Los argentinos advertimos el creciente enrarecimiento del
clima político.
Era previsible. El acercamiento del fin desata ansiedades y
desesperación. Aparecen las cuentas sin saldar. Quienes recibieron un agravio
tras otro y los soportaron en silencio, muestran el tenor del desquite, que hoy
recién asoma pero que –¡qué duda cabe!...- se profundizará luego de entregado
el poder a quien los argentinos decidan que sea el sucesor.
El fenómeno es viejo como la historia, y en el país tiene
una vigencia demostrada por estas poco más de tres décadas de democracia.
Aún están en prisión, tras juicios amañados por el poder,
numerosos argentinos a los que les alcanzó el estigma de la “lesa humanidad”,
repartida sin mesura por el kirchnerismo cuando le parecía que su historia
sería eterna: junto a verdaderos responsables de los ríos de sangre, hay en las
cárceles “chivos emisarios” alegremente mandados a prisión por hechos que, en
numerosos casos, son inferiores en gravedad a los cometidos por funcionarios en
ejercicio del actual gobierno.
Lo vimos también al terminar la gestión peronista anterior,
que –como es su estilo genético-, creyó igualmente que era imposible gobernar
sin una justicia “amiga”. Sus jueces “amigos” terminaron actuando con más
inflexibilidad que los de la “familia judicial”, para demostrar su “independencia”.
La detención de Carlos Menem fue dispuesta por uno de “sus” jueces, que actuó
aplicando la ley tal como está escrita y era jurisprudencia entenderla.
Difícilmente luego del 10 de diciembre las cosas sean
distintas. Por eso hace mal la señora en declararles la guerra a los
funcionarios judiciales que, justamente, son los que pueden garantizarle que la
justicia no sea mezclada con la revancha. Los que seguramente aplicarán la ley,
pero no animados por una sobreactuada independencia –como le pasó a su
predecesor Carlos Menem- como ésta está escrita, por los procedimientos que le
garanticen debido proceso como a cualquier ciudadano, sin otra pasión que la
vigencia del estado de derecho esencial a una República madura.
Su alegato es de tiro corto. ¿Hasta cuándo puede durar la
imputación de haber conformado un “partido judicial” porque los magistrados
avancen en causas de corrupción que han inundado su gobierno? ¿ocho meses? ¿y
después? ¿pretende que los procesos judiciales se paralicen hasta que su
administración termine, para pasar de la Casa Rosada a Comodoro Py, privada ya
hasta del privilegio elemental –que como Presidenta tiene- de declarar por escrito
sin presencia en el Juzgado? ¿Qué gana con esto?
Al contrario. Pierde ella y pierde
el país, empujado aún más al borde de su normalidad republicana.
¿Quiere forzar
un conflicto de poderes, que en el mejor de los casos tiene plazo fijo, fin
inexorable al terminar su poder? ¿O pretende sólo un atajo moral, para poder
seguir repitiendo su malhadado “relato” luego de los –largos o cortos- procesos
que la esperan?
La tensión que está instalando, en
todo caso, achica cualquier espacio de benevolencia porque encrespa los ánimos
ciudadanos, que serán más intransigentes que nunca al observar a las próximas
autoridades y a los pasos de la justicia luego de diciembre.
La agresión puede servirle para
endurecer su “propia tropa” con la ilusión de una –más- conspiración
inexistente con la perversa e imaginaria intención de diluir su épica. O para
hablarle al espejo. Pero la democracia no será detenida ni afectada por sus
dislates, porque no lo permitirá la sociedad, en ninguno de sus estamentos, ni
la realidad regional, ni la realidad internacional, ni siquiera su propia
fuerza política. No está ya el mundo para tolerar rupturas institucionales y
mucho menos para encubrir propósitos crudamente patrimonialistas.
Ya está. Ya fue. Por supuesto que
el país estará alerta hasta el último día –y después…- Pero lo que diga la
señora no afecta ya a la mayoría, que ha decantado su opinión sobre su gestión
y sobre su persona. Puede doler advertirlo, pero ya nadie la escucha. Hasta los
más acérrimos opositores prefieren leer al día siguiente la información sobre
sus discursos que escucharlos en directo, por elementales razones de salud
mental. Los ratings de la TV durante las cadenas nacionales son más que
elocuentes.
Hoy los argentinos están dirigiendo
su mirada a la sucesión. Están evaluando alternativas, escuchando candidatos,
observando propuestas, reacciones, gestos, intuiciones. Su mirada ya no se
siente atraída por los aullidos a la luna. Quieren ver futuro. Analizarlo.
Definir bien.
Hasta en eso erra la señora. En
lugar de ayudar al surgimiento de una sucesión madura, seria, de su propio
espacio político, se encarga de dinamitar cualquier posibilidad de acumulación
exitosa. Si hasta el milagro de Scioli, que había atravesado todas las locuras
de la década relativamente indemne, empezó su inmersión arrastrado por el barco
que se hunde sin remedio y que en su implosión pretende llevar todo lo que esté
cerca.
Hoy las placas tectónicas de la
sociedad, en lo profundo de la opinión pública, están configurando los espacios
democráticos de los tiempos que vienen. Seguramente serán –como pasado en los
dos siglos de vida independiente- proyecciones de las improntas originarias,
que todos esperamos puedan convivir, de una vez por todas, en una Argentina
madura definiendo las bases de sus acuerdos estratégicos.
Los grandes agrupamientos de la
opinión pública comienzan a expresarse. Lo han hecho en Mendoza, donde –a diferencia
del 2001- esta vez la fragmentación le toca a la corriente populista. Y, al
contrario, la corriente democrática-republicana está logrando definir comunes
denominadores atractivos para los ciudadanos, que están jerarquizando
nuevamente su afecto al estado de derecho, a la Constitución, a la República.
Desde esta página hemos dicho más
de una vez que no estamos convencidos de la fragmentación, sino que creemos en
la necesidad de los grandes acuerdos entre los dos grandes espacios
fundacionales, que han sido motores de nuestra historia y lo seguirán siendo de
nuestro futuro. Para ello, deben desprenderse de sus aristas más intransigentes
y potenciar sus perfiles dialoguistas. Hacia adentro, para lograr unificar
alternativas de gobierno con posibilidades de gestión. Hacia afuera, porque aún
en los aspectos de su política agonal contra el respectivo adversario deben
recordar que forman parte del mismo país, del que todos somos ciudadanos.
Y que cada argentino, piense como
piense, es ni más ni menos que un com-patriota. Compartimos la misma patria, su
historia y su destino.
Lo lograremos si aceptamos todos
las reglas de juego de la democracia republicana, con las que nació este país,
que nos incluye a todos y que nos exige, como regla de oro, sea cual fuera el
lugar que ocupamos en la sociedad, la igualdad ante la ley. La “noble igualdad”, –como dice el Himno, desde 1812 y lo cantamos desde entonces- es el
único trono ante el que estamos obligados a postrarnos.
Ricardo Lafferriere