lunes, 17 de marzo de 2014

Los habitantes de Crimea quieren ser rusos

Como lo habíamos pronosticado hace algunas semanas en esta misma columna, el desemboque del contencioso ruso-ucraniano estaba “cantado”: en un corto lapso, por una u otra forma jurídica, Rusia lograría anexarse la península de Crimea arrebatándosela a Ucrania.

Al parecer, las reacciones del resto de las potencias no pasa de algunos rezongos formales. Un par de decenas de dirigentes rusos no podrán ingresar a Estados Unidos –seguramente, por un tiempo-, y están estudiando “si siguen invitando a Putin al G 8”.

Rusia, por su parte, ha dejado trascender que aspira a otros territorios del este de Ucrania, con los que linda y en los que existe mayoría de población de habla rusa.

¿Es el mundo que viene, como en forma visceral lo afirmábamos en una nota anterior? ¿o en realidad, son los estertores del mundo que se resiste a morir? ¿O ambas cosas?

Aún sin adscribir dogmáticamente a las interpretaciones marxistas de la sociedad y de la historia, es nuestra convicción que la conformación y funcionamiento de la economía condiciona fuertemente el rumbo de los procesos sociales. La economía, a su vez, encuentra su motor en los avances tecnológicos, que por definición son incrementales y suelen escapa a la voluntad del poder.

La formidable revolución tecnológica que el mundo protagonizó durante el siglo XX, acelerada dramáticamente en las últimas tres décadas del siglo pasado, tienen un sector predominante: las comunicaciones. Éstas crearon una red envolvente en el planeta, que sostuvo y potenció -con el surgimiento de Internet-, el último proceso globalizador.

La característica principal de este proceso es la conformación de un sistema económico encadenado, en el que los sectores más dinámicos –y por lo tanto, ciertamente hegemónicos- de la economía mundial han escapado a los marcos nacionales y se referencian con el mundo como un todo. Producen globalmente, se financian globalmente, abastecen el mercado global y están ciertamente mucho más emancipados de los países que les sirvieron como base de desarrollo en el siglo XX.

Los mercados globales son la característica del nuevo sistema económico, del nuevo “paradigma”. La nueva economía no puede funcionar encerrada en el marco nacional, por razones de escala, y la revolución de las comunicaciones le permitió consolidar su morfología universal.

El próximo paso es la construcción política global, que va ciertamente con retraso a la marcha de la economía. La política debe reformular un entramado legal que ponga coto a los desbordes financieros, que edifique un piso de dignidad universal para evitar la superexplotación de los más débiles -mano de obra esclava, de niños, mujeres o ancianos-, que regule con la fuerza necesaria las emisiones de gases de efecto invernadero y otros tóxicos contaminantes de la atmósfera de todos, que proteja los recursos naturales no renovables, que ponga coto al delito global….y otros temas no menos importantes inherentes al control humano del mundo globalizado.

Ésa es la agenda positiva de futuro. Frente a ella, aparecen los estertores del pasado. Quienes resisten la marcha de la humanidad y añoran los Estados policíacos y autoritarios. Que sueñan con volver al mundo de las economías cerradas, los juegos geopolíticos y militares, los Estados como únicos protagonistas importantes, la indiferencia frente a los derechos de las personas, a la protección ambiental o a la superexplotación de los recursos naturales y la convivencia cómplice con las redes delictivas globales.

Esa es la línea de choque que está atravesando hoy Ucrania. Un sector del país, añorando los tiempos del Estado planificando todo, quiere volver atrás. Otro, el más dinámico, el que aspira a la convivencia en el marco de la ley –nacional e internacional-, que cree en las instituciones democráticas como mejor método de convivencia, en la libertad creadora de las personas, en la condición cuasi-sagrada de sus derechos y fundamentalmente en  un futuro globalizado y libre, quiere seguir avanzando. Lo que da originalidad al proceso ucraniano es que este conflicto, que virtualmente se da en todos los países, allí se junta por sus particularidades históricas y vecindad geográfica con las aspiraciones neoimperiales de la arcaica oligarquía rusa post-soviética.

Por supuesto que –como todos los análisis sociales- los párrafos anteriores rozan la caricatura. Hay oligarquías corruptas en Ucrania que aspiran a hacer negocios oscuros con el petróleo y los oleoductos, y hay decenas de miles de ciudadanos rusos condenando el peligroso expansionismo de Putin, manifestándose en Moscú en estos días contra la anexión de Crimea y luchando por una Rusia libre, democrática, integrada al mundo que viene. Pero no son aún los predominantes.

El precio de esta tensión entre pasado y futuro parece ser la fragmentación. El peligro es que esa fragmentación –que no significa otra cosa que el renacer de los juegos geopolíticos y militares del siglo XX- continúe marcando la agenda diaria, desplazando a la agenda de futuro. Que en lugar de energías renovables, potenciemos nuevamente el petróleo. Que en lugar del derecho hablen las armas. Que en lugar de un mundo en paz volvamos al reinado de las banderas de guerra.

Por lo pronto, Putin logró lo que buscaba: agregar una pieza a la reconstrucción del imperio soviético, a contramano de la economía, la tecnología, la libertad, la democracia y la política. Hace pocos días un lúcido analista argentino, Carlos Perez Llana, sostenía “Rusia ganó Crimea, pero perdió a Ucrania”. Agregaría que Ucrania pierde territorio pero gana libertad. Los habitantes de Crimea quieren volver a ser ciudadanos rusos. Los ucranianos quieren ser ya ciudadanos del mundo.

Pero mucho más importante que Rusia o que Ucrania –al fin y al cabo, “marcas” políticas temporales propia del mundo de Estados-Nación, ambas de disímil suerte en el pasado e impreciso futuro-, es que frente a la impotencia ante los pasos de Putin, los seres humanos que vivimos en este planeta, en pleno siglo XXI, tengamos que volver una vez más a prepararnos para la violencia si queremos construir en paz el mundo que viene. Y ese es, tal vez, el saldo más dramático y preocupante de la crisis de Crimea.


Ricardo Lafferriere

lunes, 10 de marzo de 2014

La geopolítica y los derechos humanos

                En décadas de auge de la guerra fría, cuando las dictaduras militares con simpatía de Washington azotaban la región como reacción ante la acción insurgente de la “Tricontinental” y los movimientos guerrilleros, quienes detentaban el poder y la “hegemonía cultural” solían descalificar a los reclamos por los derechos humanos imputándoles ser instrumentos del “comunismo internacional” y de “proyectos extranjerizantes”.

                Muchos de quienes hacíamos política en aquellos tiempos recibíamos esas acusaciones como simples argumentos de la lucha. Era cierto que en los diarios existían pronunciamientos de los organismos más cercanos a las posiciones de izquierda, fundamentalmente los relacionados con la ex URSS.

Pero también sabíamos que esos argumentos se desdecían con los hechos, cuando en los espacios internacionales decisivos –como la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas- los gobiernos del ex bloque socialista –la URSS y la propia Cuba- hacían causa común con la dictadura militar sosteniendo la tesis que los reclamos por los derechos humanos debían detenerse ante la “soberanía nacional” de cada país. Fidel y Videla coincidían, en los hechos, en reconocerse legitimidad para hacer dentro de sus países lo que se les antojara con los derechos de las personas.

En la Argentina quienes defendíamos los derechos humanos y reclamábamos el retorno a la democracia debíamos organizar las luchas en relativa soledad, y los éxitos o retrocesos de su vigencia dependían de la situación interna, más que de los caprichos o intereses de la geopolítica.

Sufrir esa experiencia nos llevó, recuperada la democracia, a privilegiar el trabajo por el reconocimiento de los derechos humanos como un valor universal prioritario a cualquier otro, en especial al de la soberanía de los Estados. La Argentina hizo de esta causa una política de Estado. La Corte Penal Internacional fue un logro del que nuestro país se enorgullece de haber participado desde su inicio, atravesando administraciones diferentes –desde Alfonsín hasta Kirchner, pasando por Menem y obviamente Fernando de la Rúa-. El tratado aún no fue ratificado por Estados Unidos, ni por Cuba.

El respeto a la dignidad humana es un elemento esencial a cualquier convivencia civilizada. A pesar de los duros enfrentamientos políticos y aún de casos específicos de violencia investigados por los tribunales, el relato político de la democracia incorporó ese valor a todas las ideologías participantes en el escenario nacional. El asesinato político, la desaparición de personas, el destierro, la confiscación de bienes, la tortura, tal vez puedan ocurrir, pero recibirán no sólo la condena social sino el vacío argumental. Nadie levanta –salvo alguna voz marginal, como la de Luis D’Elía, de nula representatividad política o social- la defensa de estos crímenes.

Por eso la declaración de Gloria Ramírez, Defensora del Pueblo de Venezuela, justificando la tortura a estudiantes detenidos no puede dejarse pasar. La afinidad política o la conveniencia estratégica no puede llevar a los argentinos a olvidar lo que sufrimos, a justificar la tortura porque el que la aplique sea un gobierno que se considera amigo, o porque estemos negociando con ellos la renovación de algún crédito.

Con los derechos humanos no se juega. El gobierno, y las fuerzas políticas democráticas de la Argentina no deben dejar pasar ese gesto, que no es una “propaganda del imperio” ni una “simple denuncia infundada distribuida por las redes sociales”, sino el pronunciamiento de una funcionaria pública cuya responsabilidad primaria es, justamente, defender los derechos de los ciudadanos de su país.



Ricardo Lafferriere

martes, 4 de marzo de 2014

Crimea, Ucrania, Rusia...y el mundo que viene



Al caer la tarde del 18 de mayo de 1944, miles de efectivos de la NKVD (la policía militar soviética de Stalin) entraron en cada una de las aldeas tártaras que formaban la gran mayoría de la población de Crimea.

Entre uno y dos millones de personas, desde ancianos inválidos hasta niños de pecho, fueron ingresados por la fuerza en camiones de transporte, abandonando al saqueo de las tropas rusas sus propiedades y pertenencias.

La población de toda una etnia fue conducidas a Uzbekistán. Allí fueron arrojadas al desierto, donde murieron cientos de miles por desnutrición, sed, falta de alimentos, frío y enfermedades.

De la deportación no se salvó nadie. Desde los dirigentes del Partido Comunista de cada localidad, hasta héroes de guerra e integrantes de los “partisanos” –guerrilleros contra la ocupación nazi-. Todos, por el sólo hecho de ser tártaros, fueron objeto de la “limpieza étnica” estalinista que dejó a la península de Crimea liberada para su repoblación. 

La excusa fue la colaboración que un pequeño sector de la población tártara, según el convencimiento de Stalin y Beria –mandamás de la NKVD- , había realizado con los nazis durante la ocupación alemana de Crimea. La realidad fue la histórica ambición rusa de integrar definitivamente la península de Crimea a su territorio nacional para fortalecer su dominio del Mar Negro y posicionarse estratégicamente frente a los estrechos de Bósforo y Dardanelos.

El genocidio se mantuvo en un relativo ocultamiento hasta la caída de la Unión Soviética y la liberación de la documentación y el arribo de la libertad de expresión sobre los crímenes estalinistas. Al igual que la tragedia polaca de Katlin, cometida también por Stalin y Beria, la realidad temina por salir a la luz, en este caso regresando a Crimea en la memoria de los pocos sobrevivientes tártaros y sus descendientes que volvieron desde la lejana Uzbekistán buscando su viejo hogar en los últimos años.

Crimea, ya libre de tártaros sobre el fin de la guerra, fue repoblada por Stalin con rusos de sangre. Son sus descendientes los que ahora han reclamado la protección de Rusia ante la decisión del parlamento ucraniano de destituir al déspota y corrupto presidente Yanukóvich, quien huyó refugiándose en Moscú, desde donde incita a la ocupación rusa de toda Ucrania y su reinstalación en el poder.

Es bueno recordar estos hechos ante la evidente intención de muchos –y no sólo rusos- de terminar con el tema que interpela la conciencia democrática occidental, levantando el argumento de que “después de todo, la mayoría son rusos”. Falaz afirmación a la que los argentinos, especialmente deberíamos resistir por su extraña similitud con el trasplante poblacional realizado por Gran Bretaña en las Malvinas, luego de su ocupación militar.

No podemos mirar para otro lado ante esta vergonzosa, agresiva y patoteril ocupación militar rusa de una porción del territorio ucraniano y mucho menos aceptar el argumento.

Putin sabe que la “realpolitik” le permitirá salirse con la suya. Ucrania está débil, por su crisis económica y política. La Unión Europea tiene su yugular –los gasoductos que alimentan sus industrias y llevan energía a sus hogares- atenazada por las decisiones del Kremlin. Estados Unidos ha resuelto replegarse hacia la defensa de sus intereses estratégicos más directos, lejanos del contencioso del Mar Negro y los Balcanes. Las Naciones Unidas están neutralizadas de cualquier acción, por el poder de veto –en este caso, de la propia Rusia-.

Ucrania está sola, acompañada exclusivamente por la sensación de impotencia y humillación de la opinión libre y democrática del mundo, la que resiste el cinismo, la hipocresía y los discursos exculpatorios de los diferentes escalones y factores del “poder” mundial.

En todo caso, es un adelanto del mundo que viene. Y una advertencia para quienes alegremente juegan con el futuro, banalizan el debate estratégico, atan al infantilismo ideológico las alianzas nacionales y debilitan a conciencia la capacidad defensiva del país con argumentos “munichistas”.

Seguramente, el futuro ucraniano será resuelto en alguna reunión como la de Munich, donde el Reino Unido, Francia, Italia y Alemania resolvieron en 1938, sin la presencia ni consulta de los checoeslovacos, la secesión de una parte de su país –los Sudetes- y su entrega a Alemania, para “calmar” las ambiciones de Hitler. 

Sería bueno que no ocurra, pero la intuición indica que algo similar pasará en este caso, con las grandes potencias acordando una virtual secesión de Crimea y su caída en la esfera de influencia rusa, con alguna forma jurídica que implique de hecho su segregación de Ucrania.

De ser así, tal vez se habrá logrado “la paz” y se habrán “tranquilizado los espíritus”. Sin embargo, se habrá abierto un antecedente de retroceso hacia un mundo que habrá renunciado a su pretensión de ser regido por el derecho y aceptado el regreso al puro poder, a la fuerza militar y a la subordinación a los intereses crudos de las potencias más fuertes.

Un mundo, en suma, que estará trayendo al siglo XXI lo peor del siglo que pasó.

Ricardo Lafferriere