En
décadas de auge de la guerra fría, cuando las dictaduras militares con simpatía
de Washington azotaban la región como reacción ante la acción insurgente de la “Tricontinental”
y los movimientos guerrilleros, quienes detentaban el poder y la “hegemonía
cultural” solían descalificar a los reclamos por los derechos humanos
imputándoles ser instrumentos del “comunismo internacional” y de “proyectos
extranjerizantes”.
Muchos
de quienes hacíamos política en aquellos tiempos recibíamos esas acusaciones
como simples argumentos de la lucha. Era cierto que en los diarios existían
pronunciamientos de los organismos más cercanos a las posiciones de izquierda,
fundamentalmente los relacionados con la ex URSS.
Pero también sabíamos que esos
argumentos se desdecían con los hechos, cuando en los espacios internacionales
decisivos –como la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas- los
gobiernos del ex bloque socialista –la URSS y la propia Cuba- hacían causa
común con la dictadura militar sosteniendo la tesis que los reclamos por los
derechos humanos debían detenerse ante la “soberanía nacional” de cada país.
Fidel y Videla coincidían, en los hechos, en reconocerse legitimidad para hacer
dentro de sus países lo que se les antojara con los derechos de las personas.
En la Argentina quienes
defendíamos los derechos humanos y reclamábamos el retorno a la democracia
debíamos organizar las luchas en relativa soledad, y los éxitos o retrocesos de
su vigencia dependían de la situación interna, más que de los caprichos o
intereses de la geopolítica.
Sufrir esa experiencia nos llevó,
recuperada la democracia, a privilegiar el trabajo por el reconocimiento de los
derechos humanos como un valor universal prioritario a cualquier otro, en
especial al de la soberanía de los Estados. La Argentina hizo de esta causa una
política de Estado. La Corte Penal Internacional fue un logro del que nuestro
país se enorgullece de haber participado desde su inicio, atravesando
administraciones diferentes –desde Alfonsín hasta Kirchner, pasando por Menem y
obviamente Fernando de la Rúa-. El tratado aún no fue ratificado por Estados
Unidos, ni por Cuba.
El respeto a la dignidad humana
es un elemento esencial a cualquier convivencia civilizada. A pesar de los
duros enfrentamientos políticos y aún de casos específicos de violencia
investigados por los tribunales, el relato político de la democracia incorporó
ese valor a todas las ideologías participantes en el escenario nacional. El
asesinato político, la desaparición de personas, el destierro, la confiscación
de bienes, la tortura, tal vez puedan ocurrir, pero recibirán no sólo la
condena social sino el vacío argumental. Nadie levanta –salvo alguna voz
marginal, como la de Luis D’Elía, de nula representatividad política o social-
la defensa de estos crímenes.
Por eso la declaración de Gloria
Ramírez, Defensora del Pueblo de Venezuela, justificando la tortura a
estudiantes detenidos no puede dejarse pasar. La afinidad política o la
conveniencia estratégica no puede llevar a los argentinos a olvidar lo que
sufrimos, a justificar la tortura porque el que la aplique sea un gobierno que
se considera amigo, o porque estemos negociando con ellos la renovación de
algún crédito.
Con los derechos humanos no se
juega. El gobierno, y las fuerzas políticas democráticas de la Argentina no
deben dejar pasar ese gesto, que no es una “propaganda del imperio” ni una “simple
denuncia infundada distribuida por las redes sociales”, sino el pronunciamiento
de una funcionaria pública cuya responsabilidad primaria es, justamente,
defender los derechos de los ciudadanos de su país.
Ricardo Lafferriere
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