Los últimos meses del kirchnerismo difícilmente transcurran
con la placidez de quien se prepara para disfrutar del deber cumplido y
organizar los faustos de la transferencia del poder a quien los ciudadanos
encarguen la nueva etapa.
Los analistas y los ciudadanos esperaban turbulencias. Sin
embargo, muy pocos –si alguno- podría haber imaginado un episodio tan conmocionante
como el regreso de las muertes políticas al país.
Aunque la reacción polarizante del gobierno no mostró
cambios con respecto a su matriz ante hechos similares –borrarse, primero y
tratar de forzar una falsa polarización en caso que el olvido no resulte-, la
diferencia en este caso no fue cuantitativa, sino cualitativa.
No es lo mismo polarizar ante una determinada política
pública, que ante una muerte política. No lo es porque en el primer caso, los
debates y las diferencias de opinión, aún deformadas en su presentación, son la
esencia de la democracia, de sus polémicas y de su pluralismo.
En el segundo, sin embargo, la diferencia entre la vida y la
muerte no es “interna” de la democracia, sino lo que lo separa de la idea del
ejercicio del poder como la suma de la decisión de lo público, ante lo cual
hasta las vidas de las personas deben ser ofrendadas en la dinámica de la lucha
política. Negar la solidaridad frente a una muerte es lo que hizo el país en
los años de plomo.
Al leer en estos días la dureza de quienes se sienten
afectados puede observarse alguna voz más alta que lo que a algunos gustaría.
Sin embargo, como en los velorios, es de personas civilizadas entender los
llantos de los deudos, los reclamos de los amigos y disimular las explosiones
injustas de temperamentos desbordados.
Advertir, sin embargo, el alineamiento acrítico con las
insólitas reacciones del poder por parte de quienes debieran tener un
pensamiento señero, prudente y articulado muestra el profundo daño al tejido de
la solidaridad nacional que ha provocado el kirchnerismo en esta década de
dislates y ficciones.
Curioso escenario el que nos ofrece el tratamiento de la
muerte del fiscal. Sus deudos, conteniendo su dolor, dan lecciones de
templanza, prudencia y madurez. Sus amigos y quienes sienten que su muerte no
puede ser entendida como una casualidad, desde el primer momento resistieron la
tentación de imputar crudamente a quienes en su intimidad están convencidos que
tienen la mayor cuota de responsabilidad, simplemente porque la justicia aún no
ha hablado.
Y, enfrente, quienes debieran quedarse callados frente al
irreversible absoluto que la muerte instala en los conflictos, se desbordan en
su indignación frente al muerto, como si esta fatalidad hubiera sido diseñada
por sus enemigos para agredirlos y no –como muchos piensan- por el exceso de
celo, grotesco y ancestral, de quienes posiblemente pensaban que con un crimen lo
estaban defendiendo.
Difícilmente esta muerte alguna vez se aclare. Quien esto escribe
intuye que es uno de esos hechos que sólo podrían ser desmenuzados por una
tarea de inteligencia altísimamente profesional, de esa que evidentemente no
está al alcance de la justicia ordinaria que investiga el crimen.
Es posible que en los verdaderos laboratorios de la
inteligencia global de los diferentes países con instituciones serias ya se
sepa sin dudas quienes están en condiciones, en un escalón globalizado que no
cuenta con centenares de miles de personas sino apenas con algunos cientos, de
ejecutar una operación como la que terminó con la vida de Alberto Nisman, y de
entre ellos a quién puede –o debe- achacársele el hecho. Hasta es posible que
en algún tiempo se sepa también en el país, de manera informal, qué es lo que
pasó.
Lo que la destrucción institucional que sufre el país hará
imposible es que sea el Estado argentino, o lo que queda de él, quien pueda
desentrañar la verdad. Como no lo hizo con el atentado a la Embajada, ni a la
de la AMIA, o la cadena de suicidios sospechosos y homicidios sin esclarecer
que hemos visto en estos años.
La marcha, el reclamo, las dudas, debieran ser por eso un
llamado a recrear un Estado que nos sirva a todos, en el que “la política” sea
apenas un epifenómeno, pero que tenga su peso específico mayor en sólidas
instituciones de funcionalidad absoluta –e implacablemente- neutrales con el
objetivo mayor de servir a los ciudadanos y no en una cuenta de Twitter o de
Facebook de la presidenta o de alguno de sus funcionarios que vean en el Estado
un aparato de poder para la autopreservación o, más grosero aún, la
facilitación del patrimonialismo.
Ricardo Lafferriere
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