lunes, 8 de febrero de 2021

COVID 19 - Interrogantes de un hombre común

 Hace unos años asumimos con mi esposa el desafío de comprar un pequeño lote de terreno en Tigre, uno de cuyos lados lindaba con un “arroyo” -curso insignificante de agua al que el término le resultaba más que pretencioso-. Pensábamos construir una cabaña isleña donde aislarnos a leer y tomar mayor contacto con la naturaleza que el que ofrecía la ciudad.

De las características del lote un hecho me llamaba la atención: bordeando ese arroyo casi seco, con un cauce de alrededor de tres metros de hondura, había un albardón que no debía tener más de 30 o 40 cms. de altura.

Pensé que era inútil, primero por la escasa cantidad de agua del arroyo y segundo porque si había creciente o una marea grande, lo superaría.

Un vecino de años en la zona me explicó que el albardón estaba alineado con el nivel del Rio de la Plata a una altura de 3,30 “sobre el cero de Riachuelo”, altura a la que llegaban las mareas normales a esa altura del Delta. Al principio no entendí mucho y luego -Internet mediante- comprendí lo que significaba.

Durante varios años el agua no llegó ni siquiera a desbordar el cauce, ni en las sudestadas más fuertes, al punto que llegué a suponer -ingenuo de mí- que se debía al cambio climático y que no vendrían más inundaciones como las que ilustraban las fotos de las que había sufrido Tigre antes de la construcción del Canal Aliviador.

Construimos la cabaña isleña de madera, por las dudas con soportes -también de madera- de una altura de dos metros sobre el nivel del piso. Y disfrutamos de la exhuberancia delteña, mosquitos, humedad y cortes de luz -pero sin crecientes ni mareas- durante un hermoso tiempo de felicidad.

Hasta que llegó la primera experiencia. Una mañana de sol radiante, mientras desayunaba en la terraza de la cabaña noté cómo el arroyo crecía, y crecía y crecía con rapidez. Llegaba al borde del cauce. Y lo desbordaba. Estaba ya llegando al albardón, y hasta su parte superior.

El primer desborde del albardón se produjo en un sector cercano a la casa, por una hendidura de unos 20 centímetros de ancho, que rápidamente, pala en mano taponé con tierra sintiéndome por unos segundos una especie de héroe de entrecasa: ¡había parado una inundación! Cuando estaba terminando la tarea, en el otro extremo apareció otra “filtración”, que también taponé rápidamente. Al terminar de hacerlo, tres nuevas filtraciones, en el centro del terreno, empezaban a superarme. Hasta que de pronto las filtraciones eran ya cinco, ocho, diez... y todo el albardón desbordado por la creciente, con el agua ingresando al terreno que quedaba convertido en una gigantesca pileta.

La reacción de un “ciudadano” -como yo- no podía ser otra que la impotencia. El agua subía, subía, subía. Y no podía irme a la seguridad del asfalto y de mi casa, ya que también la calle -de tierra- estaba totalmente cubierta de agua, que alcanzaba ya más de la mitad de las ruedas del auto en su lugar de estacionamiento, relativamente elevado. La impotencia se transformaba en desesperación.

Hasta que de pronto, una multitud de pequeñas embarcaciones apareció por todos lados, con chicos y jóvenes festejando. ¡Hay marea, hay marea!...

Lo que para mí era un drama, para los habitantes de la zona era una fiesta. De pronto, todo se transformó en comunitario. Los botes andaban por las calles, por los terrenos, por el arroyo...

Y comprendí que simplemente había que tener paciencia, esperar, y enfrentar la situación con tranquila resignación. Así que eso hice: instalé una cómoda reposera en la terraza de la cabaña, me puse a leer un libro que tenía en lista de espera desde hacía tiempo y a observar la diversión de los niños en las canoas. No podía hacer mucho más.

En cuatro o cinco horas, el agua empezó a bajar. Al día siguiente, salvo por algún charco perdido en algún desnivel del terreno o de la calle, todo estaba normal. Y la vida siguió.

¿Y eso? Puede preguntarse el amigo que siguió el relato hasta aquí. Y... algo tiene que ver con la pandemia.

Desde el comienzo escuchamos, tanto de la OMS como de científicos de los que dicen que saben, que el virus infectaría al 90 % de la población, inexorablemente. Que de ese 90 %, alrededor del 80 % serían asintomáticos -es decir, no notarían estar infectados y clínicamente no mostrarían ningún signo de enfermedad-. El 28 % restante era dividido en dos grandes grupos, de dimensión similar. La mitad –o sea, alrededor del 14%- tendrían síntomas leves, similares a una gripe común, y la otra mitad -14 %- se dividirían a grandes rasgos a su vez en dos: la mitad sufriría síntomas fuertes, de gran molestia, pero sin gravedad, y la otra mitad -7%- tendrían síntomas severos, que podrían llegar a provocar la hospitalización y hasta la muerte. En este último agrupamiento estarían principalmente personas de edad -con su sistema inmunitario debilitado-, personas con enfermedades preexistentes que también hubieran debilitado el sistema inmunitario, y los altamente expuestos al virus por coexistir con él durante largas horas en lugares cerrados -principalmente, personal sanitario cumpliendo su tarea-, que hubieran sufrido “alta carga viral”.

Esas previsiones se cumplieron y fueron repetidas en numerosas oportunidades por epidemiólogos. El gran desafío público, se decía, era que “la curva” de contagiados graves no saturara el sistema sanitario exigiéndole lo que no podía brindar: equipamiento de respiradores y unidades de terapia intensiva. Debía “aplanarse la curva” -se decía- para que ese porcentaje de enfermos graves pudiera tener un tratamiento adecuado en los centros de salud.

7% no es poco. En 1.000.000 de habitantes, son 70.000. En un pueblo pequeño de 10.000 habitantes, son 700. En un país de 45.000.000 de habitantes, son 3.150.000. Difícilmente haya en el planeta un país con semejante cantidad de respiradores y Unidades de Terapia Intensiva. Hay que “aplanar la curva”, para que los enfermos graves lleguen de a poco, y no todos juntos, para no “saturar” o “colapsar” el sistema sanitario.

De ahí se dedujo la estrategia del encierro. Confinar a todos, para que “la curva” se “aplane”. Nunca se dijo que el objetivo del confinamiento era detener la pandemia, conscientes que hubiera sido un objetivo tan absurdo como frenar el desborde del arroyo delteño. El virus no se puede frenar. Sólo paliar su daño, en tres líneas: demorar su expansión -con el confinamiento-, desarrollar rápidamente el reforzamiento de la infraestructura sanitaria y acelerar lo más posible las respuestas médicas para los casos en que se requirieran, elaborando protocolos serios lo más rápido que permitiera el desarrollo de la ciencia. Todo ésto, acompañado por comportamientos individuales imprescindibles: mascarillas, distancia interpersonal, higiene.

Sin embargo, de a poco el objetivo pareció ir cambiando. Se convirtió en parar la expansión de la pandemia, y para ello se paralizó el mundo. Algunos países -con más espaldas económicas- lo pudieron soportar, con una especie de gigantescas vacaciones pagas hogareñas impuestas a sus ciudadanos. Otros, destrozaron sus economías con la mirada puesta en los titulares de la “incidencia acumulada” y los “nuevos casos”, que se renovaron hasta el clímax cuando, generalizados los tests a todos, tuvieran o no síntomas, los números empezaron a relacionarse con los “infectados” y no ya con los enfermos. Infectados que, como se ha dicho, habrán de llegar a la larga o a la corta al 90 % de la población. Estén o no vacunados.

El curso de acción internacional fue curioso. La “batalla de las vacunas” se transformó en el desafío épico de la humanidad, y miles de millones de Euros, dólares, yenes y rublos se adelantaron a empresas farmacéuticas de alta capacidad de producción e investigación que -hay que reconocerlo- actuaron con rapidez. Como no. “¡Hay pandemia, hay pandemia!” parecían exclamar con la emoción de los niños jugando con las mareas en el Delta.

Se conjugaron el “bien común” interpretado por los gobiernos, con el beneficio económico atado a países que, además, tenían reservas suficientes para pagar cualquier cosa. Lejos de mí está cuestionar la limpieza de los números. Sólo poner la atención un instante en lo que significa para empresas privadas tener colocadas antes de producir -y antes incluso de contar con los productos, que debían ser investigados y elaborados- con sumas gigantescas de facturación que en tiempos normales hubieran obtenido en varios años, quizás en lustros, en un mercado cautivo. Cifras que, además, se mantienen en secreto...

Y así fue como a un costo inmenso, hubo vacunas.

Sólo que, curiosamente, casi todas -algunas expresamente, otras tácitamente, otras reticentemente- advierten que su máxima efectividad se alcanza en personas adultas -más de 18 años- que no superen los 55, 60 o 65 años. O sea, aquellos a los que el virus, estadísticamente, les ataca con menor fuerza -obviamente, con las excepciones naturales de cualquier proceso biológico-. Esos miles de millones de dólares servirán para proteger a los que -por decirlo de alguna forma- ya están protegidos (por su edad, por su salud y por su propio sistema inmunológico- que, ni aún vacunados, dejarán de ser posibles "portadores sanos". Pero no protegen a los vulnerables, a los que sí puede alcanzar el virus con mayor “virulencia”.

A diferencia del peligro de la neumonía -cuya vacunación se aconseja especialmente a mayores de 60 años, más vulnerables a esta derivación de una gripe estacional-, en el caso del COVID-19 los mayores son los menos cuidados, seguramente no porque las vacunas sean malas sino porque al no haberse completado la tercera fase de los ensayos clínicos, no se han segmentado lo suficiente los efectos adversos y el análisis de las dosis adecuadas en el afán por obtener una vacuna para los que no la necesitan, pero que se vendería masivamente de inmediato, terror sanitario de por medio.

La pregunta es obligada: ¿Se reforzó el sistema de salud? ¿Se aprovechó el tiempo para desarrollar los protocolos médicos para tratar adecuadamente a los enfermos “de verdad”? ¿Existieron esas investigaciones? ¿Con cuánto se financiaron?

Una ojeada a lo ocurrido en estos meses nos muestra que hubo diversas experiencias, algunas serias, otras menos serias y otras grotescas, que surgieron de diversos centros de investigación, de la suerte, de la inventiva individual o de la desesperación de médicos que debían enfrentar la enfermedad sin contar con la adecuada información. Fueron numerosas y podemos citar algunas:

En Israel, dos fármacos desarrollados en sendos hospitales, denominados “EXO CD 24” y “Allocetra” han mostrado resultados altamente favorables logrando revertir la enfermedad en su estadio grave (https://www.infobae.com/america/ciencia-america/2021/02/07/en-israel-probaron-con-exito-dos-farmacos-para-casos-graves-de-covid-19/)

En Argentina conocemos dos experiencias, ambas en principio exitosas para tratar casos en situación de gravedad intermedia: el Ibuprofeno hidrolizado, desarrollado por Dante Beltramo, -Investigador Principal del CONICET- para neutralizar la inflamación de los aveólos pulmonares -el ataque más letal del virus- se aplica en Córdoba y otros lugares del país con excelentes resultados ( https://www.infobae.com/salud/2020/08/07/un-tratamiento-con-ibuprofeno-inhalado-revirtio-casos-graves-de-covid-19-en-el-pais/) y el COVIFAD (popularmente conocido como “plasma equino”), que aprovecha la fortísima capacidad de producción de anticuerpos de estos animales, multiplicando por 200 el efecto del plasma humano de quienes han generado anticuerpos por el virus, reduciendo a la mitad la mortalidad de enfermos graves y en un 24 % la necesidad de cuidados intensivos (https://www.scidev.net/america-latina/news/argentina-aprueba-suero-equino-como-tratamiento-para-covid-19/). Se está aplicando en numerosos hospitales y ha sido adquirido en cantidad por la provincia de Corrientes. En ambos casos fueron investigadores o equipos médicos locales buscando con razonamientos intuitivos exitosos los que lograron la importante reducción de mortalidad.

En Canadá, se enfrentó la situación con el uso de una medicación ancestral para el reuma, la Colchicina. No necesitó protocolo especial salvo la comunicación entre los médicos, porque es una droga existente y aprobada. (https://theconversation.com/la-colchicina-un-farmaco-relativamente-toxico-publicitado-para-la-covid-19-por-una-nota-de-prensa-154231). También se utiliza la Dexametasona, al parecer convertida en un tratamiento poco menos que rutinario.

En Estados Unidos fue noticia la mezcla de fármacos no aprobados por la FDA (cóctel de anticuerpos REGN-COV2) que llevaron a la recuperación rápida del entonces presidente Trump, quien a pesar de su edad pudo enfrentar las obligaciones nada menos que de una campaña electoral.

Casos como éstos hay muchos, en todos lados. El bamlanivimab, el baricitinib, la melatonina o el lopinavir de encuentran entre ellos, junto a muchos otros. Algunos seguramente serán eficaces, otros menos y otros no. Mi punto es: ¿Por qué no se los estudia en profundidad, destinándoles un porcentaje aunque sea mínimo de los miles de millones de dólares gastados en inmunizar a los inmunizados?

¿Cuántos de estos proyectos de investigación recibieron el apoyo de los gobiernos, tan abiertos a la compra de vacunas? ¿Con qué montos? ¿Qué coordinación realizaron los gobiernos, para atender las necesidades de aquellos colectivos desatendidos por la Gran Estrategia Vacunatoria Global por ser viejos, enfermos o predispuestos? ¿Por qué no existió para ellos la coordinación que si existió para las vacunas, o incluso para los confinamientos y encierros?

Y la pregunta más importante: ¿Cuáles de estos medicamentos, los realmente importantes para salvar vidas, fueron logrados, producidos o investigados por alguno de los grandes “elefantes blancos” que fabrican las vacunas? ¿Lo fue alguno?

….

Hoy, iniciando el 2021, la pandemia se ha extendido al planeta y ha llegado a los lugares más recónditos. Hasta la selva del Amazonas se ha dado el lujo de contar con una “cepa” propia del COVID-19. La discusión de tapa de los diarios, sin embargo, es la batalla de las vacunas para los clínicamente “sanos” -porque no tienen síntomas-. Las arcas de los gobiernos están siendo vaciadas para comprar unidades de vacunas a precios insólitos -desde los 3/5 dólares por unidad de Oxford-Astra Zéneca hasta más de 30 dólares por unidad de Moderna o Sinofarm-. Y la OMS fogonea la vacunación total de los 7.500.000.000 de habitantes del planeta “para evitar la desigualdad”, garantizando con ésto un mercado cautivo virtualmente infinito, para cuidar a la inmensa mayoría que no se enfermará, sin reclamar con igual fuerza la investigación del tratamiento o los tratamientos adecuados para los -muchos menos- que muy posiblemente sí lo hagan.

La respuesta surge sola. Unos son muchos, muchos. Otros son, en relación, muy pocos. Para unos, alcanza con un fármaco elaborado “con brocha gorda”, todos iguales -porque son saludables y tienen defensas propias-. Para los otros, hay que investigar más en detalle, en dosis, en situaciones particulares. Para unos, el mercado es inmenso, rápido y cautivo. Para los otros, lento, disperso y trabajoso.

Los que se enfermen... que se arreglen con las investigaciones artesanales de los sacrificados médicos de batalla, que deberán encontrar ellos sus propias respuestas. No tendrán, seguramente, nombres “importantes”. Y hasta es probable que ni siquiera se les permita procedimientos acelerados de aprobación como los que graciosamente se le otorgaron a los grandes laboratorios, eximiéndolos de pasos importantes -lógico, por la urgencia- para garantizar buenos fármacos.

Lógico, para ellos, que además son eximidos por leyes especiales -en todo el mundo- de cualquier consecuencia de mala praxis. Eximición que no existe para el médico que debe enfrentar el drama de su paciente lejos de cualquier apoyo oficial, arriesgándose sí a los reclamos de “mala praxis” por el eventual mal final de alguno de sus pacientes.

Quien ésto escribe no es “antivacuna” sino decididamente “pro-vacunas”. La antivariólica logró erradicar una enfermedad atroz que acompañó a la humanidad desde tiempos prehistóricos. La antipolio es una vacuna excelente que, donde se administró con eficacia, erradicó la poliomielitis. Numerosas enfermedades están siendo cercadas y reducidas en su letalidad por vacunas diversas, algunas de imprescindible uso preventivo, como las anti-neumonía, o la antitetánica. Sólo que ninguna de ellas recibió la masiva e indiscriminada laxitud en su rigor técnico, ni mucho menos los favores económicos gigantescos, que las anti Covid-19.

Los Estados, mientras, siguen con el confinamiento como medida central. Enamorados de los encierros y cubriendo sus falencias, para no ser condenados por la “opinión publicada”, generadora de terror en la opinión pública y grandes ganancias en las grandes firmas farmacéuticas. Y aprovechando para llevar adelante un gigantesco experimento de disciplinamiento social -en las democracias- y de abiertas conductas totalitarias -en los populismos autoritarios- que desmerece y hasta ridiculiza los derechos humanos y el daña estado de derecho, resultado de cientos de años de civilización política. “En pandemia no hay derechos”, hemos tenido que escuchar de dirigentes coyunturalmente importantes de un país sedicentemente democrático, que ha llegado a tolerar campos de concentración y encierros forzados.

He titulado esta nota de manera neutra, porque lejos de mí aceptar ser “emblocado” en las trincheras que se cruzan epítetos. Fui formado con la ética del pensamiento crítico y del respeto a la razón, la ciencia y la moral. Y para lograr todo ello, en la exigencia del abierto y fresco debate democrático. Sólo busco eso. Y en todo el debate sobre el COVID 19, no lo encuentro.

Ricardo Lafferriere                    



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