Alfonsín o de la Rúa
Los desequilibrios de la economía mundial, con diversas causas pero efectos que no permiten la continuación regular del “juego” por la desconfianza, han colocado en escena el dilema que los argentinos hemos sufrido varias veces en nuestra historia reciente.
Una deuda privada que es impagable por la desvinculación entre la economía monetaria-financiera y la economía real se traduce en la presión sobre los Estados, que en última instancia son los que fabrican el dinero imprescindible para que la ilusión de riqueza se transforme en riqueza real.
Quienes tienen acreencias quieren que los Estados ayuden a los bancos, intermediarios de la circulación de la riqueza del sistema, forzando ajustes que reduzcan los gastos que consideran exagerados en servicios sociales como salarios, salud, educación, defensa, seguridad, infraestructura, pero que paguen las deudas.
No hacerlo –sostienen- llevará a la crisis generalizada a la economía real por su extremo endeudamiento y dependencia del capital financiero, y eso aumentará la desocupación aún más.
Las sociedades, por su parte, que sufrirían –o sufren- en forma muy dura estos ajustes se resisten. La multiplicación de “indignados” se extiende por todo el planeta, poniendo en riesgo no ya la economía sino el propio equilibrio social de sistemas que se creían sólidos y prósperos.
Los gobiernos, por su parte, tienen frente a esta tensión dos caminos “puros”. Uno, el que siguió en su momento la administración de Alfonsín: licuar las deudas fabricando dinero. El otro, el que siguió la gestión de De la Rúa: mantener el valor del dinero, buscando la austeridad fiscal y la refinanciación voluntaria de la deuda hasta que la situación cambie por su propia dinámica.
El primero, temía los efectos sociales. El segundo, los efectos económicos.
Entre nosotros, el primer camino llevó a la hiperinflación y de allí, al desborde social. El segundo, a la recesión, la desocupación y también al desborde social.
Ni Alfonsín ni de la Rúa habían generado esos desequilibrios. Ambos heredaron deudas inmanejables –el primero, del “proceso”, el segundo, del menemismo-. Deudas que, cuando se contrajeron, seguramente se consideraron manejables, pero que al cambiar la situación del escenario general, se escaparon de control.
Quien esto escribe participó del partido del gobierno en ambas oportunidades, y puede dar fe de la extrema tensión que significa tener que decidir entre uno y otro camino. En el primer caso, la obsesión de Alfonsín era que no se cayera la actividad económica, lo que pasaría si “ajustaba”. En el segundo, que no ocurriera lo que le pasó a Alfonsín, lo que sucedería si “aflojaba”.
Difícilmente exista un camino ideal para salir de crisis de esta magnitud, que una vez desatadas son lo más parecido a un desastre geológico o a las fuerzas naturales catastróficas.
Los seres humanos han desarrollado los sistemas políticos, para tomar las riendas de su destino, para compensar aunque sea en parte los imperativos de la economía, de las fuerzas naturales, o de las crisis.
Pero los sistemas políticos normalmente funcionan bien cuando no son tan necesarios.
Efectivamente, en épocas de auge, las cosas tienden a andar bien sin mayores demandas a los gobiernos, como ha ocurrido desde el 2003 en adelante, con nuestro principal producto de exportación, la soja, pasando de los 160 USD a USD 540 la tonelada, lo que además llevó multiplicar por tres el volumen de producción agraria.
En casos de crisis como los que hablamos, la solución debiera darse sobre la base de una gran solidaridad social que suspenda la política “agonal” de unos contra otros y ponga a todos a pensar y actuar en forma coherente.
Cualquiera sea el camino elegido, parece ser imprescindible controlar sus consecuencias y paliar los imprescindibles daños producidos, lo cual es imposible sin poder político, alineado y tirando juntos para el mismo lado.
Pero eso es normalmente incompatible con los reflejos de la política que tienden a buscar, aún en medio de las situaciones más tensas, la forma de sacar ventaja, lo que obliga a los demás a cuidarse y ejercer similar actitud.
En el mundo agrega otra complicación.
No se trata de gobierno y oposición. Se trata de gobiernos y oposiciones, de países que no tienen las mismas urgencias ni situaciones o prioridades políticas internas. Si es difícil poner de acuerdo a los actores políticos de un país, ¿qué esperar de los actores políticos de varios países con diferentes momentos políticos, conveniencias inmediatas y características distintas de sus pueblos, que son los que en definitiva eligen sus gobiernos?
Alfonsín, en medio de la crisis, debió sufrir catorce paros generales. A de la Rúa le renunció el vicepresidente reduciendo el sustento político de su gestión, que terminó sin el respaldo ni siquiera de su propio partido.
Siempre es más sencillo, para quienes se mueven en el escenario, demonizar al gobierno, y si es posible tumbarlo, que trabajar en conjunto por la salida.
En todos los casos, quien sufre termina siendo el de más abajo, sea con la hiper-inflación, sea con la hiper-recesión.
Y los gobiernos, cualquiera sea su signo, suelen pagar con la interrupción de sus gestiones las crisis que no provocaron ni pueden solucionar.
Como le pasó a Alfonsín, y a de la Rúa. Y a los gobiernos a los que les toca, en cualquier lugar del mundo, enfrentar estas crisis. Sean socialistas, como Rodríguez Zapatero, o liberales como Nicolás Sarkozy.
Ricardo Lafferriere