipe saudí y el presidente turco. No es un foro de votaciones y, aún actuando con debates, éstos están dirigidos a solucionar problemas, no a causarlos.

Es, sin embargo, un germen de gobernanza global con el cual la política, como actividad consciente de los seres humanos, intenta recuperar las riendas del destino planetario ante el escenario de una humanidad que imbrica inexorablemente su economía y se enfrenta a problemas -algunos, de vida o muerte, o de supervivencia o extinción- que ponen en escena para resolverlos un mecanismo más importante que la lucha: la cooperación.

Ricardo Lafferriere