Es ya una moda cuestionar la “judicialización de la política”, en ocasiones acompañada de un similar cuestionamiento a la “politización de la justicia”.
Frase efectista, que en sí es sólo un oxímoron.
Política y justicia son dos órdenes de la vida social -como
la económica, la religiosa, la artística, la cultural-, cada una con sus reglas
edificadas tras siglos de elaboración, ensayo y error y consolidación de formas
cada vez más sofisticadas que marcan, justamente, la diferencia entre las
sociedades primitivas y las sociedades avanzadas.
La vida social, por supuesto, es una sola. La división en “campos”
tiene un significado epistemológico -producto de una categorización que ha
permitido separar cuidadosamente las reglas de cada uno y hacer posible la
convivencia en las sociedades modernas-. Se conjugan regulando la totalidad de esa
vida social, cierto que a veces con límites difusos pero, en general, con áreas
de acción bastante delimitadas.
La política es el conjunto de reglas expresas y tácitas que
norma el acceso y ejercicio del poder. Todo un edificio normativo regula sus
relaciones, desde la Constitución -norma básica del ordenamiento jurídico a
partir de la soberanía del pueblo- hasta las más puntuales leyes, decretos y
reglamentos, a los que no son ajenos tradiciones y prácticas culturales.
También abarca la dinámica concreta de la puja por el poder,
sofisticada y cambiante al compás de los cambios sociales en la comunicación,
la cultura y los valores de cada sociedad y cada tiempo.
La justicia es más precisa. Tiene un papel ordenador -civil,
comercial, laboral, internacional, administrativa, electoral, tributaria, etc.-
y un papel sancionatorio, que, a diferencia de todos los anteriores, define con
precisión cuáles son las acciones que la sociedad califica como “delitos” y la
sanción que les cabe a quienes los cometen.
El primer papel -se suele decir, para una comprensión más
directa- es como un “océano”: inunda toda la realidad. No hay conducta que no
tenga su encuadramiento, sus “cauces”, sobre el principio básico de la libertad
personal, las formas de ejercerla y sus limitaciones.
El segundo, el penal, es más preciso. Define “islotes” en
ese océano social, los que con toda claridad veda las actitudes insoportables
para la convivencia en paz.
Los delitos pueden afectar diferentes “valores” jurídicos:
la vida, la propiedad, la libertad personal, el orden democrático, la confianza
en la fe pública, el orden constitucional, etc. La sanción penal, en nuestro
ordenamiento legal y en la mayoría de los existentes, erradicada ya la pena de
muerte en casi todo el mundo, se efectúa a través de la privación de la
libertad y las multas. Modernas legislaciones han ampliado las sanciones
posibles en determinados delitos a decisiones abiertas de los jueces -como
ayudas comunitarias, asistencia a clases de educación, etc-.
Quien comete una acción definida como delito debe ser
sancionado. Sea presidente, gobernador o legislador. Sea economista, religioso
o deportista. El delito pasa por encima de las diferentes actividades. La
sanción es una limitación grave al principio de libertad, por lo que la
Constitución establece cuidadosamente que sólo puede ser definida por la ley,
no puede ser objeto de Decretos de necesidad y Urgencia, y escapa a las
facultades del Poder Ejecutivo, que jamás puede asumir funciones judiciales ni
dictar penas (art. 109, CN): esa función es atribuida a los jueces con
exclusividad, y la función judicial es separada también cuidadosamente de la
política, al punto que ni son electos, ni sus cargos pueden ser revocados salvo
casos previstos por la ley, por un procedimiento especial cuya última palabra
es del Congreso. Su eventual remoción no implica revocar sus sentencias, ni
puede cesárselo por el contenido de éstas.
La “judicialización de la política” o el curioso invento del
“lawfare” no pasan de ser rudimentarias argucias exculpatorias. Sería absurdo
pretender que quien ocupa el poder pueda robar, matar o defraudar o incluso atentar contra el estado de derecho -es decir,
cometer delitos- y no se le pueda juzgar por ser funcionario o invocar que constituyen "medidas de gobierno, y por lo tanto no justiciables". Justamente, quien
está en una posición de poder es quien más debe ser observado ante el
desequilibrio que otorga el poder para realizar acciones al borde de la
legalidad, “protegido” en alguna manera por su prestigio, su fama o los
ornamentos institucionales del poder. Quien comete un delito, debe ser sancionado.
En las sociedades actuales, la vieja inmunidad del poder que
consagraba la indemnidad a soberanos o determinados estratos sociales ha desaparecido
o ha quedado reducida a un papel simbólico, cada vez más limitado. Y en nuestro
caso, ese principio se estampó en la Constitución Nacional: “La Nación
Argentina no admite prerrogativa de sangre ni de nacimiento: no hay en ella
fueros personales ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son iguales ante
la ley…” (art. 16, CN)
De ahí la importancia de la escrupulosa separación de jueces
y política. El papel de los magistrados está pensado justamente para evitar su
contaminación por las pasiones que desata la vida política. Y es obligación de
los políticos -como de todos- respetarlos con la misma escrupulosidad, aún más
que cualquier otro ciudadano, porque son la última garantía de la vigencia de
la libertad, del orden jurídico y de la paz social.
Ricardo Lafferriere