China tiene cuatro billones de dólares (o sea, cuatro
millones de millones de dólares) de reservas. No son divisas lo que
–precisamente- le están faltando.
Necesita, sí, expandirse en el mundo para conseguir los insumos
requeridos por su crecimiento, que, aún ralentizado a la “modesta” tasa del
siete por ciento anual, necesita petróleo, litio, soja, mercados para su
industria ferroviaria y fábricas de armamentos, madera, libre acceso a los
mercados de consumo masivo y si es posible, zonas para desplegar sus redes de
observación global de tecnología dual insertas en su competencia-cooperación
con su partner norteamericano.
La Argentina, por su parte, se encuentra en el fin de un
ciclo político y el agotamiento definitivo de un capricho económico: la
autarquía, modelo que sólo comparte con Venezuela y Corea del Norte –ya que el
otro socio, Cuba, marcha aceleradamente hacia su nueva vinculación con la
economía global a partir de su reanudación de relaciones económicas y políticas
con “el imperio”-.
En ese cambio de ciclo, una administración con plenos
poderes ha decidido hacer lo indecible para llegar al final de su mandato sin
implosionar. Para lograrlo, no trepida en recurrir a las medidas económicas más
desaconsejables y disparatadas desde la perspectiva de una gestión sana.
Los pasos son múltiples. Financia su déficit fiscal con
emisión de papel moneda, impulsando una inflación que impregna todos los
eslabones del circuito económico. Multiplica el endeudamiento público
intra-estado, apropiándose de reservas en divisas y canjeando activos del
sector previsional –garantía de la solvencia para abonar a los pasivos- por
bonos públicos sin valor. Imposta su incumplimiento de deuda externa,
manifestando que paga, pero manteniendo los montos que dice pagar como
“reservas” activas en la contabilidad del Banco Central. Canjea el circulante
por bonos con intereses leoninos que alimentan la inflación con un déficit
cuasifiscal que se va tornando inmanejable.
Pero éstas –y otras- medidas que no aconsejaría ningún
economista ni político prudente, ni de “izquierda” ni de “derecha” no se
limitan sólo al plano interno. La obsesión se ha traslado hacia la relación con
China, dispuesta a avanzar con préstamos de corto plazo (los “swap”) que deberá
devolver el próximo gobierno, a cambio de concesiones que harían palidecer no
sólo a los que firmaron el Pacto Roca-Runcimann sino a los negociadores
criollos con la Baring Brothers.
Diez u once mil millones de dólares, para China, son una propina.
Dar esa propina a cambio de todo lo que necesita –entre muchas otras cosas desde
la soja hasta el litio, desde la colocación de excedentes ferroviarios hasta la
concesión de obras públicas sin licitaciones, desde petróleo hasta una base
militar de seguimiento misilístico- es un gran negocio.
Para el gobierno argentino que se va, también. Con diez mil
millones de dólares, en la dimensión de la economía argentina y sin
obligaciones de racionalidad en el gasto –justamente, porque se van y porque el
Congreso está dominado por sus “levantamanos todoterreno”- se pueden hacer maravillas.
Como por ejemplo, mantener el jubileo del consumo hasta fin de año, cuando haya
que devolverlos junto al pago demorado a los acreedores en mora y los créditos
“dólar-linked” que deberá devolver también el próximo gobierno, junto al pago
efectivo de las sumas que éste no paga y mantiene irónicamente como “reservas”.
No sólo eso. Con los dólares fáciles puede seguir lastrando
la inflación –aunque al precio de seguir acentuando la recesión- y seguir
rifando “dólar ahorro” al precio oficial, con divisas por las que debemos pagar
no sólo los altísimos intereses que nos cobran, sino que se escamotean a las
importaciones de insumos industriales y a los pagos que las empresas
productivas deben realizar a sus proveedores del exterior, empujándolas a obtener
esos dólares en mercados semi clandestinos, a un precio un tercio superior. O a
despedir trabajadores, o cerrar.
Lo que está haciendo la gestión que termina podría ser
calificado sin exageración de antipatriótico, pero no es el propósito de esta
nota. La impunidad con que lo hacen anuncia un tiempo de desfiles en tribunales
y fiscalías, como es usual en la Argentina –tal vez, como un eco de lejana
resonancia de los viejos “juicios de residencia” de tiempos coloniales-. Son
una figura más conocida y menos glamorosa: apenas aprendices de brujos,
pretendiendo dominar el destino.
Los problemas generados reclamarán respuestas, y para ello
el peor camino de la oposición sería el de disimular las falencias para poder
atacar al próximo gobierno por los males generados por el actual.
La Argentina tiene frente a sí una posibilidad portentosa.
Su retraso –incomprensible para el mundo- le ha abierto posibilidades de
inversión en todo lo que se ha destrozado: transportes y comunicaciones,
puertos y energía, autopistas y modernización estatal, equipamiento
agropecuario e industrial, actualización del sistema ya obsoleto de servicios a
la población. Las oportunidades no dependerán ya de buenos precios
agropecuarios, sino de una gestión inteligente apoyada en la recuperación de la
seguridad jurídica, “horrible palabra” para el actual ministro, pero plataforma
imprescindible para todo el mundo que crece y se moderniza.
Esa seguridad jurídica necesita coincidencias mayores. Las
elecciones seguramente generarán acuerdos de unos y otros para enfrentar con
mejores chances la batalla por el acceso al gobierno. Es la lógica de la
política agonal. Pero para gobernar el país se necesitará más, mucho más. Los
acuerdos deben extenderse al punto de renovar el propio pacto nacional, el
compromiso con el destino de todos compartiendo un país y cerrando
definitivamente el absurdo enfrentamiento de la “grieta” que no nos deja
conversar, sino que nos ha llevado a gritarnos desde trincheras unos a otros
siguiendo el triste ejemplo presidencial.
Los acuerdos deberán olvidarse del “relato”. Dejar ir las
épicas sepias de historias heroicas. Reemplazarlas por la mirada al horizonte,
asentados en la realidad de una humanidad que está construyendo “la ciudad del
futuro”, en la que la palabra de oro será “cooperación”, más que lucha.
Será el mayor desafío. Si lo logramos, el futuro de nuestro
querido país estará asegurado. La Argentina es un milagro. Su sola existencia
lo prueba, golpeada como está y a pesar de ello, renovando diariamente su
trabajo, su esfuerzo y sus horizontes en la esperanza de su gente.
Sólo debe sacudirse la anquilosada verborragia que atrasa
más de medio siglo. Levantar la mirada, girar la cabeza alrededor y observar no
ya el mundo, sino la propia región.
Y volver a imbricarse con el mundo, incluso con China. Pero
no para pasar la gorra entregando hasta la dignidad a cambio de una propina,
sino discutiendo nuevos acuerdos en aquellos temas que habrán sido debatidos
antes y generado consenso, como objetivos estratégicos nacionales, por la pluralidad
democrática de la Nación expresada libremente en su lugar natural, el Congreso.
Ricardo Lafferriere